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Hrathen no trató de ocultar su transformación. Salió solemnemente de sus aposentos, revelando su condena a toda la capilla. Dilaf estaba a mitad del oficio de la mañana. Merecía la pena perder el pelo y el color de la piel por ver al bajo sacerdote areliso retroceder dando tumbos, horrorizado de sorpresa.

Los sacerdotes korathi vinieron por Hrathen poco después. Le dieron una gran túnica blanca para esconder su desfiguración y se lo llevaron de la capilla vacía. Hrathen sonrió para sus adentros viendo al confuso Dilaf observarlo con odio desde su alcoba, abiertamente por primera vez.

Los sacerdotes korathi lo llevaron a su capilla, lo desnudaron y lavaron su cuerpo ahora cubierto de manchas negras con agua del río Aredel. Luego lo envolvieron en una saya blanca hecha con gruesas tiras de tela parecidas a harapos. Después de lavarlo y vestirlo, los sacerdotes se retiraron y permitieron a Omin acercarse. El pequeño y calvo líder de los korathi de Arelon bendijo a Hrathen en silencio, trazando el símbolo del Aon Omi sobre su pecho. Los ojos del areliso apenas traicionaban un atisbo de satisfacción.

Después de eso, lo condujeron por las calles de la ciudad, cantando. Sin embargo, se encontraron con un escuadrón de soldados de Iadon que bloqueaba el paso. Los soldados montaban guardia y hablaban con voz apagada. Hrathen los observó sorprendido: reconoció a hombres preparándose para la batalla. Omin discutió con el capitán de la guardia de Elantris durante un rato mientras los otros sacerdotes llevaban a Hrathen a un edificio bajo situado junto a la garita, un centro de detención, marcado con el Aon Omi.

Hrathen observó por la ventanita de la habitación cómo dos apurados guardias llegaban corriendo y entregaban a los soldados de Iadon un papel enrollado. El capitán lo leyó, frunció el ceño y se puso a discutir con el mensajero. Después de esto, Omin regresó y explicó que tendrían que esperar.

Y esperaron, durante casi dos horas.

Hrathen había oído que los sacerdotes sólo arrojaban a la gente a Elantris a una hora determinada del día, pero al parecer se trataba de un margen de tiempo y no de un momento específico. Al final, los sacerdotes le pusieron en los brazos una cestita de comida, ofrecieron una última oración a su penoso dios y lo empujaron al otro lado de las puertas.

Hrathen se encontró en la ciudad, la cabeza calva, la piel con grandes manchas negras. Ahora era un elantrino. La ciudad era igual vista desde dentro que desde la muralla: putrefacta, sucia, impía. No tenía nada que ofrecerle. Se dio media vuelta, tiró al suelo la exigua cesta de comida y se puso de rodillas.

—Oh, Jaddeth, Señor de toda la Creación —empezó a decir con voz fuerte y firme—. Oye ahora la petición de un siervo de tu Imperio. Quita esta mancha de mi sangre. Devuélveme la vida. Te lo imploro con todo el poder de mi puesto como santo gyorn.

No hubo ninguna respuesta. Por eso, repitió la oración otra y otra, y otra vez…