25

—Creo que, quizás, ella necesita estos alimentos casi tanto como nosotros —dijo Raoden, observando escéptico a la flacucha Torena. La hija de Ahan se había recogido el pelo rojizo bajo un pañuelo protector y llevaba un sencillo vestido azul… que probablemente había tenido que pedir prestado a una de sus criadas, considerando el extravagante guardarropa que solían tener las nobles arelisas.

—Sé amable con ella —ordenó Sarene, tendiendo a Raoden una caja del carro—. Es la única mujer que ha tenido el valor de venir… Aunque sólo consintió porque hice que Shuden se lo pidiera. Si asustas a esa muchacha, ninguna otra vendrá.

—Sí, Alteza —dijo Raoden, inclinando levemente la cabeza. Parecía que una semana de repartir alimentos juntos había suavizado un poco su odio por él, pero seguía mostrándose fría. Respondía a sus comentarios, incluso conversaba con él, pero no se permitía ser su amiga.

La semana había sido enervante para Raoden de un modo surrealista. Había pasado su estancia en Elantris acostumbrándose a lo extraño y a lo nuevo. Esa semana, sin embargo, se había visto obligado a reencontrarse con lo familiar. Era peor, en cierto sentido. Podía aceptar Elantris como una fuente de dolor. Pero era completamente diferente ver a sus amigos del mismo modo.

Incluso entonces Shuden permanecía junto a Torena, sosteniéndola por el codo mientras la animaba a acercarse a la fila de recogida de alimentos. Shuden era uno de los mejores amigos de Raoden; el solemne jindo y él habían pasado horas discutiendo sus puntos de vista sobre los problemas civiles de Arelon. Ahora Shuden apenas reparaba en él. Había pasado lo mismo con Eondel, Kiin, Roial e incluso Lukel. Eran compañeros del guapo príncipe Raoden, pero no de la criatura maldita conocida como Espíritu.

Sin embargo, a Raoden le resultaba difícil sentirse amargado. No podía echarles la culpa por no reconocerlo; él mismo apenas se reconocía ya, con su piel arrugada y su cuerpo maltrecho. Incluso su voz era diferente. En cierto modo, su propio subterfugio le dolía aún más que la ignorancia de sus amigos. No podía decirles quién era, pues la noticia de su supervivencia hubiese podido destruir Arelon. Raoden sabía muy bien que su popularidad era mayor que la de su padre, y que habría quienes le seguirían, con Elantris o sin ella. La guerra civil no beneficiaría a nadie, y al final Raoden probablemente acabaría decapitado.

No, definitivamente tenía que permanecer oculto. Conocer su destino tan sólo produciría en sus amigos dolor y confusión. Sin embargo, ocultar su identidad requería vigilancia. Su cara y su voz habían cambiado, pero no sus modales. Se esforzaba en mantenerse apartado de cualquiera que lo hubiese conocido demasiado bien, intentando ser alegre y amistoso, pero no abierto.

Por ese motivo, se encontraba gravitando hacia Sarene. Ella no lo había conocido y por eso no tenía que actuar estando cerca de ella. En cierto modo, era una especie de prueba. Sentía curiosidad por ver cómo se hubiesen llevado como marido y mujer, sin que sus distintas necesidades políticas se inmiscuyeran.

Sus impresiones iniciales habían sido acertadas. Le gustaba. Lo que las cartas habían dado a entender, Sarene lo cumplía. No era como las mujeres a las que estaba acostumbrado en la corte arelisa. Era fuerte y decidida. No agachaba la mirada cada vez que un hombre se dirigía a ella, no importaba lo noble que fuera su rango. Daba órdenes de manera sencilla y natural, y nunca fingía debilidad para atraer la atención de un hombre.

Sin embargo, los lores la seguían. Eondel, Shuden e incluso el duque Roial confiaban en su juicio y respondían a sus órdenes como si fuera rey. Tampoco había nunca un atisbo de amargura en sus ojos. Ella daba órdenes con amabilidad y ellos respondían naturalmente. Raoden sólo podía sonreír asombrado. A él le había costado años ganarse la confianza de aquellos hombres. Sarene lo había logrado en cuestión de semanas.

Era impresionante en todo: inteligente, bella y fuerte. Si al menos hubiese podido convencerla de que no lo odiara…

Raoden suspiró y volvió al trabajo. A excepción de Shuden, todos los nobles de aquel día eran nuevos en la experiencia. La mayoría eran nobles menores o sin importancia, pero había un par de incorporaciones notables. El duque Telrii, por ejemplo, se hallaba a un lado, viendo el proceso de descarga con ojos perezosos. No participaba, pero había traído a un criado para que ocupara su lugar. Obviamente, Telrii prefería evitar cualquier tipo de ejercicio.

Raoden sacudió la cabeza. Nunca le había caído bien el duque. Había abordado a aquel hombre una vez, con la esperanza de persuadir a Telrii para que se uniera a su oposición al rey. Telrii había bostezado y preguntado cuánto estaba dispuesto Raoden a pagar por su apoyo, y luego se había reído cuando Raoden se retiraba. Raoden nunca había sido capaz de decidir si había hecho la pregunta por verdadera avaricia o si simplemente sabía cómo iba a reaccionar Raoden a la exigencia.

Raoden se volvió hacia los otros nobles. Como de costumbre, los recién llegados formaban un pequeño círculo asustado alrededor del carro que habían descargado. Ahora le tocaba el turno a Raoden. Se acercó con una sonrisa, presentándose y estrechando manos… casi siempre contra la voluntad de los otros. Sin embargo, su tensión empezó a ceder después de unos minutos de conversación. Veían que al menos había un elantrino que no iba a devorarlos, y ninguno de los otros repartidores de comida había caído ante la Shaod, así que podían descartar sus temores de contagiarse.

El grupo de gente se relajó, siguiendo los afables comentarios de Raoden. Acostumbrar a los nobles era una tarea que había reservado para sí. El segundo día quedó claro que Sarene no tenía ninguna influencia con la mayoría de los aristócratas, como la tenía con Shuden y los otros de su antiguo círculo. Si Raoden no hubiera intervenido, el segundo grupo probablemente se habría quedado cruzado de brazos en el carro. Sarene no le dio las gracias por sus esfuerzos, pero asintió, levemente apreciativa. Después, se dio por supuesto que Raoden ayudaría con cada nueva hornada de nobles como había hecho con la segunda.

Le resultaba extraño participar en el acontecimiento que estaba destruyendo todo lo que había pretendido construir en Elantris. Sin embargo, aparte de provocar un enorme incidente, poco podía hacer para detener a Sarene. Además, Mareshe y Karata estaban recibiendo artículos vitales por su «cooperación». Raoden tendría que reconstruir mucho cuando terminara la Prueba de Sarene, pero los contratiempos merecían la pena. Suponiendo, claro, que viviera el tiempo suficiente.

Aquel pensamiento lo hizo súbitamente consciente de sus dolores. Lo acompañaban siempre, quemando su carne y royendo su determinación. Ya no los contaba, aunque cada uno aportaba su propia sensación: un nombre sin forma, una agonía individual. Por lo que parecía, su dolor aumentaba mucho más rápidamente que el de los demás Un arañazo en el brazo parecía un tajo que corriera desde el hombro hasta los dedos, y el dedo lastimado de su pie ardía con un fuego que le llegaba hasta la rodilla. Era como si llevara un año en Elantris y no sólo un mes.

O tal vez su dolor no era más fuerte. Tal vez él era más débil que los demás. En cualquier caso, no podría soportarlo mucho más. Pronto llegaría un día, al cabo de un mes o quizá dos, en que no despertaría de su dolor y tendrían que llevarlo a la Sala de los Caídos. Allí podría por fin dedicarse plenamente a su feroz agonía.

Descartó esos pensamientos, obligándose a empezar a repartir alimentos. Trató de dejar que el trabajo le distrajera y eso le ayudó un poco. Sin embargo, el dolor seguía acechando en su interior, como una bestia oculta en las sombras, sus ojos rojos observando con intensa hambre.

Cada elantrino recibía un saquito con diversos productos listos para comer. Las raciones de aquel día eran como las de cualquier otro, aunque, sorprendentemente, Sarene había encontrado algunos melones agrios jindoeses. Las frutas rojas, del tamaño de un puño, brillaban en la caja junto a Raoden, desafiando el hecho de que se suponía que no estaban en temporada. Él servía una fruta en cada bolsa, con grano hervido, diversas verduras y una pequeña hogaza de pan. Los elantrinos aceptaban la limosna agradecidos, pero ansiosos. La mayoría se alejaba del carro en cuanto recibía los alimentos, para comérselos a solas. Seguían sin poder creer que nadie iba a quitárselos.

Mientras Raoden trabajaba, un rostro familiar apareció ante él. Galladon llevaba sus harapos elantrinos y una capa ajada que se había hecho con lo que habían podido ir encontrando por la ciudad. El dula tendió su saco, y Raoden, cuidadosamente, se lo cambió por uno que contenía cinco veces la ración normal; el saco estaba tan lleno que resultaba difícil alzarlo con una debilitada mano elantrina. Galladon lo recibió con el brazo extendido y lo ocultó con un lado de su capa. Luego desapareció entre la multitud.

Saolin, Mareshe y Karata acudieron también, y cada uno recibió una bolsa como la de Galladon. Guardarían los artículos que pudieran, luego darían el resto a los hoed. Algunos de los caídos eran capaces de reconocer la comida, y Raoden esperaba que comer regularmente los ayudara a recuperar la cordura.

Hasta el momento, no había funcionado.

Las puertas retumbaron al cerrarse, un sonido que recordó a Raoden su primer día en Elantris. Su dolor entonces sólo había sido emocional y relativamente débil. Si hubiera comprendido de verdad adónde iba, probablemente se habría encogido en el suelo y se habría unido a los hoed allí y entonces.

Se dio la vuelta, dando la espalda a las puertas. Mareshe y Galladon se encontraban en el centro del patio, examinando varias cajas que Sarene había dejado en cumplimiento de las exigencias más recientes de Karata.

—Por favor, decidme que habéis ideado un medio para transportar todo eso —dijo Raoden, reuniéndose con sus amigos. Las últimas veces habían acabado llevando las cajas a Nueva Elantris una a una, y sus debilitados músculos elantrinos se resentían por el esfuerzo.

—Claro que sí —dijo Mareshe, con una mueca de desdén—. Al menos debería funcionar.

El hombrecito sacó una fina lámina de metal de detrás de un montón de basura. Sus cuatro lados se curvaban levemente, y había tres cuerdas sujetas a la parte delantera.

—¿Un trineo? —preguntó Galladon.

—Cubierto con grasa del suelo —explicó Mareshe—. No he podido encontrar ruedas en Elantris que no estuvieran herrumbrosas o podridas, pero esto tendría que funcionar… la mugre de estas calles proporcionará el lubricante para mantenerlo en movimiento.

Galladon gruñó, reprimiendo sin duda algún comentario sarcástico. No importaba lo mal que funcionara el trineo de Mareshe, no podía ser peor que hacer una docena de viajes entre las puertas de la ciudad y la capilla.

De hecho, el trineo funcionó bastante bien. Al cabo de un rato la grasa se consumió y las calles eran demasiado estrechas para evitar las zonas con el empedrado levantado. Y, por supuesto, arrastrarlo por las calles libres de mugre de Nueva Elantris resultó aún más difícil. Pero incluso Galladon tuvo que admitir que el trineo les había ahorrado bastante tiempo.

—Por fin ha hecho algo útil —gruñó el dula después de detenerse ante la capilla.

Mareshe bufó, indiferente, pero Raoden le notó la satisfacción en los ojos. Galladon se negaba tozudamente a reconocer el ingenio del hombrecito; el dula se justificaba diciendo que no quería inflar el ego de Mareshe, algo que Raoden consideraba casi imposible.

—Vamos a ver qué ha decidido enviar la princesa esta vez —dijo Raoden, abriendo la primera caja.

—Cuidado con las serpientes —le advirtió Galladon.

Raoden se echó a reír, dejando caer la tapa al suelo. La caja contenía varias piezas de tela… todas de un mareante color naranja vivo.

Galladon frunció el ceño.

—Sule, ése es el color más repugnante que he visto en toda mi vida.

—Estoy de acuerdo —dijo Raoden con una sonrisa.

—No pareces muy decepcionado.

—Oh, estoy completamente asqueado —dijo él—. Pero es que me gusta ver las formas que ella encuentra de fastidiarnos.

Galladon gruñó y se acercó a la segunda caja mientras Raoden alzaba un pico de la tela, estudiándolo con mirada especulativa. Galladon tenía razón: era un color particularmente chillón. El intercambio de exigencias y artículos entre Sarene y los «jefes de bandas» se había convertido en algo parecido a un juego: Mareshe y Karata se pasaban horas decidiendo cómo expresar sus demandas, pero Sarene siempre parecía encontrar un modo de volver las órdenes contra ellos.

—Oh, te va a encantar esto —dijo Galladon, asomándose a la segunda caja y sacudiendo la cabeza.

—¿Qué?

—Es nuestro acero —explicó el dula. La última vez habían pedido veinte planchas de acero, y Sarene había entregado diligentemente veinte planchas de metal tan finas que casi flotaban cuando se las dejaba caer. Esta vez habían pedido su acero al peso.

Galladon metió la mano en la caja y sacó un puñado de clavos. Clavos torcidos.

—Debe de haber miles aquí dentro.

Raoden se echó a reír.

—Bueno, estoy seguro de que se nos ocurrirá algo que hacer con ellos.

Por fortuna, Eonic el herrero estaba entre los elantrinos que habían ido incorporándose al grupo de Raoden.

Galladon dejó caer los clavos en la caja, encogiéndose de hombros, escéptico. El resto de los suministros no era tan malo. La comida estaba rancia, pero Karata había estipulado que tenía que ser comestible. El aceite desprendía un fuerte olor cuando se quemaba (Raoden no tenía ni idea de dónde podría haberlo encontrado la princesa) y los cuchillos estaban afilados, pero no tenían mango.

—Al menos no ha descubierto por qué exigimos cajas de madera —dijo Raoden, inspeccionando los receptáculos. El grano era bueno y fuerte. Podrían romper las cajas y usar la madera para una multitud de cosas.

—No me sorprendería que las dejara sin lijar para que nos pinchemos con las astillas —dijo Galladon, rebuscando en un montón de cuerda para ver dónde estaba el extremo—. Si esa mujer era tu destino, sule, entonces tu Domi te bendijo enviándote a este lugar.

—No es tan mala —dijo Raoden, incorporándose, mientras Mareshe empezaba a catalogar las adquisiciones.

—Lo encuentro raro, mi señor —dijo Mareshe—. ¿Por qué se toma tantas molestias en agraviarnos? ¿No teme estropear nuestro trato?

—Creo que sospecha el poco poder que en realidad tenemos, Mareshe —dijo Raoden, sacudiendo la cabeza—. Cumple nuestras exigencias porque no quiere retractarse de su promesa, pero no siente la necesidad de mantenernos contentos. Sabe que no podemos impedir que la gente acepte su comida.

Mareshe asintió y volvió a su lista.

—Vamos, Galladon —dijo Raoden, tomando las bolsas de comida para los hoed—. Busquemos a Karata.

Nueva Elantris parecía vacía. Una vez, justo antes de la llegada de Sarene, habían congregado a más de cien personas. Ahora apenas quedaban veinte, sin contar los niños y los hoed. La mayoría de los que se habían quedado eran recién llegados a Elantris, gente como Saolin y Mareshe, a los que Raoden había «rescatado». No conocían otra vida más allá de Nueva Elantris, y dudaban en dejarla atrás. Los demás, los que habían acudido a Nueva Elantris por su cuenta, sólo habían sido relativamente leales a la causa de Raoden. Se marcharon en cuanto Sarene les ofreció algo «mejor»; la mayoría deambulaba ahora por las calles próximas a las puertas, esperando la siguiente entrega.

—Triste. ¿Kolo? —Galladon contempló las calles ahora limpias, pero vacías.

—Sí —dijo Raoden—. Tuvo posibilidades, aunque sólo fuera durante una semana.

—Volveremos a conseguirlo, sule.

—Trabajamos tanto para ayudarlos a volver a ser humanos y han abandonado lo que aprendieron. Esperan con la boca abierta. Me pregunto si Sarene es consciente de que sus bolsas de tres comidas sólo duran unos minutos. La princesa está intentando detener el hambre, pero la gente devora la comida tan rápidamente que acaba enferma horas y luego pasa hambre el resto del día. El cuerpo de los elantrinos no funciona igual que el de las personas normales.

—Fuiste tú el que lo dijo, sule. El hambre es psicológica. Nuestros cuerpos no necesitan comida: el dor nos sustenta.

Raoden asintió.

—Bueno, al menos no explotan.

Le había preocupado que comer demasiado hiciera que los estómagos de los elantrinos estallaran. Por fortuna, cuando la barriga estaba llena, el sistema digestivo empezaba a funcionar. Como los músculos elantrinos, todavía respondía a los estímulos.

Continuaron caminando, y pasaron ante Kahar, que frotaba complacido una pared con un cepillo que le habían conseguido en la última entrega. Su rostro era pacífico y sereno: apenas parecía darse cuenta de que sus ayudantes se habían marchado. Sin embargo, miró a Raoden y Galladon con ojos críticos.

—¿Por qué no se ha cambiado, mi señor? —señaló.

Raoden se miró los harapos elantrinos.

—No he tenido tiempo todavía, Kahar.

—¿Después de todo el trabajo que se tomó la señora Maare para coserte un traje adecuado, mi señor? —preguntó Kahar críticamente.

—Muy bien —sonrió Raoden—. ¿Has visto a Karata?

—Está en la Sala de los Caídos, mi señor, con los hoed.

Siguiendo las indicaciones del viejo limpiador, Raoden y Galladon se cambiaron de ropa antes de seguir buscando a Karata. Raoden se alegró inmediatamente de haberlo hecho. Casi había olvidado lo que era vestir ropa limpia, ropa que no olía a suciedad y abandono, y que no estuviera cubierta por una capa de mugre marrón. Naturalmente, los colores dejaban mucho que desear: Sarene era bastante astuta con sus selecciones.

Raoden se contempló en un pequeño pedazo de acero pulido. Su camisa era amarilla con franjas azules, sus pantalones de un rojo vivo y el chaleco de un verde vomitivo. En conjunto, parecía una especie de pájaro tropical. Su único consuelo era que, por tonto que pareciera, Galladon estaba mucho peor.

El gran dula se miró la ropa rosa y verde claro con expresión resignada.

—No pongas esa cara, Galladon —rió Raoden—. ¿No se supone que a los dulas os gusta la ropa llamativa?

—Eso es a la aristocracia: los ciudadanos y los republicanos. Yo soy granjero, no considero el rosa exactamente un color atractivo. ¿Kolo? —Entonces miró a Raoden con ojos entornados—. Si haces un solo comentario acerca de que parezco una fruta kathari, me quitaré esta túnica y te ahorcaré con ella.

Raoden se echó a reír.

—Algún día voy a encontrar a ese sabio que me dijo que todos los dulas son de temperamento tranquilo y le obligaré a pasarse una semana encerrado en una habitación contigo, amigo mío.

Galladon gruñó, sin molestarse en responder.

—Vamos —dijo Raoden, abriendo camino hacia la habitación trasera de la capilla. Encontraron a Karata sentada junto a la Sala de los Caídos, con hilo y una aguja en las manos. Saolin estaba sentado ante ella, arremangado. Un tajo largo y profundo le recorría el brazo. No sangraba, pero la carne estaba oscura y viscosa. Karata cosía con eficacia.

—¡Saolin! —exclamó Raoden—. ¿Qué ha pasado?

El soldado agachó la cabeza, cohibido. No parecía dolorido, aunque el corte era tan profundo que un hombre normal se hubiera desmayado hacía rato a causa del dolor y de la pérdida de sangre.

—Resbalé, mi señor, y uno de ellos me alcanzó.

Raoden miró al herido con satisfacción. Los soldados de Saolin no habían disminuido tanto como el resto de los habitantes de Nueva Elantris; eran un grupo serio, no tan dispuesto a abandonar la responsabilidad recién hallada. Sin embargo, su número nunca había sido grande, y apenas tenían suficientes hombres para vigilar las calles que llevaban del territorio de Shaor hasta el patio. Cada día, mientras el resto de los elantrinos se atiborraba con las limosnas de Sarene, Saolin y sus hombres libraban una guerra amarga para impedir que las bestias de Shaor atacaran los patios. A veces, se podían oír aullidos en la distancia.

—Lo siento, Saolin —dijo Raoden mientras Karata cosía.

—No importa, mi señor —respondió con valentía el soldado. Sin embargo, aquella herida no era como las anteriores. La tenía en el brazo con el que manejaba la espada.

—Mi señor… —empezó a decir, sin querer mirar a Raoden a los ojos.

—¿Qué ocurre?

—Hemos perdido otro hombre hoy. Apenas hemos podido mantenerlos a raya. Ahora, sin mí… bueno, vamos a pasarlo mal, mi señor. Mis chicos son buenos luchadores y están bien equipados, pero no podremos contenerlos mucho tiempo.

Raoden asintió.

—Pensaré en algo. —El hombre asintió, esperanzado, y Raoden, sintiéndose culpable, continuó—: Saolin, ¿cómo te hiciste un corte así? Nunca he visto a ninguno de los hombres de Shaor empuñar nada que no fueran palos y piedras.

—Han cambiado, mi señor —respondió Saolin—. Algunos tienen espadas ahora, y cada vez que uno de mis hombres cae le quitan sus armas.

Raoden alzó las cejas, sorprendido.

—¿De verdad?

—Sí, mi señor. ¿Es importante?

—Mucho. Significa que los hombres de Shaor no son tan bestiales como nos han hecho creer. Hay margen en sus mentes para la adaptación. Parte de su salvajismo, al menos, es fingido.

—Por Doloken con el fingimiento —dijo Galladon con una mueca.

—Bueno, tal vez no sea fingido —dijo Raoden—. Se comportan así porque les resulta más fácil soportar el dolor. Sin embargo, si les damos otra opción, puede que la acepten.

—Podríamos dejarles llegar al patio, mi señor —sugirió Saolin, vacilante, gruñendo un poco mientras Karata terminaba de coser. La mujer era eficaz: había conocido a su marido mientras trabajaba de enfermera para un pequeño grupo de mercenarios.

—No —contestó Raoden—. Aunque no maten a algunos de los nobles, los guardias de la ciudad los masacrarán.

—¿No es eso lo que queremos, sule? —preguntó Galladon con un brillo malévolo en la mirada.

—Por supuesto que no. Creo que la princesa Sarene tiene un propósito oculto para esta Prueba suya. Trae a nobles diferentes cada día, como si quisiera acostumbrarlos a Elantris.

—¿De qué puede servir eso? —preguntó Karata, hablando por primera vez mientras guardaba sus útiles de coser.

—No lo sé —respondió Raoden—. Pero para ella es importante. Si los hombres de Shaor atacaran a los nobles, destruirían lo que la princesa está intentando conseguir. He intentado advertirle de que no todos los elantrinos son tan dóciles como los que ha visto, pero me parece que no me cree. Tendremos que mantener a raya a los hombres de Shaor hasta que Sarene termine.

—¿Cuándo será eso? —preguntó Galladon.

—Sólo Domi lo sabe —respondió Raoden, sacudiendo la cabeza—. No me lo quiere decir… Recela cada vez que intento sonsacarle información.

—Bueno, sule —dijo Galladon, mirando el brazo herido de Saolin—, será mejor que encuentres un modo de detenerla pronto… eso, o prepárate a vértelas con varias docenas de maníacos hambrientos. ¿Kolo?

Raoden asintió.

Un punto en el centro, una línea corriendo unos pocos centímetros por encima y otra por un lado: Aon Aon, el punto de partida de cualquier otro aon. Raoden siguió dibujando, moviendo los dedos delicada y rápidamente, dejando rastros luminosos tras ellos. Completó el recuadro en torno al punto central, luego dibujó dos círculos más grandes alrededor. Aon Tia, el símbolo de los viajes.

Raoden no se detuvo ahí tampoco. Dibujó dos líneas largas que partían de las esquinas del recuadro (una orden para que el aon sólo lo afectara a él) y luego cuatro aones más pequeños por el lado para determinar la distancia exacta que iba a enviarle. Una serie de líneas cruzando la parte superior instruían al aon para que no surtiera efecto hasta que pulsara su centro, indicando que estaba preparado.

Hizo cada línea o punto con precisión; longitud y tamaño eran muy importantes para los cálculos. Seguía siendo un aon relativamente sencillo, sin nada que ver con los aones extremadamente complejos que describía el libro. A pesar de todo, Raoden estaba orgulloso de su cada vez mayor habilidad. Había tardado días en perfeccionar la serie de cuatro aones que instruía al Tia de que lo transportara exactamente a diez cuerpos de distancia.

Contempló el brillante dibujo con una sonrisa de satisfacción hasta que destelló y desapareció, completamente ineficaz.

—Estás mejorando, sule —dijo Galladon, apoyado en el alféizar y asomado a la capilla.

Raoden negó con la cabeza.

—Todavía me queda mucho, Galladon.

El dula se encogió de hombros. Galladon había dejado de intentar convencer a Raoden de que practicar la AonDor era inútil. No importaba qué sucediera, Raoden siempre pasaba unas cuantas horas al día dibujando sus aones. Le consolaba: sentía menos dolor cuando dibujaba aones y se notaba más en paz durante esas pocas horas de lo que se había sentido en mucho tiempo.

—¿Cómo van las cosechas? —preguntó Raoden.

Galladon se dio media vuelta y contempló el huerto. Los brotes de cereal eran aún pequeños, apenas retoños. Raoden veía que sus tallos empezaban a crecer. La semana anterior había visto la desaparición de la mayoría de los trabajadores de Galladon, y ahora sólo quedaba el dula para trabajar en la diminuta granja. Cada día hacía varios viajes para llevar agua a sus plantas, pero no podía cargar mucha, y el cubo que Sarene les había dado tenía una grieta.

—Vivirán —dijo Galladon—. Acuérdate de que Karata pida fertilizante en la próxima orden.

Raoden sacudió la cabeza.

—No podemos hacer eso, amigo mío. El rey no debe descubrir que estamos cultivando nuestra propia comida.

Galladon hizo una mueca.

—Bueno, supongo que podrías pedir estiércol.

—Demasiado obvio.

—Bueno, pues pídele pescado, entonces. Di que de pronto te han entrado unas ganas enormes de comer trucha.

Raoden suspiró, asintiendo. Tendría que haber pensado un poco más antes de colocar el jardín en su propia casa: el olor de pescado podrido no era algo que le entusiasmara.

—¿Aprendiste ese aon en el libro? —preguntó Galladon, asomado cómodamente a la ventana—. ¿Qué se supone que hace?

—¿El Aon Tia? Es un aon de transporte. Antes del Reod, ese aon podía trasladar a una persona de Elantris al otro extremo del mundo. El libro lo menciona porque era uno de los aones más peligrosos.

—¿Peligroso?

—Hay que ser muy preciso respecto a la distancia a la que te envía. Si le dices que te transporte exactamente treinta pasos, entonces lo hará… no importa lo que haya a treinta pasos de distancia. Podrías acabar materializándote en medio de una pared de ladrillo.

—Entonces, ¿estás aprendiendo mucho del libro?

Raoden se encogió de hombros.

—Algunas cosas. Atisbos, principalmente. —Volvió a una página del libro que había marcado—. Como este caso. Unos diez años antes del Reod, un extranjero trajo a su esposa a Elantris para que trataran su parálisis. Sin embargo, el curador elantrino dibujó el Aon Ien ligeramente equivocado… y en vez de desaparecer, el carácter destelló y bañó a la pobre mujer en una luz rojiza. Se llenó toda de manchas negras y el pelo se le cayó al poco tiempo. ¿Te suena familiar?

Galladon alzó una ceja, interesado.

—Murió poco después —dijo Raoden—. Se arrojó desde lo alto de un edificio, gritando que el dolor era insoportable.

Galladon frunció el ceño.

—¿Qué hizo mal el curador?

—No fue tanto un error como una omisión. Se dejó una de las tres líneas básicas. Un error tonto, pero no tendría que haber tenido un efecto tan drástico. —Raoden hizo una pausa, estudiando pensativo la página—. Es casi como si…

—¿Como qué, sule?

—Bueno, el aon no estaba terminado, ¿no?

—Kolo.

—Así que tal vez la curación empezó, pero no pudo terminar porque sus instrucciones no estaban completas —dijo Raoden—. ¿Y si el error creó un aon viable… un aon capaz de acceder al dor pero sin suficiente energía para terminar lo que había empezado?

—¿Qué estás dando a entender, sule?

Raoden abrió mucho los ojos.

—Que no estamos muertos, amigo mío.

—No nos late el corazón. No respiramos. No sangramos. No podría estar más de acuerdo contigo.

—No, en serio —dijo Raoden, entusiasmado—. ¿No lo ves? Nuestros cuerpos están atrapados en una especie de transformación a medias. El proceso comenzó, pero algo lo bloqueó… igual que en la curación de esa mujer. El dor está aún dentro de nosotros, esperando la dirección y la energía para terminar lo que había empezado.

—No sé si te entiendo, sule —dijo Galladon, vacilante.

Raoden no le estaba escuchando.

—Por eso nuestros cuerpos nunca sanan… es como si estuvieran atrapados en el mismo momento del tiempo. Detenidos, como un pez en un bloque de hielo. El dolor no se va porque nuestros cuerpos piensan que el tiempo no pasa. Están atrapados, esperando el final de su transformación. Se nos cae el pelo y no crece de nuevo. Nuestra piel se vuelve negra en los puntos donde empezó la Shaod y luego se detuvo al quedarse sin fuerza.

—Me parece una hipótesis descabellada, sule.

—Lo es. Pero estoy seguro de que es la verdad. Algo está bloqueando el dor… puedo sentirlo a través de mis aones. La energía intenta pasar, pero hay algo en medio… como si las pautas de los aones estuvieran cambiadas.

Raoden miró a su amigo.

—No estamos muertos, Galladon, y no estamos condenados. Estamos sin terminar.

—Magnífico, sule —dijo Galladon—. Ahora sólo tienes que averiguar por qué.

Raoden asintió. Comprendían un poco más, pero el auténtico misterio, la razón para la caída de Elantris, permanecía sin descifrar.

—Pero me alegro de que el libro te sirviera de ayuda —continuó el dula, volviéndose para ocuparse de sus plantas.

Raoden ladeó la cabeza mientras Galladon se marchaba.

—Espera un momento, Galladon.

El dula se volvió con una mirada interrogante.

—No te importan nada mis estudios, ¿verdad? Sólo querías saber si tu libro era útil.

—¿Por qué habría de importarme eso? —rezongó Galladon.

—No lo sé. Pero siempre has protegido mucho tu estudio. No se lo has enseñado a nadie, y ni siquiera vas allí. ¿Qué hay tan sagrado en ese sitio y sus libros?

—Nada —dijo Galladon, encogiéndose de hombros—. Es que no quiero que se estropeen.

—¿Cómo encontraste ese sitio, por cierto? —preguntó Raoden, acercándose a la ventana y apoyándose en el alféizar—. Dices que sólo llevas unos meses en Elantris, pero pareces conocer cada callejón y cada calle. Me llevaste directamente al bando de Shaor, y el mercado no es exactamente el tipo de lugar que habrías explorado por casualidad.

El dula se fue incomodando cada vez más a medida que Raoden hablaba.

—¿Es que un hombre no puede guardarse nada para sí mismo, Raoden? —murmuró por fin—. ¿Tienes que sonsacármelo todo?

Raoden se echó hacia atrás, sorprendido por la súbita furia de su amigo.

—Lo siento —tartamudeó, advirtiendo lo mucho que sus palabras habían parecido una acusación. Galladon no le había dado más que apoyo desde su llegada. Avergonzado, Raoden se dio la vuelta para dejar tranquilo al dula.

—Mi padre era elantrino —dijo Galladon en voz baja.

Raoden se detuvo. De reojo, pudo ver a su amigo. El gran dula se había sentado en el suelo recién regado y estaba mirando un pequeño tallo de grano que tenía delante.

—Viví con él hasta que fui lo bastante mayor para marcharme —dijo Galladon—. Siempre pensé que no estaba bien que un dula viviera en Arelon, lejos de su pueblo y su familia. Supongo que por eso el dor decidió echarme la misma maldición.

»Siempre decían que Elantris era la más bendita de las ciudades, pero mi padre nunca fue feliz aquí. Supongo que incluso en el paraíso hay quienes no encajan. Era un erudito… el estudio que te enseñé era suyo. Sin embargo, Duladel nunca abandonó su mente: estudiaba producción agrícola y métodos de cultivo, aunque ambas cosas eran inútiles en Elantris. ¿Por qué cultivar cuando podías convertir la basura en comida?

Galladon suspiró y extendió la mano para tomar una pizca de tierra entre los dedos. La frotó un momento, dejando que volviera a caer al suelo.

—Deseó haber estudiado curación cuando encontró a mi madre muriéndose junto a él en la cama una mañana. Algunas enfermedades golpean tan rápidamente que ni siquiera Elantris puede detenerlas. Mi padre era el único elantrino deprimido que he conocido. Fue entonces cuando comprendí por fin que no eran dioses, pues un dios nunca podría sentir semejante agonía. Mi padre no podía regresar a casa: los elantrinos de antaño estaban tan exiliados como nosotros hoy, no importa lo hermosos que pudieran haber sido. La gente no quiere vivir con alguien superior… no soporta un signo tan visible de su propia inferioridad.

»Se alegró cuando regresé a Duladel. Me dijo que fuera granjero. Lo dejé siendo un dios pobre y solitario en una ciudad divina, deseando únicamente la libertad de ser de nuevo un hombre sencillo. Murió un año después de que me marchara. ¿Sabías que los elantrinos podían morir de cosas sencillas, como una muerte del corazón? Vivían mucho más tiempo que la gente normal, pero podían morir. Sobre todo si querían. Mi padre conocía los signos de la muerte del corazón: podría haber ido a que lo curaran, pero prefirió quedarse en su estudio y desaparecer. Igual que esos aones que pasas tanto tiempo dibujando.

—Entonces, ¿odias Elantris? —preguntó Raoden, saliendo cuidadosamente por la ventana abierta para acercarse a su amigo. Se sentó también, y contempló a Galladon desde el otro lado de la pequeña planta.

—¿Odiar? —preguntó Galladon—. No, no odio: no es propio de los dula. Naturalmente, crecer en Elantris con un padre amargado hizo de mí un pobre dula. Ya te habrás dado cuenta: no acepto las cosas como lo hace mi pueblo. Le veo la pega a todo. Mi pueblo me evitaba por mi conducta, y casi me alegré cuando la Shaod me alcanzó: no encajaba en Duladel, no importaba cuánto disfrutara de mi granja. Me merezco esta ciudad y ella me merece a mí. ¿Kolo?

Raoden no estaba seguro de qué responder.

—Supongo que un comentario optimista no serviría de mucho ahora mismo.

Galladon sonrió levemente.

—Definitivamente no. Los optimistas no podéis comprender que una persona deprimida no quiere que intentéis alegrarla. Eso nos pone enfermos.

—Entonces déjame decirte una verdad, amigo mío. Te aprecio. No sé si encajas aquí; dudo que ninguno de nosotros lo haga. Pero valoro tu ayuda. Si Nueva Elantris tiene éxito, será porque estuviste ahí para ayudarme a no arrojarme desde el terrado de un edificio.

Galladon inspiró profundamente. Su cara no mostraba alegría, pero su gratitud era evidente. Asintió, luego se levantó y le ofreció a Raoden una mano para ayudarlo a levantarse.

Raoden se volvió, incómodo. No tenía cama sino un conjunto de mantas en la habitación trasera de la capilla. Sin embargo, no era la incomodidad lo que lo mantenía despierto. Tenía otro problema, una preocupación en el fondo de su mente. Se le escapaba algo importante. Había estado a punto de caer en la cuenta y su subconsciente lo acuciaba, exigiendo que estableciera la relación.

Pero ¿qué era? ¿Qué pista, apenas registrada, lo acosaba? Después de su conversación con Galladon, Raoden había continuado practicando sus aones. Luego había echado un breve vistazo a la ciudad. Todo estaba tranquilo: los hombres de Shaor habían dejado de atacar Nueva Elantris, concentrados en el potencial más prometedor que suponían las visitas de Sarene.

Decidió que era algo que tenía que estar relacionado con su discusión con Galladon. Algo referido a los aones, o tal vez al padre de Galladon. ¿Cómo habría sido ser elantrino entonces? ¿Podía haberse deprimido de verdad un hombre entre aquellas sorprendentes murallas? ¿Quién, capaz de maravillosos portentos, estaría dispuesto a cambiarlos por la sencilla vida de un granjero? Debía de ser hermosa entonces, tan hermosa…

—¡Misericordioso Domi! —gritó Raoden, incorporándose de golpe.

Unos segundos más tarde, Saolin y Mareshe, que dormían en la habitación principal de la capilla, entraron corriendo por la puerta. Galladon y Karata venían detrás. Encontraron a Raoden sentado, estupefacto.

—¿Sule? —preguntó Galladon con cuidado.

Raoden se levantó y salió de la habitación. Un perplejo séquito lo siguió. Raoden apenas se detuvo a encender una linterna, y el fuerte olor del aceite de Sarene ni siquiera lo molestó. Se internó en la noche, camino de la Sala de los Caídos.

El hombre estaba allí, todavía murmurando para sí como hacían muchos de los hoed, incluso de noche. Pequeño y encorvado, tenía tantas arrugas que parecía un anciano milenario. Su voz susurraba un mantra.

—Hermosa. Una vez fue tan hermosa…

No había captado la pista durante su conversación con Galladon, sino durante sus breves visitas para repartir comida a los hoed. Raoden había oído los murmullos del hombre una docena de veces, y nunca había caído en la cuenta.

Raoden colocó las manos sobre los hombros del individuo.

—¿Qué era tan hermosa?

—Hermosa… —murmuró el hombre.

—Anciano —suplicó Raoden—, si queda alma en ese cuerpo tuyo, aunque sea una pizca de pensamiento racional, por favor, dímelo. ¿De qué estás hablando?

—Una vez fue tan hermosa… —repitió el hombre, con la mirada perdida.

Raoden alzó una mano y empezó a dibujar ante la cara del hombre. Apenas había completado el Aon Reo cuando el hombre introdujo la mano en el centro del carácter.

—Éramos tan hermosos, antes —susurró el hombre—. Mi pelo era tan brillante, mi piel tan luminosa. Los aones fluían de mis dedos. Eran tan hermosos…

Raoden oyó varias exclamaciones ahogadas de sorpresa desde atrás.

—¿Quieres decir que todo este tiempo…? —preguntó Karata, acercándose.

—Diez años —dijo Raoden, todavía sosteniendo el débil cuerpo del hombre—. Este hombre era elantrino antes del Reod.

—Imposible —dijo Mareshe—. Ha pasado demasiado tiempo.

—¿Dónde, si no, habrían ido? —preguntó Raoden—. Sabemos que algunos elantrinos sobrevivieron a la caída de la ciudad y el Gobierno. Quedaron encerrados en Elantris. Algunos puede que fueran quemados, otros cuantos pudieron haber escapado, pero el resto deberían de estar aún aquí, convertidos en hoed, perdidas la razón y la fuerza después de unos cuantos años… olvidados en las calles.

—Diez años —susurró Galladon—. Diez años de sufrimiento.

Raoden miró al hombre a los ojos. Estaban llenos de grietas y arrugas, y parecían deslumbrados, como si hubiera recibido un gran golpe. Los secretos de la AonDor estaban ocultos en algún lugar de la mente de aquel hombre.

La presión sobre el brazo de Raoden aumentó casi imperceptiblemente y el cuerpo del hombre tembló de pies a cabeza por el esfuerzo. Dos palabras brotaron susurrantes de sus labios, mientras sus ojos cargados de agonía se enfocaban en la cara de Raoden.

—Llévame. Fuera.

—¿Adónde? —preguntó Raoden, confundido—. ¿Fuera de la ciudad?

—El lago.

—No sé a qué te refieres, anciano —susurró Raoden.

Los ojos del hombre se movieron levemente, mirando la puerta.

—Karata, lleva esa luz —ordenó Raoden, sosteniendo al anciano—. Galladon, ven con nosotros. Mareshe y Saolin, quedaos aquí. No quiero que ninguno de los otros se despierte y descubra que nos hemos ido.

—Pero… —empezó a decir Saolin, pero sus palabras se apagaron. Reconocía una orden directa.

Era una noche luminosa, de luna llena, y la linterna casi no era necesaria. Raoden llevó con cuidado al viejo elantrino. El hombre ya no tenía fuerzas para levantar el brazo y señalar, así que Raoden tenía que detenerse en cada cruce y mirarlo a los ojos en busca de alguna seña que indicara hacia dónde seguir.

Fue un trayecto lento, y casi había amanecido cuando llegaron a un edificio caído en el mismo límite de Elantris. La estructura parecía igual que cualquier otra, aunque su techo estaba intacto.

—¿Alguna idea de qué era? —preguntó Raoden.

Galladon pensó un momento, buscando en su memoria.

—Creo que sí, sule. Era una especie de centro de reuniones para los elantrinos. Mi padre venía de vez en cuando, aunque a mí nunca me permitieron acompañarlo.

Karata dirigió una sorprendida mirada a Galladon por la explicación, pero dejó las preguntas para otro momento. Raoden acompañó al viejo elantrino al edificio. Estaba vacío y revuelto. Raoden estudió el rostro del hombre. Estaba mirando el suelo.

Galladon se arrodilló y despejó los escombros mientras buscaba.

—Aquí hay un aon.

—¿Cuál?

—Rao, creo.

Raoden frunció el ceño. El significado del Aon Rao era sencillo: Quería decir «espíritu» o «energía espiritual». Sin embargo, el libro de la AonDor lo mencionaba pocas veces y nunca explicaba qué efecto mágico debía producir el aon.

—Empújalo —sugirió Raoden.

—Lo estoy intentando, sule —dijo Galladon con un gruñido—. No creo que consiga nada…

El dula se interrumpió cuando una sección del suelo empezó a retirarse. Gritó y saltó hacia atrás porque un gran bloque de piedra se hundió rechinando. Karata se aclaró la garganta y señaló un aon que había empujado en la pared. Aon Tae: el antiguo símbolo que significaba «abierto».

—Aquí dentro hay unos escalones, sule —dijo Galladon, asomando la cabeza por el agujero. Bajó, y Karata lo siguió con la lámpara. Después de bajar al viejo hoed, Raoden se unió a ellos.

—Inteligente mecanismo —comentó Galladon, estudiando la serie de engranajes que hacían bajar el enorme bloque de piedra—. Mareshe se volverá loco. ¿Kolo?

—Me interesan más estas paredes —dijo Raoden, contemplando los hermosos murales. La sala era rectangular y cuadrada, de apenas dos metros de altura, pero maravillosamente decorada con murales y una fila doble de columnas esculpidas—. Alza la linterna.

Figuras de pelo blanco y piel plateada cubrían las paredes, sus formas bidimensionales dedicadas a diversas actividades. Algunas estaban arrodilladas ante aones enormes; otras caminaban en fila, la cabeza gacha. Había un aire de formalidad en las figuras.

—Este lugar es sagrado —dijo Raoden—. Una especie de altar.

—¿Religión entre los elantrinos? —preguntó Karata.

—Deben de haber tenido algo —respondió Raoden—. Tal vez no estaban tan convencidos de su propia divinidad como el resto de Arelon —dirigió una mirada interrogante a Galladon.

—Mi padre nunca habló de religión —dijo el dula—. Pero los de su pueblo guardaban muchos secretos, incluso a sus familias.

—Por allí —dijo Karata, señalando el fondo de la sala rectangular, donde la pared contenía un único mural. Describía un gran óvalo azul parecido a un espejo. Un elantrino contemplaba el óvalo, las manos extendidas y los ojos cerrados. Parecía volar hacia el disco azul. El resto de la pared era negra, aunque había una gran esfera blanca al otro lado del óvalo.

—Lago —la voz del viejo elantrino era suave pero insistente.

—Está pintado de lado —dijo Karata—. Mirad, está cayendo al lago.

Raoden asintió. El elantrino del dibujo no volaba, caía. El óvalo era la superficie de un lago, y las líneas de sus lados representaban una orilla.

—Es como si el agua fuera algún tipo de puerta —dijo Galladon con la cabeza ladeada.

—Y quiere que nos arrojemos a ella —añadió Raoden—. Galladon, ¿viste alguna vez un funeral elantrino?

—Nunca —respondió el dula, negando con la cabeza.

—Vamos —dijo Raoden, mirando al viejo a los ojos, que indicaban insistentemente un pasadizo lateral.

Tras la puerta había una sala aún más sorprendente que la primera. Karata alzó la linterna con mano temblorosa.

—Libros —susurró Raoden entusiasmado. La luz iluminaba filas y filas de estantes que se perdían en la oscuridad. Los tres entraron en la enorme sala, sintiendo una increíble sensación de temporalidad. El polvo cubría los estantes, y sus pisadas dejaban huellas.

—¿Notas algo extraño en este sitio, sule? —preguntó Galladon en voz baja.

—No hay mugre —señaló Karata.

—No hay mugre —convino Galladon.

—Tenéis razón —dijo Raoden, sorprendido. Se había acostumbrado tanto a las calles limpias de Nueva Elantris que casi había olvidado cuánto trabajo había costado que estuvieran así.

—Hay algo más —dijo Raoden, volviéndose hacia la pared de piedra de la sala—. Mirad ahí arriba.

—Una linterna —dijo Galladon, sorprendido.

—Flanquean las paredes.

—Pero ¿por qué no utilizar aones? —preguntó el dula—. Lo hacían en todas partes.

—No lo sé —contestó Raoden—. Me he preguntado lo mismo en la entrada. Si podían hacer aones que los transportaran instantáneamente por la ciudad, entonces podrían haber hecho uno que bajara una roca.

—Tienes razón.

—La AonDor debe de haber estado prohibida aquí por algún motivo —dedujo Karata mientras llegaban al fondo de la biblioteca.

—No hay aones, no hay mugre. ¿Coincidencia?

—Tal vez —dijo Raoden, mirando al viejo a los ojos. Este señaló insistentemente una puerta pequeña en la pared. Estaba tallada con una escena similar al mural de la primera sala.

Galladon la abrió a un pasadizo aparentemente interminable abierto en la roca.

—Por Doloken, ¿adónde conduce esto?

—Afuera —dijo Raoden—. El hombre pide que lo saquemos de Elantris.

Karata se internó en el pasadizo, pasando los dedos por sus paredes de roca lisa. Raoden y Galladon la siguieron. El camino era muy empinado y se vieron obligados a hacer pausas frecuentes para que sus débiles cuerpos elantrinos descansaran. Cargaron al anciano por turnos cuando la pendiente se convirtió en escalones. Tardaron más de una hora en llegar al final del pasadizo: una simple puerta de madera, sin tallas ni adornos.

Galladon la abrió y salió a la débil luz del amanecer.

—Estamos en la montaña —exclamó sorprendido.

Raoden salió junto a su amigo y se encontró en una breve plataforma tallada en la falda de la montaña. La pendiente, más allá de la plataforma, era pronunciada, pero Raoden distinguió los caminos que conducían abajo. En la cima de la pendiente se hallaba la ciudad de Kae y, más allá, se alzaba el enorme monolito que era Elantris.

Raoden nunca había advertido lo enorme que era Elantris. A su lado Kae parecía una aldea. Rodeando Elantris estaban los restos fantasmales de las otras tres Ciudades Exteriores… poblaciones que, como Kae, se habían desarrollado a la sombra de la gran ciudad. Todas estaban abandonadas. Sin la magia de Elantris, era imposible que Arelon soportara una concentración de gente tan grande. Los habitantes de la ciudad habían sido trasladados a la fuerza, para convertirse en los peones y granjeros de Iadon.

—Sule, creo que nuestro amigo se impacienta.

Raoden miró al elantrino. Los ojos del hombre se movían con insistencia de un lado a otro, señalando un ancho camino que subía desde la plataforma.

—A seguir subiendo —dijo Raoden con un suspiro.

—No mucho —comentó Karata desde el extremo del camino—. Acaba aquí mismo.

Raoden asintió y recorrió la corta distancia hasta reunirse con Karata en el risco, sobre la plataforma.

—Lago —susurró el hombre con agotada satisfacción.

Raoden frunció el ceño. El «lago» apenas tenía tres metros de profundidad: más bien parecía una charca. Sus aguas eran de un azul cristalino y Raoden no veía ninguna cala ni desembocadura.

—¿Y ahora qué? —preguntó Galladon.

—Lo metemos ahí —supuso Raoden, arrodillándose para bajar al elantrino a la charca. El hombre flotó un momento en las aguas de color zafiro oscuro, y luego soltó un suspiro de felicidad. El sonido llenó de ansia a Raoden, de un intenso deseo de liberarse de sus dolores físicos y mentales. El rostro del viejo elantrino pareció suavizarse levemente y sus ojos cobraron de nuevo vida.

Aquellos ojos miraron a los de Raoden un instante, brillando de agradecimiento. Entonces el hombre se disolvió.

—¡Doloken! —maldijo Galladon mientras el viejo elantrino se disolvía como azúcar en una taza de té adolis. En apenas un segundo el hombre desapareció, sin que quedara rastro de carne, huesos ni sangre.

—Yo tendría cuidado en tu lugar, mi príncipe —sugirió Karata.

Raoden bajó la cabeza y advirtió lo cerca que estaba del borde de la charca. El dolor gritaba: su cuerpo se estremecía, como si supiera lo cerca que estaba del alivio. Todo lo que tenía que hacer era caer…

Raoden se levantó, tambaleándose levemente mientras se alejaba de la charca. No estaba preparado. No estaría preparado hasta que el dolor pudiera con él… mientras le quedara voluntad, lucharía.

Le puso una mano a Galladon en el hombro.

—Cuando sea un hoed, tráeme aquí. No me dejes vivir con el dolor.

—Todavía eres joven para Elantris, sule —le reprendió Galladon—. Durarás años.

El dolor ardía dentro de Raoden, haciendo que sus rodillas temblaran.

—Prométemelo, amigo mío. Júrame que me traerás aquí.

—Lo juro, Raoden —dijo Galladon solemnemente, mirándolo preocupado.

Raoden asintió.

—Vamos, nos espera un largo viaje de vuelta a la ciudad.