36

Cuando el amanecer señaló el quinto día de exilio de Hrathen, supo que había cometido un error. Moriría en Elantris. Cinco días eran demasiados sin beber, y sabía que no había agua en la ciudad de los condenados.

No lamentó sus acciones: se había comportado de la manera más lógica. Una lógica desesperada, pero sin embargo racional. Si hubiera continuado en Kae, se habría vuelto más impotente cada día. No, era mucho mejor morir de deshidratación.

Sus delirios aumentaron a medida que pasaba el quinto día. En ocasiones, veía a Dilaf riéndose de él; en otras, la princesa teoisa hacía lo mismo. Una vez incluso le pareció ver al propio Jaddeth, Su rostro ardiendo rojo con el calor de la decepción divina mientras miraba a Hrathen. No obstante, los delirios cambiaron pronto. Ya no vio rostros, ya no se sintió humillado y despreciado. En su lugar, se enfrentó a algo mucho más horrible.

Recuerdos de Dakhor.

Una vez más, los oscuros y huecos cubículos del monasterio lo rodearon. Los gritos resonaron en los pasillos de piedra negra, gritos de agonía bestial mezclados con cánticos solemnes. Cánticos que tenían un extraño poder. El muchacho Hrathen se arrodillaba obediente, esperando, encogido en un cubículo no más grande que un armario, el sudor inundando sus ojos aterrorizados, sabiendo que tarde o temprano vendrían por él.

El monasterio de Rathbore entrenaba asesinos, el monasterio de Fjeldor entrenaba espías. Dakhor… el monasterio de Dakhor entrenaba demonios.

Su delirio se interrumpió en algún momento de la siguiente tarde, liberándolo un rato… como un gato que permite a su presa huir una última vez antes de descargar un mortal zarpazo. Hrathen levantó su debilitado cuerpo de las duras piedras, las ropas pegadas a la viscosa superficie. No recordaba haberse encogido en posición fetal. Con un suspiro, Hrathen se pasó mecánicamente una mano por la cabeza sucia y manchada de mugre… un gesto inútil para limpiarse. Sus dedos rozaron algo áspero y rasposo. Pelo.

Hrathen se enderezó, la sorpresa confiriéndole fuerzas momentáneas. Palpó con dedos temblorosos, y buscó el pequeño frasco que contenía el vino de su ofrenda. Limpió el cristal lo mejor que pudo con una manga sucia, y luego contempló su espectral reflejo. Era distorsionado y borroso, pero suficiente. Las manchas habían desaparecido. Su piel, aunque cubierta de suciedad, era tan clara e impoluta como cinco días antes.

El efecto de la poción de Forton por fin había pasado.

Había empezado a creer que nunca lo haría, que Forton se había olvidado de hacer que los efectos fueran temporales. Era sorprendente que el hombre de Hroven pudiera preparar una poción capaz de lograr que el cuerpo imitara la dolencia de un elantrino. Pero Hrathen había juzgado mal al boticario: había hecho lo que le habían pedido, aunque los efectos hubieran durado un poco más de lo esperado.

Naturalmente, si no salía rápido de Elantris, todavía podía morir. Hrathen se levantó, haciendo acopio de fuerzas, hirviendo de adrenalina.

—¡Contemplad! —gritó a la garita de arriba—. ¡Sed testigos de la gloria del Señor Jaddeth! ¡Me he curado!

No hubo respuesta. Tal vez estaba demasiado lejos para que se oyera su voz. Entonces, al contemplar las murallas, advirtió algo. No había ningún guardia. Ninguna patrulla de vigilancia de ronda, ninguna indicadora punta de lanza que marcara su presencia. Estaban allí el día anterior… ¿o había sido el otro? Los últimos tres días se habían convertido en un borrón en su mente, una larga cadena de oraciones, alucinaciones y ocasionales cabezadas de agotamiento.

¿Dónde se habían ido los guardias? Consideraban que su solemne deber era vigilar Elantris, como si algo amenazador pudiera surgir de la ciudad podrida. La guardia de Elantris realizaba una función inútil, pero esa función le procuraba fama. Los guardias nunca hubiesen renunciado a sus puestos.

Pero los habían abandonado. Hrathen empezó a gritar de nuevo, sintiendo que las fuerzas abandonaban su cuerpo. Si la guardia no estaba allí para abrir las puertas, entonces estaba condenado. La ironía jugueteó en su mente: el único elantrino que se curaba moriría a causa de un grupo de guardias incompetentes y negligentes.

Las puertas se abrieron un poquito. ¿Otra alucinación? Pero entonces una cabeza asomó por la abertura: el avaricioso capitán al que Hrathen había estado seduciendo.

—¿Mi señor…? —preguntó el guardia, vacilante. Entonces, tras mirar a Hrathen de arriba abajo con los ojos espantados, inhaló bruscamente—. ¡Gracioso Domi! ¡Es cierto… te has curado!

—Mi Señor Jaddeth ha oído mis plegarias, capitán —anunció Hrathen haciendo acopio de todas las fuerzas que le quedaban—. La mancha de Elantris ha sido eliminada de mi cuerpo.

La cabeza del capitán desapareció un momento. Luego, despacio, la puerta se abrió del todo, revelando a un grupo de cautelosos guardias.

—Vamos, mi señor.

Hrathen se puso en pie (ni siquiera se había dado cuenta de que había caído de rodillas) y caminó con piernas temblorosas hacia las puertas. Se volvió, apoyando la mano en la madera (un lado sucio y cubierto de mugre, el otro brillante y limpio) y contempló Elantris. Unas cuantas formas agazapadas lo observaban desde el terrado de un edificio.

—Disfrutad de vuestra condena, amigos míos —susurró Hrathen, y luego indicó a los guardias que cerraran las puertas.

—No debería estar haciendo esto, ¿sabes? —dijo el capitán—. Cuando un hombre es arrojado a Elantris…

—Jaddeth recompensa a aquellos que lo obedecen, capitán —dijo Hrathen—. A menudo de manos de Sus servidores.

Los ojos del capitán brillaron y Hrathen se sintió de pronto muy agradecido por haber empezado a sobornar al hombre.

—¿Dónde está el resto de tus soldados, capitán?

—Protegiendo al nuevo rey —dijo el capitán orgullosamente.

—¿Nuevo rey?

—Han pasado muchas cosas, mi señor. Lord Telrii manda ahora en Arelon… o, al menos, lo hará en cuanto acabe el funeral de Iadon.

Debilitado como estaba, Hrathen apenas pudo sostenerse en pie. «¿Iadon muerto? ¿Telrii haciéndose con el control?». ¿Cómo podía en cinco días haber cambios tan drásticos?

—Vamos —dijo con decisión—. Puedes explicármelo camino de la capilla.

La multitud se agolpaba a su alrededor mientras caminaba: el capitán no poseía ningún carruaje, y Hrathen no quiso esperar uno. Por el momento, el júbilo de un plan cumplido era suficiente para mantenerlo en marcha.

La multitud ayudaba también. A medida que la noticia se difundía, el pueblo (siervos, mercaderes y nobles por igual) acudía para ver al elantrino recuperado. Todos le abrían paso, observándolo con expresiones que oscilaban entre el aturdimiento y la adoración, y algunos tendían las manos para tocar asombrados su túnica elantrina.

Fue un trayecto multitudinario, pero sin incidentes… excepto el momento en que miró hacia una calle lateral y reconoció la cabeza de la princesa teoisa asomada a la ventanilla de un carruaje. En ese momento, Hrathen experimentó una sensación de triunfo que rivalizó con la del día en que se convirtió en gyorn de pleno derecho. Su curación no era sólo inesperada, sino incomprensible. Era imposible que Sarene hubiera contado con ella. Por una vez, Hrathen tenía completa y total ventaja.

Cuando llegó a la capilla, Hrathen se volvió hacia la masa de gente y alzó las manos. Sus ropas estaban todavía manchadas, pero él se irguió como para convertir la mugre en una insignia de orgullo. La suciedad era una muestra de su sufrimiento, demostraba que había viajado al mismo pozo de la condena y regresado con el alma intacta.

—¡Pueblo de Arelon! —gritó—. ¡Sabed este día quién es el Amo! Dejad que vuestros corazones y vuestras almas sean guiados por la religión que puede ofrecer pruebas de apoyo divino. Nuestro Señor Jaddeth es el único Dios en Sycla. Si necesitáis pruebas de ello, mirad mis manos que están limpias de putrefacción, mi rostro que es puro y limpio, y mi cabeza donde crece fuerte el cabello. Nuestro Señor Jaddeth me puso a prueba, y como yo confié en Él, me bendijo. ¡Me ha curado!

Bajó las manos y la multitud rugió su aprobación. Muchos probablemente habían dudado tras la aparente caída de Hrathen, pero regresarían con fe renovada. Los conversos de ahora serían más fuertes que los de antes.

Hrathen entró en la capilla, y la gente se quedó fuera. Hrathen caminó cada vez con más fatiga, la energía del momento finalmente cedía a cinco días de agotamiento. Cayó de rodillas ante el altar, inclinando la cabeza en sincera oración.

No le molestaba que el milagro fuera un efecto de la poción de Forton: Hrathen había descubierto que la mayoría de los supuestos milagros eran o bien naturales o el resultado de la intervención humana. Jaddeth estaba tras ellos, como estaba detrás de todas las cosas, usando fenómenos naturales para aumentar la fe del hombre.

Hrathen dirigió sus oraciones a Dios por otorgarle la capacidad de urdir el plan, los medios para ejecutarlo y el clima para conseguir que tuviera éxito. La llegada del capitán había sido sin duda producto de la voluntad divina. Que el hombre hubiera dejado el campamento de Telrii justo cuando Hrathen lo necesitaba, y que oyera los gritos de Hrathen a través de la gruesa madera, era demasiado para ser una simple coincidencia. Jaddeth tal vez no hubiera «maldecido» a Hrathen con la Shaod, pero ciertamente estaba detrás del éxito del plan.

Agotado, Hrathen acabó de rezar y se puso en pie. Al hacerlo, oyó una puerta abrirse tras él. Cuando se dio la vuelta, Dilaf se encontraba allí. Hrathen suspiró. Aquélla era una confrontación que hubiese preferido evitar hasta haber descansado un poco.

Dilaf, sin embargo, cayó de rodillas ante él.

—Mi hroden —susurró.

Hrathen parpadeó, sorprendido.

—¿Sí, arteth?

—Dudé de ti, mi hroden —confesó Dilaf—. Creí que Nuestro Señor Jaddeth te había maldecido por incompetencia. Ahora veo que tu fe es mucho más fuerte de lo que creía. Sé que fuiste elegido para ostentar el cargo de gyorn.

—Tus disculpas son aceptadas, arteth —dijo Hrathen, tratando de apartar la fatiga de su voz—. Todos los hombres dudan en momentos de prueba… los días siguientes a mi exilio deben de haber sido difíciles para ti y los otros sacerdotes.

—Deberíamos haber tenido más fe.

—Aprende entonces de estos hechos, arteth, y la próxima vez no te permitas dudar. Puedes irte.

Dilaf se dispuso a marcharse. Cuando el hombre se levantó, Hrathen estudió sus ojos. Había respeto en ellos, pero no tanto arrepentimiento como el arteth pretendía. Parecía más confuso que otra cosa: estaba sorprendido e inquieto, pero no contento. La batalla no había terminado todavía.

Demasiado cansado para preocuparse por Dilaf por el momento, Hrathen se dirigió a sus aposentos y abrió la puerta. Sus cosas estaban amontonadas en un rincón de la habitación, como a la espera de que se las llevaran para eliminarlas. Súbitamente aprensivo, Hrathen corrió hacia el montón. Encontró el cofre del seon bajo un montón de ropa; tenía la cerradura rota. Hrathen abrió la tapa con dedos ansiosos y sacó la caja de acero del interior. La parte delantera de la caja estaba cubierta de golpes, arañazos y mellas.

Rápidamente, Hrathen abrió la caja. Varías de las palancas estaban torcidas, y el dial atascado, así que se sintió enormemente aliviado cuando oyó el chasquido de apertura. Alzó la tapa con manos ansiosas. El seon flotaba dentro, imperturbable. Las tres ampollas de poción restantes se encontraban al lado; dos se habían roto, derramando su contenido en el fondo de la caja.

—¿Ha abierto alguien esta caja desde la última vez que hablé contigo? —preguntó Hrathen.

—No, mi señor —respondió el seon con voz melancólica.

—Bien —dijo Hrathen, cerrando la tapa. Después se desplomó en la cama y se quedó dormido.

Estaba oscuro cuando despertó. Su cuerpo estaba aún cansado, pero se obligó a levantarse. Una parte vital de sus planes no podía esperar. Llamó a un sacerdote que llegó poco después. Dothgen era un hombre de poderosa constitución fjordell y músculos que se notaban incluso a través de su rojo hábito derethi.

—¿Sí, mi señor? —preguntó Dothgen.

—Fuiste entrenado en el monasterio de Rathbore, ¿verdad, arteth? —preguntó Hrathen.

—Lo fui, mi señor —respondió el hombre con voz grave.

—Bien —dijo Hrathen, tomando la última ampolla de poción—. Necesito tus habilidades especiales.

—¿Para quién es, mi señor? —preguntó el sacerdote. Como todos los graduados de Rathbore, Dothgen era un asesino entrenado. Había recibido un entrenamiento mucho más especializado que Hrathen en el monasterio de Ghajan, el lugar al que había ido Hrathen cuando Dakhor resultó demasiado para él. Sin embargo, sólo un gyorn o un ragnat podía servirse de los sacerdotes formados en Rathbore sin permiso del Wyrn. Hrathen sonrió.