52

—¡Ay! —se quejó Raoden cuando Galladon clavaba la aguja en su mejilla.

—Deja de quejarte —ordenó el dula, tirando del hilo.

—Karata es mucho mejor haciendo esto —dijo Raoden. Estaba sentado ante un espejo, en sus habitaciones de la mansión de Roial, la cabeza ladeada, viendo a Galladon coser la herida causada por la espada.

—Pues entonces espera a que volvamos a Elantris —rezongó el dula, recalcando la observación con otro pinchazo.

—No —contestó Raoden con un suspiro—. Ya he esperado demasiado… noto que se arruga un poco cada vez que sonrío. ¿Por qué no pudo haberme golpeado en el brazo?

—Porque somos elantrinos, sule —explicó Galladon—. Si algo malo puede pasarnos, nos pasará. Tienes suerte de haber escapado sólo con esto. De hecho, tienes suerte de haber podido luchar con ese cuerpo tuyo.

—No fue fácil —dijo Raoden, manteniendo la cabeza quieta mientras el dula trabajaba—. Por eso tuve que terminar rápido.

—Bueno, luchas mejor de lo que esperaba.

—Pedí a Eondel que me enseñara. Cuando intentaba encontrar maneras de demostrar que las leyes de mi padre eran estúpidas. Eondel eligió la esgrima porque creía que me resultaría más útil, como político. Nunca supuse que acabaría usándola para impedir que mi esposa me cortara en pedazos.

Galladon rió divertido mientras volvía a apuñalar a Raoden, y éste apretó los dientes contra el dolor. Las puertas estaban cerradas con llave y las cortinas echadas, pues Raoden tuvo que dejar caer su máscara ilusoria para que Galladon lo cosiera. El duque había tenido la amabilidad de alojarlos: Roial parecía el único de los antiguos amigos de Raoden intrigado, en vez de molesto, por su personaje Kaloo.

—Muy bien, sule —dijo Galladon, dando la última puntada.

Raoden asintió y se miró al espejo. Casi había empezado a pensar que el guapo rostro duladen le pertenecía. Eso era peligroso. Tenía que recordar que seguía siendo un elantrino, con todas las debilidades y los dolores de su clase, a pesar de la personalidad despreocupada que había adoptado.

Galladon todavía llevaba su máscara. Las ilusiones aon serían efectivas mientras Raoden no las eliminara. Ya fueran dibujados en el aire o en el barro, los aones sólo podían ser destruidos por otro elantrino. Los libros decían que un aon inscrito en polvo continuaría funcionando aunque su forma se alterara o se borrara.

Las ilusiones estaban asociadas a su ropa interior, lo que le permitía cambiar de traje cada día sin necesidad de redibujar el aon. La ilusión de Galladon era la de un ancho rostro dula sin características destacables, una imagen que Raoden había encontrado al final de su libro. El rostro de Raoden había sido mucho más difícil de elegir.

—¿Qué tal es mi personalidad? —preguntó Raoden, sacando el libro de la AonDor para empezar a recrear su ilusión—. ¿Soy convincente?

Galladon se encogió de hombros y se sentó en la cama de Raoden.

—Yo no me hubiese tragado que eres un dula, pero ellos parece que sí. No creo que pudieras haber hecho mejor elección, de todas formas. ¿Kolo?

Raoden asintió mientras dibujaba. La nobleza arelisa era demasiado conocida, y Sarene habría descubierto inmediatamente cualquier intento de hacerse pasar por teoiso. Si quería hablar aónico, sólo quedaba Duladel. Sus intentos fracasados de imitar el acento de Galladon habían dejado claro que nunca podría fingir de manera convincente ser un miembro de la clase baja duladen; incluso su pronunciación de una palabra simple como «kolo» había hecho que Galladon se partiera de risa. Por fortuna, había un buen número de ciudadanos duladen poco conocidos, hombres que habían sido alcaldes de ciudades pequeñas o miembros de consejos sin importancia, que hablaban un aónico impecable. Raoden había conocido a muchos de esos individuos, e imitar su personalidad sólo requería extravagancia y displicencia.

Conseguir la ropa había sido un poco difícil: Raoden, con otra ilusión, tuvo que comprarlas en el mercado areleno. Sin embargo, desde su llegada oficial, había podido conseguir algunos atuendos de mejor corte. Le parecía que interpretaba bastante bien a un dula, aunque no todo el mundo estaba convencido.

—Creo que Sarene sospecha —dijo Raoden, terminando el aon y viéndolo girar a su alrededor para moldear su cara.

—Es un poco más escéptica que la mayoría.

—Cierto —dijo Raoden. Pretendía decirle quién era lo antes posible, pero ella había resistido a todos los intentos de «Kaloo» de verse a solas; incluso había rechazado la carta que le había enviado, devolviéndola sin abrir.

Afortunadamente, las cosas iban mejor con el resto de los nobles. Raoden había salido de Elantris dos días antes, confiando Nueva Elantris al cuidado de Karata, y había conseguido infiltrarse en la alta sociedad arelisa con una facilidad que lo sorprendía incluso a él. Los nobles estaban demasiado ocupados preocupándose por el reinado de Telrii para poner en duda el pasado de Kaloo. De hecho, se habían pegado a él con sorprendente vigor. Al parecer, la sensación de despreocupada estupidez que llevaba a las reuniones daba a los nobles la oportunidad de reírse y olvidarse del caos de las últimas semanas. Así que pronto se convirtió en un invitado necesario en cualquier función.

Naturalmente, la verdadera prueba iba a ser introducirse en las reuniones secretas de Roial y Sarene. Si iba a hacer alguna vez algo bueno por Arelon, tenía que ser admitido en ese grupo en concreto. Eran sus miembros quienes estaban trabajando para decidir el destino del país. Galladon se mostraba escéptico respecto a las posibilidades de Raoden: naturalmente, Galladon era escéptico en todo. Raoden sonreía para sí: era él quien había dado comienzo a aquellas reuniones. Resultaba irónico que ahora se viera obligado a esforzarse para ser admitido.

Con el rostro de Kaloo enmascarando una vez más el suyo propio, Raoden se puso sus guantes verdes (que mantenían la ilusión que hacía que sus brazos parecieran no elantrinos), y luego dio una vuelta ante Galladon.

—Y el magnífico Kaloo regresa.

—Por favor, sule, no en privado. Ya he estado a punto de estrangularte en público.

Raoden se echó a reír.

—Ah, qué vida. Me aman todas las mujeres, me envidian todos los hombres.

Galladon bufó.

—Te aman todas las mujeres menos una, querrás decir.

—Bueno, me invitó a luchar con ella cuando quisiera —dijo Raoden, sonriendo mientras se acercaba a abrir las cortinas.

—Aunque sólo fuera por tener otra oportunidad de atravesarte —dijo Galladon—. Tendrías que alegrarte de que te haya alcanzado en la cara, donde la ilusión cubrió la herida. Si te hubiera apuñalado la ropa, habría sido muy difícil explicar por qué el corte no sangraba. ¿Kolo?

Raoden abrió la puerta del balcón y se asomó a los jardines de Roial. Suspiró mientras Galladon se reunía con él.

—Dime una cosa: ¿por qué cada vez que la veo, Sarene está decidida a odiarme?

—Debe de ser amor.

Raoden se rió amargamente.

—Bueno, al menos esta vez odia a Kaloo, en vez de a mi auténtico yo. Supongo que puedo perdonarla por eso… Casi he llegado al punto de odiarlo yo también.

Llamaron a la puerta. Galladon lo miró y Raoden asintió. Sus disfraces y rostros estaban completos. Galladon, haciendo el papel de sirviente, abrió. Fuera esperaba Roial.

—Mi señor —dijo Raoden, acercándose con los brazos tendidos y una sonrisa de oreja a oreja—. ¡Confío en que tu día haya sido tan bueno como el mío!

—Lo ha sido, ciudadano Kaloo. ¿Puedo pasar?

—Por supuesto, por supuesto. Es tu casa, después de todo. Nos sentimos tan inenarrablemente en deuda contigo por tu amabilidad que sé que nunca podré devolverte el favor.

—Tonterías, ciudadano —dijo Roial—. Aunque, hablando de pagar, te agradará saber que he hecho un buen negocio con esas lámparas que me diste. He depositado tu crédito en una cuenta, en mi banco… Debería bastarte para vivir cómodamente varios años al menos.

—¡Excelente! —exclamó Raoden—. Buscaremos inmediatamente otro lugar donde residir.

—No, no —dijo el viejo duque, alzando las manos—. Quédate tanto tiempo como desees. Recibo tan pocos visitantes a mi edad que incluso esta pequeña casa suele parecerme demasiado grande.

—¡Entonces nos quedaremos mientras nos soportes! —declaró Raoden con típica falta de decoro duladen. Se decía que en el momento en que invitabas a un dula a quedarse, nunca te deshacías de él… ni de su familia.

—Dime, ciudadano —preguntó Roial, camino del jardín—. ¿Dónde encontraste una docena de lámparas de oro macizo?

—Herencia familiar. Las rescaté de las paredes de nuestra mansión mientras le prendían fuego.

—Debe de haber sido horrible —dijo Roial, apoyándose en la barandilla.

—Peor que horrible —contestó Raoden, sombrío. Entonces sonrió—. Pero esos tiempos han quedado atrás, mi señor. ¡Tengo un nuevo país y nuevos amigos! Todos seréis mi familia, ahora. —Roial asintió, ausente, entonces miró a Galladon con cautela—. Veo que algo ocupa tu mente, lord Roial —dijo Raoden—. No temas decirlo: el buen Dendo está conmigo desde que nací: es digno de la confianza de cualquier hombre.

Roial asintió de nuevo, volviéndose a contemplar sus posesiones.

—No me refiero a los malos tiempos de tu patria, ciudadano. Has dicho que ya han acabado, pero me temo que para nosotros el terror esté comenzando.

—Ah, hablas de los problemas con el trono —dijo Raoden, chasqueando la lengua.

—Sí, ciudadano. Telrii no es un líder fuerte. Me temo que Arelon siga pronto el destino de Duladel. Tenemos a los lobos fjordell mordisqueándonos, oliendo sangre, pero nuestra nobleza pretende que no son más que perros de caza caprichosos.

—Oh, tiempos difíciles —dijo Raoden—. ¿Adónde puedo ir para encontrar la paz?

—A veces debemos hacer nuestra propia paz, ciudadano.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Raoden, intentando apartar el entusiasmo de su voz.

—Ciudadano, espero no ofenderte si te digo que los demás te consideran bastante frívolo.

Raoden se echó a reír.

—Espero que así sea, mi señor. Odiaría pensar que me he estado haciendo el tonto para nada.

Roial sonrió.

—Percibo en ti una sabiduría que no queda totalmente enmascarada por tu apariencia descuidada, ciudadano. Cuéntame, ¿cómo conseguiste escapar de Duladel?

—Me temo que es un secreto que debo mantener, mi señor. Hay quienes sufrirían mucho si se conoce su participación en mi huida.

Roial asintió.

—Comprendo. Lo importante es que sobreviviste cuando tus compatriotas no lo hicieron. ¿Sabes cuántos refugiados llegaron por la frontera cuando cayó la república?

—Me temo que no, mi señor —le respondió Raoden—. Estaba un poco ocupado en esos momentos.

—Ninguno —dijo Roial—. Ni uno solo que yo conozca… excluyéndote a ti. He oído decir que los republicanos se quedaron demasiado sorprendidos para pensar siquiera en escapar.

—Mi pueblo es lento a la hora de actuar, mi señor —respondió Raoden, alzando las manos—. En este caso, nuestros modales laxos determinaron nuestra caída. La revolución nos barrió mientras aún discutíamos qué íbamos a tomar para cenar.

—Pero tú escapaste.

—Yo escapé.

—Ya has vivido lo que puede que a nosotros nos toque sufrir, y eso hace que tus consejos sean valiosísimos… piensen lo que piensen los demás.

—Hay una forma de escapar al destino de Duladel, mi señor —dijo Raoden con cautela—. Aunque podría ser peligroso. Implicaría un… cambio en el liderazgo.

Roial entornó los ojos sabiamente y asintió. Algo pasó entre ellos: la comprensión de la oferta del duque y la disposición de Roial.

—Hablas de cosas peligrosas —le advirtió Roial.

—He pasado por mucho, mi señor. No sería contrario a correr un poco más de peligro si eso me proporcionara un medio para vivir el resto de mi vida en paz.

—No puedo garantizar que eso suceda.

—Y yo no puedo garantizar que este balcón no vaya a desplomarse de pronto, enviándonos a nuestra perdición. Todo lo que podemos hacer es contar con la suerte, y nuestra inteligencia, para protegernos.

Roial asintió.

—¿Conoces la casa del mercader Kiin?

—Sí.

—Reúnete conmigo allí al anochecer.

Raoden asintió y el duque se excusó. Mientras la puerta se cerraba, Raoden le hizo un guiño a Galladon.

—Y tú que pensabas que no podría conseguirlo.

—Nunca volveré a dudar de ti —dijo Galladon secamente.

—El secreto era Roial, amigo mío —dijo Raoden, cerrando la puerta del balcón mientras volvía a la habitación—. Ve a través de la mayoría de las fachadas… pero, al contrario que Sarene, su primera pregunta no es «¿por qué está intentando engañarme este hombre?», sino «¿cómo puedo usar lo que sé?». Le he ido dando pistas, y él ha respondido.

Galladon asintió.

—Bueno, estás dentro. ¿Qué vas a hacer ahora?

—Encontrar un modo de poner a Roial en el trono en vez de a Telrii —dijo Raoden, tomando un trapo y un frasco de maquillaje marrón. Vertió un poco de maquillaje en el trapo y luego se lo guardó en el bolsillo.

Galladon alzó una ceja.

—¿Y eso? —preguntó, señalando el trapo.

—Algo que espero que no tengamos que usar.