—Mi señora, ¿estás herida? —la grave voz de Ashe estaba cargada de preocupación.
Sarene trató de secarse los ojos, pero no había lágrimas en ellos.
—No —dijo, entre sollozos apagados—. Estoy bien.
Sin dejarse convencer, el seon flotó a su alrededor trazando un lento semicírculo, en busca de algún signo de heridas externas. Las casas y las tiendas quedaban atrás rápidamente al otro lado de la ventanilla del carruaje mientras el vehículo regresaba al palacio. Eondel, el propietario del vehículo, se había quedado en las puertas de Elantris.
—Mi señora —dijo Ashe con sinceridad—. ¿Qué ocurre?
—Yo tenía razón, Ashe —contestó ella, intentando reírse de su estupidez a través de las lágrimas—. Tendría que estar contenta: acerté con él desde el principio.
—¿Espíritu?
Sarene asintió, apoyó la cabeza contra el respaldo del asiento y contempló el techo del carruaje.
—Le estaba quitando la comida a la gente. Tendrías que haberlos visto, Ashe… el hambre los había vuelto locos. Los guerreros de Espíritu los mantenían alejados del patio, pero el hambre debió por fin de ser tan grande que contraatacaron. No entiendo cómo lo han logrado… No tenían armaduras ni espadas, sólo su hambre. Él ni siquiera se ha molestado en negarlo. Se ha quedado allí, viendo sus planes irse al traste, con un saco de comida caído a sus pies.
Sarene se llevó las manos a la cara, sujetándose la cabeza, llena de frustración.
—¿Por qué soy tan estúpida? —Ashe latió, preocupado—. Sabía lo que estaba haciendo. ¿Por qué me molesta averiguar que tenía razón? —Sarene inspiró profundamente, pero el aliento se le quedó atascado en la garganta. Ashe tenía razón: se había involucrado demasiado con Espíritu y Elantris. Se había implicado demasiado emocionalmente para hacer caso a sus recelos.
El resultado había sido un desastre. La nobleza había respondido al dolor y la ignominia elantrinos. Los prejuicios largamente mantenidos se habían debilitado y las enseñanzas korathi de moderación habían demostrado tener su influencia. Ahora, sin embargo, los nobles sólo recordarían que los habían atacado. Sarene daba gracias a Domi de que ninguno hubiese resultado herido.
Sacó a Sarene de su ensimismamiento el sonido de armaduras entrechocando ante su ventanilla. Recuperando la compostura como pudo, asomó la cabeza para ver qué causaba el jaleo. Una doble fila de hombres con cota de malla y cuero marchaba junto a su carruaje, la librea negra y roja. La guardia personal de Iadon se dirigía a Elantris.
Sarene sintió un escalofrío cuando vio a los guerreros de rostro sombrío.
—Idos Domi —susurró. Había dureza en los ojos de aquellos hombres: estaban dispuestos a matar. A exterminar.
Al principio, el cochero se resistió a obedecer las órdenes de Sarene de conducir más rápido, pero pocos hombres podían resistirse a una decidida princesa teoisa. Llegaron al palacio poco después, y Sarene saltó del carruaje sin esperar a que el cochero le bajara los escalones.
Su reputación entre el personal de palacio estaba creciendo, y la mayoría había aprendido a apartarse de su camino cuando recorría los pasillos. Los guardias del estudio de Iadon también se estaban acostumbrando a ella, así que suspiraron resignados y le abrieron las puertas.
La expresión del rostro del rey cambió visiblemente cuando ella entró.
—Sea lo que sea, esperará. Tenemos una crisis…
Sarene golpeó con las palmas de las manos la mesa de Iadon, sacudiendo la madera y derribando el posaplumas.
—En el bendito nombre de Domi, ¿qué crees que estás haciendo?
Iadon se ruborizó de frustración y furia y se puso en pie.
—¡Han atacado a miembros de mi corte! Mi deber es responder.
—No me hables de deberes, Iadon —le replicó Sarene—. Llevas diez años buscando una excusa para destruir Elantris… sólo las supersticiones de la gente te han detenido.
—¿Y tu protesta es…? —preguntó él fríamente.
—¡No voy a ser yo quien te dé esa excusa! Retira a tus hombres.
Iadon hizo una mueca.
—Tú más que nadie tendrías que agradecer la rapidez de mi respuesta, princesa. Es tu honor lo que ese ataque ha mancillado.
—Soy perfectamente capaz de proteger mi honor, Iadon. Esas tropas actúan en directa oposición a todo lo que he conseguido estas últimas semanas.
—Era un proyecto estúpido de todas formas —declaró Iadon, dejando caer un fajo de papeles sobre la mesa. La hoja superior se agitó con el movimiento y Sarene pudo leer las órdenes escritas. Las palabras «Elantris» y «exterminio» destacaban, sombrías e imponentes.
—Vuelve a tus aposentos, Sarene —dijo el rey—. Esto quedará resuelto en cuestión de horas.
Por primera vez Sarene fue consciente del aspecto que debía de tener, el rostro colorado y sucio por las lágrimas, su vestido monocromo manchado de sudor y de mugre de Elantris, y el pelo despeinado recogido hacia atrás en una trenza suelta.
El momento de inseguridad pasó cuando miró de nuevo al rey y vio la satisfacción en sus ojos. Masacraría a todos los hambrientos e indefensos de Elantris. Mataría a Espíritu. Todo por su culpa.
—Escúchame, Iadon —dijo Sarene, la voz aguda y fría. Sostuvo la mirada del rey, alzando su casi metro ochenta de altura sobre el hombre, más pequeño—. Retirarás a tus soldados de Elantris. Dejarás a esa gente en paz. De lo contrario, empezaré a contarle a la gente lo que sé de ti.
Iadon bufó.
—¿Me desafías, Iadon? Creo que cambiarás de opinión cuando todo el mundo sepa la verdad. Sabes que ya piensan que eres un cretino. Fingen obedecerte, pero sabes… sabes en el fondo susurrante de tu corazón que se burlan de ti con su obediencia. ¿Crees que no se han enterado de que perdiste tus barcos? ¿Crees que no se reían diciendo que su rey pronto sería tan pobre como un barón? Oh, lo sabían. ¿Cómo te enfrentarás ahora a ellos, Iadon, cuando se enteren de cómo sobreviviste realmente? Cuando les demuestre cómo rescaté tus ingresos, cómo te facilité los contratos con Teod, cómo salvé tu corona.
Mientras hablaba, fue recalcando cada frase marcándole el pecho con un dedo. Perlas de sudor aparecieron en la frente de Iadon mientras empezaba a ceder bajo su mirada implacable.
—Eres un necio, Iadon —susurró ella—. Yo lo sé, tus nobles lo saben y el mundo lo sabe. Has tomado una gran nación y la has aplastado en tus manos ansiosas. Has esclavizado al pueblo y has manchado el honor de Arelon. Y, a pesar de todo, tu país se empobrece. Incluso tú, el rey, eres tan pobre que sólo un regalo de Teod te permite conservar la corona.
Iadon retrocedió. El rey pareció encogerse, su arrogancia cedía ante la furia de Sarene.
—¿Cómo será, Iadon? —susurró ella—. ¿Cómo te sentirás sabiendo que toda la corte sabe que estás en deuda con una mujer? ¿Y una niña tonta, además? Quedarás en evidencia. Todo el mundo sabrá lo que eres. Nada más que un inútil inseguro, trivial e incapaz.
Iadon se desplomó en su asiento. Sarene le tendió una pluma.
—Retira la orden —exigió.
Los dedos de Iadon temblaban mientras escribía una contraorden al pie de la página y estampaba su sello personal.
Sarene agarró el papel y salió de la habitación.
—¡Ashe, detén a esos soldados! Diles que llegan nuevas órdenes.
—Sí, mi señora —respondió el seon, corriendo por el pasillo hacia una ventana, más rápido que un caballo al galope.
—¡Tú! —ordenó Sarene, golpeando con la hoja de papel enrollada el peto de un guardia—. Lleva esto a Elantris.
El hombre aceptó el papel, inseguro.
—¡Corre! —ordenó Sarene.
Lo hizo.
Sarene se cruzó de brazos y contempló al hombre correr pasillo abajo. Luego se volvió a mirar al segundo guardia. Éste empezó a retorcerse nervioso bajo su mirada.
—Humm, voy a asegurarme de que llegue —tartamudeó el hombre, y echó a correr tras su compañero.
Sarene esperó allí un momento, luego volvió al estudio del rey y cerró las puertas. Se quedó mirando a Iadon, desmoronado en su silla, los codos sobre la mesa y la cabeza entre las manos. El rey sollozaba en silencio.
Para cuando Sarene llegó a Elantris, las nuevas órdenes habían sido entregadas hacía rato. La guardia de Iadon esperaba insegura ante las puertas. Ella dijo a los hombres que se fueran a casa, pero el capitán se negó, aduciendo que había recibido órdenes de no atacar, pero que no tenía ninguna de retirarse. Poco después llegó un correo que traía órdenes para que hiciera justamente eso. El capitán le dirigió una mirada irritada a Sarene y mandó a sus hombres volver al palacio.
Sarene esperó un poco más y emprendió la agotadora subida hasta lo alto de la muralla para contemplar el patio. Su carro de alimentos estaba abandonado en el centro de la plaza, volcado y con cajas rotas alrededor. Había también cuerpos: los miembros caídos del grupo atacante, cuyos cadáveres se pudrían en la mugre.
Sarene se detuvo, envarada. Uno de los cadáveres se movía todavía. Sarene se apoyó en la balaustrada de piedra, contemplando al caído. La distancia era grande, pero vio la silueta de las piernas del hombre… a una docena de palmos de su pecho. Un poderoso golpe lo había cortado por la cintura. Era imposible que hubiera podido sobrevivir a una herida semejante. Sin embargo, insanamente, sus brazos se agitaban en el aire con desesperada falta de rumbo.
—Misericordioso Domi —susurró Sarene, llevándose la mano al pecho, buscando con los dedos su pequeño colgante korathi. Escrutó incrédula el patio. Algunos de los otros cuerpos se movían también, a pesar de sus horribles heridas.
«Dicen que los elantrinos están muertos —se recordó—. Que son difuntos cuyas mentes se niegan a descansar».
Por primera vez Sarene advirtió cómo sobrevivían los elantrinos sin comida. No necesitaban comer.
Pero entonces, ¿por qué lo hacían?
Sarene sacudió la cabeza, tratando de despejar su mente tanto de la confusión como de los cadáveres que se agitaban allá abajo. Al hacerlo, sus ojos se posaron sobre otra figura. Estaba arrodillaba a la sombra de la muralla y su postura denotaba una pena inenarrable. Sarene avanzó por el paseo en dirección a la forma, arrastrando la mano por la balaustrada de piedra. Se detuvo cuando estuvo sobre él.
De alguna manera, supo que la figura pertenecía a Espíritu. Sujetaba un cuerpo en sus brazos, meciéndolo adelante y atrás, con la cabeza gacha. El mensaje estaba claro: incluso un tirano podía amar a aquellos que le seguían.
«Te he salvado —pensó Sarene—. El rey podría haberte destruido, pero te he salvado la vida. No lo he hecho por ti, Espíritu. Lo he hecho por toda esa gente sobre la que gobiernas».
Espíritu no reparó en su presencia.
Sarene trató de seguir furiosa con él. Sin embargo, al contemplarlo y sentir su agonía, no pudo ni siquiera mentirse a sí misma. Los acontecimientos del día la perturbaban por diversos motivos. Estaba furiosa porque sus planes se habían frustrado. Lamentaba no poder seguir alimentando a los esforzados elantrinos. No estaba contenta con la forma en que los aristócratas verían Elantris.
Pero también la entristecía no poder volver a verlo. Tirano o no, le había parecido un buen hombre. Tal vez… tal vez sólo un tirano podía gobernar en un lugar como Elantris. Tal vez era lo mejor que la gente tenía.
De todas formas, probablemente nunca más volvería a verlo. Nunca más miraría aquellos ojos, a pesar del cuerpo deforme, tan vibrantes y vivos. Había en ellos una complejidad que ella nunca podría desentrañar.
Se había terminado.
Buscó refugio en el único lugar de Kae donde se sentía a salvo. Kiin la dejó pasar, y luego la sostuvo cuando cayó en sus brazos. Fue un final perfectamente humillante para un día muy emotivo. No obstante, el abrazo mereció la pena. De niña, había decidido que su tío era muy bueno dando abrazos, sus anchos brazos y su enorme pecho eran suficientes para envolver incluso a una muchacha alta y larguirucha.
Sarene finalmente lo soltó, se secó los ojos y se sintió decepcionada consigo misma cuando volvió a echarse a llorar. Kiin simplemente colocó una mano enorme sobre su hombro y la condujo al comedor, donde toda la familia, incluso Adien, estaba sentada alrededor de la mesa.
Lukel charlaba animadamente, pero se interrumpió al ver a Sarene.
—Pronuncia el nombre del león —dijo, citando un proverbio jindoés—, y vendrá al festín.
Los ojos asustados y levemente desenfocados de Adien encontraron su rostro.
—Seiscientos setenta y dos pasos desde aquí a Elantris —susurró.
Guardaron silencio un momento. Entonces Kaise saltó de su silla.
—¡Sarene! ¿De verdad intentaron comerte?
—No, Kaise —respondió Sarene, tomando asiento—. Sólo querían nuestra comida.
—Kaise, deja a tu prima en paz —ordenó Daora con firmeza—. Ha tenido un día completo.
—Y yo me lo he perdido —dijo Kaise hoscamente, desplomándose en su asiento. Entonces dirigió una mirada furiosa a su hermano—. ¿Por qué tuviste que ponerte enfermo?
—No fue culpa mía —protestó Daorn, todavía un poco débil. No parecía muy decepcionado por haberse perdido la batalla.
—Silencio, niños —insistió Daora.
—No pasa nada —dijo Sarene—. Puedo hablar de ello.
—Bueno, entonces ¿es cierto? —preguntó Lukel.
—Sí. Algunos elantrinos nos atacaron, pero nadie resultó herido… al menos nadie de nuestro bando.
—No —dijo Lukel—. No me refería a eso, sino al rey. ¿Es cierto que lo has sometido a gritos?
Sarene se puso pálida.
—¿Eso se sabe?
Lukel se echó a reír.
—Dicen que tu voz llegaba hasta el salón principal. Iadon aún no ha salido de su estudio.
—Puede que me haya dejado llevar un poco.
—Has hecho lo adecuado, querida —le aseguró Daora—. Iadon está demasiado acostumbrado a que la corte salte cuando él estornuda. Probablemente no ha sabido qué hacer cuando alguien se le ha enfrentado.
—No ha sido tan difícil —dijo Sarene, sacudiendo la cabeza—. A pesar de esa fachada es muy inseguro.
—La mayoría de los hombres lo son, querida.
Lukel se echó a reír.
—Prima, ¿qué hacíamos sin ti? La vida era muy aburrida antes de que decidieras venir aquí y complicarlo todo por nosotros.
—Preferiría haberlo complicado un poco menos —murmuró Sarene—. Iadon no va a reaccionar bien cuando se recupere.
—Si se sale de la fila, puedes volver a gritarle.
—No —dijo Kiin, solemne—. Ella tiene razón. Los monarcas no pueden permitir que los reprendan en público. Puede que nos esperen tiempos más difíciles cuando esto termine.
—Eso, o tendrá que abdicar en favor de Sarene —rió Lukel.
—Tal como temía tu padre —recalcó la grave voz de Ashe mientras entraba flotando por la ventana—. Siempre le preocupó que Arelon no pudiera contigo, mi señora.
Sarene sonrió débilmente.
—¿Han vuelto?
—Lo han hecho —dijo el seon. Ella lo había enviado tras los guardias de Iadon, por si decidían ignorar sus órdenes—. El capitán ha ido inmediatamente a ver al rey. Se ha marchado cuando Su Majestad se ha negado a abrirle la puerta.
—No estaría bien que un soldado viera a su rey lloriqueando como un niño —dijo Lukel.
—De todas formas —continuó el seon—, yo…
Lo interrumpió una insistente llamada a la puerta. Kiin desapareció y luego regresó con un ansioso lord Shuden.
—Mi señora —dijo éste, inclinando levemente la cabeza ante Sarene. Luego se volvió hacia Lukel—. He oído una noticia muy interesante.
—Todo es cierto —respondió Lukel—. Se lo hemos preguntado a Sarene.
Shuden negó con la cabeza.
—No se trata de eso.
Sarene alzó la cabeza, preocupada.
—¿Qué más puede haber sucedido hoy?
Los ojos de Shuden chispearon.
—Nunca adivinaréis a quién alcanzó la Shaod anoche.