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La puerta estaba cerrada por dentro, pero la hoja de madera, parte de la Elantris original, estaba sometida a la misma putrefacción que infectaba el resto de la ciudad. Galladon decía que se había caído de sus goznes prácticamente al tocarla. Dentro había una oscura escalera con diez años de polvo en los peldaños. Un único par de huellas marcaba el polvo: pisadas que sólo podían ser de unos pies grandes como los de Galladon.

—¿Y llega hasta arriba? —preguntó Raoden, pasando sobre la puerta desvencijada.

—Kolo —respondió Galladon—. Y está completamente tallada en la piedra, con sólo una rendija de vez en cuando para que entre luz. Un paso en falso te enviará dando tumbos por una serie de escalones tan larga y dolorosa como una de las historias de mi hama.

Raoden asintió y empezó a subir, con el dula detrás. Antes del Reod, la escalera debía de haber estado iluminada por magia elantrina, pero ahora la oscuridad quedaba rota sólo por ocasionales lanzadas de luz que se filtraban por las rendijas dispersas. Las escaleras subían en espiral por la parte externa de la estructura, y las curvas inferiores eran apenas visibles cuando se miraba al centro. La barandilla se había desmoronado hacía tiempo.

Tuvieron que detenerse varias veces a descansar, pues sus cuerpos elantrinos eran incapaces de soportar las exigencias del ejercicio. Sin embargo, al cabo de un rato, llegaron a la cima. La puerta de madera que había allí era más nueva; la guardia probablemente la había sustituido después de que la original se pudriera. No tenía picaporte alguno: en realidad no era una puerta, sino una barricada.

—Hasta aquí llegué, sule —dijo Galladon—. Subí hasta lo alto de las dichosas escaleras y me encontré con que necesitaba un hacha para continuar.

—Y por eso hemos traído esto —dijo Raoden, sacando la misma hacha con la que Taan casi había derribado un edificio sobre él. Los dos se pusieron manos a la obra, golpeando por turnos la madera.

Incluso con la herramienta, cortar la barrera fue una tarea difícil. Raoden se cansó después de unos cuantos golpes que apenas mellaron la madera. Al final, sin embargo, consiguieron soltar una tabla y, acicateados por la victoria, lograron abrir por fin un agujero lo bastante grande para pasar.

La vista merecía la pena. Raoden había subido docenas de veces a las murallas de Elantris, pero nunca la visión de Kae le había parecido tan dulce. La ciudad estaba tranquila; parecía que sus temores de invasión habían sido prematuros. Sonriendo, Raoden disfrutó de la sensación de haberlo logrado. Se sentía como si hubiera escalado una montaña y no subido una simple escalera. Las murallas de Elantris estaban una vez más en manos de aquellos que las habían creado.

—Lo hemos conseguido —dijo Raoden, apoyándose en el parapeto.

—Lo nuestro hemos tardado —asintió Galladon, colocándose junto a él.

—Sólo unas pocas horas —respondió Raoden quitándole importancia, la agonía del esfuerzo olvidada en la alegría de la victoria.

—No me refería a destrozar la madera. Llevo tres días intentando que vengas aquí.

—He estado ocupado.

Galladon hizo una mueca y murmuró algo entre dientes.

—¿Qué dices?

—Decía que un ferrin de dos cabezas nunca dejaría su nido.

Raoden sonrió; conocía el proverbio jindoés. Los ferrin eran pájaros parlantes, y a menudo se les podía oír gritándose unos a otros en las marismas jindoesas. El dicho se refería a la persona que ha encontrado una nueva afición. O un nuevo romance.

—Oh, vamos —dijo Raoden, mirando a Galladon—. No lo llevo tan mal.

—Sule, la única vez en tres días que os he visto separados es cuando alguno ha tenido que ir al excusado. Ella estaría aquí ahora mismo si no te hubiera agarrado cuando no miraba nadie.

—Bueno —dijo Raoden, a la defensiva—, es mi esposa.

—¿Y pretendes ponerla alguna vez al corriente de ese hecho?

—Tal vez. No quiero que sienta ninguna obligación.

—No, por supuesto que no.

—Galladon, amigo mío —dijo Raoden, ignorando por completo los comentarios del dula—, tu pueblo se avergonzaría si se enterara de lo poco romántico que eres.

Duladel era una conocida fuente de romances melodramáticos y amores prohibidos.

Galladon hizo una mueca para indicar lo que pensaba de las inclinaciones románticas del dula medio. Se volvió y contempló la ciudad de Kae.

—Bueno, sule, aquí estamos. ¿Qué hacemos ahora?

—No lo sé —confesó Raoden—. Tú eres quien me ha obligado a venir.

—Sí, pero fue idea tuya buscar una escalera.

Raoden asintió, recordando su breve conversación de tres días antes. «¿De verdad ha pasado tanto tiempo?», se preguntó. Apenas se había dado cuenta. Tal vez había estado demasiado con Sarene. Sin embargo, no se sentía ni pizca culpable.

—Allí —dijo Galladon, entornando los ojos y señalando la ciudad.

—¿Qué? —Raoden siguió el gesto del dula.

—Veo una bandera. Nuestra guardia perdida.

Raoden apenas distinguió una mota roja en la distancia: un estandarte.

—¿Estás seguro?

—Segurísimo.

Raoden entornó los ojos y reconoció el edificio sobre el que ondeaba el estandarte.

—Ésa es la mansión del duque Telrii. ¿Qué relación tiene con la guardia de Elantris?

—A lo mejor está arrestado.

—No —dijo Raoden—. La guardia no es una fuerza policial.

—Entonces, ¿por qué dejó las murallas? —preguntó Galladon.

Raoden sacudió la cabeza.

—No estoy seguro. Sin embargo, algo va mal. Muy mal.

Raoden y Galladon bajaron las escaleras, sumidos en sus cavilaciones.

Había una manera de averiguar qué pasaba con la guardia. Sarene era la única elantrina que había sido arrojada a la ciudad desde su desaparición. Sólo ella podía ponerlos al corriente del actual clima político de la ciudad.

Sarene, sin embargo, todavía se resistía a hablar del exterior. Algo sucedido en los días previos a su exilio le había resultado enormemente doloroso. Notando su pesar, Raoden había preferido no insistir: no quería arriesgarse a perderla. La verdad era que estaba disfrutando con Sarene. Su astucia lo hacía sonreír, su inteligencia lo intrigaba y su personalidad lo animaba. Después de diez años tratando con mujeres cuyo único pensamiento era por lo visto qué aspecto tenían con un vestido (un estado de forzosa estupidez alentado por su propia madrastra, tan débil de voluntad), Raoden estaba preparado para una mujer que no se acobardara al primer signo de conflicto. Una mujer tal como recordaba que era su madre, antes de morir.

No obstante, aquella fuerte personalidad era lo que le había impedido a él saber del exterior. Ni la persuasión sutil, ni siquiera la manipulación directa iban a sacarle a Sarene algo que no quisiera. Pero Raoden ya no podía permitirse ser delicado. Las extrañas acciones de la guardia eran preocupantes… Cualquier cambio en el poder podía resultar extremadamente peligroso para Elantris.

Llegaron al pie de las escaleras y se dirigieron al centro de la ciudad. El trayecto era relativamente largo, pero pasó con rapidez mientras Raoden reflexionaba sobre lo que habían visto. A pesar de la caída de Elantris, Arelon había pasado los diez últimos años en una paz relativa… al menos, en el ámbito nacional. Con un aliado al sur, la armada de Teod patrullando el océano al norte, y las montañas al este, incluso un debilitado Arelon se había enfrentado a pocos peligros externos. Dentro de las fronteras, Iadon había mantenido una fuerte tenaza sobre el poder militar, animando a los nobles a las pugnas políticas en vez de a las aventuras militaristas.

Raoden sabía que esa paz no podía durar, aunque su padre se negara a verlo. La decisión de Raoden de casarse con Sarene había estado influida en gran parte por la posibilidad de firmar un tratado formal con Teod, dando a Arelon al menos acceso parcial a la Armada teoisa. Los arelenos no estaban acostumbrados a la batalla; siglos de protección elantrina los habían educado para el pacifismo. El actual Wyrn sería tonto si no golpeaba pronto. Todo lo que necesitaba era una oportunidad.

Las luchas internas proporcionarían esa oportunidad. Si la guardia había decidido traicionar al rey, el conflicto civil sumiría de nuevo Arelon en el caos, y los fjordells eran especialistas en aprovecharse de ese tipo de acontecimientos. Raoden tenía que averiguar qué estaba sucediendo más allá de las murallas.

Al cabo de un rato, Galladon y él llegaron a su destino. No Nueva Elantris, sino el edificio cuadrado y poco llamativo que conducía al lugar sagrado. Galladon no había dicho una palabra cuando descubrió que Raoden había llevado a Sarene a la biblioteca: parecía que el dula lo estuviera esperando.

Unos momentos más tarde, Raoden y Galladon entraron en la biblioteca subterránea. Sólo había unas cuantas lámparas encendidas (la intención era ahorrar combustible), pero Raoden distinguió claramente la silueta de Sarene sentada en uno de los cubículos del fondo, inclinada sobre un libro, tal como él la había dejado.

Mientras se acercaban, su rostro se volvió más claro, y Raoden no pudo dejar de admirar su belleza. La piel manchada de oscuro típica de los elantrinos ya le daba igual: ni la advertía. Y lo cierto era que el cuerpo de Sarene parecía estar adaptándose notablemente bien a la Shaod. Nuevos signos de degeneración solían ser visibles al cabo de unos cuantos días: arrugas y grietas aparecían en la piel y el color carne restante del cuerpo se volvía gris pálido. Sarene no mostraba ninguno de esos signos: su piel era tan lisa y resplandeciente como el día de su llegada a Elantris.

Decía que sus heridas no continuaban doliéndole, como habría sido lo normal, aunque Raoden estaba seguro de que eso era debido a que nunca había vivido fuera de Nueva Elantris. Muchos de los recién llegados más recientes nunca habían experimentado lo peor del dolor elantrino, pues el color y la atmósfera positiva impedían que se concentraran en sus heridas. El hambre no afectaba a Sarene tampoco… pero, claro, tenía la fortuna de comer al menos una vez al día. Sus suministros no durarían más de un mes, pero no había ningún motivo para guardar nada. La inanición no sería mortal para los elantrinos, sólo incómoda.

Lo más hermoso eran sus ojos, la manera en que lo estudiaba todo con agudo interés. Sarene no sólo miraba: examinaba. Cuando hablaba, había pensamiento detrás de sus palabras. Esa inteligencia era lo que Raoden encontraba más atractivo de su princesa teoisa.

Ella alzó la cabeza cuando se acercaron, con una sonrisa entusiasmada en la cara.

—¡Espíritu! ¡No te puedes imaginar lo que he encontrado!

—Tienes razón —confesó Raoden con una sonrisa, sin saber cómo abordar el tema de la información sobre el exterior—. Por tanto, bien puedes decírmelo.

Sarene alzó el libro, mostrando el lomo, que decía Enciclopedia de mitos políticos de Seor. Aunque Raoden le había mostrado a Sarene la biblioteca en un intento de interesarla en la AonDor, ella había pospuesto su estudio en cuanto vio que había un estante entero de libros dedicados a la teoría política. Parte del motivo de su cambio de intereses probablemente tenía que ver con su incomodidad con la AonDor. No sabía dibujar aones en el aire: ni siquiera conseguía que las líneas empezaran a aparecer tras sus dedos. Raoden se quedó perplejo al principio, pero Galladon le había explicado que esas cosas no eran extrañas. Incluso antes del Reod, algunos elantrinos tardaban años en aprender la AonDor; si uno empezaba la primera línea con una inclinación inadecuada, no aparecería nada. El éxito inmediato de Raoden era bastante extraordinario.

Sarene, sin embargo, no lo entendía así. Era de las que se molestaban cuando tardaba más que los demás en aprender algo. Decía que estaba dibujando los aones perfectamente… y, de hecho, Raoden no les encontraba ningún defecto de forma. Los caracteres se negaban a aparecer, y ninguna indignación principesca podía convencerlos para que se comportaran.

Así que Sarene se había dedicado a las obras políticas, aunque Raoden imaginaba que hubiese acabado leyéndolas de todas formas. La AonDor le interesaba, pero la política la fascinaba. Cada vez que Raoden iba a la biblioteca para practicar aones o estudiar, Sarene abría un volumen sobre algún antiguo genio diplomático o historiador y empezaba a leer en un rincón.

—Es sorprendente. Nunca había leído nada que rebatiera de manera tan tajante la retórica y la manipulación de Fjorden.

Raoden sacudió la cabeza, advirtiendo que simplemente la había estado mirando, disfrutando de sus rasgos en vez de prestar atención a sus palabras. Ella decía algo sobre el libro… sobre cómo revelaba las mentiras fjordell.

—Todo gobierno miente ocasionalmente, Sarene —dijo cuando ella se detuvo.

—Cierto —respondió, hojeando el libro—. Pero no tanto: durante los últimos trescientos años, desde que Fjorden adoptó la religión derethi, los Wyrns han estado alterando descaradamente la historia y la literatura de su propio país para que parezca que el Imperio ha sido siempre una manifestación del propósito divino. Mira esto. —Alzó de nuevo el libro, mostrándole esta vez una página de versos.

—¿Qué es?

Wyrn el rey… el poema completo de tres mil versos.

—Lo he leído —dijo Raoden. Se decía que Wyrn era el ejemplo de literatura más antiguo, más antiguo aún que el Do-Kando, el libro sagrado de donde procedían el Shu-Keseg y luego el Shu-Dereth y el Shu-Korath.

—Puede que hayas leído una versión de Wyrn el rey —dijo Sarene, negando con la cabeza—. Pero no ésta. Las versiones modernas del poema hacen referencia a Jaddeth de un modo casi derethi. La versión que recoge este libro demuestra que los sacerdotes reescribieron el original para que pareciera que Wyrn era derethi… aunque vivió mucho antes de que se fundara el Shu-Dereth. Entonces Jaddeth (o, al menos, el dios del mismo nombre que adoptó el Shu-Dereth) era un dios relativamente poco importante que cuidaba de las rocas, bajo tierra.

»Ahora que Fjorden ha abrazado la religión, no puede consentir que parezca que el mayor rey de su historia era pagano… así que los sacerdotes fueron y reescribieron todos los poemas. No sé de dónde sacó este tal Seor una versión original del Wyrn, pero si saliera publicada, sería una gran vergüenza para Fjorden. —Sus ojos chispearon maliciosamente.

Raoden suspiró, se acercó y se agachó junto a la mesa de Sarene y la miró a los ojos. En cualquier otro momento, nada le hubiese gustado más que sentarse a escucharla. Por desgracia, tenía cosas más acuciantes en mente.

—Muy bien —dijo ella, soltando el libro y entornando los ojos—. ¿Qué pasa? ¿Tan aburrida soy?

—En absoluto. Es simplemente el momento inoportuno. Verás… Galladon y yo acabamos de subir a lo alto de la muralla de la ciudad.

Ella se quedó perpleja.

—¿Y?

—Hemos visto que la guardia de Elantris rodea la mansión del duque Telrii —dijo Raoden—. Esperábamos que tú pudieras decirnos por qué. Sé que no quieres hablar del exterior, pero estoy preocupado. Necesito saber qué está ocurriendo.

Sarene se acarició la mejilla con el dedo índice, como hacía a menudo cuando pensaba, mientras apoyaba el otro brazo en la mesa.

—Muy bien —dijo por fin con un suspiro—. Supongo que no he sido justa. No quería preocuparos con las cosas del exterior.

—Puede que los otros elantrinos no parezcan interesados, Sarene —dijo Raoden— pero es porque saben que no podemos cambiar lo que está pasando en Kae. Sin embargo, yo preferiría saber lo que está pasando ahí fuera… aunque a ti no te guste hablar del tema.

Sarene asintió.

—Muy bien… ahora puedo hablar. Imagino que lo importante empezó cuando destroné al rey Iadon… que es, por supuesto, la causa por la que se ahorcó.

Raoden se sentó de golpe, el horror reflejado en su mirada.