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Hrathen vio cómo varios sacerdotes korathi se llevaban a la aturdida princesa de la sala.

—Así son los dictados de Nuestro Señor Jaddeth —anunció solemnemente.

El duque, Roial, estaba sentado junto al dosel del trono, la cabeza entre las manos. El joven barón jindo parecía querer seguir a los sacerdotes y exigir que soltaran a Sarene, y el marcial conde Eondel lloraba abiertamente. Hrathen se sorprendió al darse cuenta de que no se alegraba de su pena. La caída de la princesa Sarene era necesaria, pero sus amigos no eran preocupación suya… o al menos no deberían serlo. ¿Por qué le molestaba que nadie hubiera derramado lágrimas por su propia caída ante la Shaod?

Hrathen había empezado a pensar que el veneno surtiría efecto demasiado tarde, que el inesperado matrimonio entre Sarene y Roial continuaría adelante. Naturalmente, la caída de Sarene hubiese sido igual de desastrosa después del matrimonio… a menos que Roial hubiera pretendido hacerse con el trono esa misma noche. Era una posibilidad incómoda. Por fortuna, Hrathen nunca tendría la oportunidad de verla cumplirse.

Roial ya no sería coronado. No sólo no tenía legalmente el derecho a serlo, sino que su fortuna seguía siendo inferior a la de Telrii. Hrathen había comprobado el contrato nupcial: esta vez una muerte no era lo mismo que un matrimonio.

Hrathen se abrió paso hacia la salida a través de la aturdida multitud. Tenía que trabajar con rapidez: el efecto de la poción de Sarene pasaría al cabo de cinco días. El duque Telrii miró a los ojos a Hrathen cuando pasaba, asintiendo con una sonrisa respetuosa. El hombre había recibido el mensaje de Hrathen y no se había opuesto a la boda. Ahora su fe sería recompensada.

La conquista de Arelon era casi completa.