Raoden se equivocó con los hombres de Shaor. Unos pocos acudieron a él aquella noche a cocinar su comida, la luz de la conciencia brillando débilmente en sus ojos. El resto, casi todos los seguidores de Shaor, no lo hicieron.
Acudieron por otro motivo.
Vio que varios de ellos colocaban un gran bloque de piedra en uno de los trineos de Mareshe. Habían perdido la razón: su capacidad para el pensamiento racional había quedado atrofiada por su prolongada inmersión en la bestialidad. Aunque varios se habían recuperado, al menos parcialmente, los demás parecían irrecuperables. No habían llegado a relacionar las hogueras con el hecho de cocinar: se habían quedado aullando junto al grano, airados y confusos por su incapacidad para devorarlo.
No, esos hombres no habían caído en su trampa. Habían acudido de todas formas, porque Raoden había destronado a su dios. Había entrado en el territorio de Shaor y salido ileso. Tenía poder sobre la comida; podía hacer que fuera incomestible para uno pero suculenta para otro. Sus soldados habían derrotado repetidamente a la banda de Shaor. Para sus mentes simples y degeneradas, sólo había una cosa que hacer cuando se encontraban ante un dios más poderoso que el suyo: convertirse.
Acudieron a él a la mañana siguiente de su intento por restaurar su inteligencia. Raoden recorría el perímetro de la corta muralla defensiva de Nueva Elantris cuando los vio caminando por una de las principales calles de la ciudad. Había provocado aquella visita y pensaba que finalmente decidían lanzar un ataque coordinado.
Pero los hombres de Shaor no habían ido a luchar. Habían ido a entregarle un regalo: la cabeza de su antiguo dios. O, al menos, su pelo. El loco jefe arrojó la peluca dorada a los pies de Raoden, sus rizos manchados con pegotes de oscura sangre elantrina.
Aunque buscaron, nunca encontraron el cuerpo de Shaor.
Entonces, con el vellón de su diosa caída arrojado en el suelo ante él, los salvajes se postraron, suplicantes. Ahora hacían exactamente lo que Raoden decía, punto por punto. A cambio, él los recompensaba con migajas de comida, como se hace con un animal de compañía.
Le preocupaba usar a hombres como si fueran bestias. Hizo otros esfuerzos por restaurar sus mentes racionales, pero al cabo de sólo dos días sabía que era una esperanza vana. Esos hombres habían rendido su intelecto y, fuera responsable la psicología o el dor, nunca lo recuperarían.
Se comportaban bien, incluso con docilidad. El dolor no parecía afectarlos y realizaban cualquier trabajo, por denigrante o duro que fuese. Si Raoden les decía que empujaran un edificio hasta que cayera, regresaba días más tarde para encontrarlos aún apoyados contra la misma pared, las palmas apretadas contra la terca piedra. Sin embargo, a pesar de su aparente obediencia, Raoden no se fiaba de ellos. Habían asesinado a Saolin, incluso habían asesinado a su anterior ama. Sólo estaban calmados porque su dios actual así lo exigía.
—Kayana —declaró Galladon, reuniéndose con él.
—No queda mucho de ellos, ¿eh? —reconoció Karata.
Kayana era el nombre que les daba Galladon. Significaba «locos».
—Pobrecillos —susurró Raoden.
Galladon asintió.
—¿Nos has mandado llamar, sule?
—Sí. Venid conmigo.
Con el aumento del número de hombres que implicó la llegada de los kayana, Mareshe y sus trabajadores tuvieron medios para reconstruir algunos muebles de piedra y ahorrar recursos madereros, ya exiguos. La nueva mesa de Raoden en la capilla era la misma que había usado para que Taan recordara sus días como escultor. Una gran grieta (reparada con argamasa) corría por el centro, pero aparte de eso estaba intacta, los grabados gastados pero claros.
Sobre la mesa había varios libros. La reciente restauración de Nueva Elantris requería el liderazgo de Raoden, lo cual le dificultaba el acceso a la biblioteca oculta, así que se había traído varios ejemplares. La gente estaba acostumbrada a verlo con libros, y no se le ocurrió preguntar… aunque aquellos tomos aún tenían cubiertas de cuero.
Estudió la AonDor cada vez con más ansia. El dolor había crecido. A veces lo golpeaba con tanta ferocidad que Raoden se desplomaba, debatiéndose agónico. Todavía era manejable, pero a duras penas, e iba empeorando. Había pasado mes y medio desde su llegada a Elantris, y dudaba que pudiera ver otro mes más.
—No veo por qué insistes en compartir con nosotros todos los detalles de la AonDor, sule —dijo Galladon, suspirando mientras Raoden abordaba un tomo abierto—. Apenas comprendo la mitad de las cosas que nos dices.
—Galladon, tienes que esforzarte por recordar estas cosas. No importa lo que digas, sé que tienes intelecto para ello.
—Tal vez —admitió Galladon—, pero eso no significa que me guste. La AonDor es tu afición, no la mía.
—Escucha, amigo mío, sé que la AonDor encierra el secreto de nuestra maldición. Con tiempo, con estudio, podremos encontrar las pistas que necesitamos. Pero —continuó Raoden, alzando un dedo—, si me sucediera algo, tiene que haber alguien que continúe mi trabajo.
Galladon hizo una mueca.
—Estás tan cerca de convertirte en hoed como yo de ser fjordell.
«Lo oculto bien».
—Eso no importa —dijo Raoden—. Es una tontería no tener ayuda. Anotaré estas cosas, pero quiero que los dos oigáis lo que tengo que decir.
Galladon suspiró.
—De acuerdo, sule, ¿qué has descubierto? ¿Otro modificador para aumentar el alcance de un aon?
Raoden sonrió.
—No, esto es mucho más interesante. Sé por qué Elantris está cubierta de mugre.
Karata y Galladon alzaron la cabeza.
—¿De verdad? —preguntó Karata, mirando el libro abierto—. ¿Lo explica ahí?
—No, es una combinación de varias cosas —dijo Raoden—. El elemento clave, sin embargo, está aquí —señaló una ilustración.
—¿El Aon Ashe? —preguntó Galladon.
—Correcto —dijo Raoden—. Sabes que la piel elantrina era tan plateada que alguna gente decía que brillaba.
—Lo hacía —contestó Galladon—. No resplandecía, pero cuando mi padre entraba en una habitación, se podía ver su contorno.
—Bueno, el dor era la causa —explicó Raoden—. Cada cuerpo elantrino estaba conectado permanentemente con el dor. El mismo enlace existía entre la propia Elantris y el dor, aunque los sabios no saben por qué. El dor imbuía la ciudad entera, haciendo que la piedra y la madera brillaran como si una llama silenciosa ardiera en su interior.
—Debía de ser difícil dormir —comentó Karata.
—Se podía cubrir —dijo Raoden—. Pero el efecto de la ciudad iluminada era tan espectacular que muchos elantrinos lo aceptaban como natural, y aprendieron a dormir incluso con el brillo.
—Fascinante —comentó Galladon, indiferente—. Pero ¿qué tiene eso que ver con la mugre?
—Hay hongos y mohos que viven de la luz, Galladon —explicó Raoden—. La iluminación del dor era diferente de la luz normal, y atraía un tipo diferente de hongo. Al parecer, una fina película transparente crecía sobre la mayor parte de las cosas. Los elantrinos no se molestaban en limpiarla: era prácticamente imperceptible y aumentaba el resplandor. El moho era duro y no molestaba mucho. Hasta que murió.
—La luz desapareció… —dijo Karata.
—Y los hongos se pudrieron —asintió Raoden—. Donde antes el moho cubría la ciudad entera, ahora lo hace también la mugre.
—Bien, ¿y qué intentas decir? —preguntó Galladon con un bostezo.
—Es otro hilo en la telaraña —explicó Raoden—, otra pista sobre lo que pasó cuando golpeó el Reod. Tenemos que trabajar hacia atrás, amigo mío. Sólo estamos empezando a aprender los síntomas de un acontecimiento que tuvo lugar hace diez años. Tal vez cuando comprendamos todo lo que hizo el Reod, podamos empezar a averiguar qué pudo haberlo causado.
—La explicación de la mugre tiene sentido, mi príncipe —dijo Karata—. Siempre he sabido que había algo poco natural en esa suciedad. He estado al aire libre, bajo la lluvia, viendo chorros de agua golpear una pared de piedra sin limpiar ni una mota.
—La mugre es viscosa y repele el agua. ¿Has oído a Kahar contar lo difícil que es limpiarla?
Karata asintió, hojeando el tomo.
—Estos libros contienen mucha información.
—En efecto —dijo Raoden—. Aunque los sabios que los escribieron podían ser exasperantemente crípticos. Hace falta mucho estudio para encontrar respuestas a preguntas específicas.
—¿Como cuáles? —preguntó Karata.
Raoden frunció el ceño.
—Bueno, para empezar, no he encontrado un solo libro que mencione cómo hacer seones.
—¿Ninguno? —preguntó Karata sorprendida.
Raoden negó con la cabeza.
—Siempre he dado por supuesto que los seones eran creaciones de la AonDor, pero si es así, los libros no explican cómo crearlos. Muchos mencionan el Paso de seones famosos de una persona a otra, pero nada más.
—¿El Paso? —preguntó Karata, el ceño fruncido.
—Dar el seon a otra persona. Si tienes uno, puedes dárselo a alguien… o puedes decirle a quién debe ir y servir si te mueres.
—¿Entonces una persona corriente puede tener un seon? —preguntó ella—. Creía que sólo podían los nobles.
Raoden negó con la cabeza.
—Todo depende del propietario anterior.
—Aunque no es probable que un noble pase su seon a un campesino —dijo Galladon—. Los seones, como las fortunas, tienden a quedarse en la familia. ¿Kolo?
Karata hizo una mueca.
—Entonces… ¿qué pasa si el propietario muere y no le ha dicho al seon con quién tiene que ir?
Raoden hizo una pausa. Entonces se encogió de hombros y miró a Galladon.
—A mí no me mires, sule. Nunca he tenido un seon.
—No lo sé —admitió Raoden—. Supongo que podría elegir a su próximo amo.
—¿Y si no quiere? —preguntó Karata.
—No creo que tuviera esa posibilidad. Hay… algo entre los seones y sus amos. Están unidos, de algún modo. Los seones se vuelven locos cuando sus amos son alcanzados por la Shaod, por ejemplo. Creo que fueron creados para servir… es parte de su magia.
Karata asintió.
—¡Mi señor Espíritu! —llamó una voz.
Raoden alzó una ceja y cerró el libro.
—Mi señor —dijo Dashe, entrando atropelladamente por la puerta. El alto elantrino parecía más confuso que preocupado.
—¿Qué ocurre, Dashe? —preguntó Raoden.
—Es el gyorn, mi señor —dijo Dashe con expresión excitada—. Se ha curado.