47

Las puertas se cerraron de golpe. Esta vez no aislaron a Sarene en Elantris, sino fuera. Las emociones mordisqueaban su alma como una camada de lobos furiosos, cada una exigiendo su atención. Cinco días antes había creído que su vida estaba arruinada. Había pedido, rezado y suplicado a Domi que la sanara. Ahora ansiaba regresar a su condena, mientras Espíritu estuviera allí.

Domi, sin embargo, había tomado la decisión por ella. Espíritu tenía razón: ella no podía vivir en Elantris igual que él no podía existir fuera de la ciudad. Los mundos, y las exigencias de su carne, eran demasiado diferentes.

Una pesada mano cayó sobre su hombro. Sacudiéndose su aturdimiento, Sarene se dio la vuelta. No había muchos hombres tan altos. Hrathen.

—Jaddeth te ha curado, princesa —dijo con voz levemente cargada de acento.

Sarene se zafó de su brazo.

—No sé cómo lo has hecho, sacerdote, pero de una cosa estoy absolutamente segura: no le debo nada a tu dios.

—Tu padre no piensa lo mismo, princesa —dijo Hrathen, con expresión dura.

—Para un hombre cuya religión sostiene que difunde la verdad, sacerdote, tus mentiras son sorprendentemente vulgares.

Hrathen sonrió.

—¿Mentiras? ¿Por qué no vas y hablas con él? En cierto modo, podría decirse que tú nos entregaste Teod. Convierte al rey, y a menudo conviertes también el reino.

—¡Imposible! —dijo Sarene, cada vez más inquieta. Los gyorns solían ser demasiado hábiles para decir mentiras directas.

—Luchas con sabiduría y astucia, princesa —dijo Hrathen, dando despacio un paso adelante y tendiendo su mano enguantada—. Pero la auténtica sabiduría es saber cuándo es inútil seguir luchando. Tengo Teod y Arelon pronto será mío también. No seas como la piedralondra, siempre intentando abrir un agujero en la arena de las playas y siempre viendo cómo la marea destruye su obra. Abraza el Shu-Dereth y deja que tus esfuerzos sean más que vanidad.

—¡Antes muerta!

—Ya has muerto —señaló el gyorn—. Y yo te he traído de vuelta.

Dio otro paso adelante y Sarene retrocedió, alzando las manos contra su pecho.

El acero destelló a la luz del sol y, de repente, la punta de la espada de Eondel apuntó al cuello de Hrathen. Sarene se sintió envolver por unos brazos enormes y poderosos y una voz rasposa gritó de alegría junto a ella.

—¡Bendito sea el nombre de Domi! —alabó Kiin, levantándola del suelo con su abrazo.

—Bendito sea el nombre de Jaddeth —dijo Hrathen, la punta de la espada todavía presionando su carne—. Domi la dejó para que se pudriera.

—No digas una palabra más, sacerdote —le advirtió Eondel, amenazándolo con su espada.

Hrathen bufó. Entonces, a más velocidad de lo que los ojos de Sarene pudieron seguir, el gyorn se inclinó hacia atrás y apartó la cabeza del alcance de la espada al mismo tiempo que de una patada golpeaba con el pie la mano de Eondel y le hacía soltar el arma.

Hrathen giró, la capa carmesí revoloteando, y con la mano enguantada de rojo atrapó la espada en el aire. El acero reflejó la luz del sol mientras Hrathen la blandía. Le rompió la punta contra el empedrado, sujetándola como haría un rey con su cetro. Luego la dejó caer y la empuñadura fue a parar otra vez a la mano entumecida de Eondel. El sacerdote dio un paso, dejando atrás al confundido general.

—El tiempo se mueve como una montaña, Sarene —susurró Hrathen, tan cerca que su peto casi rozaba los protectores brazos de Kiin—, tan despacio que los hombres casi no advierten su paso. Sin embargo, aplastará a aquellos que no se aparten.

Dicho esto se dio media vuelta, y su capa aleteó contra Eondel y Kiin mientras se marchaba.

Kiin lo vio irse con los ojos llenos de odio. Finalmente, se volvió hacia Eondel.

—Vamos, general. Llevemos a Sarene a casa a descansar.

—No hay tiempo para descansar, tío —dijo Sarene—. Necesito que congregues a nuestros aliados. Tenemos que reunimos lo antes posible.

Kiin alzó una ceja.

—Ya habrá tiempo más tarde, Ene. No estás en condiciones…

—He tenido unas bonitas vacaciones, tío, pero hay trabajo que hacer. Tal vez cuando acabe, pueda volver a escaparme a Elantris. Por ahora, tenemos que impedir que Telrii entregue nuestro país al Wyrn. Envía mensajeros a Roial y a Ahan. Quiero reunirme con ellos lo antes posible.

Su tío parecía totalmente confuso.

—Bueno, parece que está perfectamente —comentó Eondel, sonriendo.

En las cocinas de la mansión aprendieron otra cosa de Sarene: cuando quería comer, lo hacía de veras.

—Será mejor que te des prisa, prima —dijo Lukel cuando ella terminaba su cuarto plato—. Casi te ha dado tiempo de saborearlo.

Sarene lo ignoró, indicando a Kiin que trajera el siguiente manjar. Le habían dicho que si se pasaba hambre el tiempo suficiente, el estómago se encogía, lo que reducía por tanto la cantidad de comida que uno podía comer. El que había inventado esa teoría se hubiera tirado de los pelos con desesperación si hubiera visto a Sarene.

Estaba sentada a la mesa frente a Lukel y Roial. El anciano duque acababa de llegar y, cuando vio a Sarene, ella creyó por un instante que iba a desplomarse por la sorpresa. En cambio, musitó una oración a Domi y se sentó sin decir palabra frente a ella.

—Puedo decir sin mentir que nunca había visto a una mujer comer tanto. —El duque Roial hizo este comentario valorativo mirándola todavía con un atisbo de incredulidad.

—Es una giganta teoisa —dijo Lukel—. Creo que no es justo hacer comparaciones entre Sarene y las mujeres corrientes.

—Si no estuviera tan ocupada comiendo, respondería a eso —dijo Sarene, blandiendo el tenedor ante ellos. No se había dado cuenta exactamente de lo hambrienta que estaba hasta que había entrado en la cocina de Kiin, donde los aromas de banquetes pasados flotaban en el aire como una bruma deliciosa. Sólo ahora apreciaba lo útil que era tener como tío a un cocinero que había viajado por todo el mundo.

Kiin entró con una sartén de carne poco hecha y verduras en salsa roja.

—Es RaiDomo Mai jindoés. El nombre significa «carne con piel feroz». Tienes suerte de que contara con los ingredientes adecuados, hubo una mala cosecha de pimientos RaiDel jindoeses la temporada pasada y… —Guardó silencio mientras Sarene empezaba a servirse carne en el plato—. Te da igual, ¿verdad? —dijo con un suspiro—. Podría haberlo hervido en agua de alcantarilla y te daría lo mismo.

—Comprendo, tío —dijo Sarene—. Sufres por tu arte.

Kiin se sentó y contempló los platos vacíos esparcidos por toda la mesa.

—Bueno, desde luego has heredado el apetito familiar.

—Es una chica grande —dijo Lukel—. Hace falta mucho combustible para mantener ese cuerpo en marcha.

Sarene le dirigió una mirada entre bocados.

—¿Es que no va a parar? —preguntó Kiin—. Me estoy quedando sin suministros.

—Creo que con esto basta —dijo Sarene—. No comprendéis cómo es estar allí dentro, caballeros. Me lo pasé bien, pero no había mucha comida.

—Me sorprende que hubiera aunque fuese poca —dijo Lukel—. A los elantrinos les gusta comer.

—Pero no tienen necesidad de hacerlo —intervino Kiin—, así que pueden permitirse almacenar.

Sarene siguió comiendo sin mirar a su tío ni su primo. Su mente, sin embargo, se detuvo. ¿Cómo sabían tanto sobre Elantris?

—Fueran cuales fuesen las condiciones, princesa —dijo Roial—, damos las gracias a Domi por tu milagroso regreso.

—No ha sido tan milagroso como parece, Roial. ¿Contó alguien cuántos días estuvo Hrathen en Elantris?

—Cuatro o cinco —respondió Lukel tras pensárselo un momento.

—Apostaría a que fueron cinco días… Exactamente el mismo tiempo transcurrido entre el momento en que me arrojaron allí dentro y aquel en que fui «curada».

Roial asintió.

—El gyorn tuvo algo que ver. ¿Has hablado ya con tu padre?

Sarene sintió que el estómago le daba un vuelco.

—No. Yo… lo haré pronto.

Llamaron a la puerta y, unos momentos después, entraron Eondel y Shuden. El joven jindo había salido a cabalgar con Torena.

Cuando entró, en el rostro del barón se dibujó una amplia sonrisa impropia de él.

—Tendríamos que haber sabido que volverías, Sarene. Si alguien puede ir al infierno y volver intacta eres tú.

—No exactamente intacta —dijo Sarene, llevándose la mano a la cabeza y palpando su cráneo calvo—. ¿Has encontrado algo?

—Toma, mi señora —dijo Eondel, tendiéndole una corta peluca rubia—. Es lo mejor que he podido encontrar… las otras eran tan gruesas que juraría que estaban hechas de crin de caballo.

Sarene observó la peluca con ojo crítico: apenas le llegaría a los hombros, pero era mejor que estar calva. Estimaba que su melena era la mayor pérdida de su exilio. Tardaría años en crecerle de nuevo hasta una longitud decente.

—Lástima que nadie recogiera mi pelo —dijo, apartando la peluca. Ya tendría tiempo de colocársela correctamente.

—No esperábamos exactamente tu regreso, prima —dijo Lukel, picoteando los últimos trozos de carne de la sartén—. Probablemente todavía estaba pegado a tu velo cuando lo quemamos.

—¿Lo quemasteis?

—Una costumbre arelisa, Ene —explicó Kiin—. Cuando alguien es arrojado a Elantris, quemamos sus pertenencias.

—¿Todas? —preguntó Sarene con un hilo de voz.

—Eso me temo —respondió Kiin, cohibido.

Sarene cerró los ojos, suspirando.

—No importa —dijo, mirándolos de nuevo—. ¿Dónde está Ahan?

—En el palacio de Telrii —contestó Roial.

Sarene frunció el ceño.

—¿Qué está haciendo allí?

Kiin se encogió de hombros.

—Se nos ocurrió que debíamos enviar a alguien, como gesto al nuevo rey. Vamos a tener que trabajar con él, así que será mejor que nos enteremos de qué tipo de cooperación podemos esperar.

Sarene miró a sus compañeros. A pesar de su obvia alegría de verla, notaba algo en sus expresiones. Derrota. Habían trabajado con todas sus fuerzas para que Telrii no se hiciera con el trono, y habían fracasado. Interiormente, Sarene tenía que reconocer que sentía en buena parte lo mismo. Estaba asqueada. No podía decidir qué quería; todo estaba demasiado confuso. Por fortuna, su sentido del deber le proporcionaba una guía. Espíritu tenía razón: Arelon corría serio peligro. Ni siquiera quería pensar en las cosas que Hrathen había dicho de su padre: sólo sabía que, no importaba qué más sucediera, tenía que proteger Arelon. Por el bien de Elantris.

—Habláis como si no hubiera nada que podamos hacer respecto a la reclamación del trono de Telrii —dijo en medio de la habitación.

—¿Qué podríamos hacer? —preguntó Lukel—. Telrii ha sido coronado, y la nobleza lo apoya.

—Y también el Wyrn —recordó Sarene—. Enviar a Ahan es una buena idea, pero dudo que encontréis indulgencia alguna en el reinado de Telrii: para nosotros, o para el resto de Arelon. Mis señores, Raoden tendría que haber sido rey, y yo soy su esposa. Me siento responsable de este pueblo. Sufrió con Iadon. Si Telrii entrega este reino al Wyrn, entonces Arelon se convertirá en otra provincia fjordell.

—¿Qué quieres decir, Sarene? —preguntó Shuden.

—Que emprendamos acciones contra Telrii… cualquier acción a nuestro alcance.

La mesa guardó silencio. Finalmente, Roial habló.

—Esto no es lo mismo que estábamos haciendo antes, Sarene. Nos oponíamos a Iadon, pero no planeábamos derrocarlo. Si emprendemos una acción directa contra Telrii, entonces seremos traidores a la corona.

—Traidores a la corona, pero no al pueblo —dijo Sarene—. En Teod, respetamos al rey porque nos protege. Es un trato, un acuerdo formal. Iadon no hizo nada para proteger a Arelon. No creó ningún ejército para mantener a Fjorden a raya, ni le importó el bienestar espiritual de su nación. Mi instinto me advierte de que Telrii será aún peor.

Roial suspiró.

—No sé, Sarene. Iadon derrocó a los elantrinos para hacerse con el poder, y ahora tú sugieres que nosotros hagamos lo mismo. ¿Cuánto puede soportar un país antes de hacerse pedazos?

—¿Cuántas manipulaciones de Hrathen crees que puede soportar?

Los lores se miraron unos a otros.

—Démonos tiempo, Sarene —solicitó Shuden—. Hablas de asuntos difíciles… que no deben ser tratados sin meditarlo antes muy cuidadosamente.

—De acuerdo —dijo Sarene. También ella necesitaba descansar esa noche. Por primera vez en casi una semana no iba a pasar frío mientras dormía.

Los lores asintieron y se marcharon, cada uno por su lado. Roial se retrasó un instante.

—Parece que no hay motivos para proseguir con nuestro compromiso, ¿verdad, Sarene?

—No lo creo, mi señor. Si nos hacemos con el trono ahora, será por la fuerza, no con maniobras políticas.

El anciano asintió con tristeza.

—Ah, es demasiado bueno para ser cierto, de todas formas, querida. Buenas noches, entonces.

—Buenas noches —dijo Sarene, sonriendo cariñosamente mientras el viejo duque se marchaba. Dos compromisos y ninguna boda. Estaba acumulando un triste récord. Con un suspiro, vio cómo Roial cerraba la puerta y entonces se volvió hacia Kiin, que retiraba los restos de la comida.

—Tío, Telrii se ha mudado al palacio y han quemado mis cosas. No tengo alojamiento. ¿Puedo aceptar tu oferta de hace dos meses y trasladarme aquí?

Kiin se echó a reír.

—Mi esposa se enfadaría de veras si no lo hicieras, Ene. Se ha pasado la última hora preparándote una habitación.

Sarene estaba sentada en su nueva cama, vestida con uno de los camisones de su tía. Apretaba las rodillas contra el pecho, y tenía la cabeza gacha, apenada.

Ashe zumbó un momento, y el rostro de Eventeo desapareció mientras el seon volvía a su forma normal. Guardó silencio un momento antes de decir:

—Lo siento, mi señora.

Sarene asintió, su cabeza calva contra las rodillas. Hrathen no había mentido, ni siquiera había exagerado. Su padre se había convertido al Shu-Dereth.

La ceremonia no se había realizado todavía: no había ningún sacerdote derethi en Teod. Sin embargo, estaba claro que en cuanto Hrathen terminara con Arelon, pretendía viajar a su patria y hacer cumplir personalmente el juramento formal de su padre. El juramento situaría a Eventeo al pie de la jerarquía derethi, obligándolo a someterse a los caprichos del más simple sacerdote.

Ni las discusiones ni las explicaciones cambiaron la decisión de su padre. Eventeo era un hombre honrado. Le había jurado a Hrathen que si Sarene regresaba sana, se convertiría. No importaba que las marrullerías del gyorn estuvieran detrás de su maldición y su recuperación: el rey cumpliría su promesa.

Donde Eventeo gobernaba, Teod lo seguiría. Haría falta tiempo, por supuesto: el pueblo de Teod no era de borregos. Sin embargo, a medida que los arteths inundaran su patria, el pueblo prestaría oído a lo que antes sólo le había hecho mostrar los puños… todo porque sabría que su rey era derethi. Teod habría cambiado para siempre.

Y Eventeo lo había hecho por ella. Por supuesto, decía que también sabía qué era lo mejor para el país. No importaba lo buena que fuera la flota de Teod, la inferioridad numérica aseguraba que una decidida campaña fjordell acabaría por derrotar a la Armada. Eventeo decía que no iba a librar una guerra sin esperanza.

Sin embargo, ése era el mismo hombre que le había enseñado a Sarene el principio de que siempre merece la pena luchar para proteger. Eventeo había jurado que esa verdad era inmutable, y que ninguna batalla, ni siquiera una batalla sin esperanza, era en vano cuando se defendía lo justo. Pero, al parecer, su amor era más fuerte que la verdad. Ella se sentía halagada, pero esa emoción la enfermaba. Teod caería por su causa, convirtiéndose en otro estado fjordell más, y su rey en poco más que un criado del Wyrn.

Eventeo había dado a entender que ella debía guiar Arelon para que hiciera lo que él había hecho, aunque Sarene le había notado en la voz que se sintió orgulloso cuando ella se negó. Sarene protegería Arelon, y Elantris. Lucharía por la supervivencia de su religión, porque Arelon (el pobre y enfermo Arelon) era ahora el último santuario del Shu-Korath. Una nación antes poblada por dioses, Arelon serviría ahora como último refugio del propio Domi.