—¿Así que has vuelto a vestir de negro, querida? —preguntó el duque Roial mientras la ayudaba a subir al carruaje.
Sarene se miró el vestido. No era de los que le había enviado Eshen, sino uno que le había pedido a Shuden que le trajera de una de sus caravanas que cubrían la ruta de Duladel. Con menos vuelo que la mayoría de los que eran moda en Arelon, se ceñía a sus formas. El suave terciopelo estaba bordado con un diminuto estampado de plata, y en vez de capa tenía un corto manto que le cubría los hombros y la parte superior de los brazos.
—En realidad es azul, Gracia —dijo ella—. Nunca visto de negro.
—Ah —el anciano llevaba un traje blanco con chaleco marrón oscuro. El conjunto armonizaba su cabeza canosa cuidadosamente peinada.
El cochero cerró la puerta y ocupó su puesto. Poco después, se pusieron de camino al baile.
Sarene contempló las calles oscuras de Kae, su estado de ánimo tolerante, pero triste. No podía, naturalmente, negarse a asistir al baile: Roial había accedido a celebrarlo siguiendo su sugerencia. Sin embargo, había hecho esos planes hacía una semana, antes de los acontecimientos acaecidos en Elantris. Había dedicado los tres últimos días a la reflexión, intentando ordenar sus sentimientos y rehacer sus planes. No quería perder tiempo con una noche de frivolidades, aunque hubiera una lógica tras ellas.
—Pareces inquieta, Alteza —dijo Roial.
—No me he recuperado del todo de lo que sucedió el otro día —contestó ella, acomodándose en su asiento.
—Fue un día terrible —reconoció él. Entonces, asomando la cabeza por la ventanilla del carruaje, miró al cielo—. Hace una noche preciosa para nuestros propósitos.
Sarene asintió, ausente. Ya no le importaba que el eclipse fuera visible o no. Desde su enfrentamiento con Iadon, la corte entera había empezado a ignorarla. En vez de enfurecerse como había predicho Kiin, Iadon simplemente la evitaba. Cada vez que Sarene entraba en una sala, las cabezas se volvían y los ojos buscaban el suelo, como si fuera un monstruo, un vengativo svrakiss enviado a atormentarlos.
Los criados no se comportaban mejor. Si antes eran remolones, ahora temblaban. Le servían la cena tarde, y aunque la cocinera insistía en que era debido a que una de las criadas había vuelto a escaparse, Sarene estaba segura de que era simplemente porque nadie quería enfrentarse a la ira de la temible princesa. La situación empezaba a irritar a Sarene. «¿Por qué, en nombre del bendito Domi —se preguntaba—, se siente todo el mundo en este país tan amenazado por una mujer segura de sí misma?».
Naturalmente, esta vez tenía que admitir que, mujer o no, lo que le había hecho al rey había sido demasiado atrevido. Sarene estaba pagando el precio de perder los estribos.
—Muy bien, Sarene —declaró Roial—. Ya es suficiente.
Sarene se sobresaltó y miró el rostro severo del viejo duque.
—¿Cómo decías, Gracia?
—Decía que ya es suficiente. Según todos los informes, te has pasado los tres últimos días llorando en tus aposentos. No me importa lo emocionalmente perturbador que fuera el ataque en Elantris: tienes que superarlo… y rápido. Casi hemos llegado a mi mansión.
—¿Cómo? —repitió ella, sorprendida.
—Sarene —continuó Roial, suavizando el tono de voz—, no pedimos tu liderazgo. Te abriste paso y te hiciste con el control. Ahora que lo has hecho, no puedes dejarnos porque hayan herido tus sentimientos. Cuando se acepta la autoridad, hay que estar dispuesto a aceptar la responsabilidad en todo momento… incluso cuando no te apetece demasiado.
Avergonzada de pronto por la sabiduría del duque, Sarene bajó la mirada.
—Lo siento.
—Ah, princesa, hemos confiado mucho en ti en estas últimas semanas. Te colaste en nuestros corazones e hiciste lo que nadie, ni siquiera yo, había hecho: nos uniste. Shuden y Eondel te adoran, Lukel y Kiin permanecen a tu lado como dos piedras inamovibles, yo apenas puedo desentrañar tus delicados planes, e incluso Ahan te describe como la joven más deliciosa que ha conocido jamás. No nos dejes ahora: te necesitamos.
Ruborizándose levemente, Sarene sacudió la cabeza mientras el carruaje entraba en el camino de acceso a la mansión de Roial.
—Pero ¿qué queda, Gracia? El gyorn derethi ha sido neutralizado, aunque no por ninguna astucia mía, y parece que Iadon se ha aplacado. Yo diría que el momento de peligro ha pasado.
Roial alzó una tupida ceja blanca.
—Tal vez. Pero Iadon es mucho más listo de lo que creemos. El rey tiene algunos abrumadores puntos ciegos, pero fue capaz de hacerse con el control hace diez años, y ha conseguido que los aristócratas anden a la greña todo este tiempo. Y en cuanto al gyorn…
Roial se asomó a la ventanilla y vio un vehículo que se detenía junto a ellos. Dentro iba un hombre bajo completamente vestido de rojo; Sarene reconoció al joven sacerdote aónico que servía como ayudante de Hrathen.
Roial frunció el ceño.
—Creo que hemos cambiado a Hrathen por un enemigo igualmente peligroso.
—¿Él? —preguntó sorprendida Sarene. Había visto al joven con Hrathen, por supuesto… incluso había advertido su aparente fervor. Sin embargo, difícilmente podía ser tan peligroso como el calculador gyorn, ¿no?
—Lo he estado vigilando —dijo el duque—. Se llama Dilaf… Es areliso, lo cual significa que probablemente recibió educación korathi. He advertido que quienes se desvían de la fe suelen sentir más odio hacia ella que cualquier extraño a ella.
—Tal vez tengas razón —admitió Sarene—. Tendremos que cambiar nuestros planes. No podemos tratar a éste como hicimos con Hrathen.
Roial sonrió, con un ligero chispeo en los ojos.
—Ésa es la muchacha que yo recordaba. Vamos, no estaría bien que llegase tarde a mi propia fiesta.
Roial había decidido celebrar la fiesta para contemplar el eclipse en los terrenos situados detrás de su casa, una decisión favorecida por la relativa modestia de su hogar. Para ser el tercer hombre más rico de Arelon, el duque era notablemente poco ostentoso.
—Sólo hace diez años que soy duque —le había explicado Roial la primera vez que ella visitó su casa—, pero he sido comerciante toda la vida. No se gana dinero siendo manirroto. Esta casa va conmigo… me temo que me perdería en algo más grande.
Los terrenos que rodeaban la mansión, sin embargo, eran extensos, un lujo que Roial admitía un poco extravagante. Al duque le encantaban los jardines, y se pasaba más tiempo paseando por ellos que en casa.
Afortunadamente, el tiempo había decidido acompañar los planes del duque, proporcionando una cálida brisa del sur y un cielo completamente despejado de nubes. Las estrellas salpicaban el firmamento como manchitas de pintura en un lienzo negro, y Sarene descubrió que sus ojos seguían las constelaciones de los principales aones. Rao brillaba directamente en lo alto, un gran cuadrado con cuatro círculos a los lados y un punto en el centro. Su propio aon, Ene, apenas era visible en el horizonte. La luna llena se alzaba hacia su cénit. En sólo unas horas desaparecería por completo… o al menos eso era lo que decían los astrónomos.
—Bueno —dijo Roial, caminando a su lado, ambos del brazo—, ¿vas a decirme de qué va todo esto?
—¿De qué va el qué?
—El baile. No me irás a decir que me pediste que lo organizara por un capricho. Fuiste demasiado específica en cuanto a la fecha y el emplazamiento. ¿Qué estás planeando?
Sarene sonrió, recordando los planes para esa noche. Casi se había olvidado de la fiesta, pero cuanto más lo consideraba, más se entusiasmaba. Antes de que terminara la noche, esperaba encontrar la respuesta a un problema que la había estado molestando desde su llegada a Arelon.
—Digamos que quería ver el eclipse en compañía —dijo con una sonrisa de astucia.
—Ah, Sarene, siempre tan dramática. Has perdido tu oportunidad en la vida, querida: tendrías que haber sido actriz.
—De hecho, llegué a considerarlo —dijo ella con desenfado—. Por supuesto, entonces tenía once años. Una compañía de cómicos vino a Teoin. Después de verlos, comuniqué a mis padres que había decidido no ser princesa, sino actriz.
Roial se echó a reír.
—Me gustaría haber visto la cara de Eventeo cuando su hija querida le dijo que quería convertirse en cómica.
—¿Conoces a mi padre?
—Vamos, querida —dijo Roial con indignación—. No he sido viejo y chocho toda la vida. Hubo una época en que viajé, y los buenos mercaderes tenían unos cuantos contactos en Teod. Tuve dos audiencias con tu padre, y las dos veces se mofó de mi vestuario.
Sarene se rió.
—Es implacable con los mercaderes extranjeros.
Los terrenos de Roial se centraban en un gran espacio de césped alrededor de un pabellón de baile. Senderos flanqueados por setos conducían a parterres, estanques con puentes y grupos escultóricos. Unas antorchas proporcionaban toda la iluminación del pabellón. Serían apagadas, naturalmente, antes del eclipse. Sin embargo, si las cosas salían como había planeado Sarene, ella no estaría allí para verlo.
—¡El rey! —exclamó—. ¿Está aquí?
—Por supuesto —respondió Roial, señalando un jardín de estatuas cubierto a un lado del pabellón. Sarene apenas pudo distinguir la silueta de Iadon, con Eshen a su lado.
Sarene se relajó. Iadon era el objetivo central de las actividades de esa noche. Naturalmente, el orgullo del rey no le permitiría perderse un baile ofrecido por uno de sus duques. Si había asistido a la fiesta de Telrii, sin duda acudiría también a la de Roial.
—¿Qué puede tener que ver el rey con los planes de la pequeña Sarene? —murmuró Roial—. Tal vez ha enviado a alguien a registrar sus aposentos mientras está fuera. A su seon, ¿tal vez?
Sin embargo, en ese momento Ashe apareció flotando un poco más allá. Sarene dirigió a Roial una mirada pícara.
—De acuerdo, tal vez no sea el seon —dijo Roial—. Eso sería demasiado obvio.
—Mi señora —saludó Ashe mientras se acercaba.
—¿Qué has averiguado?
—La cocinera, en efecto, perdió a una criada esta tarde, mi señora. Dicen que se escapó con su amante, que ha sido trasladado recientemente a una de las mansiones provinciales del rey. El hombre, sin embargo, jura que no sabe nada de ella.
Sarene frunció el ceño. Tal vez había juzgado demasiado rápidamente a la cocinera y sus sicarias.
—Muy bien. Buen trabajo.
—¿De qué va todo esto? —preguntó Roial, receloso.
—No es nada —dijo Sarene, ahora completamente sincera.
Roial, sin embargo, asintió.
«El problema de ser lista —pensó Sarene con un suspiro—, es que todo el mundo cree que siempre planeas algo».
—Ashe, no le quites la vista de encima al rey —dijo Sarene, consciente de la sonrisa de curiosidad de Roial—. Probablemente pasará casi todo el tiempo en su zona exclusiva de la fiesta. Si decide irse, avísame de inmediato.
—Sí, mi señora —dijo Ashe, colocándose en un lugar próximo a las antorchas, donde la luz de las llamas enmascaraba la suya propia.
Roial volvió a asentir. Obviamente se lo estaba pasando la mar de bien intentando descifrar los planes de Sarene.
—Bien, ¿te apetece unirte a la reunión del rey? —preguntó Sarene, intentando desviar la atención del duque.
Roial negó con la cabeza.
—No. Me gustaría mucho ver a Iadon ponerse histérico en tu presencia, pero nunca he aprobado la manera en que se mantiene al margen. Soy el anfitrión, gracias a ti, y un anfitrión debe relacionarse con sus invitados. Además, estar cerca de Iadon esta noche será intolerable… Está buscando a alguien que sustituya al barón Edan, y todos los nobles menores de la fiesta intentarán conseguir el título.
—Como desees —dijo Sarene, permitiendo que Roial la condujera al pabellón despejado, donde un grupo de músicos tocaba y algunas parejas bailaban, aunque la mayoría charlaba fuera de la pista.
Roial se echó a reír y Sarene siguió su mirada. Shuden y Torena bailaban en el centro de la pista, completamente cautivados el uno con el otro.
—¿De qué te ríes? —preguntó Sarene, contemplando a la muchacha del pelo de fuego y al joven jindo.
—Uno de los grandes placeres de mi vejez es ver cómo los hombres jóvenes son unos hipócritas redomados —dijo Roial con una sonrisa maligna—. Después de todos esos años jurando que nunca se dejaría atrapar, después de interminables bailes quejándose de que las mujeres lo agobiaban, su corazón, y su mente, se han convertido en gachas igual que los de cualquier otro hombre.
—Eres un viejo malvado, Gracia.
—Y es así como debe ser —la informó Roial—. Los hombres jóvenes son triviales y, los viejos amables, aburridos. Venga, deja que vaya a buscar algo de beber para ambos.
El duque se alejó y Sarene se quedó contemplando a la joven pareja bailar. La expresión de los ojos de Shuden era tan enfermizamente soñadora que ella tuvo que darse la vuelta. Tal vez las palabras de Daora habían sido más acertadas de lo que Sarene estaba dispuesta a admitir. Sarene estaba celosa, aunque no porque hubiera tenido ninguna esperanza de un romance con Shuden. Sin embargo, desde su llegada a Arelon, Shuden había sido uno de sus valedores más fervientes. Era difícil verlo dirigir su atención a otra mujer, aunque fuera para un propósito completamente diferente.
Había también otro motivo, un motivo más profundo y sincero. Estaba celosa de aquella expresión en los ojos de Shuden. Envidiaba su oportunidad de cortejar, de enamorarse y de dejarse envolver en la aturdidora alegría del enamoramiento.
Había ideales con los que Sarene había soñado desde la adolescencia. A medida que fue creciendo, advirtió que esas cosas nunca serían para ella. Al principio se rebeló, maldiciendo su ofensiva personalidad. Sabía que intimidaba a los hombres de la corte, y por eso, durante una breve temporada, se obligó a fingir un temperamento más dócil y amable. Su compromiso, y casi matrimonio, con un joven conde llamado Graeo fue el resultado.
Todavía recordaba al hombre (más bien un muchacho) con piedad. Sólo Graeo había estado dispuesto a aprovechar la oportunidad de una nueva Sarene de temperamento medido… lo que le había valido las burlas de sus iguales. La unión no se debió al amor, pero a ella le gustaba Graeo a pesar de su débil voluntad. Había una especie de vacilación infantil en él, una compulsión exagerada por hacer lo que estaba bien, para lograr el éxito en un mundo donde la mayoría comprendía las cosas mucho mejor que él.
Al final, ella rompió el compromiso… no porque supiera que vivir con el aburrido Graeo la hubiese vuelto loca, sino porque comprendió que estaba siendo injusta. Se había aprovechado de la ingenuidad de Graeo, sabiendo perfectamente que él iba a vivir con alguien que lo superaba con creces. Era mejor que soportara las burlas por haber sido rechazado en el último momento a que viviera el resto de su vida con una mujer que lo anularía.
La decisión selló su destino como solterona. Corrieron los rumores de que ella le había dado cuerda a Graeo solamente para burlarse de él, y el avergonzado joven dejó la corte y vivió los tres años siguientes sin salir de sus tierras, como un ermitaño. Después de aquello ningún hombre se había atrevido a cortejar a la hija del rey.
Ella había huido de Teod en ese punto, dedicada por completo al cuerpo diplomático de su padre. Había servido como embajadora en las principales ciudades de Opelon, desde la misma Fjorden hasta la capital svordisana de Seraven. La perspectiva de ir a Arelon la intrigaba, por supuesto, pero su padre se había mantenido inflexible en su prohibición. Apenas permitía que sus espías fueran a ese país, mucho menos su hija.
Con todo, pensó Sarene con un suspiro, al final lo había conseguido. Había merecido la pena, decidió; su compromiso con Raoden había sido una buena idea, al margen de su espantoso resultado. Durante un tiempo, mientras intercambiaban cartas, ella se había permitido volver a sentir esperanza. La promesa acabó rota, pero todavía conservaba el recuerdo de aquella esperanza. Era más de lo que jamás había esperado conseguir.
—Parece como si tu mejor amiga hubiera muerto —comentó Roial, regresando para entregarle una copa de vino azul jaadoriano.
—No, sólo mi marido —respondió Sarene con un suspiro.
—Ah —dijo Roial, asintiendo comprensivo—. Tal vez deberíamos irnos a otra parte… a un lugar donde no tengamos una visión tan clara del embeleso de nuestro joven barón.
—Una sugerencia maravillosa, Gracia.
Recorrieron el perímetro exterior del pabellón. Roial saludaba a aquellos que le felicitaban por tan hermosa fiesta, Sarene acompañaba al anciano, cada vez más confusa por las sombrías miradas que ocasionalmente le dedicaban algunas mujeres nobles que se cruzaban con ellos. Pasaron unos minutos antes de que se diera cuenta del motivo de aquella hostilidad: había olvidado por completo el estatus de Roial como el hombre más codiciado de Arelon. Muchas de las invitadas de aquella noche esperaban que el duque no estuviera acompañado. Probablemente llevaban tiempo planeando cómo acorralar al anciano, intentando ganarse su favor. Sarene les había estropeado cualquier oportunidad de conseguirlo.
Roial se echó a reír, estudiando su rostro.
—Lo has deducido ya, ¿no?
—¿Es por esto por lo que nunca celebras fiestas?
El duque asintió.
—Difícil como resulta tratar con ellas en el baile de otro, es casi imposible ser un buen anfitrión con todas esas arpías mordisqueándome la piel.
—Ten cuidado, Gracia —dijo Sarene—. Shuden se quejaba exactamente de lo mismo la primera vez que me llevó a un baile, y mira dónde ha acabado.
—Shuden lo hizo al revés. Escapó… y todo el mundo sabe que no importa cuánto corra un hombre, siempre habrá alguien más rápido. Yo, por el contrario, no corro. Me divierte mucho más jugar con sus mentes ansiosas.
La respuesta de Sarene fue interrumpida por la llegada de una pareja familiar. Lukel iba como siempre a la moda, con chaleco azul bordado de oro y pantalones marrones, mientras que Jalla, su morena esposa, llevaba un sencillo vestido lavanda… jindoés, por el aspecto de su cuello alto.
—Ésta sí que es una pareja errada si alguna vez he visto una —dijo Lukel con una franca sonrisa mientras saludaba al duque con una reverencia.
—¿Qué? —preguntó Roial—. ¿Un viejo duque gruñón y su encantadora y joven acompañante?
—Más bien me refería a la diferencia de altura, Gracia —rió Lukel.
Roial alzó una ceja y la miró: Sarene era una cabeza más alta.
—A mi edad, uno se contenta con lo que puede.
—Creo que eso es cierto a cualquier edad, Gracia —dijo Lukel, mirando a su hermosa esposa—. Tenemos que aceptar lo que las mujeres decidan concedernos, y sentirnos afortunados por el ofrecimiento.
Sarene se sintió enferma: primero Shuden, ahora Lukel. Decididamente, no estaba de humor para tratar con parejas felices aquella noche.
Al ver su disposición, el duque se despidió de Lukel, argumentando la necesidad de comprobar la comida en otras partes del jardín. Lukel y Jalla volvieron a bailar mientras Roial sacaba a Sarene del pabellón iluminado y salían al jardín bajo el cielo oscuro y entre las antorchas.
—Vas a tener que superarlo, Sarene —dijo el duque—. No puedes salir corriendo cada vez que te encuentres con alguien que tenga una relación estable.
Sarene decidió no recalcar que el amor de la juventud rara vez era estable.
—No siempre me pasa esto, Gracia. He tenido una semana difícil. Dame unos cuantos días y recuperaré mi personalidad pétrea de costumbre.
Sintiendo su amargura, Roial decidió sabiamente no responder a esa observación. En cambio, miró hacia un lado, siguiendo el sonido de una risa familiar.
El duque Telrii al parecer había decidido no unirse a la fiesta privada del rey. Todo lo contrario, en realidad. Conversaba con un gran grupo de nobles en un pequeño patio ante el pabellón de la reunión privada de Iadon. Era casi como si estuviera iniciando su propia fiesta exclusiva.
—No es buena señal —dijo Roial en voz baja, expresando los pensamientos de Sarene.
—En efecto —contestó ella. Contó rápidamente los aduladores de Telrii, tratando de distinguir su rango, y luego miró hacia la parte de la fiesta que dominaba Iadon. Las cifras eran aproximadas, pero Iadon se rodeaba de la nobleza de más rango… por el momento.
—Otro efecto imprevisto de tu enfrentamiento con el rey —dijo Roial—. Cuanto más inestable se vuelve Iadon, más tentadoras parecen las otras opciones.
Sarene frunció el ceño mientras Telrii volvía a reírse, su voz melodiosa y despreocupada. No parecía en absoluto un hombre cuyo principal apoyo (el gyorn Hrathen) acababa de caer.
—¿Qué está planeando? —preguntó Sarene—. ¿Como podría ahora hacerse con el trono?
Roial meneó la cabeza en silencio. Después de un instante de reflexión, alzó la mirada y se dirigió al aire despejado.
—¿Sí?
Sarene se volvió mientras Ashe se acercaba. Entonces, con asombro, se dio cuenta de que no era Ashe, sino un seon diferente.
—Los jardineros dicen que uno de tus invitados se ha caído en el estanque, mi señor —dijo el seon, flotando casi a ras de suelo. Su voz era fría y carente de emoción.
—¿Quién? —preguntó riendo lord Roial.
—Lord Redeem, Gracia —explicó el seon—. Parece que el vino ha podido con él.
Sarene entornó los ojos, buscando en el interior de la bola de luz para tratar de distinguir el brillante aon. Le pareció que era Opa.
Roial suspiró.
—Probablemente habrá asustado a los peces del estanque. Gracias, Opa. Asegúrate de que le den toallas a Redeem y lo lleven a casa, si es necesario. La próxima vez tal vez no mezcle estanques y alcohol.
El seon flotó formalmente una vez más, y luego se marchó a cumplir la orden de su amo.
—No me habías dicho que tuvieras un seon, mi señor.
—Muchos de los nobles lo tienen, princesa —dijo Roial—, pero ya no está bien visto que los llevemos con nosotros a todas partes. Los seones recuerdan a Elantris.
—¿Sólo lo tienes aquí, en tu casa?
—Opa supervisa a los jardineros de la mansión. Creo que es adecuado… después de todo, su nombre significa «flor».
Sarene se acarició la mejilla, preguntándose por la severa formalidad de la voz de Opa. Los seones que conocía allá en Teod eran mucho más cálidos con sus amos, independientemente de su personalidad. Tal vez era que aquí, en la supuesta tierra de su creación, los seones eran vistos con recelo y disgusto.
—Vamos —dijo Roial, tomándola del brazo—. Hablaba en serio cuando he dicho que quería ver cómo estaban las mesas de comida.
Sarene permitió que la guiara.
—Roial, viejo cascarrabias —llamó una voz atronadora cuando se acercaron a las mesas—. Estoy sorprendido. ¡Sabes dar una fiesta! Temía que intentaras meternos a todos en esa caja que llamas casa.
—Ahan —dijo Roial—. Tendría que haber imaginado que te encontraría junto a la comida.
El grueso conde vestía una túnica amarilla y sostenía un plato de canapés y marisco. El plato de su esposa, sin embargo, sólo contenía unas cuantas rodajas de fruta. Durante las semanas en que Seaden había estado asistiendo a las lecciones de esgrima de Sarene había perdido un peso considerable.
—¡Por supuesto! ¡Lo mejor de la fiesta! —rió el conde. Entonces, tras saludar a Sarene con la cabeza, continuó—. Alteza. Te advertiría de que no dejaras que este viejo carcamal te corrompiera, pero me preocupa que hagas lo mismo con él.
—¿Yo? —dijo Sarene, fingiendo indignación—. ¿Qué peligro podría ser yo?
Ahan bufó.
—Pregúntaselo al rey —dijo, metiéndose un canapé en la boca—. En realidad, puedes preguntármelo a mí… Mira lo que le estás haciendo a mi pobre esposa. ¡Se niega a comer!
—Estoy disfrutando de mi fruta, Ahan —dijo Seaden—. Creo que deberías probarla.
—Tal vez me coma un plato cuando termine con esto —rezongó Ahan—. ¿Ves lo que estás haciendo, Sarene? Nunca habría estado de acuerdo con esa «esgrima» si hubiera sabido cómo iba a estropear la figura de mi esposa.
—¿Estropear? —preguntó Sarene con sorpresa.
—Soy del sur de Arelon, princesa —dijo Ahan, sirviéndose unas almejas—. Para nosotros, lo redondo es hermoso. No todo el mundo quiere que sus mujeres parezcan escolares muertos de hambre. —Entonces, advirtiendo que tal vez había metido la pata, Ahan hizo una pausa—. Sin ánimo de ofender, por supuesto.
Sarene frunció el ceño. Ahan era un hombre delicioso, pero a menudo hablaba (y actuaba) sin pensar. Como no sabía qué responder, Sarene vaciló.
El maravilloso duque Roial acudió al rescate.
—Bueno, Ahan, tenemos que seguir moviéndonos… Hay un montón de invitados a los que tengo que saludar. Oh, por cierto… tal vez quieras decirle a tu caravana que se apresure.
Ahan alzó la cabeza mientras Roial empezaba a llevarse a Sarene.
—¿Caravana? —preguntó, súbitamente muy serio—. ¿Qué caravana?
—Vaya, la que tienes transportando melones agrios desde Duladel hasta Svorden, por supuesto —dijo el duque con desenfado—. Yo mismo envié una partida hace una semana. Debería llegar mañana por la mañana. Me temo, amigo mío, que tu caravana llegará a un mercado saturado… por no mencionar el hecho de que tus melones estarán ligeramente pasados.
Ahan maldijo, el plato olvidado en la mano, y el marisco cayo al suelo sin que se diera cuenta.
—¿Cómo, en nombre de Domi, lo has conseguido?
—Oh, ¿no lo sabías? —preguntó Roial—. Iba a medias con el joven Lukel en su aventura. Me he quedado con toda la fruta sin madurar de su cargamento de la semana pasada… Estará en su punto cuando llegue a Svorden.
Ahan sacudió la cabeza y rió en voz baja.
—Me has pillado otra vez, Roial. ¡Pero ten cuidado: un día de éstos finalmente te venceré, y te quedarás tan sorprendido que no podrás mirarte a la cara durante una semana!
—Eso espero —dijo Roial alejándose de las mesas.
Sarene se echó a reír mientras oía a Seaden reprender a su marido.
—Eres tan buen hombre de negocios como dicen, ¿no?
Roial se encogió humildemente de hombros.
—Sí. Bastante bueno. —Sarene se rió—. Sin embargo —continuó Roial—, ese joven primo tuyo me deja en pañales. No tengo ni idea de cómo mantuvo en secreto ese cargamento de melones agrios… Se supone que mis agentes en Duladel me mantienen al corriente de esas cosas. Si he participado en el trato ha sido sólo porque Lukel vino a mí en busca de capital.
—Entonces es buena cosa que no fuera a ver a Ahan.
—Bastante buena —reconoció Roial—. Me lo estaría restregando toda la vida por la cara si así hubiera sido. Ahan lleva dos décadas intentando superarme… Un día de éstos se dará cuenta de que sólo me hago el listo para ponerlo en evidencia, y entonces la vida no será ni la mitad de divertida.
Continuaron caminando, hablando con los invitados y disfrutando de los excelentes jardines de Roial. Los parterres estaban inteligentemente iluminados con antorchas, linternas e incluso velas. Lo más impresionante eran los árboles híbridos, cuyas ramas (cubiertas de capullos rosa y blancos) estaban iluminadas desde atrás por linternas que recorrían el tronco. Sarene estaba disfrutando tanto que perdió el sentido del tiempo. Sólo la súbita aparición de Ashe le recordó el verdadero propósito de la velada.
—¡Mi señora! —exclamó—. ¡El rey se marcha!
—¿Estás seguro? —preguntó ella, apartando su atención de las flores.
—Sí, mi señora. Se ha marchado con la excusa de que tenía que ir al baño, pero ha pedido su carruaje.
—Discúlpame, lord Roial. Tengo que marcharme.
—¿Sarene? —preguntó Roial sorprendido mientras Sarene se encaminaba hacia la casa. Luego, con más vehemencia, volvió a llamarla—. ¡Sarene! No puedes irte.
—¡Pido disculpas, Gracia, pero esto es importante!
Él trató de seguirla, pero ella corrió más. Además, el duque tenía invitados que atender. No podía desaparecer en plena fiesta.
Sarene rodeó la casa de Roial a tiempo de ver al rey subiendo a su carruaje. Soltó una maldición… ¿Por qué no había previsto un medio de transporte propio? Miró frenéticamente alrededor, buscando un vehículo que requisar. Escogió un candidato probable mientras el carruaje del rey arrancaba y los cascos de los caballos resonaban contra el empedrado.
—¡Mi señora! —le advirtió Ashe—. El rey no va en ese carruaje.
Sarene se detuvo.
—¿Qué?
—Ha salido por la otra puerta y desaparecido en la oscuridad, al otro lado del camino. El carruaje es un señuelo.
Sarene no se molestó en contestarle al seon: sus sentidos eran mucho más agudos que los de los humanos.
—Vamos —dijo, encaminándose en la dirección adecuada—. No voy vestida para ir a espiar: tendrás que vigilarlo y decirme adónde va.
—Sí, mi señora —respondió Ashe, reduciendo su luz a un nivel casi imperceptible y volando tras el rey. Sarene lo siguió a ritmo más lento.
Continuaron de esa forma, Ashe cerca del rey y Sarene a una distancia prudencial. Cubrieron rápidamente los terrenos que rodeaban la mansión de Roial, y luego entraron en la ciudad de Kae. Iadon se movía sólo por callejones, y Sarene advirtió por primera vez que podía estar corriendo peligro. Las mujeres no viajaban solas de noche… ni siquiera en Kae, una de las ciudades más seguras de Opelon. Pensó en darse la vuelta media docena de veces, y una vez casi estuvo a punto de echar a correr llena de pánico cuando un borracho apareció en la oscuridad a su lado. Sin embargo, continuó adelante. Sólo iba a tener una oportunidad para averiguar qué pretendía Iadon, y su curiosidad era más fuerte que su miedo… por el momento, al menos.
Al cabo de un rato el seon se detuvo y se volvió hacia Sarene, flotando temeroso.
—Acaba de meterse en las alcantarillas, mi señora.
—¿Las alcantarillas? —preguntó Sarene, incrédula.
—Sí, mi señora. Y no va solo: se ha reunido con dos hombres embozados después de dejar la fiesta, y con otra media docena más en la boca de las alcantarillas.
—¿Y no los has seguido? —preguntó ella, decepcionada—. Nunca podremos encontrarlos.
—Es una desgracia, mi señora.
Sarene apretó la mandíbula, frustrada.
—Dejarán huellas en el lodo —decidió, echando a andar—. Tendrías que poder seguirlos.
Ashe vaciló.
—Mi señora, he de insistir en que vuelvas a la fiesta del duque.
—Ni hablar, Ashe.
—Tengo el solemne deber de protegerte, mi señora. No puedo permitir que vayas por ahí chapoteando en plena noche: me he equivocado dejándote venir hasta aquí. Mi responsabilidad es impedir que esto vaya más lejos.
—¿Y cómo lo harás? —preguntó Sarene, impaciente.
—Podría llamar a tu padre.
—Mi padre vive en Teod, Ashe —recalcó Sarene—. ¿Qué va a hacer?
—Podría llamar a lord Eondel o alguno de los otros.
—¿Y dejarme que me pierda en las alcantarillas por mi cuenta?
—Nunca harías algo tan insensato, mi señora —aseguró Ashe, pero calló, flotando inseguro en el aire, su aon tan tenue que era transparente—. Muy bien —admitió finalmente—, eres así de loca.
Sarene sonrió.
—Vamos. Cuanto más frescas sean las huellas, más sencillo te resultará seguirlas.
El seon la condujo a regañadientes calle abajo hasta un arco sucio cubierto de musgo. Sarene avanzó con decisión, sin hacer ningún caso a los destrozos que la suciedad causaría en su vestido.
La luz de la luna sólo duró hasta el primer giro. Sarene se detuvo un instante en la sofocante y hedionda negrura, consciente de que ni siquiera ella habría sido tan insensata como para entrar en aquel laberinto sin guía. Por fortuna, el farol había convencido a Ashe… Aunque no estaba segura de si sentirse ofendida o no por el grado de arrogante estupidez del que el seon la creía capaz.
Ashe aumentó levemente su luz. La alcantarilla era un tubo hueco, un resto de los días en que la magia de Elantris proporcionaba agua corriente a todas las casas de Kae. Ahora las alcantarillas se empleaban como depósito de basura y excrementos. Las limpiaban desviando periódicamente el Aredel, algo que obviamente no habían hecho desde hacía bastante, porque el lodo del pasadizo le llegaba hasta los tobillos. No quería pensar de qué podía estar compuesto ese lodo, pero su hedor penetrante era una pista inequívoca.
Todos los túneles le parecían iguales. Una cosa la tranquilizó: el sentido de la orientación del seon. Era imposible que se perdiera si iba acompañada por Ashe. Las criaturas siempre sabían dónde se encontraban, y podían señalar la dirección exacta hacia cualquier lugar donde hubieran estado.
Ashe la guiaba, flotando cerca de la superficie del lodo.
—Mi señora, ¿puedo saber cómo sabías que el rey se escabulliría de la fiesta de Roial?
—Sin duda podrás deducirlo, Ashe —le reprendió ella.
—Déjame asegurarte, mi señora, que lo he intentado.
—Bien, ¿qué día de la semana es hoy?
—¿MaeDal? —respondió el seon, doblando una esquina para que lo siguiera.
—Eso es. ¿Y qué pasa cada semana en MaeDal?
Ashe no respondió inmediatamente.
—¿Tu padre juega al ShinDa con lord Eoden? —preguntó, la voz cargada de desacostumbrada frustración. Las actividades de la noche (sobre todo la beligerancia de Sarene) estaban acabando incluso con la formidable paciencia de Ashe.
—No. Todas las semanas, el MaeDal a las once, oigo roces en el pasadizo que corre junto a mi pared… el pasadizo que conduce a las habitaciones del rey.
El seon emitió un leve «oh» de comprensión.
—Oigo ruidos en el pasadizo algunas otras noches también —explicó Sarene—. Pero el MaeDal es el único día en que nunca falla.
—Así que hiciste que Roial celebrara una fiesta esta noche, esperando que el rey se atuviera a su calendario —dijo el seon.
—Así es —contestó Sarene, tratando de no resbalar en el lodo—. Y tenía que ser una fiesta bien tarde para que la gente pudiera quedarse al menos hasta medianoche. El eclipse me proporcionó una excusa conveniente. El rey tenía que venir a la fiesta: su orgullo no le hubiese permitido quedarse al margen. Sin embargo, esta cita semanal debe de ser importante, pues se ha arriesgado a marcharse temprano para acudir a ella.
—Mi señora, no me gusta esto. ¿Qué puede hacer el rey en las alcantarillas a medianoche?
—Eso es exactamente lo que pretendo averiguar —dijo Sarene, apartando una telaraña. Una idea la empujaba a través del lodo y la oscuridad, una posibilidad que apenas estaba dispuesta a reconocer. Tal vez el príncipe Raoden vivía. Tal vez Iadon no lo había confinado en los calabozos, sino en las alcantarillas. Quizá Sarene no fuera viuda después de todo.
Oyeron un sonido delante.
—Reduce tu luz, Ashe. Creo que oigo voces.
El seon así lo hizo, volviéndose casi invisible. Había una intersección justo delante y la luz de una antorcha fluctuaba en el túnel de la derecha. Sarene se acercó lentamente a la esquina, con intención de asomarse. Por desgracia, no había advertido que el suelo se inclinaba levemente y los pies le resbalaron. Agitó los brazos a la desesperada y a duras penas logró estabilizarse mientras se deslizaba unos palmos y se detenía al final de la pendiente.
El patinazo la colocó directamente en el centro del cruce. Sarene alzó la mirada, muy despacio.
El rey Iadon la miró, tan desconcertado como ella.
—Misericordioso Domi —susurró Sarene. El rey se encontraba ante un altar y sostenía en alto un cuchillo manchado de rojo. Iba completamente desnudo. La sangre manchaba su pecho y los restos de una joven destripada yacían atados en el altar, el torso abierto desde el cuello hasta la ingle.
El cuchillo cayó de la mano de Iadon y golpeó el lodo del suelo con un plop apagado. Sólo entonces advirtió Sarene la media docena de formas que había detrás de él, con túnicas negras y runas duladen cosidas en ellas. Cada uno llevaba una larga daga. Varios se le acercaron a rápidas zancadas.
Sarene vaciló entre la necesidad de vomitar y la insistencia de su mente para que gritara.
El grito venció.
Retrocedió, tropezando, resbalando y chapoteando en el lodo. Las figuras se abalanzaron hacia ella, los ojos intensos. Sarene pataleó y se debatió en el lodo, todavía gritando mientras intentaba incorporarse. Casi no oyó el sonido de pasos a su derecha.
Entonces apareció Eondel.
La espada del viejo general destelló a la tenue luz, cercenando limpiamente un brazo que buscaba el tobillo de Sarene. Otras figuras se movían también por el pasadizo, hombres con la librea de la legión de Eondel. También había un hombre con túnica roja: Dilaf, el sacerdote derethi. No se unió a la lucha, pero permaneció aparte con una expresión fascinada en el rostro.
Aturdida, Sarene intentó de nuevo incorporarse, pero sólo consiguió resbalar una vez más en la alcantarilla. Una mano la agarró por el brazo y la ayudó. El rostro arrugado de Roial sonrió aliviado mientras ponía a Sarene en pie.
—Espero que la próxima vez me cuentes tus planes, princesa —sugirió.
—Se lo dijiste. —Sarene dirigió una mirada acusadora a Ashe.
—Claro que se lo dije, mi señora —respondió el seon, latiendo levemente para recalcar la observación. Sarene estaba sentada en el estudio de Roial, con Ashe y Lukel. Llevaba una túnica que el duque había pedido a una de las criadas. Le quedaba demasiado corta, por supuesto, pero era mejor que el vestido de terciopelo manchado en las alcantarillas.
—¿Cuándo? —exigió saber Sarene, acomodándose en el mullido sofá de Roial y envolviéndose en una manta. El duque había ordenado que le trajeran una bañera y todavía tenía el pelo mojado, helado por el aire nocturno.
—Llamó a Opa en cuanto saliste de casa —explicó Roial, entrando en la habitación con tres tazas humeantes. Le tendió una a ella y otra a Lukel antes de sentarse.
—¿Tan pronto? —preguntó Sarene, sorprendida.
—Sabía que nunca te darías la vuelta, te dijera lo que te dijese —contestó Ashe.
—Me conoces demasiado bien —murmuró ella, dando un sorbo a su bebida. Era garha fjordell… lo cual estaba bien: no podía permitirse quedarse dormida todavía.
—Admitiré ese defecto sin discusión, mi señora —dijo Ashe.
—Entonces ¿por qué has intentado detenerme antes de guiarme a la alcantarilla?
—Estaba ganando tiempo, mi señora —explicó Ashe—. El duque insistió en venir él mismo, y su grupo se movía despacio.
—Puede que sea lento, pero no iba a perderme lo que hubieras planeado, Sarene —dijo Roial—. Dicen que la edad da sabiduría, pero a mí sólo me ha dado un terrible ataque de curiosidad.
—¿Y los soldados de Eondel?
—Estaban ya en la fiesta —dijo Lukel. Había insistido en saber qué pasaba en cuanto vio a Sarene entrar en casa de Roial cubierta de mugre—. Vi a algunos mezclándose con los invitados.
—Invité a los oficiales de Eondel —explicó Roial—. O, al menos, a la media docena que estaba en la ciudad.
—Muy bien —dijo Sarene—. Así que cuando me he marchado Ashe ha llamado a tu seon y os ha dicho que estaba persiguiendo al rey.
—«La muchacha idiota va a hacerse matar», han sido sus palabras exactas, creo —dijo Roial con una risita.
—¡Ashe!
—Pido disculpas, mi señora —dijo el seon, latiendo cohibido—. Estaba bastante nervioso.
—Entonces Ashe ha llamado a Roial y él ha reunido a Eondel y sus hombres. Todos me habéis seguido por las alcantarillas, con la guía de tu seon.
—Hasta que Eondel te ha oído gritar —terminó Roial—. Tienes mucha suerte de contar con la lealtad de ese hombre, Sarene.
—Lo sé. Es la segunda vez esta semana que su espada ha demostrado ser útil. Cuando vuelva a ver a Iadon, recuérdame que le dé una patada por convencer a los nobles de que el entrenamiento militar es indigno de ellos.
Roial se echó a reír.
—Puede que tengas que ponerte en la cola para dar esa patada, princesa. Dudo que los sacerdotes de la ciudad, derethi o korathi, dejen que el rey se salga con la suya por participar en los Misterios Jeskeri.
—Y por sacrificar a esa pobre mujer —dijo Sarene en voz baja.
El tono de la conversación se apagó cuando recordaron lo que estaban discutiendo. Sarene se estremeció recordando el altar cubierto de sangre y a su ocupante. «Ashe tiene razón —pensó sombría—. No es momento de bromas».
—¿Eso es lo que era, entonces? —preguntó Lukel.
Sarene asintió.
—Los Misterios a veces exigen sacrificios. Iadon debe de haber querido algo con mucha urgencia.
—Nuestro amigo derethi dice tener algún conocimiento sobre el tema —intervino Roial—. Cree que el rey pedía a los espíritus Jesker que destruyeran a alguien por él.
—¿A mí? —preguntó Sarene, sintiendo frío a pesar de la manta.
Roial asintió.
—El arteth Dilaf dice que las instrucciones estaban escritas en el altar con la sangre de la mujer.
Sarene se estremeció.
—Bueno, al menos ahora sabemos lo que les pasó a las criadas y cocineras que desaparecieron del palacio.
Roial volvió a asentir.
—Imagino que el rey lleva mucho tiempo practicando los Misterios… tal vez incluso desde el Reod. Obviamente era el líder de esa banda concreta.
—¿Y los demás? —preguntó Sarene.
—Nobles menores. Iadon no habría implicado a nadie que pudiera desafiarlo.
—Espera un momento —dijo Sarene, frunciendo el ceño—. ¿De dónde ha salido el sacerdote derethi?
Roial miró incómodo su taza.
—Es culpa mía. Me vio congregando a los hombres de Eondel… Tenía prisa, y nos siguió. No hemos tenido tiempo de ocuparnos de él.
Sarene sorbió su bebida con tristeza. Los acontecimientos de la noche decididamente no habían ido según sus planes.
De repente, Ahan apareció en la puerta.
—¡Harapiento Domi, Sarene! —declaró—. Primero te opones al rey, luego lo rescatas y ahora lo destronas. ¿Quieres decidirte de una vez?
Sarene acercó las rodillas al pecho y dejó caer la cabeza entre ellas con un gemido.
—¿No hay manera de guardar el secreto?
—No —dijo Roial—. El sacerdote derethi se ha encargado de eso… ya lo ha anunciado por media ciudad.
—¿Dónde está Eondel? —preguntó Sarene, la voz apagada por las mantas.
—Encerrando al rey en la cárcel —dijo Ahan.
—¿Y Shuden?
—Encargándose de que las mujeres lleguen a salvo a casa, supongo —dijo Lukel.
—Muy bien —dijo Sarene, alzando la cabeza y apartándose el pelo de los ojos—. Tendremos que actuar sin ellos. Caballeros, me temo que acabo de destruir nuestro breve momento de paz. Tenemos que establecer un plan de urgencia… y sobre todo planificar el control de daños.