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Lo más difícil era decidir por dónde empezar. Las estanterías se extendían hasta perderse de vista y la información que contenían parecía infinita. Raoden estaba seguro de que las pistas que necesitaba se hallaban en alguna parte de aquel vasto mar de páginas, pero encontrarlas parecía una tarea verdaderamente titánica.

Fue Karata quien hizo el descubrimiento. Localizó un estante bajo de un lado de la sala, frente a la entrada. Había unos treinta volúmenes en el estante, cubiertos de polvo. Eran un catálogo, con números asignados a las diversas columnas e hileras de la biblioteca. Gracias a él, Raoden localizó fácilmente los libros sobre la AonDor. Seleccionó el volumen menos complicado que pudo encontrar, y se puso a trabajar.

Raoden restringió el conocimiento de la existencia de la biblioteca a sí mismo, Galladon y Karata. No sólo temía que volviera a repetirse el saqueo de Aanden, que había acabado hirviendo los libros, sino que sentía que había algo sagrado en aquel edificio. No era un lugar para ser invadido por visitantes que desorganizarían los libros por ignorancia y destrozarían la calma.

Mantuvieron también la charca en secreto. A Mareshe y Saolin les dieron una explicación simplificada. Su propia ansiedad advertía a Raoden lo peligrosa que era la charca. Una parte de él deseaba su mortal abrazo, el descanso de la destrucción. Si la gente se enteraba de que había una forma fácil e indolora de escapar del sufrimiento, muchos la aceptarían sin vacilación. La ciudad quedaría despoblada en cuestión de meses.

Permitirles hacerlo era una opción, por supuesto. ¿Qué derecho tenía a negarles a los otros la paz? Con todo, Raoden sentía que era demasiado pronto para renunciar a Elantris. En las semanas anteriores a la llegada de Sarene y sus repartos de comida, había visto que Elantris podía olvidar el dolor y el hambre. Los elantrinos podían sobreponerse a sus necesidades: había para ellos otra vía de escape aparte de la destrucción.

Pero no para él. El dolor aumentaba cada día. Extraía fuerzas del dor, acercándolo un poco más al sometimiento con cada asalto. Por fortuna, tenía los libros para distraerse. Los estudiaba con hipnótica fascinación, hasta que descubrió por fin las explicaciones sencillas que buscaba desde hacía tanto tiempo.

Leyó cómo funcionaban en conjunto las complejas ecuaciones aónicas. Dibujar una línea ligeramente más larga en proporción al resto del aon podía surtir efectos drásticos. Dos ecuaciones aónicas podían empezar igual, pero (como dos piedras que caían montaña abajo siguiendo caminos levemente diferentes) acabar haciendo cosas completamente distintas. Todo por cambiar la longitud de unas pocas líneas.

Empezó a comprender la teoría de la AonDor. El dor era tal como lo había descrito Galladon: una poderosa reserva situada más allá de los sentidos normales. Su único deseo era escapar. Los libros explicaban que el dor existía en un lugar sometido a presión y que por eso la energía se abría paso a través de cualquier salida viable, pasando de una zona de concentración alta a otra de concentración baja.

Sin embargo, dada la naturaleza del dor, podía entrar en el mundo físico sólo a través de puertas del tamaño y la forma adecuados. Los elantrinos creaban grietas con sus dibujos, un medio para que el dor escapara, y esos dibujos decidían qué forma debía tomar la energía cuando apareciera. No obstante, si una sola línea tenía la proporción equivocada, el dor sería incapaz de entrar, como un cuadrado que intenta abrirse paso a través de un agujero redondo. Algunos teóricos describían el proceso usando palabras desconocidas como «frecuencia» y «longitud de pulso». Raoden sólo empezaba a comprender cuánto genio científico había contenido en las páginas mohosas de la biblioteca.

Pero a pesar de todos sus estudios era incapaz de descubrir qué había hecho que la AonDor dejara de funcionar, lo cual resultaba decepcionante. Sólo podía deducir que el dor había cambiado de algún modo. Quizás, en vez de un cuadrado, el dor era un triángulo y, no importaba cuántos aones cuadrados dibujara Raoden, la energía no podía pasar. Qué habría provocado el súbito cambio del dor era algo que se le escapaba.

—¿Cómo ha llegado eso aquí? —preguntó Galladon, interrumpiendo los pensamientos de Raoden. El dula señaló al seon Ien, que flotaba encima de un estante, proyectando con su luz sombras sobre los libros.

—No lo sé —dijo Raoden, mirando a Ien girar unas cuantas veces.

—Tengo que admitirlo, sule. Tu seon da miedo.

Raoden se encogió de hombros.

—Todos los seones locos son así.

—Sí, pero los otros normalmente se mantienen alejados de la gente.

Galladon miró a Ien y se estremeció levemente. El seon, como de costumbre, no prestaba atención a Galladon… aunque parecía gustarle estar cerca de Raoden.

—Bueno, sea como sea, Saolin pregunta por ti —dijo Galladon.

Raoden asintió, cerró el libro y dejó la mesita, una de las muchas que había al fondo de la biblioteca. Se reunió con Galladon en la puerta. El dula dirigió una última mirada incómoda a Ien antes de cerrar la puerta y dejar al seon en la oscuridad.

—No sé, Saolin —dijo Raoden, vacilante.

—Mi señor, tenemos pocas opciones —respondió el soldado—. Mis hombres tienen demasiadas heridas. Sería absurdo que nos enfrentáramos hoy a Shaor… Los salvajes apenas se detendrían para echarse a reír mientras nos apartan.

Raoden asintió con un suspiro. El soldado tenía razón: no podían seguir alejando a los hombres de Shaor de Sarene. Aunque Saolin había aprendido a pelear bastante bien con la mano izquierda, no quedaban suficientes guerreros para proteger el patio. Además, parecía que los hombres de Shaor se volvían más y más feroces. Obviamente, saber que había comida en el patio y no poder alcanzarla los había empujado a un estado aún más profundo de locura.

Raoden había intentado dejar comida para ellos, pero la distracción funcionó poco tiempo. Se atracaban y luego volvían, aún más furiosos que antes. Los impulsaba un único y obsesivo objetivo: llegar a los carros de alimentos del patio.

«¡Si al menos tuviéramos más soldados!», pensó Raoden con frustración. Había perdido a muchos de los suyos con los repartos de Sarene, mientras que el número de Shaor al parecer continuaba siendo el mismo. Raoden y Galladon se habían ofrecido a unirse a los luchadores de Saolin, pero el curtido capitán no había querido hablar del tema.

—Los líderes no luchan —dijo simplemente el hombre de la nariz rota—. Sois demasiado valiosos.

Raoden sabía que el hombre tenía razón. Raoden y Galladon no eran soldados. No harían más que estorbar a la tropa cuidadosamente entrenada de Saolin. Les quedaban pocas opciones, y parecía que el plan de Saolin era lo mejor que tenían a mano.

—De acuerdo —dijo Raoden—. Hazlo.

—Muy bien, mi señor —respondió Saolin, inclinando levemente la cabeza—. Iniciaré los preparativos… sólo faltan unos minutos para que llegue la princesa.

Raoden despidió a Saolin con un gesto. El plan del soldado era un último intento a la desesperada por tender una trampa. Los hombres de Shaor solían seguir el mismo camino cada día antes de dividirse para intentar llegar al patio, y Saolin planeaba tenderles una emboscada mientras se aproximaban. Era arriesgado, pero posiblemente fuera su única oportunidad. Los soldados no podían continuar luchando como hasta entonces.

—Supongo que deberíamos irnos, pues —dijo Raoden.

Galladon asintió. Mientras se volvían para ir al patio, Raoden no pudo dejar de sentirse incómodo por la decisión que había tomado. Si Saolin perdía, los salvajes se abrirían paso. Si Saolin ganaba, eso significaría la muerte o la incapacitación de docenas de elantrinos… hombres, de ambos bandos, que Raoden tendría que haber podido proteger.

«Sea como sea, soy un fracaso», pensó Raoden.

Sarene notaba que algo iba mal, pero no estaba segura de qué. Espíritu estaba nervioso y sus modales amistosos parecían apagados. No tenía que ver con ella, sino con otra cosa. Tal vez con la carga del liderazgo.

Quiso preguntarle qué era. Realizó la ya familiar rutina del reparto. La preocupación de Espíritu la ponía nerviosa. Cada vez que él se acercaba para aceptar un artículo del carro, ella lo miraba a los ojos y veía su tensión. No era capaz de preguntarle cuál era el problema. Había pasado demasiado tiempo fingiendo frialdad, ignorando sus intentos de entablar amistad. Igual que en Teod, se había encasillado a sí misma en un papel. Y, al igual que antes, se maldijo a sí misma por no saber escapar de su indiferencia autoimpuesta.

Por fortuna, Espíritu no compartía sus inhibiciones. Cuando los nobles se congregaron para empezar el reparto, la apartó del grupo principal.

Ella lo miró con curiosidad.

—¿Qué?

Espíritu miró al grupo de nobles, algunos de ellos mujeres, que esperaban a que los elantrinos se acercaran para recibir su comida. Finalmente, se volvió hacia Sarene.

—¿Recuerdas que te dije que no todos los elantrinos son tan dóciles como los que había aquí?

—Sí —dijo Sarene lentamente. «¿Cuál es el truco, Espíritu? ¿A qué juego estás jugando?». Parecía tan honrado, tan digno. Sin embargo, Sarene no podía dejar de pensar que estaba jugando con ella.

—Bueno, pues… —dijo Espíritu—. Estate preparada. Mantén a tus guardias cerca.

Sarene frunció el ceño. Leyó una nueva emoción en sus ojos, algo que no había visto antes. Culpa.

Mientras Espíritu se volvía hacia el grupo dejando el eco de sus ominosas palabras en su mente, una parte de Sarene agradeció de pronto haber permanecido distante. Él le estaba ocultando algo… algo importante. Su sentido de la política la advertía de que tuviera cautela.

Fuera lo que fuese lo que él estaba esperando, no se produjo. Cuando empezaron a repartir comida, Espíritu se había relajado un poco y hablaba alegremente. Sarene empezó a pensar que había hecho una montaña de un grano de arena, y sin motivo.

Entonces empezaron los gritos.

Raoden soltó una maldición y dejó caer su bolsa de comida cuando oyó el aullido. Estaba cerca… demasiado cerca. Un momento después vio aparecer la silueta de Saolin en la boca de un callejón. El apurado soldado blandía la espada locamente contra cuatro oponentes distintos. Uno de los salvajes golpeó con un palo las piernas de Saolin, y el soldado cayó.

Los hombres de Shaor habían llegado.

Salieron de todos los callejones casi dos docenas de locos aulladores. Los guardias de la ciudad reaccionaron al unísono, arrancados de su letargo junto a las puertas, pero fueron demasiado lentos. Los hombres de Shaor saltaron hacia el grupo de aristócratas y elantrinos, las bocas salvajemente abiertas.

Entonces apareció Eondel. Por un quiebro de la fortuna, había decidido acompañar a Sarene en aquella visita y, como siempre, llevaba espada, contraviniendo todas las normas relativas a la seguridad. En este caso, su previsión estuvo justificada.

Los hombres de Shaor no esperaban ninguna resistencia y se atropellaron ante la hoja del general. A pesar de sus años, Eondel luchaba con enorme destreza y decapitó a dos salvajes en un instante. El arma de Eondel, impulsada por sus poderosos músculos, cortaba con facilidad la carne elantrina. Su ataque retuvo a los salvajes el tiempo suficiente para que los guardias se unieran a la batalla y formaran una línea tras él.

Comprendiendo por fin que corrían peligro, los nobles empezaron a gritar. Por fortuna, sólo estaban a unos pasos de las puertas y huyeron fácilmente de aquel caos. Pronto sólo quedaron Raoden y Sarene, mirándose el uno a la otra por encima de la batalla.

Uno de los seguidores de Shaor cayó a sus pies, agarrando un cartón de gachas de grano. El vientre de la criatura estaba abierto de la cintura hasta el cuello y sus brazos se agitaban torpemente, mezclando la blanca pasta con la mugre del empedrado. Sus labios temblaban mientras miraba hacia arriba.

—Comida. Sólo queríamos un poco de comida. Comida… —dijo el loco, iniciando el mantra de los hoed.

Sarene contempló a la criatura y retrocedió un paso. Cuando miró de nuevo a Raoden, sus ojos brillaban con la fría ira de la traición.

—No les has dado comida, ¿verdad? —lo acusó.

Raoden asintió lentamente, sin poner ninguna excusa.

—Así es.

—¡Tirano! —susurró ella—. ¡Déspota sin corazón!

Raoden se volvió a mirar a los desesperados hombres de Shaor. En cierto modo, ella tenía razón.

—Sí. Lo soy.

Sarene dio otro paso atrás. Sin embargo, tropezó con algo. Raoden intentó sujetarla, pero se detuvo al darse cuenta de qué la había hecho tropezar. Era un saco de comida, uno de los sacos llenos a reventar que Raoden había preparado para los hoed. Sarene lo vio también, y comprendió.

—Casi había empezado a confiar en ti —dijo Sarene amargamente. Luego se marchó corriendo hacia las puertas mientras los soldados se replegaban. Los hombres de Shaor no los siguieron. Cayeron sobre el botín que los nobles habían abandonado.

Raoden se apartó. Los hombres de Shaor ni siquiera parecían reparar en él mientras atacaban los suministros dispersos, atiborrándose con manos sucias. Raoden los observó con ojos cansados. Se había terminado. Los nobles no volverían a entrar en Elantris. Al menos no había muerto ninguno.

Entonces se acordó de Saolin y cruzó corriendo el patio para arrodillarse junto a su amigo. El viejo soldado miraba el cielo sin verlo, moviendo la cabeza de un lado a otro mientras murmuraba:

—Le he fallado a mi señor. Le he fallado a mi lord Espíritu. Fallado, fallado, fallado…

Raoden gimió, inclinando la cabeza desesperado. «¿Qué he hecho?», se preguntó, meciendo inútilmente al nuevo hoed.

Raoden se quedó allí, perdido en su pesar hasta mucho después de que los hombres de Shaor se llevaran los restos de comida y huyeran. Al cabo de un rato, un sonido incongruente lo sacó de su pena.

Las puertas de Elantris volvían a abrirse.