Las puertas se cerraron de golpe cuando el carro de Sarene inició el regreso a Kae.
—¿Estás seguro de que está al mando? —preguntó ella.
Ashe flotó levemente.
—Tenías razón, mi señora: mi información sobre los jefes de bandas estaba desfasada. Llaman a este recién llegado lord Espíritu. Su ascenso es reciente: la mayoría no había oído hablar de él hace un mes, aunque un hombre dice que lord Espíritu y Shaor son la misma persona. Los informes coinciden en que derrotó a Karata y a Aanden. Al parecer, la segunda confrontación implicó una terrible batalla.
—Entonces esos con los que me estoy reuniendo son impostores —dijo Sarene, frotándose la mejilla mientras viajaba en la parte trasera del carro. No era un transporte demasiado adecuado para una princesa, pero ningún noble de aquel día se había ofrecido a llevarla en su carruaje. Su intención era pedírselo a Shuden, pero había desaparecido: la joven Torena se lo había arrebatado.
—Al parecer sí, mi señora. ¿Estás enfadada? —Ashe hizo la pregunta con cuidado. Había dejado claro que seguía pensando que su preocupación por Espíritu era una distracción innecesaria.
—No, en realidad no. Cabe esperar ciertos subterfugios en cualquier relación política.
O al menos eso dijo. Necesidad política o no, quería que Espíritu fuera sincero con ella. Estaba empezando a fiarse de él, y eso la preocupaba.
Él había decidido confiar en ella por algún motivo. Con los otros era brillante y alegre, pero ningún hombre podía ser tan optimista. Cuando hablaba a solas con Sarene era más sincero. Ella veía el dolor en sus ojos, las penas y preocupaciones ocultas. Aquel hombre, caudillo o no, se preocupaba por Elantris.
Como todos los elantrinos, era más cadáver que hombre, con la piel ajada y seca, la cabeza completamente calva y sin cejas. Sin embargo, la repulsión de Sarene menguaba día a día, a medida que se iba acostumbrando a la ciudad. No había llegado al punto de encontrar bellos a los elantrinos, pero al menos ya no se sentía asqueada por ellos.
Con todo, se obligaba a rechazar los intentos de Espíritu por entablar amistad. Había dedicado demasiado tiempo a la política para permitirse estar emocionalmente abierta a un contrario. Y él era decididamente un contrario, no importaba lo afable que fuera. Jugaba con ella, presentando falsos jefes de banda para distraerla mientras él mismo supervisaba sus repartos. No podía estar segura de que estuviera cumpliendo sus acuerdos. Por lo que sabía, los únicos que podían recibir alimentos eran los seguidores de Espíritu. Tal vez parecía tan optimista porque ella le estaba ayudando inadvertidamente a reinar sin oposición sobre la ciudad.
El carro pilló un bache especialmente grande, y Sarene chocó contra el suelo de madera. Un par de cajas vacías se desplomaron de la pila y estuvieron a punto de caerle encima.
—La próxima vez que veamos a Shuden —murmuró hosca, frotándose el trasero—, recuérdame que le dé una patada.
—Sí, mi señora —dijo Ashe, complaciente.
No tuvo que esperar mucho. Por desgracia, tampoco tuvo oportunidad de dar muchas patadas. Probablemente podría haber empalado a Shuden si lo hubiera querido, pero eso no la habría hecho muy popular entre las mujeres de la corte. Aquél era casualmente uno de los días que las mujeres habían elegido para practicar esgrima, y Shuden asistía a la clase, como de costumbre… aunque rara vez participaba. Por fortuna, también se abstuvo de practicar ChayShan. Las mujeres ya lo molestaban lo suficiente sin necesidad de eso.
—Lo cierto es que están mejorando —aprobó Eondel, observando a las mujeres competir. Cada una tenía una espada de prácticas, de acero, además de una especie de uniforme, un traje de una sola pieza muy parecido al que llevaba Sarene, pero con un corto vuelo de tela desde la cintura, a modo de falda. La tela era fina e inútil, pero hacía que las mujeres se sintieran cómodas, así que Sarene no decía nada… por estúpido que le pareciera.
—Pareces sorprendido, Eondel —dijo—. ¿Tan poco te fiabas de mi habilidad para enseñar?
El recio guerrero se envaró.
—No, Alteza, nunca…
—Te está tomando el pelo, mi señor —dijo Lukel, dando un golpe a Sarene en la cabeza con un papel enrollado—. No tendrías que dejar que se saliera con la suya en cosas como ésta. No haces más que animarla.
—¿Qué es eso? —dijo Sarene, arrancando el papel de las manos de Lukel.
—La cifra de ingresos de nuestro querido rey —explicó Lukel mientras sacaba un brillante melón agrio de su bolsillo y le daba un bocado. Aún no había revelado cómo había conseguido un cargamento de fruta un mes antes de que empezara la estación, un hecho que hacía que el resto de la comunidad mercantil estuviera rabiosa de envidia.
Sarene estudió las cifras.
—¿Va a conseguirlo?
—Por los pelos —dijo Lukel con una sonrisa—. Pero sus ganancias en Teod, junto con sus ingresos por impuestos, deberían ser lo suficientemente respetables para salvarlo de la vergüenza. Enhorabuena, prima, has salvado la monarquía.
Sarene volvió a enrollar el papel.
—Bueno, una cosa menos de la que preocuparnos.
—Dos —la corrigió Lukel mientras un poco de jugo rosado le corría por la barbilla—. Nuestro querido amigo Edan ha huido del país.
—¿Qué?
—Es cierto, mi señora —dijo Eondel—. He oído la noticia esta misma mañana. Las tierras del barón Edan lindan con el Abismo, al sur de Arelon, y las lluvias recientes han provocado algunos corrimientos de tierra en sus campos. Edan ha decidido atajar sus pérdidas. La última vez que se le vio se dirigía a Duladel.
—Donde pronto descubrirá que a la nueva monarquía no le impresionan nada los títulos arelisos —añadió Lukel—. Creo que Edan será un buen granjero, ¿no te parece?
—Limpiate la boca —le dijo Sarene, con una mirada de reproche—. No está bien burlarse de la desgracia de otra persona.
—La desgracia viene según desea Domi —dijo Lukel.
—Nunca te cayó bien Edan.
—Era cobarde, arrogante y nos habría traicionado si hubiera tenido el valor de hacerlo. ¿Qué tenía digno de aprecio? —Lukel continuó mordiendo su fruta con una sonrisa de autosatisfacción.
—Bueno, desde luego alguien está orgulloso de sí mismo esta tarde —comentó Sarene.
—Siempre se porta así después de hacer un buen negocio, Alteza —dijo Eondel—. Será insufrible durante otra semana al menos.
—Ah, espera al mercado areleno —dijo Lukel—. La voy a liar. Por cierto, Iadon está muy ocupado buscando a alguien lo bastante rico para comprar la baronía de Edan, así que no tendrías que preocuparte de que te moleste durante una temporada.
—Ojalá pudiera decir lo mismo de ti —respondió Sarene, volviendo su atención a sus alumnas, que seguían combatiendo. Eondel tenía razón: estaban mejorando. Incluso las mayores parecían rebosar energía. Sarene alzó la mano llamando su atención e interrumpieron sus ejercicios.
—Lo estáis haciendo muy bien —dijo Sarene mientras la sala guardaba silencio—. Estoy impresionada… algunas sois ya mejores que muchas de las mujeres que conocí en Teod.
Hubo un aire general de satisfacción en las mujeres mientras escuchaban las alabanzas de Sarene.
—Sin embargo, hay una cosa que me molesta —dijo Sarene, empezando a caminar—. Creía que las mujeres pretendíais demostrar vuestra fuerza, que sois buenas para algo más que para bordar de vez en cuando alguna funda de almohada. Sin embargo, hasta ahora sólo una de vosotras ha demostrado de verdad que quiere que cambien las cosas en Arelon. Torena, cuéntales lo que has hecho hoy.
La delgada muchacha dejó escapar un gritito cuando Sarene pronunció su nombre, y luego miró tímidamente a sus compañeras.
—¿Que fui a Elantris contigo?
—Exactamente —dijo Sarene—. He invitado a todas las mujeres de esta sala varias veces, pero sólo Torena ha tenido el valor de acompañarme a Elantris.
Sarene dejó de caminar para mirar a las incómodas mujeres. Ninguna quería mirarla, ni siquiera Torena, que parecía sentirse culpable por asociación.
—Mañana volveré a Elantris, y esta vez no me acompañará ningún hombre aparte de los guardias de rigor. Si de verdad queréis demostrarle a esta ciudad que sois tan fuertes como vuestros maridos, me acompañaréis.
Sarene permaneció quieta, mirando a las mujeres. Las cabezas se alzaron vacilantes, los ojos se concentraron en ella. Irían. Estaban mortalmente asustadas, pero irían. Sarene sonrió.
La sonrisa, sin embargo, era sólo sincera a medias. Allí de pie, ante ellas, como un general ante sus tropas, advirtió algo. Volvía a suceder.
Era igual que en Teod. Veía respeto en sus ojos: incluso la propia reina acudía ahora a Sarene en busca de consejo. Sin embargo, por mucho respeto que le tuvieran nunca la aceptarían. Cuando Sarene entraba en una habitación, se hacía el silencio; cuando se marchaba, las conversaciones volvían a empezar. Era como si la consideraran por encima de sus simples discusiones. Al servir de modelo de aquello en lo que quería que se convirtieran, Sarene se había distanciado de ellas.
Sarene se volvió, dejando que las mujeres continuaran sus prácticas. Los hombres eran igual. Shuden y Eondel la respetaban, incluso la consideraban una amiga, pero nunca se interesarían sentimentalmente por ella. A pesar de su declarado desagrado por los juegos corteses del matrimonio, Shuden reaccionaba favorablemente a los avances de Torena… y ni una sola vez había mirado a Sarene. Eondel era mucho mayor que ella, pero Sarene adivinaba sus sentimientos: respeto, admiración y la disposición a servirla. Era como si no se diera cuenta de que era una mujer.
Sarene sabía que ya estaba casada y que no debía pensar en esas cosas, pero le resultaba difícil considerarse desposada. No había habido ninguna ceremonia, y no había conocido marido alguno. Anhelaba algo, un signo de que al menos algunos hombres la encontraban atractiva, aunque no fuera a responder nunca a sus avances. El asunto era irrelevante: los hombres de Arelon la temían tanto como la respetaban.
Había crecido sin otro afecto que el de su familia, y parecía que iba a continuar siendo así. Al menos tenía a Kiin y los suyos. Con todo, si había venido a Arelon buscando ser aceptada, había fracasado. Tendría que contentarse con el respeto.
Una voz grave y rasposa sonó tras ella, y Sarene se dio la vuelta y vio que Kiin se había unido a Lukel y Eondel.
—¿Tío? —preguntó ella—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Llegué a casa y la encontré vacía —respondió Kiin—. Sólo hay una persona que se atrevería a robarle a un hombre su familia entera.
—No nos robó, papá —bromeó Lukel—. Es que nos enteramos de que ibas a hacer otra vez sopa de algas hraggisa.
Kiin miró un instante a su jovial hijo, frotándose la barbilla allá donde una vez crecía la barba.
—¿Ha hecho una buena venta, entonces?
—Muy lucrativa —contestó Eondel.
—Domi nos proteja —gruñó Kiin, sentando su grueso corpachón en una silla cercana. Sarene tomó asiento a su lado.
—¿Te has enterado de las ganancias del rey, Ene?
—Sí, tío.
Kiin asintió.
—Nunca creí que llegaría el día en que me alegraría del éxito de Iadon. Tu plan para salvarlo ha funcionado, y por lo que he oído, se espera que Eondel y los demás obtengan cosechas inmejorables.
—Entonces, ¿por qué pareces tan preocupado? —preguntó Sarene.
—Me estoy haciendo viejo, Ene, y los viejos tienden a preocuparse. Me preocupan tus excursiones a Elantris. Tu padre no me lo perdonaría nunca si te pasara algo allí.
—No parece dispuesto a perdonarte, de todas formas —dijo Sarene con desenfado.
Kiin gruñó.
—Es verdad. —Entonces calló y la miró suspicaz—. ¿Qué sabes tú de eso?
—Nada —admitió Sarene—. Pero espero que compenses mi ignorancia.
Kiin negó con la cabeza.
—Algunas cosas están mejor sin compensar. Tu padre y yo éramos mucho más alocados de jóvenes. Eventeo puede que sea un gran rey, pero es un hermano patético. Naturalmente, yo tampoco ganaré ningún premio por mi afecto fraternal hacia él.
—Pero ¿qué ocurrió?
—Tuvimos un… desacuerdo.
—¿Qué tipo de desacuerdo?
Kiin se rió con aquella risa rasposa suya.
—No, Ene, no soy tan fácil de manipular como esas palomitas que tienes aquí. Sigue en la duda. Y no hagas pucheros.
—Yo nunca hago pucheros —dijo Sarene, intentando con todas sus fuerzas que su voz no pareciera infantil. Cuando tuvo claro que su tío no iba a darle más información, cambió por fin de tema—. Tío Kiin ¿hay algún pasadizo secreto en el palacio de Iadon?
—Me sorprendería tanto como las Tres Vírgenes si no lo hubiera —respondió él—. Iadon es el hombre más paranoico que he conocido. Debe de tener al menos una docena de rutas de escape en esa fortaleza que tiene por hogar.
Sarene resistió el deseo de señalar que la casa de Kiin era una fortaleza igual que la del rey. Mientras su conversación languidecía, Kiin se volvió a preguntarle a Eondel por el trato de los melones agrios de Lukel. Al cabo de un rato, Sarene se levantó, recogió su syre y se acercó a la pista de prácticas. Se puso en posición y empezó a hacer ejercicios en solitario.
Su hoja chasqueaba y cortaba el aire con movimientos ya rutinarios, y su mente no tardó en divagar. ¿Tenía razón Ashe? ¿Estaba permitiendo que Elantris y su enigmático gobernante la distrajeran? No podía perder de vista las tareas más importantes: Hrathen estaba planeando algo, y Telrii no podía ser tan indiferente como aparentaba. Había muchas cosas que ella tenía que vigilar, y su experiencia en política era suficiente para que supiera lo fácil que es intentar abarcar demasiado.
Sin embargo, cada vez le interesaba más Espíritu. Era raro encontrar a alguien que tuviera la suficiente habilidad política para llamar su atención, pero en Arelon había encontrado a dos personas. En cierto sentido, Espíritu resultaba aún más fascinante que el gyorn. Aunque Hrathen y ella eran muy francos respecto a su enemistad, Espíritu de algún modo la manipulaba y la engañaba mientras al mismo tiempo actuaba como si fuera un viejo amigo. Lo más alarmante de todo era que a ella casi no le importaba.
En vez de enfadarse cuando satisfacía sus demandas con artículos inútiles, él parecía impresionado. Incluso le había hecho un cumplido sobre su frugalidad, comentando que la tela que enviaba debía de haber sido adquirida con descuento, dado su color. En todas las cosas permanecía amistoso, indiferente a su sarcasmo.
Y ella respondía. Allí, en el centro de la ciudad maldita, había por fin una persona que parecía dispuesta a aceptarla. Deseaba poder reírse con sus agudos comentarios, estar de acuerdo con sus observaciones y compartir sus preocupaciones. Cuanto más trataba de enfrentarse a Espíritu, menos amenazado se mostraba él. Parecía aceptar su desafío.
—¿Sarene, querida? —la tranquila voz de Daora interrumpió sus reflexiones. Sarene hizo una última finta con la espada y se irguió, mareada. El sudor le caía por la cara y se le colaba por dentro del cuello del traje. No se había dado cuenta de lo vigoroso que se había vuelto su entrenamiento.
Se relajó y apoyó la punta del syre en el suelo. Daora llevaba el pelo recogido en un moño y su uniforme no estaba sudado. Como de costumbre, la mujer lo hacía todo con gracia… incluso el ejercicio físico.
—¿Quieres hablar de ello, querida? —preguntó Daora, presionándola. Se encontraban a un lado de la sala, y el sonido de los pies y el entrechocar de las espadas enmascaraba su conversación.
—¿De qué? —preguntó Sarene, confundida.
—He visto esa expresión antes, niña —la consoló Daora—. Él no es para ti. Pero, claro, ya te has dado cuenta, ¿no?
Sarene se puso pálida. ¿Cómo podía saberlo Daora? ¿Podía leer sus pensamientos? Entonces Sarene siguió la mirada de su tía. Daora estaba contemplando a Shuden y Torena, que reían juntos mientras la joven enseñaba a Shuden algunos movimientos básicos.
—Sé que debe de ser duro, Sarene —dijo Daora—, estar atrapada en un matrimonio sin ninguna posibilidad de afecto… sin haber conocido a tu marido ni sentir el consuelo de su amor. Tal vez dentro de unos cuantos años, cuando tu sitio aquí en Arelon esté más seguro, puedas permitirte una relación… clandestina. Pero es demasiado pronto para eso.
Los ojos de Daora se suavizaron cuando vio a Shuden dejar caer torpemente la espada. El jindo, normalmente reservado, se reía incontrolablemente de su error.
—Además, niña —continuó Daora—, ése es para otra.
—¿Tú crees…? —empezó a decir Sarene.
Daora colocó una mano sobre el brazo de Sarene, lo apretó levemente y sonrió.
—He visto esa expresión en tus ojos estos últimos días, y también he notado tu frustración. Las dos emociones van juntas con más frecuencia de lo que esperan los corazones jóvenes.
Sarene negó con la cabeza y soltó una risita.
—Te aseguro, tía —dijo afectuosamente, pero con firmeza—, que no tengo ningún interés en lord Shuden.
—Por supuesto, querida —contestó Daora, palmeándole el brazo antes de marcharse.
Sarene sacudió la cabeza y se acercó a beber algo. ¿Qué eran esos «signos» que Daora decía haber visto en ella? La mujer era muy observadora; ¿qué la había hecho equivocarse tan gravemente en este caso? A Sarene le gustaba Shuden, por supuesto, pero no en el aspecto sentimental. Era demasiado callado y, como Eondel, un poco demasiado rígido para su gusto. Sarene era muy consciente de que necesitaba a un hombre que supiera cuándo darle espacio, pero que tampoco le permitiera manipularlo a su antojo.
Encogiéndose de hombros, Sarene apartó de su mente las erradas conclusiones de Daora y se sentó a meditar acerca de cómo iba a tergiversar la última y más detallada lista de demandas de Espíritu.