Sarene observaba al gyorn con mirada insatisfecha. Hrathen ya no daba sus sermones en la capilla derethi; había demasiada gente. En cambio, organizaba sus reuniones en las afueras de la ciudad, donde podía alzarse en la muralla defensiva con sus seguidores sentados a sus pies para escucharlo. El gyorn predicaba de manera más vibrante y entusiasta que antes, pues ahora era un santo. Había sufrido la Shaod, y había demostrado ser superior a su maldición.
Era un oponente formidable, Sarene tenía que admitirlo. Ataviado con su armadura roja, destacaba como una estatua de metal ensangrentada entre la multitud.
—Tiene que haber sido algún truco —comentó.
—Por supuesto, prima —dijo Lukel, de pie a su lado—. Si pensáramos lo contrario, bien podríamos unirnos al Shu-Dereth. Personalmente, el rojo me sienta fatal.
—Tienes la cara demasiado sonrosada —dijo Sarene con desenfado.
—Si fue un truco, Sarene, no sé cómo explicarlo —intervino Shuden.
Los tres se encontraban al margen de la reunión. Habían ido a ver con sus propios ojos el sorprendente número de gente que atraían las proclamas de Hrathen, incluso el mismo día del funeral del rey.
—Pudo ser maquillaje —dijo Sarene.
—¿Y soportar el lavado ritual? —preguntó Shuden.
—Tal vez los sacerdotes estaban en el ajo —dijo Lukel.
—¿Has intentado sobornar alguna vez a un sacerdote korathi, Lukel? —recalcó Shuden.
Lukel miró a su alrededor, incómodo.
—Prefiero no responder a esa pregunta, gracias.
—Casi parece que crees en el milagro, Shuden —dijo Sarene.
—No lo descarto. ¿Por qué no iba Dios a bendecir a uno de sus devotos? El exclusivismo religioso es un añadido derethi y korathi al Shu-Keseg.
Sarene suspiró, e hizo un gesto con la cabeza para que sus amigos la siguieran mientras se abría paso entre la multitud camino del carruaje que los esperaba. Con truco o sin él, Hrathen tenía un poder incómodamente fuerte sobre el pueblo. Si conseguía colocar a un simpatizante en el trono, todo habría acabado. Arelon se convertiría en una nación derethi, y sólo resistiría Teod… aunque probablemente no durante mucho tiempo.
Sus compañeros, indudablemente, pensaban en términos similares; Lukel y Shuden parecían molestos, reflexivos. Entraron en el carruaje en silencio, pero finalmente Lukel se volvió hacia ella, sus rasgos aguileños preocupados.
—¿Qué quieres decir con eso de que mi cara es demasiado sonrosada? —preguntó, ofendido.
En el mástil del barco ondeaba el escudo real de Teod: un Aon Teo dorado sobre fondo azul. Largo y delgado, no había navío más veloz en las aguas que un barco teoiso. Podría haber hecho el viaje en menos de seis días. Incluso un mercante cargado solía realizarlo en cinco.
Sarene consideró que era su deber darle al patriarca una recepción mejor de la que ella misma había recibido cuando llegó a ese mismo muelle. No le gustaba aquel hombre, pero eso no era excusa para ser descortés, y por eso había traído a Shuden, Lukel, Eondel y varios de los soldados del conde como guardia de honor.
El estilizado barco llegó con elegancia a los muelles, los marineros tendieron la plancha en cuanto estuvo amarrado. Una figura con túnica azul se abrió paso entre los marineros y desembarcó con paso firme. Más de una docena de ayudantes y sacerdotes menores lo siguieron; al patriarca le gustaba estar bien atendido. Mientras Seinalan se acercaba, Sarene se puso una máscara cortés.
El patriarca era un hombre alto de rasgos delicados. Su pelo dorado era largo, como el de una mujer, y se confundía con la enorme capa dorada que ondeaba tras él. La capa azul tenía tantos bordados de oro que costaba ver el tejido que había debajo. Sonreía con el rostro benévolo y tolerante de quien quiere que sepas que es paciente con tu inferioridad.
—¡Alteza! —dijo Seinalan mientras se acercaba—. Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que mis viejos ojos contemplaron tus dulces rasgos.
Sarene hizo todo lo posible por sonreír, haciendo una reverencia ante el patriarca y sus «viejos» ojos. Seinalan no tenía más de cuarenta años, aunque fingía ser más viejo y más sabio de lo que en realidad era.
—Santidad —dijo ella—. Todo Arelon está bendito con tu presencia.
Él asintió, como para confirmar lo afortunados que eran todos. Se volvió hacia Shuden y los demás.
—¿Quiénes son tus acompañantes?
—Mi primo Lukel, el barón Shuden y el conde Eondel de Arelon, Santidad.
Cada uno inclinó la cabeza mientras ella hacía las presentaciones.
—¿Sólo barones y condes? —preguntó Seinalan, decepcionado.
—El duque Roial envía sus saludos, Gracia —dijo Sarene—. Está ocupado preparando el entierro del rey Iadon.
—Ah —dijo Seinalan, su brillante pelo, sin una mota de gris, ondeando al viento. Sarene había deseado muchas veces tener unos rizos la mitad de hermosos que los del patriarca—. ¿He de suponer que no llego demasiado tarde para el funeral?
—No, Santidad —dijo Sarene—. Tendrá lugar esta tarde. ¿Puedo preguntar qué ha retrasado la llegada de Su Santidad?
—Una tormenta —dijo él, agitando su mano de largos dedos—. Nada de importancia.
—Si os desvió de la ruta tres días, Santidad, entonces difícilmente fue de poca importancia.
—Domi nos cuidaba —dijo él, quitándole importancia—. Vamos, ya puedes mostrarme mis aposentos.
—Ha sido… decepcionante —confesó Lukel en cuanto volvieron a subir al carruaje. El patriarca tenía su propio vehículo esperando, cortesía de Roial, y el regalo había disminuido su insatisfacción por la ausencia del duque.
—No es exactamente lo que esperabas, ¿verdad? —dijo Sarene.
—Lukel no se refería exactamente a eso, Sarene —intervino Shuden.
Sarene miró a Lukel.
—¿A qué te refieres?
—Esperaba algo más entretenido —dijo Lukel, dos rizos gemelos de pelo chocaron contra sus mejillas cuando se encogió de hombros.
—Lleva esperando este encuentro desde que te oyó describir al patriarca, Alteza —explicó Eondel con expresión insatisfecha—. Suponía que vosotros dos… discutiríais más.
Sarene suspiró y dirigió a Lukel una fría mirada.
—El hecho de que no me caiga bien ese hombre no significa que vaya a hacer una escena, primo. Recuerda, fui una de las principales diplomáticas de mi padre.
Lukel asintió con resignación.
—Admito, Sarene —dijo Shuden—, que tu análisis de la personalidad del patriarca parece certero. Me pregunto cómo un hombre así pudo ser elegido para un puesto tan importante.
—Por error —respondió Sarene—. Seinalan ganó el puesto hace unos quince años, cuando apenas tenía tu edad. Fue justo después de que Wulfden se convirtiera en Wyrn, y los líderes del Shu-Korath se sintieron amenazados por su vigor. Por algún motivo, se les metió en la cabeza que tenían que elegir a un patriarca tan joven como Wulfden… o más joven todavía. Seinalan fue el afortunado. —Shuden alzó una ceja—. Estoy completamente de acuerdo —dijo Sarene—. Pero tengo que reconocerles cierto mérito. Se dice que Wulfden es uno de los hombres más guapos que jamás hayan ocupado el trono fjordell, y los líderes korathi querían a alguien igualmente impresionante.
Lukel hizo una mueca.
—Guapo y bonito son dos cosas completamente distintas, prima. La mitad de las mujeres que vean a ese hombre lo amará, la otra mitad se pondrá celosa.
Durante la conversación, lord Eondel se fue poniendo cada vez más pálido. Finalmente, encontró la voz para expresar su indignación.
—Recordad que se trata del vehículo escogido por Domi.
—Y no podría haber escogido un vehículo más lindo —se burló Lukel, ganándose un codazo en las costillas por parte de Sarene.
—Intentaremos que nuestros comentarios sean más respetuosos, Eondel —se disculpó ella—. El aspecto físico del patriarca no es importante, de todas formas: me interesa más por qué ha venido.
—¿No es suficiente motivo el funeral del rey? —preguntó Shuden.
—Tal vez —dijo Sarene, poco convencida, mientras el carruaje se detenía ante la capilla korathi—. Vamos, terminemos de acomodar a Su Santidad lo antes posible. Faltan menos de dos horas para el funeral, y parece que después voy a casarme.
Sin ningún heredero claro, y con Eshen completamente destrozada por la caída en desgracia de su esposo y su subsiguiente muerte, el duque Roial tomó para sí la carga de los preparativos del funeral.
—Asesino pagano o no, Iadon fue una vez mi amigo —había explicado el duque—. Trajo estabilidad a este país en un momento de necesidad. Sólo por eso ya se merece un entierro decente.
Omin había solicitado que no usaran la capilla korathi para las ceremonias, así que Roial había decidido emplear la sala del trono. La elección había hecho que Sarene se sintiera un poco incómoda: la sala del trono era el mismo lugar donde celebrarían la boda. Sin embargo, a Roial le parecía simbólico que la misma sala sirviera a la vez para despedir al viejo rey y para marcar el ascenso del nuevo.
Los adornos habían sido colocados con gusto y eran poco llamativos. Roial, frugal como siempre, había planeado objetos y colores que valieran tanto para un funeral como para una boda. Las columnas de la sala fueron envueltas en lazos blancos, y había varios adornos florales, casi todos de rosas blancas o aberdeens.
Sarene entró en la sala, mirando de lado con una sonrisa. Cerca del fondo, junto a una de las columnas, estaba el lugar donde había colocado por primera vez su caballete. Parecía que hubiese pasado mucho tiempo, aunque sólo hacía poco más de un mes. Los días en que se había hecho pasar por una muchacha de cabeza hueca habían sido olvidados: la nobleza la consideraba con algo parecido al asombro. Allí estaba la mujer que había manipulado al rey, que lo había puesto en ridículo y que, finalmente, lo había derribado del trono. Nunca la amarían como habían amado a Raoden, pero ella aceptaría su admiración como un sucedáneo de menos categoría.
A un lado, Sarene vio al duque Telrii. El hombre, calvo, vestido en exceso, parecía insatisfecho en vez de simplemente indiferente. Roial había anunciado su boda con Sarene apenas unas horas antes, dando al pomposo Telrii poco tiempo para considerar una respuesta. Sarene miró a Telrii a los ojos y notó… frustración en la actitud del hombre. Había esperado algo de él, algún tipo de intento de impedir su matrimonio, pero no había hecho ningún movimiento. ¿Qué lo retenía?
La llegada de Roial llamó al orden al grupo, y la multitud guardó silencio. Roial se dirigió a la parte frontal de la sala, donde se encontraba el ataúd del rey, cerrado, y empezó a hablar.
Fue breve. Roial habló de cómo Iadon había forjado un país a partir de las cenizas de Elantris, y de cómo les había concedido títulos a todos. Advirtió a todos acerca del peligro de cometer los mismos errores que el rey, aconsejándoles que no olvidaran a Domi en sus riquezas y comodidades. Cerró el discurso diciendo que se abstuvieran de hablar mal de los muertos, recordando que Domi se encargaría del alma de Iadon y que eso ya no era asunto suyo.
Dicho esto, indicó a varios soldados de Eondel que cargaran el ataúd. Sin embargo, otra forma avanzó antes de que pudieran dar más de unos pasos.
—Tengo algo que añadir —anunció Seinalan.
Roial se detuvo, sorprendido. Seinalan sonrió, mostrando a la sala unos dientes perfectos. Ya se había cambiado de ropa, y llevaba una túnica similar a la primera, excepto que ésta tenía una ancha tira dorada que le corría por la espalda y el pecho en vez de bordados.
—Por supuesto, Santidad —dijo Roial.
—¿De qué va todo esto? —susurró Shuden.
Sarene simplemente negó con la cabeza mientras Seinalan se colocaba detrás del ataúd. Dedicó a la multitud su sonrisa de autosuficiencia, y sacó melodramáticamente un pergamino de la manga de su túnica.
—Hace diez años, justo después de su llegada al trono, el rey Iadon vino a verme e hizo esta declaración —dijo Seinalan—. Podéis ver su sello al pie, además del mío. Ordenó que presentara esto en Arelon en su funeral, o quince años después de la fecha de su redacción, lo que tuviera lugar primero.
Roial cruzó la sala hasta situarse junto a Sarene y Shuden. Sus ojos mostraban curiosidad, y preocupación. Ante la sala, Seinalan rompió el sello del pergamino y lo desenrolló.
—«Mis señores y damas de Arelon» —leyó Seinalan, sosteniendo el papel ante sí como si fuera una brillante reliquia—. «Que la voluntad de vuestro primer rey, Iadon de Kae, sea conocida. Juro solemnemente ante Domi, mis antepasados y todos los otros dioses que puedan ser testigos, que esta proclama es legítima. Si muriere o por algún motivo fuere incapaz de continuar siendo vuestro rey, que se comprenda que promulgo este decreto en plena posesión de mis facultades mentales, y que es vinculante según las leyes de nuestra nación».
«Ordeno que todos los títulos de rango inferior permanezcan como están, y que pasen de generación en generación, de padre a hijo, como en otras naciones. Que la riqueza no sea más la medida de la nobleza de un hombre: aquellos que han mantenido su rango tanto tiempo han demostrado ser dignos. El documento adjunto es una lista de leyes de herencia para los habitantes de Teod. Que este documento se convierta en la ley de nuestro país».
Seinalan bajó el papel ante la desconcertada sala. No se oía nada, excepto un suave resoplido junto a Sarene. Finalmente, la gente empezó a hablar en susurros.
—Así que esto es lo que estuvo planeando todo el tiempo —dijo Roial en voz baja—. Sabía lo inestable que era su sistema. Pretendía que fuera así. Los dejó lanzarse a las gargantas unos de otros para ver quién era lo bastante fuerte, o lo bastante traicionero, para sobrevivir.
—Un buen plan, aunque desconocido —dijo Shuden—. Tal vez subestimamos la habilidad de Iadon.
Seinalan todavía se encontraba en la parte delantera de la sala, mirando a los nobles con expresión de inteligencia.
—¿Por qué él? —preguntó Shuden.
—Porque su poder es absoluto —contestó Sarene—. Ni siquiera Hrathen se atrevería a cuestionar la palabra del patriarca… todavía no, al menos. Si Seinalan dice que esa orden se redactó hace diez años, entonces todo el mundo en Arelon tiene que reconocerlo.
Shuden asintió.
—¿Cambia esto nuestros planes?
—En absoluto —dijo Roial, dirigiendo una mirada a Telrii, cuya expresión se había vuelto más sombría que antes—. Apoya nuestras aspiraciones: mi unión con la casa de Iadon será aún más plausible.
—Telrii sigue preocupándome —dijo Sarene mientras el patriarca añadía unas cuantas alabanzas a la sabiduría de adoptar el sistema hereditario—. Su propuesta pierde claramente peso con esto… ¿pero lo aceptará?
—Tendrá que hacerlo —dijo Roial con una sonrisa—. Ninguno de los nobles se atrevería a seguirlo ahora. La proclama de Iadon garantiza lo que todos deseaban: títulos estables. La nobleza no va a arriesgarse a coronar a un hombre que no tiene ningún derecho de sangre para aspirar al trono. La legalidad de la declaración de Iadon no importa: todos van a actuar como si fuera doctrina de la Iglesia.
Por fin se permitió a los soldados de Eondel que avanzaran y recogieran el ataúd. Como no había ningún precedente que determinara lo adecuado para el funeral de un rey areliso, Roial se había guiado por la cultura más similar a la suya: la de Teod. Los teoisos celebraban grandes ceremonias. Solían enterrar a sus más grandes reyes con un cargamento entero de riquezas, y a veces incluso con el barco. Aunque eso no era adecuado en el caso de Iadon, Roial había adaptado otras ideas. Una procesión funeraria teoisa era un ejercicio largo y agotador que a menudo requería que los participantes caminaran una hora o más para llegar al lugar de destino. Roial había incluido esta tradición con una ligera modificación.
Una fila de carruajes esperaba ante el palacio. A Sarene, usar vehículos le parecía una falta de respeto, pero Shuden lo dejó muy claro.
—Roial planea reclamar la corona esta misma tarde —había explicado el jindo—. No puede permitirse ofender a los gruesos señores y damas de Arelon exigiendo una marcha forzada hasta las afueras de la ciudad.
«Además —había añadido Sarene para sí—, ¿por qué preocuparse por la falta de respeto? Después de todo, no se trata más que de Iadon».
En carruaje sólo tardaron quince minutos en llegar al sitio del enterramiento. De entrada daba la impresión de ser un gran agujero excavado, pero un estudio atento demostraba que se trataba de una depresión natural del terreno que había sido ampliada. Una vez más, la parquedad de Roial había determinado la elección.
Sin más ceremonia, Roial ordenó que bajaran el ataúd al agujero. Un grupo de trabajadores empezó a cubrirlo.
Sarene se sorprendió de la cantidad de nobles que se quedaban a mirar. Llevaba días haciendo frío, y de las montañas bajaba un viento helado. En el aire flotaba una llovizna y las nubes ocultaban el sol. Había esperado que la mayor parte de la nobleza se marchara en cuanto arrojaran las primeras paletadas de tierra.
Pero se quedaron, observando en silencio. Sarene, vestida de negro por una vez, se arrebujó en su chal para protegerse del frío. Había algo en los ojos de aquellos nobles. Iadon había sido el primer rey de Arelon, y su reinado, aunque corto, el comienzo de una tradición. El pueblo recordaría el nombre de Iadon durante siglos, y se enseñaría a los niños cómo había llegado al poder en una tierra donde los dioses habían muerto.
¿Era extraño que se hubiera convertido a los Misterios? Con todo lo que había visto (la gloria de la Elantris anterior al Reod, luego la muerte de una época considerada eterna), ¿era de extrañar que hubiera pretendido controlar el caos que parecía reinar en la tierra de los dioses? A Sarene le pareció que comprendía un poco mejor a Iadon, allí en medio del frío y la humedad, mientras veía cómo la tierra cubría lentamente su ataúd.
Sólo cuando arrojaron la última paletada se dieron la vuelta los nobles arelisos para marcharse. Fue una procesión silenciosa, y Sarene apenas se dio cuenta. Se quedó un poco más, contemplando la tumba del rey en la rara bruma de la tarde. Era el momento de un nuevo liderazgo en Arelon.
Una mano se posó suavemente en su hombro y se dio la vuelta para mirar los ojos tranquilizadores de Roial.
—Deberíamos prepararnos, Sarene.
Sarene asintió y dejó que la condujera hasta el carruaje.
Sarene se arrodilló ante el altar en la familiar capilla korathi. Estaba sola: era costumbre que la novia tuviera una última comunión con Domi antes de hacer sus votos matrimoniales.
Iba ataviada de blanco de la cabeza a los pies. Llevaba el vestido que había traído para su primera boda, una casta túnica de cuello alto que había elegido su padre, y guantes blancos de seda que le llegaban hasta los hombros. Su rostro estaba cubierto por un grueso velo que, por tradición, no se levantaría hasta que entrara en la sala donde esperaba su prometido.
No estaba segura de por qué rezar. Sarene se consideraba religiosa, pero no era tan devota como Eondel. Sin embargo, su lucha por Teod era en realidad una lucha por la religión korathi. Creía en Domi y lo reverenciaba. Era fiel a las doctrinas que le habían enseñado los sacerdotes… aunque fuera, tal vez, un poco testaruda.
Ahora parecía que Domi por fin había respondido a sus plegarias. Le había dado un marido, aunque no era lo que esperaba. «Tal vez —pensó para sí—, tendría que haber sido un poco más específica».
De todas formas, no lo pensaba con amargura. Durante la mayor parte de su vida había sabido que para ella el matrimonio sería una cuestión de política, no de amor. Roial era uno de los hombres más decentes que había conocido jamás… aunque fuera lo bastante mayor como para ser su padre, o incluso su abuelo. Con todo, había oído hablar de matrimonios de Estado mucho más desequilibrados: se sabía que varios reyes jindoeses habían llegado a tomar esposas de doce años de edad.
Así pues, su oración fue de agradecimiento. Reconocía una bendición cuando la veía: con Roial como marido, sería reina de Arelon. Y, si Domi decidía quitarle a Roial al cabo de pocos años, sabía que la promesa del duque era cierta. Tendría otra oportunidad.
«Por favor —añadió como colofón a su sencilla oración—, que seamos felices».
Sus camareras esperaban fuera, la mayoría hijas de la nobleza. Kaise estaba allí, muy solemne con su vestido blanco, igual que Torena. Sostuvieron la larga cola de Sarene el corto trayecto hasta el carruaje, y luego de nuevo cuando bajó y entró en el palacio.
Las puertas de la sala del trono estaban abiertas, y Roial, vestido de blanco, esperaba en la parte delantera. Su intención era sentarse en el trono en cuanto la ceremonia terminara. Si el duque no hacía su reclamación de manera incuestionable, entonces Telrii todavía podía intentar hacerse con el control.
El diminuto padre Omin se hallaba junto al trono, con el gran tomo del Do-Korath en las manos. Había una expresión soñadora en su cara: al pequeño sacerdote obviamente le gustaban las bodas. Seinalan estaba junto a él, molesto porque Sarene no le había pedido que oficiara. A ella no le importaba. Cuando vivía en Teod, siempre había supuesto que el patriarca la casaría. Ahora que tenía la oportunidad de usar a un sacerdote que apreciaba, no iba a desaprovecharla.
Entró en la sala, y todos los ojos se volvieron hacia ella. Había casi tantos asistentes a la boda como al funeral, si no más. El funeral de Iadon había sido un verdadero acontecimiento político, pero el matrimonio de Roial era aún más vital. La nobleza lo interpretaría como una indicación clara de que el reinado de Roial comenzaba con el nivel adecuado de extravagancia.
Incluso el gyorn Hrathen estaba allí. Era extraño, se dijo Sarene, que pareciera tan tranquilo. Su boda con Roial iba a ser un obstáculo importante para sus planes de conversión. Por el momento, sin embargo, Sarene apartó de su mente al sacerdote fjordell. Había esperado este día mucho tiempo, y aunque no era lo que había imaginado, lo disfrutaría en lo posible.
Finalmente estaba sucediendo. Después de una larga espera, después de fracasar dos veces, por fin iba a casarse. Con ese pensamiento, a la vez aterrador y vindicativo, se levantó el velo.
Los gritos empezaron inmediatamente.
Confusa, mortificada y sorprendida, Sarene intentó quitarse el velo, pensando que tal vez le sucedía algo. Cuando se lo quitó, el pelo lo acompañó. Sarene miró las largas trenzas, estupefacta. Sus manos empezaron a temblar. Alzó la cabeza. Roial estaba anonadado, Seinalan escandalizado, e incluso Omin agarraba su colgante korathi, conmocionado.
Sarene se volvió frenética y sus ojos encontraron uno de los anchos espejos que había a cada lado de la sala del trono. El rostro que le devolvió la mirada no era el suyo propio. Era una cosa repulsiva cubierta de manchas negras, que destacaban aún más contra su vestido blanco. Sólo unos cuantos mechones furtivos de pelo colgaban todavía de su cabeza enferma.
Inexplicable y misteriosa, la Shaod la había alcanzado.