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Hrathen vio cómo «Raoden» entraba en la sala del trono. Nadie podía desafiar la petición del impostor: aquel hombre, Raoden o no, pronto sería rey. El movimiento de Sarene era un golpe maestro. Telrii asesinado, un pretendiente en el trono… los planes de Hrathen corrían serio peligro.

Observó a ese pretendiente sintiendo un extraño arrebato de odio al ver la manera en que Sarene lo miraba. Podía ver el amor en sus ojos. ¿Podía ser realmente auténtica aquella necia adoración? ¿De dónde había salido tan repentinamente aquel hombre? ¿Y cómo había conseguido atrapar a Sarene, que normalmente era tan juiciosa?

Al parecer, le había entregado su corazón. Lógicamente, Hrathen sabía que sus celos eran una tontería. Su relación con la muchacha había sido de antagonismo, no de afecto. ¿Por qué iba a estar celoso de otro hombre? No, Hrathen tenía que mantener la cabeza serena. Sólo faltaba un mes para que los ejércitos de los derethi unidos barrieran Arelon, masacrando al pueblo… Sarene incluida. Hrathen tenía que trabajar rápido si iba a encontrar un modo de convertir al reino con tan poco tiempo por delante.

Hrathen se marchó mientras Raoden iniciaba la ceremonia de coronación. Muchos reyes ordenaban el encarcelamiento de sus enemigos como primer decreto y Hrathen no quería que su presencia se lo recordara a aquel impostor.

Sin embargo, estaba lo bastante cerca de las primeras filas para ser testigo de la transformación. La visión lo confundió: se suponía que la Shaod venía de repente, pero no de manera tan súbita. La extrañeza lo obligó a reconsiderar sus suposiciones. ¿Y si Raoden no había muerto? ¿Y si se había estado ocultando en Elantris todo el tiempo? Hrathen había encontrado un modo de fingirse elantrino. ¿Y si aquel hombre había hecho lo mismo?

Se sorprendió por la transformación, pero aún más cuando la gente de Arelon no hizo nada al respecto. Sarene soltó su discurso y todos se quedaron allí de pie, aturdidos. No le impidieron coronar rey al elantrino.

Hrathen se sintió asqueado. Se volvió y vio por casualidad a Dilaf escabullándose entre la multitud. Lo siguió; por una vez, compartía el disgusto de Dilaf. Le sorprendía que la gente de Arelon pudiera actuar de manera tan ilógica.

En ese momento, Hrathen advirtió su error. Dilaf había tenido razón: si Hrathen se hubiera concentrado más en Elantris, el pueblo se hubiera sentido demasiado disgustado para aceptar a Raoden como rey. Hrathen había pasado por alto instigar entre sus seguidores el auténtico sentido de la santa voluntad de Jaddeth. Había usado la popularidad para convertir, en vez de para adoctrinar. El resultado era una congregación débil, capaz de regresar a sus antiguas costumbres tan rápidamente como las había abandonado.

«¡Es este maldito límite de tiempo!», pensó Hrathen para sí mientras recorría las calles de Kae, cada vez más oscuras. Tres meses no bastaban para construir un seguimiento estable.

Ante él, Dilaf se desvió por una calle lateral. Hrathen se detuvo. No iba camino de la capilla, sino hacia el centro de la ciudad. La curiosidad pudo más que su mal humor y se dispuso a seguir al arteth, a suficiente distancia para que no oyera el sonido metálico de sus pies sobre el empedrado. No tendría por qué haberse molestado: el arteth se internaba en la negra noche con un único propósito en mente, sin intención de mirar atrás.

El crepúsculo casi había caído y la oscuridad envolvía la plaza del mercado. Hrathen perdió la pista de Dilaf con la tenue luz y se detuvo, contemplando a su alrededor las silenciosas tiendas.

De repente, aparecieron luces a su alrededor.

Un centenar de antorchas cobraron vida en docenas de tiendas distintas. Hrathen frunció el ceño y abrió unos ojos como platos cuando empezaron a salir hombres de ellas, las antorchas iluminando sus espaldas desnudas.

Hrathen retrocedió horrorizado. Conocía estas figuras retorcidas. Brazos como nudosas ramas de árboles. La piel marcada con extraños bultos y símbolos inenarrables.

Aunque la noche era silenciosa, los recuerdos aullaron en los oídos de Hrathen. Las tiendas y los mercaderes habían sido una añagaza. Por eso tantos fjordells habían ido al mercado areleno a pesar del caos político, y por eso se habían quedado mientras que otros se marchaban. No eran mercaderes, sino guerreros. La invasión de Arelon iba a empezar un mes antes.

El Wyrn había enviado a los monjes de Dakhor.