48

Hrathen estaba sentado en la sala de espera del palacio, aguardando con creciente insatisfacción. A su alrededor, los signos del cambio de Gobierno eran ya evidentes. Parecía increíble que un hombre pudiera poseer tantos tapices, alfombras y brocados. La sala de espera del palacio estaba tan repleta de telas mullidas que Hrathen se había visto obligado a apartar una verdadera montaña de cojines de su camino antes de encontrar un banco de piedra para sentarse.

Lo había hecho cerca de la chimenea de piedra con las mandíbulas apretadas y observaba a los nobles congregados. Como era de esperar, Telrii se había vuelto de pronto un hombre muy ocupado. Cada noble, terrateniente y mercader ambicioso de la ciudad quería presentar sus «respetos» al nuevo rey. Había docenas esperando, muchos sin cita previa. Ocultaban a duras penas su impaciencia, pero nadie era lo suficientemente valiente para expresar su malestar por aquel trato.

Su incomodidad carecía de importancia. Lo intolerable era la inclusión de Hrathen en el grupo. El puñado de supuestos nobles era en realidad un grupo de alcahuetes indolentes. Hrathen, sin embargo, tenía detrás el poder del reino del Wyrn y el Imperio de Jaddeth, el mismo poder que había dado a Telrii la riqueza necesaria para reclamar el trono.

Y sin embargo Hrathen se veía obligado a esperar. Era enloquecedor, era descortés, era increíble, pero no tenía más remedio que soportarlo. Aunque lo refrendaba el poder del Wyrn, no tenía tropas, ni podía forzar la mano de Telrii. No podía denunciar al hombre abiertamente: a pesar de su frustración, el instinto político de Hrathen le impedía hacer algo así. Había trabajado duro para conseguir tener un simpatizante potencial en el trono; sólo un loco hubiese dejado que su propio orgullo estropeara una oportunidad semejante. Hrathen esperaría, tolerando la falta de respeto un cierto tiempo, hasta conseguir el premio final.

Un ayudante entró en la sala, envuelto en finas sedas: la exagerada librea de los heraldos personales de Telrii. Los ocupantes de la sala se irguieron, varios hombres se levantaron y se alisaron la ropa.

—Gyorn Hrathen —anunció el ayudante.

Los nobles no ocultaron su decepción, y Hrathen se levantó y pasó ante ellos despectivo. Ya era hora.

Telrii esperaba. Hrathen se detuvo al franquear la puerta, observando la habitación con disgusto. Era antes el estudio de Iadon y, en esa época, estaba decorada con la eficacia de un hombre de negocios. Todo estaba en su lugar y en orden: los muebles eran cómodos sin ser lujosos.

Telrii había cambiado eso. Los ayudantes esperaban a los lados de la habitación, junto a carritos con alimentos exóticos comprados a los comerciantes del mercado areleno. Telrii estaba recostado en un enorme montón de cojines y sedas, con una sonrisa de felicidad en el rostro marcado desde el nacimiento. El suelo estaba cubierto de alfombras y los tapices se solapaban en las paredes.

«El hombre con el que me veo obligado a trabajar…», suspiró Hrathen por dentro. Iadon, al menos, iba directo al grano.

—Ah, Hrathen —dijo Telrii con una sonrisa—. Bienvenido.

—Majestad —dijo Hrathen, enmascarando su disgusto—. Esperaba que pudiéramos hablar en privado.

Telrii suspiró.

—Muy bien —respondió, agitando una mano para despedir a sus ayudantes, que se marcharon y cerraron las puertas exteriores.

—Ahora, ¿por qué has venido? —dijo Telrii—. ¿Te interesan las tarifas de tus mercancías para el mercado areleno?

Hrathen frunció el ceño.

—Tengo asuntos más importantes que considerar, Alteza. Y tú también. He venido a hacerte cumplir las promesas de nuestra alianza.

—¿Promesas, Hrathen? —preguntó Telrii ociosamente—. Yo no hice ninguna promesa.

Y así empezó el juego.

—Tienes que unirte a la religión derethi. Ése fue el trato.

—No hice ningún trato, Hrathen —dijo Telrii—. Tú me ofreciste fondos; yo los acepté. Tienes mi gratitud por el apoyo, como dije que tendrías.

—No discutiré contigo, mercader —dijo Hrathen, preguntándose cuánto dinero exigiría Telrii para «recordar» su acuerdo—. No soy ningún sicofante a quien burlar. Si no haces lo que espera Jaddeth, encontraré a otra persona. No olvides lo que le sucedió a tu predecesor.

Telrii hizo una mueca.

—No te arrogues el mérito de algo en lo que no tuviste nada que ver, sacerdote. La caída de Iadon fue causada, que yo recuerde, por la princesa teoisa. Tú estabas en Elantris en ese momento. Ahora bien, si Fjorden desea un derethi en el trono de Arelon, eso puede arreglarse. Habrá, no obstante, un precio.

«Por fin», pensó Hrathen. Apretó la mandíbula, fingiendo furia, y esperó un momento. Suspiró.

—Muy bien. ¿Cuánto…?

—Sin embargo —interrumpió Telrii—, no es un precio que tú puedas pagar.

Hrathen se quedó mudo.

—¿Disculpa?

—Sí. Mi precio debe ser pagado por alguien con un poco más de… autoridad que tú. Verás, he descubierto que los sacerdotes derethi no pueden ascender a nadie a su mismo puesto en la jerarquía de la Iglesia.

Hrathen sintió un escalofrío crecer en su interior mientras encajaba las piezas de la declaración de Telrii.

—No lo dirás en serio —susurró.

—Sé más de lo que crees, Hrathen. ¿Crees que soy un idiota, ignorante de las costumbres del este? Los reyes se inclinan ante los gyorns. ¿Qué poder tendré si te dejo que me conviertas en poco más que un esclavo derethi? No, eso no valdrá conmigo. No pienso inclinarme cada vez que llegue uno de tus sacerdotes de visita. Me convertiré a tu religión, pero lo haré sólo con la promesa de un cargo eclesiástico que iguale mi cargo civil. No sólo rey Telrii, sino gyorn Telrii.

Hrathen sacudió la cabeza, asombrado. Qué alegremente decía aquel hombre no ser «ignorante» en las costumbres del este, y sin embargo incluso los niños fjordell sabían suficiente doctrina para reírse de una sugerencia tan ridícula.

—Mi señor Telrii —dijo, divertido—, no tienes ni idea…

—He dicho, Hrathen —lo interrumpió Telrii—, que no hay nada que puedas hacer por mí. He de tratar con un poder superior.

La aprensión de Hrathen regresó.

—¿A qué te refieres?

—El Wyrn —dijo Telrii con una sonrisa de oreja a oreja—. Le envié un mensajero hace varios días, para ponerlo al corriente de mis exigencias. Ya no eres necesario, Hrathen. Puedes retirarte.

Hrathen se quedó de piedra. El hombre le había enviado una carta al mismísimo Wyrn. ¿Telrii había hecho exigencias al Regente de Toda la Creación?

—Eres un hombre muy, muy estúpido… —susurró Hrathen, dándose por fin cuenta de la gravedad de sus problemas. Cuando el Wyrn recibiera ese mensaje…

—¡Vete! —repitió Telrii, señalando la puerta.

Levemente aturdido, Hrathen hizo lo que le ordenaba.