50

¿Por qué has tardado tanto?

—No he podido encontrar a Espíritu, mi señora —explicó Ashe, entrando por la ventanilla de su carruaje—. Así que he tenido que entregarle el mensaje a maese Galladon. Después, he ido a ver al rey Telrii.

Sarene se frotó la mejilla, molesta.

—¿Cómo le va, entonces?

—¿A Galladon o al rey, mi señora?

—Al rey.

—Su Majestad está muy ocupado en su palacio mientras la mitad de los nobles de Arelon espera fuera —dijo el seon reprobador—. Creo que su principal queja en estos momentos es que no quedan suficientes mujeres jóvenes en el personal de palacio.

—Hemos cambiado a un idiota por otro —dijo Sarene, sacudiendo la cabeza—. ¿Cómo consiguió ese hombre tanto dinero para convertirse en duque?

—No lo hizo, mi señora —explicó Ashe—. Su hermano hizo casi todo el trabajo. Telrii lo heredó a su muerte.

Sarene suspiró, echándose hacia atrás cuando el carruaje pisó un bache.

—¿Está allí Hrathen?

—A menudo, mi señora. Al parecer, visita al rey cada día.

—¿A qué están esperando? —preguntó Sarene, frustrada—. ¿Por qué no se convierte Telrii?

—Nadie está seguro, mi señora.

Sarene frunció el ceño. El incesante juego la dejaba atónita. Era bien sabido que Telrii había asistido a reuniones derethi, y que no había motivos para que siguiera fingiéndose un conservador korathi.

—¿Ninguna nueva noticia sobre esa proclama que el gyorn supuestamente ha hecho? —preguntó, nerviosa.

—No, mi señora —fue la bendita respuesta. Corrían rumores de que Hrathen había promulgado una ley que obligaría a todo Arelon a convertirse al Shu-Dereth bajo pena de cárcel. Aunque los mercaderes intentaban aparentar normalidad manteniendo abierto el mercado areleno, toda la ciudad estaba nerviosa e inquieta.

Sarene podía imaginar fácilmente el futuro. Pronto el Wyrn enviaría una flota de sacerdotes a Arelon, seguida de sus monjes guerreros. Telrii, al principio simpatizante, luego converso, acabaría por convertirse en un mero peón. En unos cuantos años Arelon ya no sería un país de seguidores derethi, sino una mera extensión de Fjorden.

Cuando la ley de Hrathen fuera aprobada, el sacerdote no perdería el tiempo: arrestarían a Sarene y los demás. Los encerrarían o, lo más probable, serían ejecutados. Después ya no habría nadie para oponerse a Fjorden. Todo el mundo civilizado pertenecería al Wyrn, el logro definitivo del viejo sueño del Antiguo Imperio.

Y sin embargo, a pesar de todo esto, los aliados debatían y conversaban. Ninguno de ellos creía que Telrii fuera a firmar un documento obligando a la conversión: esas atrocidades no sucedían en su mundo. Arelon era un reino pacífico; ni siquiera los tumultos de una década antes habían sido tan destructivos… a menos que fueras elantrino. Sus amigos querían actuar con cuidado. Su cautela era comprensible, incluso loable, pero su sentido de la oportunidad era terrible. Era buena cosa que Sarene tuviera aquel día ocasión de practicar esgrima. Necesitaba liberar un poco de agresividad.

Como en respuesta a sus pensamientos, el carruaje se detuvo delante de la mansión de Roial. Después de que Telrii se mudase al palacio, las mujeres habían emplazado sus prácticas de esgrima en los jardines del viejo duque. El clima había sido últimamente cálido y agradable, como si la primavera hubiera decidido quedarse, y el duque Roial las había acogido alegremente.

Sarene se sorprendió cuando las mujeres insistieron en continuar las prácticas de esgrima. Sin embargo, las damas habían demostrado resolución. Las prácticas continuarían, cada dos días, como desde hacía ya más de un mes. Al parecer, Sarene no era la única que necesitaba una oportunidad para dar salida a su frustración con una espada.

Bajó del carruaje, vestida con el habitual vestido blanco de una pieza y con su peluca nueva. Mientras rodeaba el edificio, pudo distinguir el sonido de los syres entrechocando. A la sombra y con suelo de madera, el pabellón del jardín de Roial era el lugar perfecto para practicar. La mayoría de las mujeres había llegado ya y saludó a Sarene con sonrisas y halagos. Ninguna se había acostumbrado del todo a su súbito regreso de Elantris; ahora la miraban aún con más respeto, y temor, que antes. Sarene respondió a sus saludos con amable afecto. Apreciaba a esas mujeres, aunque nunca pudiera ser una de ellas.

Verlas, no obstante, le recordó la extraña sensación de pérdida que le producía haber dejado Elantris. No sólo por Espíritu; Elantris era el único lugar donde, que ella recordara, había sido aceptada de manera incondicional. No era princesa, sino algo mucho mejor: un miembro de una comunidad donde cada individuo era vital. Había sentido el calor de aquellos elantrinos de piel manchada, la disposición a aceptarla en sus vidas y darle parte de sí mismos.

Allí, en el centro de la ciudad más maldita del mundo, Espíritu había construido una sociedad que ejemplificaba las enseñanzas korathi. La Iglesia hablaba de las bendiciones de la unidad; resultaba irónico que las únicas personas que practicaban esos ideales fueran aquellas que habían sido malditas.

Sarene sacudió la cabeza, adelantando la espada para iniciar sus ejercicios de calentamiento. Había pasado toda su vida adulta en una constante lucha para ser aceptada y amada. Cuando, por fin, había encontrado ambas cosas, había tenido que dejarlas.

No estaba segura de cuánto tiempo practicó: se sumergió en sus ejercicios con facilidad cuando el calentamiento terminó. Sus pensamientos giraban en torno a Elantris, Domi, sus sentimientos y las indescifrables ironías de la vida. Sudaba copiosamente cuando advirtió que las otras mujeres habían dejado de practicar.

Sarene alzó la cabeza, sorprendida. Todo el mundo estaba congregado en un rincón del pabellón, charlando y mirando algo que Sarene no podía ver. Curiosa, se abrió paso hasta un lugar donde su altura superior le permitía ver bien el objeto de su atención. Un hombre.

Iba vestido con bellas sedas azules y verdes, con un sombrero de plumas. Tenía la piel marrón cremosa de la aristocracia duladen: no tan oscura como la de Shuden, pero tampoco tan clara como la de Sarene. Sus rasgos eran redondos y felices, y tenía un aire despreocupado y banal. Duladen, en efecto. El criado de piel oscura que lo acompañaba era grande y fornido, como la mayoría de los dulas de baja cuna. Sarene no había visto a ninguno de los dos hombres con anterioridad.

—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó Sarene.

—Se llama Kaloo, mi señora —explicó Ashe, flotando junto a ella—. Llegó hace unos instantes. Al parecer es uno de los pocos republicanos duladen que escaparon a la masacre del año pasado. Se ha ocultado en el sur de Arelon hasta hace poco, cuando se enteró de que el rey estaba buscando a un hombre que se quedara con las posesiones del barón Edan.

Sarene frunció el ceño. Había algo en aquel hombre que la molestaba. Las mujeres de pronto se echaron a reír con uno de sus comentarios, como si el dula fuera un antiguo y conocido miembro de la corte. Para cuando las risas cesaron, el dula había reparado en Sarene.

—Ah —dijo Kaloo, haciendo una rebuscada reverencia—. Ésta debe de ser la princesa Sarene. Dicen que es la mujer más hermosa de todo Opelon.

—No deberías creer todas las cosas que dice la gente, mi señor —repuso Sarene lentamente.

—No —reconoció él, mirándola a los ojos—. Sólo las que son verdad.

A su pesar, Sarene empezó a ruborizarse. No le gustaban los hombres que podían provocar esa reacción en ella.

—Me temo que nos has pillado con la guardia baja, mi señor —dijo Sarene, los ojos entornados—. Hemos estado ejercitándonos bastante vigorosamente, y no estamos en disposición de recibirte como corresponde a unas damas.

—Pido disculpas por mi llegada repentina, Alteza —dijo Kaloo. A pesar de las palabras amables, no parecía preocuparle haber interrumpido una reunión privada—. Tras llegar a esta gloriosa ciudad, fui primero a presentar mis respetos en palacio… pero me dijeron que tendría que esperar al menos una semana para ver al rey. Inscribí mi nombre en la lista y luego hice que mi cochero me llevara a ver vuestra hermosa ciudad. Había oído hablar del ilustre duque Roial, y decidí visitarlo. ¡Qué sorpresa haber encontrado a todas estas bellezas en sus jardines!

Sarene hizo una mueca, pero su gesto fue interrumpido por la llegada del duque Roial. Al parecer, el anciano había advertido por fin que sus propiedades habían sido invadidas por un dula errante. Cuando el duque se acercó, Kaloo le dedicó otra de sus tontas reverencias, agitando su largo sombrero de ala ante sí. Luego se puso a alabar al duque diciéndole lo honrado que se sentía de conocer a un hombre tan venerable.

—No me gusta —le dijo Sarene a Ashe en voz baja.

—Por supuesto que no, mi señora. Nunca te has llevado bien con los aristócratas duladen.

—Es más que eso —insistió Sarene—. Hay algo en él que parece falso. No tiene acento.

—La mayoría de los ciudadanos de la república hablan aónico con bastante fluidez, sobre todo si vivían cerca de la frontera. He conocido a varios dulas sin acento.

Sarene frunció el ceño. Mientras observaba al hombre se dio cuenta de qué fallaba. Kaloo era demasiado estereotipado. Representaba todo lo que se decía de un aristócrata duladen: arrogantemente estúpido, exageradamente vestido y con modales demasiado ampulosos, y completamente indiferente acerca de cualquier tema. Ese Kaloo era como un tópico irreal, la viva encarnación del ideal de noble duladen.

Kaloo terminó de presentarse y procedió a contar de nuevo dramáticamente la historia de su llegada. Roial lo escuchó con una sonrisa: el duque había hecho muchos negocios con los dulas, y al parecer sabía que la mejor manera de tratar con ellos era sonreír y asentir de vez en cuando.

Una de las mujeres le tendió a Kaloo una copa. Él le sonrió dándole las gracias y apuró el vino de un solo trago, sin interrumpir su narración mientras volvía a agitar las manos en la conversación. Los dulas no sólo hablaban con la boca, usaban todo su cuerpo como parte de la experiencia narrativa. Las sedas y las plumas se agitaron cuando Kaloo describió su sorpresa al descubrir que el rey Iadon había muerto y ahora había un nuevo rey en el trono.

—Tal vez a mi señor no le importaría unirse a nosotras —dijo Sarene, interrumpiendo a Kaloo… a menudo la única forma de entrar en una conversación con un dula.

Kaloo parpadeó, sorprendido.

—¿Unirme? —preguntó, vacilante, su torrente de palabras detenido durante un breve instante. Sarene notó que su personaje se resquebrajaba mientras trataba de reorientarse. Cada vez estaba más segura de que aquel hombre no era quien decía ser. Por fortuna, se le acababa de ocurrir la mejor manera de ponerlo a prueba.

—Naturalmente, mi señor. Se dice que los ciudadanos duladen son los mejores esgrimistas que existen… mejor incluso que los jaadorianos. Estoy segura de que a las damas presentes les entusiasmaría ver a un verdadero maestro en acción.

—Agradezco mucho la oferta, Graciosa Majestad, pero no voy vestido…

—Será un asalto rápido, mi señor —dijo Sarene, sacando de su bolsa sus dos mejores syres, los que tenían las puntas afiladas en vez de botones. Agitó uno en el aire mientras le sonreía al dula.

—Muy bien —respondió el dula, quitándose el sombrero—. Un asalto, entonces.

Sarene se detuvo, tratando de juzgar si se estaba tirando un farol. En realidad no pretendía luchar con él; de lo contrario, no hubiese elegido las espadas peligrosas. Lo pensó un instante y luego, encogiéndose de hombros, le lanzó una de las armas. Si era un farol, lo descubriría de manera muy embarazosa… y potencialmente dolorosa.

Kaloo se quitó su brillante chaquetilla turquesa, dejando al descubierto la camisa verde con chorreras de debajo. Entonces, sorprendentemente, se puso en guardia, la mano levantada detrás, la punta del syre a la ofensiva.

—De acuerdo —dijo Sarene, y atacó.

Kaloo dio un salto atrás, girando alrededor del desconcertado duque Roial mientras esquivaba los envites de Sarene. Hubo varios grititos de las mujeres cuando Sarene se abrió paso entre ellas agitando su hoja ante el molesto dula. Salió a la luz, saltó de la pista de madera y aterrizó descalza en la suave hierba.

Sorprendidas como estaban por el ímpetu de la batalla, las mujeres se aseguraron de no perderse un solo golpe. Sarene pudo ver que las seguían mientras Kaloo y ella pasaban al patio central de los jardines de Roial.

El dula era sorprendentemente bueno, pero no un maestro. Pasaba demasiado tiempo deteniendo sus ataques, incapaz de hacer otra cosa sino defenderse. Si de verdad era miembro de la aristocracia de Duladel, entonces era uno de sus esgrimistas más pobres. Sarene había conocido a unos cuantos ciudadanos peores que ella, pero tres de cada cuatro podían derrotarla.

Kaloo abandonó su aire de apatía, concentrándose únicamente en impedir que el syre de Sarene lo hiciera pedazos. Recorrieron todo el patio, Kaloo retrocediendo unos pocos pasos con cada nuevo intercambio. Pareció sorprendido cuando pisó ladrillo en vez de hierba y llegaron a la fuente central de los jardines de Roial.

Sarene avanzó con más vigor mientras Kaloo chocaba con la cubierta de ladrillo. Lo obligó a retroceder hasta que su muslo chocó con el borde de la fuente misma. No le quedaba sitio adonde ir… o eso pensaba ella. Vio con sorpresa que el dula saltaba al agua. De una patada, le arrojó agua y saltó de la fuente a su derecha.

El syre de Sarene taladró el agua mientras Kaloo pasaba por su lado. Sintió que la punta de su hoja alcanzaba algo blando y el noble dejó escapar un silencioso, casi imperceptible gritito de dolor. Sarene se giró, alzando la hoja para volver a golpear, pero Kaloo había puesto una rodilla en tierra y su syre estaba clavado en el suave suelo. Le tendió una espléndida flor amarilla.

—Ah, mi señora —dijo con dramatismo—. Has descubierto mi secreto… nunca he podido enfrentarme en combate con una mujer hermosa. Mi corazón se derrite, las rodillas me tiemblan y mi espada se niega a golpear.

Inclinó la cabeza, ofreciendo la flor. Las mujeres, tras él, soltaron una risita soñadora.

Sarene bajó la espada, insegura. ¿De dónde había sacado la flor? Con un suspiro, aceptó el regalo. Los dos sabían que su excusa no era más que un método sibilino para escapar a la vergüenza… pero Sarene tuvo que aceptar su astucia. No sólo había evitado quedar en ridículo, sino que había impresionado a las mujeres con su cortesano sentido del galanteo al mismo tiempo.

Sarene estudió al hombre con atención, buscando una herida. Estaba segura de que la hoja lo había rozado en la cara mientras saltaba de la fuente, pero no había ningún signo de ello. Insegura, miró la punta de su syre. No había sangre. Debía de haber fallado, después de todo.

Las mujeres aplaudieron el espectáculo y se llevaron al dandi hacia el pabellón. Cuando se marchaba, Kaloo se volvió a mirarla y sonrió… no con la sonrisa tonta y afectada de antes, sino con una sonrisa más sabia y pícara. Una sonrisa que a ella le resultó tremendamente familiar por algún motivo. Kaloo hizo otra de sus ridículas reverencias, y permitió que se lo llevaran.