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Hrathen tenía calor con su armadura rojo sangre, expuesto como estaba al ardiente sol. Le consolaba saber el impresionante aspecto que tenía allí de pie en lo alto de la muralla con la armadura brillando. Naturalmente, nadie lo miraba: todos tenían los ojos puestos en la alta princesa teoisa que repartía alimentos.

Su decisión de entrar en Elantris había sorprendido a la ciudad, y el subsiguiente permiso del rey lo había vuelto a hacer. Las murallas de Elantris se habían llenado temprano, nobles y mercaderes abarrotaban el paseo abierto de su parte alta. Habían venido como si fueran a ver una lucha de tiburones svordisanos y se asomaban al parapeto para contemplar mejor lo que muchos pensaban que sería un excitante desastre. Todos creían que los salvajes de Elantris harían pedazos a la princesa a los pocos minutos de su entrada y luego la devorarían.

Hrathen observó con resignación cómo los monstruos de Elantris acudían plácidamente, sin intención de devorar a un solo guardia y mucho menos a la princesa. Sus demonios se negaban a actuar, y él pudo ver la decepción en los rostros de la gente. El gesto de la princesa había sido magistral: había castrado a los diablos de Hrathen con un movimiento de la guadaña que era la verdad. Ahora que los aristócratas personales de Sarene habían demostrado su valor al entrar en Elantris, el orgullo obligaría a los demás a hacerlo también. El odio por Elantris se evaporaría, pues la gente no podía temer lo que compadecía.

En cuanto quedó claro que la princesa no sería devorada, la gente perdió interés y empezó a bajar los largos tramos de escalones de la muralla en un goteo constante e insatisfecho. Hrathen se unió a los que regresaban al centro de Kae y la capilla derethi. Mientras caminaba, un carruaje pasó a su lado. Hrathen reconoció el aon que llevaba en su costado: el Aon Rii.

El carruaje se detuvo y la puerta se abrió. Hrathen se detuvo apenas un momento, y luego subió y se sentó frente al duque Telrii.

El duque, obviamente, no estaba satisfecho.

—Te había advertido acerca de esa mujer. Ahora el pueblo nunca odiará Elantris… y, si no odian a Elantris, no odiarán el Shu-Korath tampoco.

Hrathen agitó una mano.

—Los esfuerzos de la muchacha son irrelevantes.

—No veo por qué dices eso.

—¿Cuánto tiempo podrá seguir haciendo esto? —preguntó Hrathen—. ¿Unas pocas semanas, un mes como mucho? Ahora mismo, sus excursiones son una novedad, pero eso no durará. Dudo que muchos nobles estén dispuestos a acompañarla en el futuro, aunque intente seguir con esas entregas de alimento.

—El daño está hecho —insistió Telrii.

—Difícilmente. Lord Telrii, apenas han pasado unas semanas desde que llegué a Arelon. Sí, la mujer nos ha causado un contratiempo, pero menor. Sabes, como yo, que los nobles son inconstantes. ¿Cuánto tiempo crees que tardarán en olvidar sus visitas a Elantris? —Telrii no parecía convencido—. Además —Hrathen probó otra táctica—, mi trabajo con Elantris era sólo una pequeña parte del plan. La inestabilidad del trono de Iadon, la vergüenza que sufrirá en el próximo período fiscal, en eso deberíamos concentrarnos.

—El rey ha entablado algunos nuevos contactos en Teod —dijo Telrii.

—Insuficientes para recuperarse de sus pérdidas —descartó Hrathen—. Sus finanzas están tocadas. La nobleza nunca aceptará a un rey que insiste en que todos mantengan su grado de riqueza pero que no se aplica a sí mismo la medida.

»Pronto podremos empezar a difundir rumores sobre las pérdidas del rey. La mayor parte de los miembros de la alta nobleza son también mercaderes: tienen medios para descubrir cómo les va a sus competidores. Descubrirán lo mal que está Iadon y empezarán a quejarse.

—Las quejas no me pondrán en el trono —dijo Telrii.

—Te sorprenderías —contestó Hrathen—. Además, paralelamente empezaremos a insinuar que, si el trono fuera tuyo, harías que Arelon firmara un lucrativo tratado comercial con el este. Puedo proporcionarte los documentos precisos. Habrá dinero suficiente para todos… y eso es algo que Iadon no ha podido conseguir. Tu pueblo sabe que este país está al borde de la quiebra financiera. Fjorden puede sacaros de ella.

Telrii asintió lentamente.

«Sí, Telrii —pensó Hrathen, suspirando para sí—, eso es algo que puedes comprender, ¿no? Si no podemos convertir a la nobleza, siempre podemos comprarla».

La táctica no era tan segura como Hrathen había dado a entender, pero la explicación convencería a Telrii mientras Hrathen ideaba otros planes. Cuando se supiera que el rey estaba en quiebra y Telrii era rico, con otras… presiones efectuadas sobre el Gobierno, se conseguiría un fácil, aunque brusco, traspaso de poderes.

La princesa había respondido al plan equivocado. El trono de Iadon se desmoronaría aunque ella entregara comida a los elantrinos, creyéndose tan lista por haber desbaratado las maquinaciones de Hrathen.

—Te lo advierto, Hrathen —dijo Telrii de pronto—, no creas que soy un peón derethi. Me atengo a tus planes porque has podido aportarme la riqueza que me prometiste. Pero no dejaré que me empujes en cualquier dirección que desees.

—Ni se me ocurriría, Alteza —dijo Hrathen tranquilamente.

Telrii asintió y ordenó parar al cochero. Ni siquiera habían recorrido la mitad del trayecto a la capilla derethi.

—Mi mansión está en esa dirección —dijo Telrii, indiferente, señalando una calle lateral—. Puedes ir andando hasta tu capilla el resto del camino.

Hrathen apretó las mandíbulas. Algún día aquel hombre tendría que aprender a tratar con el debido respeto a los oficiales derethi. Por el momento, no obstante, Hrathen simplemente se bajó del carruaje.

Dada la compañía, prefería caminar, de todas formas.

—Nunca había visto este tipo de respuesta en Arelon —declaró un sacerdote.

—Desde luego —dijo su compañero—. Llevo sirviendo al Imperio en Kae hace más de una década y nunca habíamos tenido más de unas cuantas conversiones al año.

Hrathen pasó ante los sacerdotes mientras entraba en la capilla derethi. Eran acólitos menores, de poca importancia: reparó en ellos sólo a causa de Dilaf.

—Ha pasado mucho tiempo —reconoció Dilaf—. Aunque reconozco que en una época, justo después de que el pirata Dreok Aplastagargantas atacara Teod, hubo una oleada de conversiones en Arelon.

Hrathen frunció el ceño. Algo en el comentario de Dilaf lo molestó. Se obligó a continuar caminando, pero se volvió a mirar al arteth. Dreok Aplastagargantas había atacado Teod hacía quince años. Era posible que Dilaf recordara una cosa así de su infancia, pero ¿cómo sabía las cifras de conversiones en Arelon?

El arteth tenía que ser mayor de lo que Hrathen había supuesto. Mucho mayor. Hrathen abrió los ojos de par en par mientras estudiaba mentalmente el rostro de Dilaf. Había supuesto que no tenía más de veinticinco años, pero ahora detectó signos de edad en la cara del arteth. Sólo atisbos, no obstante: probablemente era uno de esos raros individuos que parecen mucho más jóvenes de lo que en realidad son. El «joven» sacerdote areliso fingía falta de experiencia, pero sus planes y esquemas revelaban un alto grado de madurez, por lo demás oculto. Dilaf era mucho más curtido de lo que permitía suponer a la gente.

Pero ¿qué significaba eso? Hrathen sacudió la cabeza, abrió la puerta y entró en sus habitaciones. El poder de Dilaf sobre la capilla crecía mientras Hrathen se afanaba por encontrar un nuevo, y dispuesto, arteth jefe. Tres hombres más habían rechazado el cargo. Eso era más que sospechoso ya: Hrathen estaba seguro de que Dilaf tenía algo que ver con el asunto.

«Es mayor de lo que habías supuesto —pensó Hrathen—. También lleva mucho tiempo ejerciendo su influencia sobre los sacerdotes de Kae».

Dilaf sostenía que muchos de los primeros seguidores derethi de Kae procedían de su capilla personal del sur de Arelon. ¿Cuánto tiempo había pasado desde su llegada a Kae? Fjon era el arteth jefe cuando llegó Dilaf, pero el liderazgo de Fjon en la ciudad había durado mucho tiempo.

Dilaf probablemente llevaba años en la ciudad. Seguramente se había relacionado con los otros sacerdotes, había aprendido a influir en ellos y adquirido autoridad todo ese tiempo. Y, dado el ardor de Dilaf por el Shu-Dereth, había sin duda escogido a los arteths más conservadores y efectivos de Kae como asociados suyos.

Y ésos eran exactamente los hombres que Hrathen había hecho quedarse en la ciudad a su llegada. Había despedido a los hombres menos devotos, precisamente los que se hubieran sentido insultados o perturbados por el extremo ardor de Dilaf. Sin quererlo, el propio Hrathen había reducido el número de sacerdotes de la capilla en favor de Dilaf.

Hrathen se sentó en su mesa, preocupado por esta nueva revelación. No era extraño que tuviera problemas para encontrar un nuevo arteth jefe. Los que quedaban conocían bien a Dilaf: o bien tenían miedo de ocupar un puesto por encima de él, o los había sobornado para que se retirasen.

«No puede tener tanta influencia sobre todos ellos —se dijo Hrathen, convencido—. Tendré que seguir buscando. Tarde o temprano, uno de los sacerdotes aceptará el puesto».

Con todo, seguía preocupándole la sorprendente efectividad de Dilaf. El arteth tenía dos firmes palancas sobre Hrathen. Primero, aún tenía poder sobre muchos de los más convencidos conversos de Hrathen a través de sus juramentos de odiv. Segundo, el liderazgo oficioso del arteth sobre la capilla cobraba más y más fuerza. Sin un arteth jefe, y con Hrathen dando sermones o reuniéndose con los nobles todo el tiempo, Dilaf había ido apoderándose poco a poco del control del funcionamiento diario de la Iglesia derethi en Arelon.

Y, por encima de todo, había un problema aún más acuciante, algo a lo que Hrathen no quería enfrentarse, algo aún más destructivo que la Prueba de Sarene o las maniobras de Dilaf. Hrathen podía encarar ese tipo de fuerzas externas, y salir victorioso.

Su vacilación interior, sin embargo, era algo completamente diferente.

Buscó en su mesa un librito. Recordaba haberlo desempaquetado y guardado en el cajón, como había hecho en otras incontables mudanzas. Hacía años que no lo miraba, pero tenía muy pocas pertenencias y por eso nunca había tenido la necesidad de abandonarlo.

Al final, lo localizó. Hojeó las ajadas páginas y seleccionó la que estaba buscando.

He encontrado un sentido. Antes, vivía, pero no sabía por qué. Ahora tengo dirección. Sirvo al Imperio de Nuestro Señor Jaddeth y mi servicio está unido directamente a Él. Soy importante.

Los sacerdotes de la fe derethi recibían formación para registrar experiencias espirituales, pero Hrathen nunca había sido diligente en esa área concreta. Su registro personal contenía sólo unas pocas entradas, incluida ésta, que había escrito unas semanas después de decidir unirse al sacerdocio, hacía muchos años. Justo antes de ingresar en el monasterio Dakhor.

«¿Qué sucedió con tu fe, Hrathen?».

Las preguntas de Omin torturaban la mente de Hrathen. Oía al sacerdote korathi susurrar, exigiendo saber qué había sido de las creencias de Hrathen, exigiendo conocer el propósito de sus prédicas. ¿Se había vuelto cínico Hrathen y cumplía con sus deberes simplemente porque eran familiares? ¿Sus sermones se habían convertido en un desafío lógico y dejado de ser una búsqueda espiritual?

Sabía, en parte, que así había sido. Le gustaban la planificación, la confrontación y la reflexión que hacían falta para convertir a toda una nación de herejes. Incluso con Dilaf distrayéndolo, el desafío de Arelon era apasionante.

Pero ¿qué había sido del muchacho Hrathen? ¿Qué había sido de la fe, de aquella increíble pasión que había sentido una vez? Apenas podía recordarla. Esa parte de su vida había pasado rápidamente, y su fe había pasado de ser una llama ardiente a un calor confortable.

¿Por qué quería Hrathen tener éxito en Arelon? ¿Por la fama? El hombre que convirtiera Arelon sería largamente recordado en los anales de la Iglesia derethi. ¿Era el deseo de obedecer? Tenía, después de todo, una orden directa del Wyrn. ¿Era porque creía de verdad que la conversión ayudaría al pueblo? Había decidido tener éxito en Arelon sin una matanza como la que había instigado en Duladel. Pero, una vez más, ¿era de verdad porque quería salvar vidas? ¿O era porque sabía que una conquista limpia era más difícil y, por tanto, un desafío mayor?

Su corazón le resultaba tan turbio como una habitación llena de humo.

Dilaf se estaba haciendo poco a poco con el control. Eso en sí mismo no era tan aterrador como la propia sensación de presagio. ¿Y si Dilaf hacía bien en intentar desposeer a Hrathen? ¿Y si Arelon estuviera mejor con Dilaf al mando? Dilaf no se hubiese preocupado por las muertes causadas por una sangrienta revolución; hubiese estado convencido de que el pueblo estaría mejor con el Shu-Dereth, aunque su conversión requiriera una masacre.

Dilaf tenía fe. Dilaf creía en lo que estaba haciendo. ¿La tenía Hrathen?

Ya no estaba seguro.