23

Eondel y Shuden habían insistido en acompañarla. Eondel mantenía una mano en la espada (solía llevar el arma sin importarle lo que dijera la ley arelisa al respecto) y observaba a su guía y al séquito de guardias de Elantris con igual recelo. Por su parte, los guardias hacían un buen trabajo tratando de parecer tranquilos, como si ir a Elantris fuera algo cotidiano. Sin embargo, Sarene notaba su ansiedad.

Todo el mundo había puesto objeciones al principio. Era impensable que ella misma se dejara llevar a las entrañas de Elantris para reunirse con sus déspotas. No obstante, Sarene estaba decidida a demostrar que la ciudad era inofensiva. No podía quejarse de recorrer un breve trayecto por el interior de la ciudad si quería persuadir a los otros nobles de que atravesaran aquellas puertas.

—Ya casi hemos llegado —dijo el guía. Era un hombre alto, casi de la misma altura que Sarene descalza. Las zonas grises de su piel eran un poco más claras que las de los otros elantrinos que había visto, aunque no sabía si eso significaba que antes era de piel pálida, o simplemente que llevaba en Elantris menos tiempo que los demás. Tenía un rostro ovalado que bien podría haber sido hermoso antes de que la Shaod lo destruyera. No era un criado: caminaba con paso demasiado orgulloso. Sarene imaginaba que, aunque actuaba como simple mensajero, era uno de los sicarios de confianza de uno de los jefes de las bandas de Elantris.

—¿Cómo te llamas? —preguntó, cuidando de mantener un tono neutral. Él pertenecía a uno de los grupos que, según las fuentes de Ashe, acaudillaban la ciudad y esclavizaban a aquellos que eran arrojados al interior.

El hombre no respondió inmediatamente.

—Me llaman Espíritu —acabó diciendo.

«Un nombre adecuado —pensó Sarene—, pues este hombre es casi un espectro de lo que ha sido».

Se acercaron a un gran edificio que, según le había contado Espíritu, antes era la universidad de Elantris. Sarene observó el edificio con ojo crítico. Estaba cubierto de la misma extraña mugre marrón verdosa que cubría el resto de la ciudad, y aunque la estructura tenía que haber sido grandiosa, ya no era más que otra ruina. Sarene vaciló mientras su guía entraba en el edificio. Calculó que el piso superior amenazaba seriamente con derrumbarse.

Dirigió una mirada a Eondel. El hombre parecía aprensivo y se frotaba la barbilla, dudoso. Por fin se encogió de hombros y asintió, como si dijera: «Ya que hemos llegado hasta aquí…».

Así que, intentando no pensar en el desvencijado techo, Sarene condujo a su grupo de amigos y soldados a la estructura. Por fortuna, no tuvieron que ir muy lejos. Un grupo de elantrinos esperaba al fondo de la primera sala, sus rostros oscuros apenas visibles a la tenue luz. Dos estaban subidos a lo que parecían los restos de una mesa caída, y sus cabezas destacaban unos palmos por encima de los otros.

—¿Aanden? —preguntó Sarene.

—Y Karata —respondió la segunda forma, al parecer una mujer, aunque su cabeza calva y su rostro arrugado eran prácticamente indistinguibles de los de un hombre—. ¿Qué quieres de nosotros?

—Creía que erais enemigos —dijo Sarene, recelosa.

—Hace poco que nos hemos dado cuenta de los beneficios de una alianza —respondió Aanden. Era un hombre bajo de ojos cautelosos y rostro pequeño y encogido como el de un roedor. Su pomposa actitud de superioridad era lo que Sarene esperaba.

—¿Y el hombre conocido como Shaor? —preguntó Sarene.

—Uno de los mencionados beneficios.

—¿Muerto?

Aanden asintió.

—Nosotros gobernamos ahora en Elantris, princesa. ¿Qué quieres?

Sarene no contestó inmediatamente. Había previsto que los tres líderes de las bandas estuvieran enfrentados. Tendría que presentarse de manera diferente a un enemigo unificado.

—Quiero sobornaros —dijo claramente.

La mujer alzó una ceja, interesada, pero el hombre hizo una mueca.

—¿Qué necesidad tenemos de sobornos, mujer?

Sarene había jugado a aquel juego demasiado a menudo: Aanden usaba los modales desinteresados del hombre que no está acostumbrado a la política seria. Ella se había reunido con hombres como él docenas de veces mientras servía en el cuerpo diplomático… y estaba muy cansada de ellos.

—Mirad, seamos sinceros: obviamente no sois buenos en esto, y por eso prolongar las negociaciones sería una pérdida de tiempo. Quiero traer comida a la gente de Elantris, y vosotros vais a resistiros porque pensáis que debilitará vuestro poder sobre ella. Ahora mismo probablemente estáis intentando pensar cómo controlar quién se beneficia de mi ofrecimiento y quién no. —El hombre se rebulló, incómodo, y Sarene sonrió—. Por eso voy a sobornaros. ¿Qué hace falta para que dejéis que la gente venga y reciba comida gratis?

Aanden vaciló, claramente inseguro de cómo continuar. La mujer, sin embargo, habló con firmeza.

—¿Tienes un escriba para anotar nuestras demandas?

—Sí —dijo Sarene, indicando a Shuden que sacara papel y carboncillo.

La lista era larga, más incluso de lo que Sarene había supuesto, e incluía muchos artículos extraños. Había supuesto que pedirían armas, tal vez incluso oro. Sin embargo, las peticiones de Karata fueron, para empezar, tela, luego diversos tipos de grano, algunas láminas de metal, cargas de madera y paja y, por último, aceite. El mensaje era claro: gobernar Elantris no dependía de la fuerza ni de la riqueza, sino de quién controlaba las necesidades básicas.

Sarene accedió a las demandas. De haber negociado sólo con Aanden hubiese llegado a un acuerdo por menos, pero aquella Karata era una mujer directa e implacable, de las que no tienen mucha paciencia para regatear.

—¿Es todo? —preguntó Sarene mientras Shuden anotaba la última petición.

—Eso bastará los primeros días —dijo Karata.

Sarene entornó los ojos.

—Bien. Pero tengo una regla que quiero que sigáis. No podéis prohibir a nadie que se acerque al patio. Gobernad como déspotas si queréis, pero al menos dejad que la gente sufra con el estómago lleno.

—Tienes mi palabra —dijo Karata—. No retendré a nadie.

Sarene asintió, indicando que la reunión había terminado. Karata asignó a un guía para que los condujera de vuelta a las puertas. Esta vez no era Espíritu. Él se quedó y se acercó a los tiranos de la ciudad cuando Sarene abandonaba el edificio.

—¿Ha estado bien, mi señor? —preguntó Mareshe ansiosamente.

—Mareshe, has estado perfecto —repuso Raoden, viendo satisfecho cómo la muchacha se marchaba.

Mareshe sonrió con modestia.

—Bueno, mi señor, hago lo que puedo. No he tenido mucha experiencia actuando, pero creo que he interpretado a un líder decidido y capaz de intimidar.

Raoden miró a Karata a los ojos. La mujer intentaba por todos los medios no echarse a reír. El pomposo artesano había estado perfecto: ni decidido ni intimidatorio. La gente de fuera de Elantris veía la ciudad como un reino sin ley dirigido por duros déspotas ladrones. Juntos, Mareshe y Karata habían interpretado exactamente lo que la princesa y sus acompañantes esperaban ver.

—Sospechaba algo, sule —le advirtió Galladon, saliendo de las sombras de la sala.

—Sí, pero no sabe qué —respondió Raoden—. Que sospeche que «Aanden» y Karata están jugando con ella; eso no hará ningún daño.

Galladon sacudió levemente la cabeza, su calvo cráneo brillando a la mortecina luz.

—¿Qué sentido tiene? ¿Por qué no llevarla a la capilla y dejarla ver lo que somos realmente?

—Me gustaría, Galladon. Pero no podemos permitirnos revelar nuestro secreto. El pueblo de Arelon tolera Elantris porque los elantrinos son penosos. Si descubren que hemos establecido una sociedad civilizada, sus temores saldrán a la superficie. Una masa de despojos gimoteantes es una cosa, una legión de monstruosidades espantosas es otra.

Karata asintió, sin decir nada. Galladon, el eterno escéptico, simplemente negó con la cabeza, como si no supiera qué pensar.

—Bueno, desde luego es decidida. ¿Kolo? —preguntó por fin, refiriéndose a Sarene.

—Bastante decidida —reconoció Raoden. Entonces, divertido, continuó—: Y no creo que le caiga muy bien.

—Piensa que eres el lacayo de un tirano —señaló Karata—. ¿Se supone que tienes que gustarle?

—Cierto —dijo Raoden—. Sin embargo, creo que deberíamos añadir una cláusula a nuestro acuerdo que diga que yo puedo asistir a todos sus repartos. Quiero vigilar de cerca a nuestra benévola princesa… No me parece de las que hacen nada sin varios motivos, y me pregunto qué la ha llevado a hacer su Prueba aquí en Elantris.

—Ha ido bien —dijo Eondel, viendo cómo su guía regresaba a Elantris.

—Te has salido fácilmente con la tuya —coincidió Shuden—. Las cosas que exigen pueden conseguirse sin mucho gasto.

Sarene asintió levemente, pasando los dedos por la madera de los lados del carro.

—Odio tratar con gente así.

—Quizá los juzgas demasiado a la ligera —dijo Shuden—. No parecían tanto tiranos como personas intentando conseguir lo mejor de una vida muy difícil.

Sarene negó con la cabeza.

—Tendrías que oír algunas de las historias que me ha contado Ashe, Shuden. Los guardias dicen que cuando arrojan nuevos elantrinos a la ciudad, las bandas caen sobre ellos como tiburones. Los pocos recursos que entran van a parar a los jefes de las bandas, que mantienen al resto de la gente en un estado de práctica inanición.

Shuden alzó una ceja y miró a los guardias de la ciudad, la fuente de información de Sarene. El grupo observaba a los nobles que descargaban el carro con ojos desinteresados, apoyados perezosamente en sus lanzas.

—Muy bien —admitió Sarene, subiendo al carro y tendiendo a Shuden una caja de hortalizas—. Tal vez no sean la fuente más digna de confianza, pero tenemos la prueba delante de nosotros. —Abarcó con el brazo las formas decrépitas que se arracimaban en las callejas laterales—. Mirad sus ojos vacíos y su andar aprensivo. Esta gente vive atemorizada, Shuden. Lo he visto antes en Fjorden, en Hrovell y en otra media docena de sitios. Sé qué aspecto tiene la gente oprimida.

—Cierto —admitió Shuden, recogiendo la caja—, pero los «líderes» no me han parecido mucho mejor. Tal vez no son opresores, sino que están igualmente oprimidos.

—Tal vez.

—Mi señora —protestó Eondel cuando Sarene levantó otra caja y se la tendía a Shuden—, desearía que te bajaras de ahí y nos dejaras a nosotros hacer esto. No es adecuado.

—No me pasará nada, Eondel —dijo Sarene, tendiéndole una caja—. Hay un motivo por el que no he traído a ningún criado: quiero que todos nosotros formemos parte de esto. Eso te incluye a ti, mi señor —añadió Sarene, haciendo un gesto a Ahan, que había encontrado un sitio a la sombra, cerca de las puertas, donde descansar.

Ahan suspiró, se levantó y salió a la luz. Estaban a principios de primavera pero el día era muy caluroso y el sol ardía en el cielo… aunque ni siquiera aquel calor había conseguido secar la omnipresente mugre viscosa de Elantris.

—Espero que aprecies mi sacrificio, Sarene —exclamó el grueso Ahan—. Esta mugre va a estropear por completo mi capa.

—Te está bien empleado —dijo Sarene, entregando al conde una caja de patatas cocidas—. Te dije que te pusieras algo que no fuera caro.

—No tengo nada que no sea caro, querida —contestó Ahan, aceptando la caja con expresión hosca.

—¿Quieres decir que de verdad pagaste dinero por esa túnica que llevaste en la boda de Neoden? —preguntó Roial, acercándose entre risas—. Hasta entonces yo ni siquiera era consciente de que existía el color naranja, Ahan.

El conde hizo una mueca y arrastró su caja hasta la parte delantera del carro. Sarene no le entregó a Roial ninguna caja, ni él se acercó a recogerla. Unos cuantos días antes había sido muy comentado en la corte el hecho de que el duque cojeaba. Según los rumores, se había caído de la cama una mañana. La actitud vivaz de Roial a veces hacía olvidar que era un hombre muy anciano.

Sarene empezó a pillar el ritmo y a repartir cajas a medida que iban apareciendo manos para recogerlas… y por eso al principio no advirtió que una nueva figura se había unido a las demás. Casi al final, alzó la cabeza y vio al hombre que aceptaba la carga. Estuvo a punto de dejarla caer sorprendida cuando reconoció su rostro.

—¡Tú! —dijo asombrada.

El elantrino conocido como Espíritu sonrió, tomando la caja de sus dedos aturdidos.

—Me preguntaba cuánto tiempo pasaría hasta que te dieras cuenta de que estaba aquí.

—¿Cuánto…?

—Oh, hace poco —respondió él—. He llegado justo después de que empezarais a descargar.

Espíritu se llevó la caja y la apiló junto a las otras. Sarene se quedó estupefacta en la parte trasera del carro: seguramente había confundido sus manos oscuras con las de Shuden.

Alguien se aclaró la garganta ante ella y Sarene advirtió con un sobresalto que Eondel estaba esperando una caja. Se apresuró a entregársela.

—¿Por qué está él aquí? —preguntó mientras dejaba caer la caja en brazos de Eondel.

—Dice que su amo le ha ordenado que vigilara la distribución. Al parecer, Aanden se fía de ti casi tanto como tú de él.

Sarene repartió las dos últimas cajas y luego bajó de un salto del carro. Sin embargo, golpeó el empedrado en el ángulo equivocado y resbaló en el lodo. Cayó de espaldas, agitando los brazos y gritando.

Por fortuna, un par de manos la agarraron y la ayudaron a enderezarse.

—Ten cuidado —le advirtió Espíritu—. Caminar por Elantris requiere cierto esfuerzo.

Sarene se zafó de su abrazo.

—Gracias —dijo, con voz muy poco digna de una princesa.

Espíritu alzó una ceja, luego se situó junto a los lores arelisos. Sarene suspiró, frotándose el codo en el sitio por donde Espíritu la había agarrado. Algo en su contacto parecía extrañamente tierno. Sacudió la cabeza para expulsar semejantes imaginaciones. Cosas más importantes exigían su atención. Los elantrinos no se acercaban.

Ahora había más, quizás unos cincuenta, agrupados vacilantes en las sombras, como pajarillos. Algunos eran niños, pero la mayoría tenía la misma edad indeterminada; su arrugada piel elantrina hacía que todos parecieran tan viejos como Roial. Ninguno se acercó a la comida.

—¿Por qué no vienen? —preguntó Sarene, confusa.

—Están asustados —dijo Espíritu—. Y son incrédulos. Tanta comida debe de parecerles una ilusión, un truco diabólico que sin duda sus mentes les habrán jugado cientos de veces. —Hablaba en voz baja, incluso compasiva. Sus palabras no eran las de un caudillo despótico.

Espíritu tomó en la mano un nabo de una caja. Lo alzó, mirándolo como si él mismo estuviera inseguro de su realidad. Había ansia en sus ojos, el hambre de un individuo que no ha visto una buena comida durante semanas. Con un escalofrío, Sarene advirtió que aquel hombre estaba tan famélico como todos los demás, a pesar de su posición de privilegio. Y había ayudado pacientemente a descargar docenas de cajas llenas de comida.

Espíritu finalmente alzó el nabo y le dio un bocado. La hortaliza crujió en su boca y Sarene imaginó cómo debía de saber: cruda y amarga. Sin embargo, reflejada en sus ojos parecía un festín.

El hecho de que Espíritu aceptara el alimento pareció alentar a los otros, pues la masa de gente avanzó. Los guardias de la ciudad reaccionaron por fin y, rápidamente, rodearon a Sarene y los demás, blandiendo sus largas lanzas con gesto amenazador.

—Dejad espacio ante las cajas —ordenó Sarene.

Los guardias se dividieron, permitiendo que los elantrinos se acercaran en pequeños grupos. Sarene y los lores se colocaron detrás de las cajas para repartir comida a los cansados suplicantes. Incluso Ahan dejó de quejarse mientas se ponía a trabajar y repartía comida en solemne silencio. Sarene lo vio darle una bolsa a lo que debía de haber sido una niña pequeña, aunque su cabeza era calva y sus labios estaban arrugados. La niña sonrió con incongruente inocencia y luego se marchó rápidamente. Ahan se detuvo un momento antes de continuar su labor.

«Está funcionando», pensó Sarene con alivio. Si podía afectar a Ahan, entonces podría hacer lo mismo con el resto de la corte.

Mientras trabajaba, Sarene reparó en que el hombre llamado Espíritu estaba detrás de la multitud, con la mano en la barbilla, pensativo, mientras la estudiaba. Parecía… preocupado. Pero ¿por qué? ¿De qué tenía que preocuparse? Fue entonces, al mirarle a los ojos, cuando Sarene supo la verdad. Aquel hombre no era ningún lacayo. Era el líder, y por algún motivo sentía la necesidad de ocultarle ese hecho.

Así pues, Sarene hizo lo que hacía siempre cuando descubría que alguien le ocultaba cosas. Trató de averiguar qué.

—Hay algo en él, Ashe —dijo Sarene, de pie ante el palacio, viendo cómo se llevaban el carro. Costaba creer que, pese a todo el trabajo de esa tarde, sólo hubiesen distribuido tres comidas. Todo habría desaparecido al día siguiente al mediodía… si no lo había hecho ya.

—¿Quién, mi señora? —preguntó Ashe. Había visto el reparto de alimentos desde lo alto de la muralla, cerca de donde estaba Iadon. Había querido acompañarla, naturalmente, pero ella lo había prohibido. El seon era su principal fuente de información sobre Elantris y sus líderes, y no quería que hubiera una conexión obvia entre ambos.

—En el guía —explicó Sarene, mientras se daba la vuelta y cruzaba la ancha entrada cubierta de tapices del palacio real. A Iadon le gustaban demasiado los tapices para su gusto.

—¿El hombre llamado Espíritu?

Sarene asintió.

—Fingía seguir las órdenes de los demás, pero no era ningún sirviente. Aanden no paraba de mirarlo durante las negociaciones, como buscando su conformidad. ¿Crees que tal vez nos enteramos mal de los nombres de los líderes?

—Es posible, mi señora —admitió Ashe—. Sin embargo, los elantrinos con los que hablé parecían muy seguros. Karata, Aanden y Shaor fueron los nombres que oí al menos una docena de veces. Nadie mencionó a un hombre llamado Espíritu.

—¿Has hablado recientemente con esa gente?

—Lo cierto es que he estado centrando mis esfuerzos en los guardias —dijo Ashe, haciéndose a un lado cuando un mensajero pasó corriendo. La gente tenía tendencia a ignorar a los seones con un grado de indiferencia que hubiese ofendido a cualquier ayudante humano. Ashe lo aceptaba todo sin quejarse, sin interrumpir siquiera su diálogo—. Los elantrinos vacilaron en dar algo más que nombres, mi señora… Los guardias, sin embargo, se mostraron muy libres en sus opiniones. Tienen poco que hacer todo el día aparte de vigilar la ciudad. Uní sus observaciones a los nombres que recogí, y produje lo que te dije.

Sarene se detuvo un momento, apoyándose contra una columna de mármol.

—Está ocultando algo.

—Oh, cielos —murmuró Ashe—. Mi señora, ¿no te parece que estás exagerando? Has decidido enfrentarte al gyorn, liberar a las mujeres de la corte de la opresión masculina, salvar la economía de Arelon y alimentar Elantris. Tal vez deberías dejar sin explorar el subterfugio de ese hombre.

—Tienes razón. Estoy demasiado ocupada para tratar con Espíritu. Por eso vas a averiguar qué pretende.

Ashe suspiró.

—Vuelve a la ciudad —dijo Sarene—. No tendrás que internarte demasiado en ella… muchos elantrinos viven cerca de las puertas. Pregúntales por Espíritu y mira a ver si puedes descubrir algo sobre el tratado entre Karata y Aanden.

—Sí, mi señora.

—Me pregunto si no habremos juzgado mal Elantris.

—No lo sé, mi señora. Es un lugar muy bárbaro. Fui testigo de varios actos atroces yo mismo, y vi las consecuencias en muchos otros. Todos en la ciudad tienen heridas de algún tipo… y por sus gemidos imagino que muchas son graves. Las luchas deben de ser habituales.

Sarene asintió, ausente. Sin embargo, no podía dejar de pensar en Espíritu y lo sorprendentemente poco bárbaro que se había mostrado. Había tranquilizado a los lores, conversado con ellos afablemente como si no estuviera maldito ni ellos lo hubieran expulsado. Al final Sarene había descubierto que le caía bien, aunque le preocupaba que estuviera jugando con ella.

Así que se había mostrado indiferente, incluso fría, con Espíritu, recordándose que muchos asesinos y tiranos podían parecer muy amistosos si querían. Su corazón, sin embargo, le decía que aquel hombre era auténtico. Estaba ocultando cosas, como hacían todos los hombres, pero sinceramente quería mejorar Elantris. Por algún motivo, parecía particularmente preocupado por la opinión que Sarene tuviera de él.

Y, mientras recorría el pasillo camino de sus aposentos, Sarene tuvo que esforzarse para convencerse de que no le importaba lo que él pensara de ella.