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Las tiendas del mercado eran un estallido de color en el centro de la ciudad. Hrathen caminaba entre ellas, advirtiendo insatisfecho las mercancías sin vender y las calles vacías. Muchos de los mercaderes procedían del este y habían gastado un montón de dinero para exportar cargamentos a Arelon destinados al mercado de primavera. Si no vendían sus mercancías, las pérdidas serían un golpe financiero del que tal vez no se recuperarían nunca.

La mayoría de los mercaderes, vestidos con oscuros colores fjordell, inclinaron respetuosamente la cabeza al verlo pasar. Hrathen había estado fuera tanto tiempo (primero en Duladel, luego en Arelon) que casi había olvidado lo que era ser tratado con la deferencia debida. Incluso mientras inclinaban la cabeza, Hrathen notaba algo en los ojos de esos mercaderes. Nerviosismo. Habían planeado lo que llevarían a ese mercado durante meses, comprado sus mercancías y sacado los permisos mucho antes de la muerte del rey Iadon. Incluso con los cambios políticos, no tenían más remedio que intentar vender lo que pudieran.

La capa de Hrathen se agitaba mientras recorría el mercado, la armadura rechinando cómodamente con cada paso. Fingía una confianza que no sentía, intentando dar a los mercaderes cierta seguridad. Las cosas no iban bien, en modo alguno. Su apresurada llamada al Wyrn a través del seon se había producido demasiado tarde; el mensaje de Telrii ya había llegado. Por fortuna, el Wyrn sólo había demostrado una leve ira por la presuntuosidad de Telrii.

El tiempo se acababa. El Wyrn había indicado que tenía poca paciencia con los necios, y que nunca (naturalmente) concedería a un extranjero el título de gyorn. Sin embargo, las siguientes reuniones de Hrathen con Telrii no habían ido bien. Aunque parecía un poco más razonable que el día en que expulsara a Hrathen, el rey seguía rechazando todas las sugerencias de compensación monetaria. Su reticencia a convertirse era poco esclarecedora para al resto de Arelon.

El mercado vacío era una manifestación del estado de confusión de la nobleza arelisa. De repente, no estaban seguros de si era mejor ser simpatizante derethi o no… así que, simplemente, se escondían. Los bailes y fiestas se habían interrumpido y los hombres vacilaban en visitar los mercados, a la expectativa de qué haría su monarca. Todo dependía de la decisión de Telrii.

«Lo hará, Hrathen —se dijo—. Todavía te queda un mes. Tienes tiempo para persuadir, adular y amenazar. Telrii acabará comprendiendo lo estúpido de su petición, y se convertirá».

Sin embargo, a pesar de sus afirmaciones, Hrathen se sentía al borde de un precipicio. Jugaba a un peligroso juego de equilibrio. La nobleza arelisa no era realmente suya, aún no. La mayoría seguía más preocupada por la apariencia que por la esencia. Si le entregaba Arelon al Wyrn, entregaría una hornada de conversos a medias, como mucho. Esperaba que fuera suficiente.

Hrathen se detuvo al ver movimiento en una tienda, a su lado. La tienda era una gran estructura azul con bordados extravagantes y grandes pabellones parecidos a alas en los lados. La brisa traía aromas de especias y humo: un mercader de incienso.

Hrathen frunció el ceño. Estaba seguro de haber visto el distintivo rojo sangre de una túnica derethi dentro de la tienda. Se suponía que los arteths estaban meditando a solas en aquel momento, no de compras. Decidido a descubrir qué sacerdote había desobedecido su orden, Hrathen entró en la tienda.

Estaba oscuro en el interior, pues las gruesas paredes de lona bloqueaban la luz del sol. Una linterna ardía a un lado, pero la gran estructura estaba tan repleta de cajas, barriles y cestas que Hrathen sólo vio bultos. Se detuvo un momento, mientras sus ojos se aclimataban. No parecía haber nadie dentro de la tienda, ni siquiera un mercader.

Dio un paso al frente, moviéndose entre vaharadas de aromas a la vez fuertes y seductores. Perfumes dulzones, jabones y aceites perfumaban el aire, y la mezcla de sus muchos olores confundía la mente. Casi al fondo de la tienda, encontró la linterna solitaria tras una caja de cenizas, los restos del incienso quemado. Hrathen se quitó el guantelete y frotó el suave polvillo entre los dedos.

—Las cenizas son como el naufragio de tu poder, ¿verdad, Hrathen? —preguntó una voz.

Hrathen se dio media vuelta, sobresaltado por el sonido. Había una figura en la penumbra, a su espalda, una forma familiar ataviada con el hábito derethi.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Hrathen, dando la espalda a Dilaf y limpiándose la mano antes de volver a ponerse el guantelete.

Dilaf no respondió. Se quedó en la oscuridad, su rostro invisible, enervante en su pose.

—¿Dilaf? —repitió Hrathen, volviéndose—. Te he hecho una pregunta.

—Has fracasado aquí, Hrathen —susurró Dilaf—. Ese idiota de Telrii está jugando contigo. Contigo, un gyorn del Shu-Dereth. Los hombres no hacen exigencias al Imperio fjordell, Hrathen. No deberían.

Hrathen notó que se ruborizaba.

—¿Qué sabes tú de esas cosas? Déjame en paz, arteth.

Dilaf no se movió.

—Estuviste cerca, lo admito, pero tu estupidez te costó la victoria.

—¡Bah! —dijo Hrathen, dejando atrás al hombrecito en la oscuridad y encaminándose hacia la salida—. Mi batalla aún no ha terminado… todavía me queda tiempo.

—¿Sí? —preguntó Dilaf. Por el rabillo del ojo, Hrathen vio que se acercaba a las cenizas y pasaba los dedos por ellas—. Todo se te ha escapado de las manos, ¿no, Hrathen? Mi victoria es más dulce por tu fracaso.

Hrathen se detuvo, luego se echó a reír, mirando a Dilaf.

—¿Victoria? ¿Qué victoria has conseguido? ¿Qué…?

Dilaf sonrió. A la débil luz de la linterna, el rostro moteado de sombras, sonrió. La expresión de pasión, ambición y fanatismo que Hrathen había advertido aquel primer día, hacía ya tanto tiempo, era tan turbadora que la pregunta murió en sus labios. A la luz fluctuante, el arteth no parecía un hombre, sino un svrakiss enviado para atormentarlo.

Dilaf soltó el puñado de cenizas y dejó a Hrathen, abrió la puerta de lona de la tienda y salió a la luz.

—¿Dilaf? —preguntó Hrathen, en voz demasiado baja para que el arteth la oyera—. ¿Qué victoria?