Le parecía extraño contemplar Elantris desde el exterior. Raoden pertenecía a la ciudad. Era como si se hallara fuera de su propio cuerpo, observándolo a través de los ojos de otra persona. No debía estar separado de Elantris, al igual que su espíritu no debía estar separado de su cuerpo.
Se encontraba con Sarene en el terrado de casa de Kiin, al sol de mediodía. El mercader, demostrando a la vez previsión y sana paranoia tras la masacre ocurrida diez años antes, se había construido una mansión más parecida a un castillo que a una casa. Era un cuadrado compacto, con rectos muros de piedra y ventanas estrechas, e incluso se encontraba en la cima de una colina. La azotea tenía un refuerzo de piedra en los bordes, como el parapeto de una muralla. Era contra uno de sus sillares que Raoden se apoyaba con Sarene a su lado, abrazándola por la cintura mientras contemplaban la ciudad.
Poco después de la muerte de Roial, la noche anterior, Kiin había atrancado sus puertas y les había informado de que tenían suficientes suministros para resistir años. Aunque Raoden dudaba que las puertas soportaran mucho tiempo un asalto decidido, agradeció la seguridad que inspiraba Kiin. No se sabía cómo iba a reaccionar Telrii a la aparición de Raoden. Sin embargo, era probable que renunciara a toda pretensión y buscara ayuda fjordell. La guardia de Elantris podría haber vacilado en atacar a Raoden, pero las tropas fjordell no tendrían ese reparo.
—Tendría que haberme dado cuenta —murmuró Sarene.
—¿Eh? —preguntó Raoden, alzando las cejas. Ella llevaba uno de los vestidos de Daora… y, naturalmente, le quedaba demasiado corto, aunque a Raoden le gustaba el trozo de pierna que dejaba al descubierto. Llevaba su larga peluca rubia, que la hacía parecer más joven de lo que era, una muchachita en edad escolar en vez de una mujer madura. Bueno, rectificó Raoden, una muchachita de metro ochenta de estatura.
Sarene alzó la cabeza, mirándolo a los ojos.
—No puedo creer que no me diera cuenta. Incluso sospechaba de tu desaparición, Raoden. Incluso supuse que el rey te había mandado matar, o que al menos te había exiliado.
—Desde luego le hubiese gustado —dijo Raoden—. Trató de quitarme de en medio en muchas ocasiones, pero yo normalmente me libraba.
—¡Era tan obvio! —dijo Sarene, apoyando la cabeza en su hombro con un sonoro golpe—. El disfraz, la vergüenza… Todo tiene sentido.
—Es fácil ver las respuestas cuando el rompecabezas está resuelto, Sarene. No me sorprende que nadie relacionara mi desaparición con Elantris… no es el tipo de cosa que supondría un areleno. La gente no habla de Elantris, y desde luego no quiere asociarla con aquellos a quienes ama. Era preferible creer que había muerto a aceptar que me había alcanzado la Shaod.
—Pero yo no soy arelena —dijo ella—. No tengo las mismas tendencias.
—Viviste con ellos. No pudiste evitar que te influyera su disposición. Además, no has vivido cerca de Elantris… no sabías cómo actuaba la Shaod.
Sarene rezongó para sí.
—Y tú me dejaste seguir en la ignorancia. Mi propio esposo.
—Te di una pista —protestó él.
—Sí, unos cinco minutos antes de revelar tu identidad.
Raoden se echó a reír, acercándola. No importaba qué más sucediera, se alegraba de haber tomado la decisión de dejar Elantris. Este breve tiempo con Sarene lo merecía.
Al cabo de un momento se dio cuenta de algo.
—No lo soy, ¿sabes?
—¿No eres qué?
—Tu esposo. Al menos, la relación es discutible. El contrato nupcial decía que nuestro matrimonio sería vinculante si uno de nosotros moría antes de la boda. Yo no he muerto… me fui a Elantris. Aunque sea básicamente la misma cosa, las cláusulas del contrato eran muy específicas.
Sarene alzó la cabeza, preocupada.
Él se rió suavemente.
—No estoy intentando librarme, Sarene. Sólo estoy diciendo que deberíamos formalizarlo, para que todo el mundo se tranquilice.
Sarene lo pensó un instante.
—Por supuesto. He estado prometida dos veces durante los dos últimos meses, y no llegué a casarme. Una chica se merece una buena boda.
—La boda de una reina —convino Raoden.
Sarene suspiró mientras miraba Kae. La ciudad parecía fría y sin vida, casi despoblada. La incertidumbre política estaba destruyendo la economía de Arelon igual que el Gobierno de Iadon había destruido su espíritu. Donde tendría que haber habido un comercio fluido, ahora sólo unos pocos valientes peatones se deslizaban furtivamente por las calles. La única excepción era la gran plaza de la ciudad, que albergaba las tiendas del mercado. Aunque algunos mercaderes habían decidido reducir sus pérdidas y trasladarse a Teod a vender lo que pudieran, un número sorprendente se había quedado. ¿Qué podría haber persuadido a tantos para quedarse y ofrecer sus mercancías a gente que no compraba?
El único otro lugar que mostraba algún signo de actividad era el palacio. Los miembros de la guardia de Elantris habían estado pululando por la zona como insectos preocupados durante toda la mañana. Sarene había enviado a su seon a investigar, pero aún no había regresado.
—Era un buen hombre —dijo Sarene en voz baja.
—¿Roial? —preguntó Raoden—. Sí que lo era. El duque fue mi modelo cuando mi padre demostró ser indigno.
Sarene se rió.
—Cuando Kiin me presentó a Roial, dijo que no estaba seguro de si el duque nos ayudaba porque amaba a Arelon o simplemente porque estaba aburrido.
—Mucha gente interpretaba la habilidad de Roial como un signo de falsedad. Se equivocaban: Roial era astuto y le gustaban las intrigas, pero era un patriota. Me enseñó a creer en Arelon, incluso después de sus muchos tropezones.
—Era como un abuelo sabio —dijo Sarene—. Y estuvo a punto de convertirse en mi marido.
—Sigo sin poder creerlo. Yo amaba a Roial… pero imaginármelo casado… y contigo…
Sarene se echó a reír.
—No creo que nosotros lo creyéramos tampoco. Naturalmente, eso no significa que no lo hubiéramos hecho.
Raoden suspiró, acariciándole el hombro.
—Si hubiera sabido en qué manos tan capaces dejaba Arelon, me hubiese ahorrado un montón de preocupaciones.
—¿Y Nueva Elantris? ¿Karata la cuida?
—Nueva Elantris se cuida sola sin muchos problemas. Pero envié a Galladon de vuelta esta mañana con instrucciones para que empiecen a enseñar a la gente la AonDor. Si fracasamos aquí, no quiero dejar Elantris incapaz de defenderse.
—Probablemente no quede mucho tiempo.
—El suficiente para que aprendan un aon o dos —dijo Raoden—. Se merecen conocer el secreto de su poder.
Sarene sonrió.
—Siempre supe que encontrarías la respuesta. Domi no permite que una dedicación como la tuya sea en vano.
Raoden sonrió. La noche antes, ella le había hecho dibujar varias docenas de aones para demostrar que funcionaban. Naturalmente, no fueron suficientes para salvar a Roial.
Una roca de culpa ardía en el pecho de Raoden. Si hubiera conocido los modificadores adecuados, podría haber salvado a Roial. Una herida en el vientre tardaba mucho tiempo en matar a un hombre; Raoden podría haber curado cada órgano por separado, y luego sellado la piel. En cambio, sólo pudo dibujar un aon general que afectó a todo el cuerpo de Roial. El poder del aon, ya débil, se diluyó tanto debido a que su objetivo era tan amplio que no sirvió de nada.
Raoden se había quedado despierto hasta tarde memorizando modificadores. La curación con la AonDor era compleja, pero estaba decidido a asegurarse de que nadie más muriera por su incapacidad. Tardaría meses en memorizarlos, pero aprendería el modificador de cada órgano, músculo y hueso.
Sarene se volvió a contemplar la ciudad. Siguió agarrándose con fuerza a la cintura de Raoden: no le gustaban las alturas, sobre todo si no tenía algo a lo que sujetarse. Al mirar por encima de su cabeza, Raoden recordó de pronto algo de los estudios de la noche anterior.
Extendió la mano y le quitó la peluca. Se resistió mientras el pegamento aguantaba, luego cedió, revelando la pelusilla de debajo. Sarene se volvió hacia él, intrigada y molesta, pero Raoden estaba dibujando ya.
No era un aon complicado: sólo requería que estipulara un objetivo, cómo iba a ser afectado éste y una cierta cantidad de tiempo. Cuando terminó, el pelo de Sarene empezó a crecer. Lo hizo lentamente, brotando de su cabeza como un aliento exhalado muy despacio. Sin embargo, en unos pocos minutos terminó: su largo cabello dorado una vez más le llegaba hasta la mitad de la espalda.
Sarene se pasó los dedos por el pelo, incrédula. Entonces miró a Raoden con ojos llorosos.
—Gracias —susurró, atrayéndolo—. No tienes ni idea de lo que esto significa.
Después de un momento, se apartó y lo miró con ojos intensos, gris plata.
—Muéstrate.
—¿Mi cara? —preguntó Raoden.
Sarene asintió.
—La has visto antes —dijo él, vacilante.
—Lo sé, pero me estoy acostumbrando demasiado a ésta. Quiero ver tu verdadero aspecto.
La determinación que había en sus ojos le impidió seguir discutiendo. Con un suspiro, se tocó con el índice el cuello de la camiseta. Para él no cambió nada, pero vio a Sarene envararse mientras la ilusión se deshacía. Se sintió súbitamente avergonzado y empezó a dibujar de nuevo el aon a toda prisa, pero ella lo detuvo.
—No es tan horrible como piensas, Raoden —dijo, pasando los dedos por su cara—. Dicen que vuestros cuerpos son como cadáveres, pero no es cierto. Vuestra piel puede estar descolorida y un poco arrugada, pero sigue habiendo carne debajo.
Su dedo encontró el tajo en su mejilla, y gimió brevemente.
—Yo te hice esto, ¿verdad?
Raoden asintió.
—Como dije: no tenía ni idea de lo buena esgrimista que eres.
Sarene pasó el dedo por la herida.
—Me quedé terriblemente confundida cuando no pude encontrar la herida. ¿Por qué muestra la ilusión tus expresiones pero no un corte?
—Es complicado —dijo Raoden—. Hay que enlazar cada músculo del rostro con su compañero en la ilusión. Nunca podría haberlo hecho yo solo: las ecuaciones están todas en uno de mis libros.
—Pero alteraste la ilusión tan rápidamente anoche, al cambiar de Kaloo a Raoden…
Él sonrió.
—Eso es porque tenía dos ilusiones a la vez, una conectada con mi camiseta y la otra con mi chaqueta. Disolví la superior y mostré la de abajo. Me alegro de que se pareciera a mí lo suficiente para que los otros me reconocieran. No había, naturalmente, ninguna ecuación que indicara cómo crear mi propio rostro… Tuve que averiguarlo por mi cuenta.
—Hiciste un buen trabajo.
—Lo extrapolé a partir de mi cara elantrina, diciéndole a la ilusión que la usara como base —sonrió—. Eres una mujer afortunada, al tener a un hombre que puede cambiar de cara. Nunca te aburrirás.
Ella hizo una mueca.
—Me gusta ésta. Es la cara que me amó cuando yo creía ser elantrina, sin rangos ni títulos.
—¿Crees que podrás acostumbrarte a esto?
—Raoden, iba a casarme con Roial la semana pasada. Era un viejo encantador, pero tan increíblemente feo que las piedras parecían guapas a su lado.
Raoden se echó a reír. A pesar de todo (Telrii, Hrathen y la muerte del pobre Roial) su corazón estaba henchido de júbilo.
—¿Qué están haciendo? —preguntó Sarene, mirando de nuevo hacia el palacio.
Raoden se volvió para seguir su mirada… una acción que empujó levemente a Sarene hacia delante. Ella reaccionó agarrándose con todas sus fuerzas al hombro de Raoden y clavándole los dedos en la carne.
—¡No hagas eso!
—Oops —dijo él, pasándole un brazo por el hombro—. Olvidaba tu miedo a las alturas.
—No tengo miedo a las alturas —respondió Sarene, todavía agarrándose a su brazo—. Sólo me mareo.
—Por supuesto —dijo Raoden, contemplando el palacio. Apenas podía distinguir a un grupo de soldados haciendo algo ante el edificio. Tendían mantas o sábanas o algo por el estilo.
—Está demasiado lejos —dijo Sarene—. ¿Dónde está Ashe?
Raoden tendió la mano y esbozó en el aire ante ambos un gran carácter circular, el Aon Nae. Cuando terminó, el aire en el interior del círculo onduló como agua y luego se aclaró para mostrar una visión ampliada de la ciudad. Tras colocar la palma en el centro del círculo, Raoden movió el aon hasta enfocar el palacio. La visión se aclaró y lograron ver a los soldados con tanto detalle que hasta distinguían las insignias de rango.
—Eso es muy útil —comentó Sarene mientras Raoden alzaba levemente el aon. Los soldados estaban en efecto tendiendo sábanas… sábanas que envolvían cuerpos. Raoden guardó silencio mientras movía el disco a lo largo de la línea de cadáveres. Los dos últimos de la fila eran familiares.
Sarene gimió horrorizada cuando el aon enfocó los rostros de Eondel y Telrii.