—Atacó anoche, mi señora —explicó Ashe.
Los miembros restantes del grupo (Kiin, Lukel y Shuden) estaban reunidos en la azotea de la casa, viendo cómo Raoden enfocaba su aon lupa en las piras funerarias levantadas en el patio del palacio.
El barón Shuden estaba sentado en silencio en la azotea de piedra, sacudiendo incrédulo la cabeza. Sarene sostenía la mano del joven jindo en un intento por consolarlo, dolorosamente consciente de lo difíciles que debían de haber sido para él los últimos días. Su futuro suegro había resultado ser un traidor, Torena había desaparecido y ahora su mejor amigo había muerto.
—Era un hombre valiente —dijo Kiin, de pie junto a Raoden.
—De eso no hay ninguna duda. Sus acciones, sin embargo, fueron una locura.
—Lo hizo por honor, Raoden —dijo Sarene, todavía atendiendo al abatido Shuden—. Telrii asesinó a un gran hombre anoche: Eondel actuó para vengar al duque.
Raoden negó con la cabeza.
—La venganza es siempre una motivación estúpida, Sarene. Ahora hemos perdido no sólo a Roial, sino también a Eondel. El pueblo se encuentra con un segundo rey muerto en cuestión de unas pocas semanas.
Sarene dejó correr el asunto. Raoden hablaba como gobernante, no como amigo. No podía permitirse perdonar a Eondel, ni siquiera en la muerte, a causa de la situación que había creado el conde.
Los soldados no celebraron ceremonias para incinerar a los caídos. Simplemente encendieron la pira y luego saludaron mientras los cadáveres ardían. Por muchas cosas que pudieran decirse de la guardia, cumplió con su deber con solemnidad y honor.
—Allí —dijo Raoden, enfocando con su aon un destacamento de unos cincuenta soldados que se alejaron de la pira galopando hacia casa de Kiin. Todos llevaban la capas marrón que los identificaba como oficiales de la guardia de Elantris.
—Esto podría ser malo —dijo Kiin.
—O podría ser bueno —contestó Raoden.
Kiin sacudió la cabeza.
—Deberíamos bloquear la entrada. Que intenten echar abajo mi puerta con una tonelada de piedra detrás.
—No —dijo Raoden—. Quedarnos atrapados dentro no nos serviría de nada. Quiero reunirme con ellos.
—Hay otras salidas del edificio.
—De todas formas, espera a mi decisión para bloquear la entrada, Kiin —dijo Raoden—. Es una orden.
Kiin apretó los dientes un momento, luego asintió.
—Muy bien, Raoden, pero no porque tú lo ordenes, sino porque confío en ti. Mi hijo te llama rey, pero yo no acepto la autoridad de ningún hombre.
Sarene miró a su tío con expresión de sorpresa. Nunca lo había visto hablar de esa manera; normalmente era jovial, como un feliz oso de circo. Ahora su rostro era severo y sombrío, cubierto por la barba que había empezado a dejar crecer en el momento en que encontraron a Iadon muerto. Había desaparecido el cocinero brusco pero obsequioso, y en su lugar había un hombre que parecía más bien un hosco almirante de la Armada de su padre.
—Gracias, Kiin —dijo Raoden.
Su tío asintió. Los jinetes se acercaron velozmente, desplegándose para rodear la fortaleza de Kiin. Al ver a Raoden en el terrado, uno de los soldados hizo avanzar su caballo unos cuantos pasos.
—Hemos oído rumores de que lord Raoden, príncipe heredero de Arelon, aún vive —anunció el hombre—. Si es verdad, que se adelante. Nuestro país necesita un rey.
Kiin se relajó ostensiblemente y Raoden dejó escapar un silencioso suspiro. Los oficiales de la guardia permanecieron en fila, aún montados, e incluso desde esa distancia Raoden pudo ver sus rostros. Estaban preocupados, confusos, pero esperanzados.
—Tenemos que actuar con rapidez, antes de que ese gyorn pueda responder —les dijo Raoden a sus amigos—. Enviad mensajeros a los nobles: pienso celebrar mi coronación dentro de una hora.
Raoden entró en la sala del trono del palacio. Junto al palio del trono se encontraban Sarene y el patriarca de la religión korathi. Raoden acababa de conocer al hombre de aspecto juvenil, pero la descripción que Sarene había hecho de él era exacta. Larga melena dorada, la sonrisa de entendido y los aires de grandeza eran sus características más acusadas. Sin embargo, Raoden lo necesitaba. La decisión de elegir al patriarca del Shu-Korath para coronarlo sentaba un precedente importante.
Sarene sonrió animosa mientras Raoden se acercaba. A él le sorprendía cuánto tenía ella que dar, considerando lo que había vivido recientemente. Se reunió con ella bajo el palio y luego se volvió a mirar a la nobleza de Arelon.
Reconocía la mayor parte de los rostros. Muchos de los asistentes lo habían apoyado antes de su exilio. Ahora la mayoría estaban simplemente confundidos. Su aparición había sido repentina, igual que la muerte de Telrii. Corrían rumores de que Raoden estaba detrás del asesinato, pero a la mayoría de la gente no parecía importarle. Sus ojos estaban ensombrecidos por la sorpresa y empezaban a mostrar los signos de cansancio por la tensión acumulada.
«Ahora eso cambiará —les prometió Raoden en silencio—. No más preguntas. No más incertidumbre. Formaremos un frente unido, con Teod, y nos enfrentaremos a Fjorden».
—Mis señores, mis señoras —dijo Raoden—. Pueblo de Arelon. Nuestro pobre reino ha sufrido demasiado en los diez últimos años. Enderecémoslo de una vez. Con la corona, prometo…
Se detuvo. Sintió… un poder. Al principio, pensó que el dor atacaba. Sin embargo, advirtió que se trataba de otra cosa, algo que no había experimentado nunca antes. Algo externo.
Alguien más estaba manipulando el dor.
Buscó entre la multitud, disimulando su sorpresa. Sus ojos cayeron sobre una forma ataviada con túnica roja, casi invisible entre los nobles. El poder procedía de ella.
«¿Un sacerdote derethi? —pensó Raoden, incrédulo. El hombre sonreía, y su pelo era rubio bajo su capucha—. ¿Cómo?».
El estado de ánimo de la gente congregada cambió. Varias personas se desmayaron inmediatamente, pero la mayoría simplemente se quedó mirando. Aturdidos. Conmocionados. Pero, de algún modo, no estaban sorprendidos. Habían soportado demasiado, esperaban que sucediera algo horrible. Sin necesidad de comprobarlo, Raoden supo que su ilusión había caído.
El patriarca gimió y soltó la corona mientras retrocedía. Raoden miró a la multitud, asqueado. Había estado tan cerca…
Una voz habló a su lado.
—¡Miradlo, nobles de Arelon! —declaró Sarene—. Mirad al hombre que habría sido vuestro rey. ¡Mirad su piel oscura y su rostro elantrino! Y ahora, decidme. ¿Realmente importa? —La multitud guardó silencio—. Fuisteis gobernados durante diez años por un tirano porque rechazasteis Elantris —dijo Sarene—. Fuisteis los privilegiados, los ricos, pero en cierto modo fuisteis los más oprimidos, pues nunca pudisteis estar seguros. ¿Merecieron los títulos el precio de vuestra libertad?
»Este es el hombre que os amaba cuando todos los demás pretendían robaros vuestro orgullo. Os hago esta pregunta: ¿El hecho de ser elantrino hará de él un peor rey que Iadon o Telrii?
Se arrodilló ante Raoden.
—Yo, al menos, acepto su reinado.
Raoden contempló a la multitud, tenso. Entonces, uno a uno, los demás empezaron a arrodillarse. Shuden y Lukel, que estaban en la primera fila, lo hicieron en primer lugar, pero pronto los demás los imitaron. Como una ola, las formas se arrodillaron, algunas con estupor, otras con resignación. Algunas, sin embargo, se atrevieron a ser felices.
Sarene extendió la mano y recogió la corona caída. Era sencilla, apenas una banda de oro hecha a toda prisa, pero representaba mucho. Con Seinalan aturdido, la princesa de Teod recabó sobre sí su deber y colocó la corona sobre la cabeza de Raoden.
—¡Contemplad a vuestro rey! —exclamó.
Algunos incluso empezaron a vitorear.
Un hombre no vitoreaba, sino que se rebullía. Dilaf parecía dispuesto a abrirse paso a arañazos entre la multitud y destrozar a Raoden con las manos desnudas. La presencia de la gente, cuyos vítores aumentaron a partir de unos cuantos gritos dispersos y se convirtieron en una exclamación de aprobación general, lo contuvo. El sacerdote miró con repulsión a su alrededor y, entonces, se marchó como pudo y escapó a la ciudad oscura.
Sarene ignoró al sacerdote y miró a Raoden.
—Enhorabuena, Majestad —dijo, dándole un beso.
—No puedo creer que me hayan aceptado —dijo Raoden, asombrado.
—Hace diez años rechazaron a los elantrinos y descubrieron que un hombre puede ser un monstruo a pesar de su aspecto. Finalmente están dispuestos a aceptar a un gobernante no porque sea un dios o porque tenga dinero, sino porque saben que los gobernará bien.
Raoden sonrió.
—Naturalmente, ayuda si ese gobernante tiene una esposa capaz de pronunciar un discurso conmovedor precisamente en el momento adecuado.
—Cierto.
Raoden se volvió, buscando en la multitud al huidizo Dilaf.
—¿Quién era ése?
—Sólo es uno de los sacerdotes de Hrathen —dijo Sarene sin darle importancia—. Imagino que no tiene un buen día… Dilaf es famoso por su odio a los elantrinos.
Raoden no parecía pensar que la falta de interés de Sarene estuviera justificada.
—Algo va mal, Sarene. ¿Por qué se ha desvanecido mi ilusión?
—¿No lo has provocado tú?
Raoden negó con la cabeza.
—Yo… creo que lo ha hecho ese sacerdote.
—¿Qué?
—He sentido el dor un momento antes de que mi aon cayera, y procedía de ese sacerdote. —Raoden hizo una pausa, apretando los dientes—. ¿Puedes prestarme a Ashe?
—Por supuesto —contestó Sarene, acercando el seon.
—Ashe, ¿quieres entregar un mensaje de mi parte?
—Naturalmente, mi señor —respondió el seon, flotando.
—Encuentra a Galladon en Nueva Elantris y cuéntale lo que acaba de ocurrir. Luego adviértele que esté preparado.
—¿Para qué, mi señor?
—No lo sé. Tú dile que esté preparado… y que yo estoy preocupado.