Hubo ocasiones en que Raoden deseó la muerte a su padre. Raoden había visto el sufrimiento del pueblo y sabía que la culpa era del rey. Iadon había demostrado ser engañoso en su éxito e implacable en su determinación por aplastar a los demás. Se había complacido viendo a sus nobles pelear mientras su reino se desmoronaba. Arelon estaría mejor sin el rey Iadon.
Sin embargo, cuando por fin se enteró de la noticia de la muerte de su padre, Raoden descubrió que sus emociones eran traicioneras. Su corazón, melancólico, quería olvidar al Iadon de los últimos cinco años y recordar en cambio al de su infancia. Su padre había sido el mercader con más éxito de todo Arelon. Respetado por sus paisanos y amado por su hijo, había sido un hombre de honor y enérgico. Raoden siempre sería en parte ese niño que consideraba a su padre el más grande de los héroes.
Dos cosas lo ayudaron a mitigar el dolor de la pérdida: Sarene y los aones. Cuando no estaba con una, estaba con los otros. Elantris ya funcionaba sola: la gente encontraba sus propios proyectos que la mantenían ocupada, y rara vez había asuntos que requirieran su atención. Así que iba a la biblioteca a menudo, y dibujaba aones mientras Sarene estudiaba.
—Sorprendentemente, hay muy poca información sobre el Fjorden moderno —dijo Sarene, hojeando un tomo tan grande que casi había necesitado la ayuda de Raoden para transportarlo.
—Tal vez no has encontrado todavía el libro adecuado —dijo Raoden dibujando el Aon Eshe. Ella estaba sentada a su mesa de costumbre, con una pila de libros junto a la silla, y él de pie, de espaldas a la pared, practicando una nueva serie de modificadores aon.
—Tal vez —respondió Sarene, sin dejarse convencer—. Todos tratan acerca del Antiguo Imperio: sólo este libro de reconstrucción histórica menciona el Fjorden de los últimos cien años. Yo creía que los elantrinos habrían estudiado las otras religiones con atención… aunque sólo fuera para saber a qué se enfrentaban.
—Tal como yo lo entiendo, a los elantrinos en realidad no les importaba la competencia —dijo Raoden. Mientras hablaba su dedo resbaló levemente, rompiendo la línea. El aon aguantó un momento en el aire, y luego se desvaneció; su error había invalidado toda la construcción. Suspiró antes de continuar su explicación—. Los elantrinos pensaban que eran tan superiores a todos los demás que no necesitaban preocuparse por otras religiones. A la mayoría de ellos ni siquiera les importaba si los adoraban o no.
Sarene meditó su comentario y luego miró de nuevo el libro, apartando el plato vacío de las raciones de esa tarde. Raoden no le decía que aumentaba su ración de comida, como la de todos los recién llegados la primera semana. Había aprendido por experiencia que la reducción gradual de alimento ayudaba a la mente a acostumbrarse al hambre.
Empezó a dibujar de nuevo pero al cabo de un momento la puerta de la biblioteca se abrió.
—¿Todavía está ahí arriba? —preguntó Raoden mientras Galladon entraba.
—Kolo —respondió el dula—. Sigue gritándole a su dios.
—Querrás decir «rezándole».
Galladon se encogió de hombros y se acercó a sentarse junto a Sarene.
—Se supone que un dios lo oiría aunque hablara muy bajito.
Sarene dejó de leer.
—¿Estáis hablando del gyorn?
Raoden asintió.
—Está en la muralla, sobre las puertas, desde esta mañana temprano. Al parecer, le está pidiendo a su dios que nos cure.
Sarene se sobresaltó.
—¿Que nos cure?
—Algo así —dijo Raoden—. No podemos oírlo muy bien.
—¿Curar Elantris? Eso es un cambio. —En los ojos de Sarene había recelo.
Raoden se encogió de hombros y continuó su dibujo. Galladon escogió un libro de agricultura y empezó a echarle un vistazo. Desde hacía unos días intentaba idear un método de riego que funcionara dadas sus circunstancias concretas.
Unos cuantos minutos más tarde, cuando Raoden ya casi había terminado el aon y sus modificadores, se dio cuenta de que Sarene había soltado el libro y lo estaba mirando con interés. El escrutinio lo hizo equivocarse de nuevo, y el aon se desvaneció antes incluso de que se diera cuenta de lo que había hecho. Ella siguió mirando cuando él levantó la mano para empezar de nuevo el Aon Ehe.
—¿Qué? —preguntó por fin. Sus dedos dibujaron instintivamente la primera parte de cada aon, la línea superior, la línea lateral y el punto en el centro.
—Llevas dibujando lo mismo más de una hora.
—Quiero hacerlo bien.
—Pero lo has hecho… al menos una docena de veces seguidas.
Raoden se encogió de hombros.
—Me ayuda a pensar.
—¿En qué? —preguntó ella con curiosidad, al parecer temporalmente aburrida del Antiguo Imperio.
—Últimamente, en la misma AonDor. Ahora comprendo la mayor parte de la teoría, pero sigo sin lograr descubrir qué bloqueó el dor. Parece que los aones han cambiado, que las antiguas pautas están ligeramente equivocadas, pero no soy capaz de imaginar por qué.
—Tal vez hay algo pernicioso en la tierra —dijo Sarene con desenfado, echándose atrás en su silla de modo que las dos patas delanteras se levantaron del suelo.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, dices que los aones y la tierra están relacionados… aunque incluso yo podría habértelo dicho.
—¿Sí? —preguntó Raoden, sonriendo mientras dibujaba—. ¿Tu formación como princesa incluía algunas lecciones secretas de magia elantrina?
—No —respondió Sarene, meneando dramáticamente la cabeza—. Pero incluía formación en aones. «Para empezar cada aon, haz un dibujo de Arelon». Lo aprendí de pequeña.
Raoden se detuvo, la mano quieta en mitad de la línea.
—Repite eso.
—¿Eh? Oh, es un truquito tonto que me enseñó mi maestro para que prestara atención. ¿Ves? Cada aon empieza de la misma forma: con una línea arriba que representa la costa, una línea al lado que representa las montañas Atad y un punto en el centro que es el lago Alonoe.
Galladon se levantó para acercarse a mirar el aon todavía brillante de Raoden.
—Tiene razón, sule. Parece Arelon. ¿No dicen tus libros nada de esto?
—No —respondió asombrado Raoden—. Bueno, dicen que hay una relación entre los aones y Arelon, pero no mencionan que los caracteres representen la tierra, tal vez por demasiado obvio.
Galladon recogió su libro y desplegó algo de la parte de atrás: un mapa de Arelon.
—Sigue dibujando, sule. De lo contrario ese aon va a desvanecerse.
Raoden obedeció, obligando a su dedo a volver a ponerse en movimiento. Galladon alzó el mapa y Sarene se situó al lado del dula. Contemplaron el brillante aon a través del fino papel.
—¡Doloken! —exclamó Galladon—. Sule, las proporciones son exactamente las mismas. Incluso las líneas se inclinan de la misma forma.
Raoden terminó el aon con un último trazo. Se reunió con los otros dos, miró el mapa y luego a Sarene.
—¿Pero qué va mal, entonces? Las montañas siguen allí, igual que la costa y el lago.
Sarene se encogió de hombros.
—A mí no me mires. Tú eres el experto… Yo ni siquiera sé hacer bien la primera línea.
Raoden regresó junto al aon. Unos segundos después destelló brevemente y desapareció, su potencial bloqueado por algún motivo inexplicable. Si la hipótesis de Sarene era correcta, entonces los aones estaban más íntimamente relacionados con Arelon de lo que él había supuesto. Lo que había detenido la AonDor debía de haber afectado también a la tierra.
Se volvió, intentando alabar a Sarene por la pista. Sin embargo, las palabras se le atragantaron en la boca. Algo iba mal. Las manchas oscuras en la piel de la princesa eran del color equivocado: una mezcla de azules y púrpuras, como cardenales. Parecían desvanecerse ante sus ojos.
—¡Misericordioso Domi! —exclamó—. ¡Galladon, mírala!
El dula se volvió alarmado y entonces su cara cambió de la preocupación al asombro.
—¿Qué? —preguntó la princesa, dirigiéndoles miradas nerviosas.
—¿Qué has hecho, sule? —preguntó Galladon.
—¡Nada! —insistió Raoden, mirando el lugar donde había estado su aon—. Otra cosa debe de estar curándola.
Entonces cayó en la cuenta. Sarene nunca había podido dibujar aones. Se había quejado de frío y seguía insistiendo en que sus heridas no le dolían. Raoden palpó la cara de Sarene con una mano. Su carne era cálida; demasiado cálida incluso para una nueva elantrina cuyo cuerpo no se había enfriado todavía por completo. Le quitó el pañuelo de la cabeza con dedos temblorosos y palpó el vello rubio casi invisible de su cráneo.
—Idos Domi —susurró. Entonces la agarró por la mano y la sacó de la biblioteca.
—Espíritu, no comprendo —protestó ella mientras entraban en el patio, ante las puertas de Elantris.
—Nunca has sido una elantrina, Sarene. Fue un truco… El mismo que ese gyorn empleó para parecerlo. De algún modo Hrathen consigue que parezca que te ha alcanzado la Shaod cuando no ha sido así.
—Pero… —objetó ella.
—¡Piensa, Sarene! —dijo Raoden, obligándola a darse la vuelta para mirarla a los ojos. El gyorn predicaba en la muralla, por encima de ellos, sus gritos distorsionados por la distancia—. Tu boda con Roial hubiese puesto a un oponente del Shu-Dereth en el trono. Hrathen tenía que impedir esa boda… y lo hizo de la forma más embarazosa que pudo imaginar. Éste no es tu sitio.
Tiró de ella de nuevo por el brazo, intentando conducirla hasta las puertas. Ella se resistió, oponiéndose con igual fuerza.
—No voy.
Raoden se volvió, sorprendido.
—Pero tienes que ir. Esto es Elantris, Sarene. Nadie quiere estar aquí.
—No me importa —dijo ella con decisión, desafiante—. Voy a quedarme.
—Arelon te necesita.
—Arelon estará mejor sin mí. Si no me hubiera metido, Iadon seguiría vivo y Telrii no estaría en el trono.
Raoden guardó silencio. Quería que se quedara… anhelaba que se quedara. Pero haría lo que hiciera falta para sacarla de Elantris. La ciudad era la muerte.
Las puertas se abrían: el gyorn había reconocido a su presa.
Sarene miró a Raoden con ojos espantados, tendiendo la mano hacia él. Las manchas habían desaparecido casi por completo. Era preciosa.
—¿Crees que podemos permitirnos darte de comer, princesa? —dijo Raoden, intentando hablar con dureza—. ¿Crees que desperdiciaremos comida con una mujer que no es de los nuestros?
—Eso no funcionará, Espíritu —replicó Sarene—. Puedo ver la verdad en tus ojos.
—Entonces cree esta verdad. Incluso con un racionamiento severo, Nueva Elantris sólo tiene comida suficiente para unas cuantas semanas más. Estamos cultivando, pero pasarán meses antes de que podamos cosechar. Durante ese tiempo, pasaremos hambre. Todos nosotros… Los hombres, las mujeres y los niños. Pasaremos hambre a menos que alguien de fuera nos traiga suministros.
Ella vaciló, entonces se arrojó en sus brazos y se apretujó contra su pecho.
—Maldito seas —susurró—. Que Domi te maldiga.
—Arelon te necesita, Sarene —respondió él—. Si lo que dices es cierto y hay un simpatizante fjordell en el trono, puede que a Elantris no le quede mucho tiempo. Sabes lo que nos harán los sacerdotes derethi si se salen con la suya. Las cosas han salido muy mal en Arelon, Sarene, y tú eres la única en quien confío para arreglarlas.
Ella lo miró a los ojos.
—Regresaré.
Hombres vestidos de amarillo y marrón los rodearon, separándolos. Empujaron a Raoden a un lado, y él resbaló en los viscosos cascotes mientras se llevaban a Sarene. Se quedó tirado de espaldas, sintiendo la mugre bajo él mientras contemplaba a un hombre vestido con una armadura rojo sangre. El gyorn permaneció quieto un momento, luego se dio media vuelta y siguió a Sarene fuera de la ciudad. Las puertas se cerraron de golpe tras él.