22

Raoden avanzó poco a poco, y se asomó lentamente a la esquina. Tendría que haber estado sudando; de hecho, no paraba de secarse la frente, aunque el movimiento no hacía más que extender negra mugre de Elantris por su cara. Le temblaban las rodillas cuando se apoyó en la decrépita verja de madera, escrutando ansiosamente el cruce, atento al peligro.

—¡Sule, detrás de ti!

Raoden se volvió sorprendido de la advertencia de Galladon, resbaló en el empedrado mugriento y cayó al suelo. La caída lo salvó. Mientras intentaba sujetarse, sintió que algo cortaba el aire sobre él. El loco que le atacaba aulló de frustración al ver que fallaba y su golpe alcanzó la verja, esparciendo trozos de madera podrida por el aire.

Raoden trató de ponerse en pie. El loco se movía mucho más rápidamente. Calvo y casi desnudo, el hombre aulló mientras se abría paso por lo que quedaba de la verja, gruñendo y destrozando la madera como un sabueso rabioso.

El tablón de Galladon lo alcanzó directamente en la cara. Entonces, mientras estaba aturdido, Galladon agarró una piedra y la aplastó contra su sien. El loco se desplomó y no volvió a levantarse. Galladon se enderezó.

—Parece que cada vez son más fuertes, sule —dijo, dejando caer la piedra—. Casi parecen ajenos al dolor. ¿Kolo?

Raoden asintió, tranquilizándose.

—No han podido capturar a un recién llegado desde hace semanas. Se están desesperando, y cada vez se hunden más en su brutalidad. He oído hablar de guerreros que se enfervorizan tanto durante el combate que ignoran incluso las heridas mortales.

Raoden hizo una pausa mientras Galladon empujaba el cuerpo de su atacante con un palo para asegurarse de que no estaba fingiendo.

—Tal vez han descubierto el secreto definitivo para calmar el dolor —dijo Raoden en voz baja.

—Todo lo que tienen que hacer es renunciar a su humanidad —respondió Galladon, sacudiendo la cabeza mientras continuaban caminando por lo que antes fuera el mercado de Elantris. Dejaron atrás montañas de metal oxidado y baldosas rotas cubiertas de aones. Una vez aquellos restos habían producido efectos maravillosos, y su poderosa magia valía precios desorbitados. Ahora eran poco más que obstáculos que había que esquivar para que no se astillaran bajo los pies.

—Tendríamos que haber traído a Saolin —murmuró Galladon.

Raoden negó con la cabeza.

—Saolin es un guerrero maravilloso y un buen hombre, pero carece completamente de sigilo. Incluso yo puedo oírlo acercarse. Además, hubiese insistido en traer a un grupo de guardias. Se niega a creer que puedo protegerme solo.

Galladon miró al loco caído y luego a Raoden con una sonrisa sardónica.

—Lo que tú digas, sule.

Raoden sonrió levemente.

—Muy bien —admitió—, tal vez hubiese sido útil. Sin embargo, sus hombres habrían insistido en mimarme. Sinceramente, creía haber dejado atrás ese tipo de cosas, en el palacio de mi madre.

—Los hombres protegen lo que consideran importante —dijo Galladon, encogiéndose de hombros—. Si no querías que lo hicieran no tendrías que haberte vuelto tan imprescindible. ¿Kolo?

—De acuerdo —dijo Raoden con un suspiro—. Vamos.

Guardaron silencio mientras continuaban su incursión. Galladon había protestado durante horas cuando Raoden le explicó su plan de infiltrarse y enfrentarse a Shaor. El dula había dicho que era una locura, una insensatez peligrosa y completamente estúpida. Sin embargo, no estuvo dispuesto a dejar que Raoden fuera solo.

Raoden sabía que el plan era probablemente una insensatez peligrosa y todo lo demás que había dicho Galladon. Los hombres de Shaor los harían pedazos sin pensárselo dos veces… posiblemente sin pensárselo ni una vez, dado su estado mental. Sin embargo, durante la última semana, los hombres de Shaor habían intentado invadir el huerto tres veces. Los guardias de Saolin recibían más y más heridas a medida que los hombres de Shaor se volvían más salvajes y feroces.

Raoden sacudió la cabeza. Aunque su tropa crecía, la mayoría de sus seguidores eran físicamente débiles. Los hombres de Shaor, sin embargo, eran aterradoramente fuertes… y todos eran guerreros. Su ira les daba fuerza, y los seguidores de Raoden no podrían resistir mucho más.

Raoden tenía que encontrar a Shaor. Si conseguía hablar con el hombre, estaba seguro de que llegarían a un acuerdo. Se decía que el propio Shaor nunca participaba en las incursiones. Todos se referían a la banda como la de «los hombres de Shaor», pero nadie recordaba haber visto al propio Shaor. Era bastante posible que no fuera más que otro maníaco, indistinguible del resto. También era posible que se hubiera unido a los hoed hacía tiempo y el grupo continuara sin liderazgo.

Pero algo le decía a Raoden que Shaor estaba vivo. O, tal vez simplemente quería creerlo. Necesitaba un adversario al que enfrentarse; los locos estaban demasiado dispersos para que fuese posible derrotarlos de manera definitiva, y superaban en número a los soldados de Raoden. A menos que Shaor existiera, a menos que Shaor pudiera ser convencido, y a menos que Shaor pudiera controlar a sus hombres, la banda de Raoden tenía serios problemas.

—Ya estamos cerca —susurró Galladon cuando se aproximaban a una última calle. Había movimiento a un lado y esperaron aprensivos hasta que pareció remitir.

—El banco —dijo Galladon, señalando una gran estructura del otro lado de la calle. Era grande y cuadrada, de paredes más oscuras incluso que la mugre normal—. Los elantrinos tenían un lugar para que los mercaderes locales guardaran su riqueza. Un banco dentro de Elantris se consideraba mucho más seguro que en Kae.

Raoden asintió. Algunos mercaderes, como su padre, no se fiaban de los elantrinos. Su insistencia en guardar sus fortunas fuera de la ciudad había resultado una actitud inteligente.

—¿Crees que Shaor está ahí dentro? —preguntó.

Galladon se encogió de hombros.

—Si yo tuviera que escoger una base de operaciones, sería ésa. Grande, impresionante, defendible. Perfecta para un caudillo.

Raoden asintió.

—Vamos, pues.

El banco estaba en efecto ocupado. La mugre alrededor de la puerta principal estaba marcada por el paso frecuente de pies, y oyeron voces procedentes de la parte posterior de la estructura. Galladon miró dubitativo a Raoden y éste asintió. Entraron.

El interior estaba tan sucio como el exterior, rancio y fétido incluso para la caída Elantris. La puerta de la bóveda (un gran círculo marcado con un grueso Aon Edo) estaba abierta, y las voces procedían del interior. Raoden inspiró profundamente, dispuesto a enfrentarse al último de los jefes de bandas.

—¡Traedme comida! —chilló una voz aguda.

Raoden se detuvo. Giró el cuello, se asomó a la bóveda y luego retrocedió, sorprendido. Al fondo de la cámara, sentada encima de lo que parecían lingotes de oro, había una niña pequeña vestida con un limpio y prístino traje rosa. Tenía largos cabellos aónicos, pero su piel era negra y gris como la de cualquier otro elantrino. Ocho hombres cubiertos de harapos se arrodillaban ante ella, los brazos extendidos en gesto de adoración.

—¡Traedme comida! —repitió la niña con voz imperiosa.

—Bueno, que me decapiten y nos volvamos a ver en Doloken —maldijo Galladon tras Raoden—. ¿Qué es eso?

—Shaor —dijo Raoden, asombrado. Entonces volvió la mirada hacia la bóveda, y advirtió que la niña lo estaba mirando.

—¡Matadlos! —gritó Shaor.

—¡Idos Domi! —exclamó Raoden, dándose media vuelta y corriendo hacia la puerta.

—Si no estuvieras muerto ya, sule, te mataría —dijo Galladon.

Raoden asintió, apoyándose agotado contra una pared. Estaba cada vez más débil. Galladon le había advertido de que eso sucedería: los músculos de los elantrinos se atrofiaban más al final del primer mes. El ejercicio no podía impedirlo. Aunque la mente aún funcionaba y la carne no se deterioraba, el cuerpo estaba convencido de que estaba muerto.

Los viejos trucos eran los que funcionaban mejor: al final despistaron a los hombres de Shaor subiendo por una pared caída y escondiéndose en una azotea. Los locos podían actuar como sabuesos, pero desde luego no habían adquirido el sentido del olfato de los perros. Pasaron junto al escondite de Raoden y Galladon media docena de veces, y nunca se les ocurrió mirar hacia arriba. Los hombres eran apasionados, pero no muy inteligentes.

—Shaor es una niña pequeña —dijo Raoden, todavía conmocionado.

Galladon se encogió de hombros.

—Yo tampoco lo comprendo, sule.

—Oh, yo sí lo comprendo… lo que no puedo es creerlo. ¿No los has visto arrodillados ante ella? Esa niña, Shaor, es su dios… un ídolo viviente. Han retrocedido a un modo de vida más primitivo, y han adoptado también una religión primitiva.

—Cuidado, sule, mucha gente consideraba al Jesker una religión «primitiva».

—De acuerdo —dijo Raoden, indicando que debían empezar a moverse de nuevo—. Tal vez tendría que haber dicho «simplista». Encontraron algo extraordinario, una niña de largo pelo dorado, y decidieron que era digna de adoración. La colocaron en un altar, y ella les plantea exigencias. La niña quiere comida, así que se la traen. Luego, ostensiblemente, ella los bendice.

—¿Y ese pelo?

—Es una peluca —dijo Raoden—. La he reconocido. Era hija de uno de los duques más ricos de Arelon. Era calva, así que su padre le mandó hacer una peluca. Supongo que a los sacerdotes no se les ocurrió quitársela antes de arrojarla aquí dentro.

—¿Cuándo la alcanzó la Shaod?

—Hace más de dos años. Su padre, el duque Telrii, trató de echar tierra sobre el asunto. Siempre dijo que había muerto de dionia, pero hubo muchos rumores.

—Al parecer, todos ciertos.

—Al parecer —dijo Raoden, sacudiendo la cabeza—. Sólo la había visto unas cuantas veces. Ni siquiera recuerdo su nombre… Estaba basado en el Aon Soi, Soine o algo por el estilo. Sólo recuerdo que era la niña más malcriada e insoportable que he conocido.

—Probablemente sea una diosa perfecta, entonces —dijo Galladon con una mueca sarcástica.

—Bueno, tenías razón en una cosa. Hablar con Shaor no va a servir de nada. Era insensata fuera; ahora probablemente es diez veces peor. Todo lo que sabe es que tiene mucha hambre y esos hombres le traen comida.

—Buenas tardes, mi señor —dijo un centinela cuando doblaron una esquina y se acercaron a su zona de Elantris… o Nueva Elantris, como empezaba a llamarla la gente. El centinela, un joven fornido llamado Dion, se puso firme cuando Raoden se aproximó, sujetando con fuerza una lanza improvisada—. El capitán Saolin estaba preocupado por tu desaparición.

Raoden asintió.

—Le pediré disculpas, Dion.

Raoden y Galladon se quitaron los zapatos y los colocaron junto a la pared, con otras docenas de pares de zapatos sucios, y luego se pusieron los limpios que habían dejado. También había un cubo de agua, que usaron para lavarse cuanta mugre pudieron. Su ropa seguía sucia, pero no había nada más que pudieran hacer; la tela era escasa, a pesar de las numerosas partidas de búsqueda que Raoden había organizado.

Era sorprendente cuánto habían encontrado. Cierto, la mayor parte de las cosas estaban oxidadas o podridas, pero Elantris era enorme. Con un poco de organización (y de motivación) habían descubierto gran número de artículos útiles, desde puntas de lanza de metal a muebles que todavía podían sostener peso.

Con la ayuda de Saolin, Raoden había escogido una zona parcialmente defendible de la ciudad para que fuera Nueva Elantris. Sólo once calles desembocaban en esa zona, e incluso una pequeña muralla (cuyo uso original era un misterio) cubría casi la mitad del perímetro. Raoden había colocado centinelas en la boca de cada calle para vigilar la llegada de posibles intrusos.

El sistema impedía que fueran vencidos. Por fortuna, los hombres de Shaor tendían a atacar en pequeñas bandas. Mientras los guardias de Raoden dispusieran de tiempo suficiente, podrían unirse y derrotar a cualquier grupo. Sin embargo, si Shaor organizaba alguna vez un ataque más grande y desde varios frentes, el resultado sería desastroso. La banda de mujeres, niños y hombres debilitados de Raoden no podría enfrentarse a aquellas feroces criaturas. Saolin había empezado a enseñar sencillas técnicas de combate a aquellos que eran capaces de aprenderlas, pero sólo podía usar los métodos de entrenamiento más elementales y seguros, no fuera a ser que las heridas producidas durante los entrenamientos resultaran más peligrosas que los ataques de Shaor.

La gente, sin embargo, no esperaba que la lucha llegara tan lejos. Raoden sabía lo que decían de él. Estaban seguros de que «lord Espíritu» encontraría algún modo de atraer a su bando a Shaor, como había hecho con Aanden y Karata.

Raoden empezó a sentirse enfermo mientras caminaban hacia la capilla. Los dolores acumulados de una docena de magulladuras y cortes de repente lo acuciaron con sofocante presión. Era como si su cuerpo estuviera rodeado por un fuego ardiente y su carne, sus huesos y su alma fueran consumidos por el calor.

—Les he fallado —dijo en voz baja.

Galladon negó con la cabeza.

—No siempre podemos conseguir lo que queremos al primer intento. ¿Kolo? Encontrarás un modo… nunca hubiese dicho que llegarías tan lejos.

«Fui afortunado. Un loco afortunado», pensó Raoden mientras el dolor le golpeaba.

—¿Sule? —preguntó Galladon, mirando a Raoden con preocupación—. ¿Te encuentras bien?

«Debo ser fuerte. Necesitan que sea fuerte». Con un gemido interno de desafío, Raoden se abrió paso a través de la bruma de agonía y consiguió esbozar una débil sonrisa.

—Me encuentro bien.

—Nunca te había visto así, sule.

—Me pondré bien. Me estaba preguntando qué vamos a hacer con Shaor. No podemos razonar con ella, ni podemos derrotar a sus hombres por la fuerza…

—Ya se te ocurrirá algo —dijo Galladon, su pesimismo habitual superado por un claro deseo de animar a su amigo.

«O moriremos todos —pensó Raoden, las manos tensas mientras agarraba la esquina de la pared—. Esta vez de verdad».

Con un suspiro Raoden se apartó de la pared, y la piedra se desmoronó bajo sus dedos. Se dio la vuelta y miró sorprendido aquel muro. Kahar lo había limpiado recientemente y su mármol blanco brillaba al sol… excepto allí donde los dedos de Raoden lo habían aplastado.

—¿Más fuerte de lo que creías? —preguntó Galladon con una mueca.

Raoden alzó las cejas, rozó la piedra rota. Se desmoronó.

—¡Esta piedra es blanda como piedra pómez!

—Sí, pero ¿el mármol?

—Todo. Las personas también.

Raoden golpeó el trozo roto de piedra con otra roca; pequeñas motas y pedacitos cayeron en cascada al suelo tras el impacto.

—Todo está conectado de algún modo, Galladon. El dor está unido a Elantris, igual que está unido al mismo Arelon.

—Pero ¿por qué haría esto el dor, sule? —preguntó Galladon, sacudiendo la cabeza—. ¿Por qué destruir la ciudad?

—Tal vez no sea el dor. Tal vez sea su súbita ausencia. La magia, el dor, formaba parte de esta ciudad. Cada piedra ardía con su propia luz. Cuando ese poder fue eliminado, la ciudad quedó hueca. Como la concha descartada de un pequeño crustáceo que se ha vuelto demasiado grande para su piel. Las piedras están vacías.

—¿Cómo puede estar vacía una piedra? —preguntó Galladon, escéptico.

Raoden arrancó otro trozo de mármol y lo desmenuzó entre los dedos.

—Así, amigo mío. La roca pasó demasiado tiempo imbuida del dor y quedó debilitada irreparablemente por el Reod. Esta ciudad es en realidad un cadáver… Su espíritu ha huido.

La discusión fue interrumpida por la llegada de un agotado Mareshe.

—¡Mi señor Espíritu! —dijo urgentemente.

—¿Qué pasa? —preguntó Raoden, aprensivo—. ¿Otro ataque?

Mareshe negó con la cabeza, los ojos confundidos.

—No. Algo diferente, mi señor. No sabemos cómo interpretarlo. Nos invaden.

—¿Quiénes?

Mareshe sonrió a medias, luego se encogió de hombros.

—Creemos que es una princesa.

Raoden estaba agachado en la azotea, con Galladon a su lado. Habían transformado el edificio en una zona de observación para vigilar las puertas y las nuevas llegadas. Desde aquel lugar, podía ver bien lo que sucedía en el patio.

Una multitud se había congregado en lo alto de la muralla de la ciudad de Elantris. Las puertas estaban abiertas. Ese hecho era ya de por sí bastante sorprendente: normalmente, después de arrojar a los recién llegados, las puertas se cerraban de inmediato, como si los guardias tuvieran miedo de dejarlas abiertas siquiera un momento.

Sin embargo, ante las puertas abiertas había algo aún más sorprendente. Un gran carro tirado por caballos se encontraba en mitad del patio, con un puñado de hombres bien vestidos a su alrededor. Sólo una persona no parecía tener miedo de lo que veía, una mujer alta con largo pelo rubio. Llevaba un vestido marrón liso con un pañuelo negro atado en el brazo derecho y acariciaba con una mano el cuello de uno de los caballos, tranquilizando al nervioso animal. En su rostro afilado un par de ojos inteligentes estudiaban el sucio patio con expresión calculadora.

Raoden resopló.

—Sólo la había visto a través de seon —murmuró—. No me había dado cuenta de que fuera tan hermosa.

—¿La reconoces, sule? —preguntó Galladon, sorprendido.

—Yo… creo que estoy casado con ella. Sólo puede ser Sarene, la hija del rey Eventeo de Teod.

—¿Qué está haciendo aquí?

—Sobre todo, ¿qué está haciendo aquí con una docena de los nobles más influyentes de Arelon? Ese hombre mayor del fondo es el duque Roial… según algunos el segundo hombre más poderoso del reino.

Galladon asintió.

—Y supongo que el joven jindo es Shuden, el barón de la Plantación Kaa.

Raoden sonrió.

—Creía que eras un simple granjero.

—La ruta de las caravanas de Shuden atraviesa directamente el centro de Duladel, sule. No hay un dula vivo que no conozca su nombre.

—Ah —dijo Raoden—. Los condes Ahan y Eondel están ahí también. En nombre de Domi, ¿qué planea esta mujer?

Como en respuesta a la pregunta de Raoden, la princesa Sarene terminó de contemplar Elantris. Se dio media vuelta y se acercó a la parte trasera del carro, apartando a los aprensivos nobles con mano intolerante. Entonces descorrió la tela del carro y reveló su contenido.

El carro estaba lleno de comida.

—¡Idos Domi! —maldijo Raoden—. Galladon, tenemos problemas.

Galladon lo miró con el ceño fruncido. Había hambre en sus ojos.

—¿Qué tonterías dices, sule? Eso es comida, y mi intuición me dice que nos la va a dar. ¿Qué puede tener eso de malo?

—Debe de estar realizando su Prueba de Viudez —dijo Raoden—. Solo a una extranjera se le ocurriría venir a Elantris.

—Sule —dijo Galladon al instante—, dime en qué estás pensando.

—Es un mal momento, Galladon —explicó Raoden—. Nuestra gente empieza a tener sensación de independencia; empiezan a concentrarse en el futuro y a olvidar su dolor. Si alguien les entrega comida ahora, se olvidarán de todo lo demás. Durante poco tiempo estarán alimentados, pero las Pruebas de Viudez sólo duran unas semanas. Después volverán el dolor, el hambre y la autocompasión. Mi princesa podría destruir todo aquello por lo que hemos estado trabajando.

—Tienes razón —convino Galladon—. Casi me había olvidado del hambre que tengo hasta que he visto esa comida.

Raoden gruñó.

—¿Qué?

—¿Qué pasará cuando Shaor se entere de esto? Sus hombres atacarán ese carro como una manada de lobos. Es imposible saber qué clase de daño causaría el que uno de ellos matara a un conde o un barón. Mi padre sólo tolera Elantris porque no tiene que pensar en ella. Sin embargo, si uno de sus elantrinos mata a uno de sus nobles, bien podría decidir exterminarnos a todos.

La gente empezaba a aparecer en los callejones que rodeaban el patio. Ninguno pertenecía al grupo de Shaor: eran las formas cansadas y vencidas de aquellos elantrinos que todavía vivían por su cuenta, deambulando como sombras por la ciudad. Cada vez se habían ido uniendo más a Raoden, pero ahora, con comida gratis a su alcance, nunca conseguiría al resto. Continuarían sin pensamiento o propósito, perdidos en su dolor y sus maldiciones.

—Oh, mi hermosa princesa —susurró Raoden—. Probablemente tienes buenas intenciones, pero entregar comida a esta gente es lo peor que podrías hacer.

Mareshe esperaba al pie de las escaleras.

—¿La habéis visto? —preguntó ansioso.

—La hemos visto —dijo Raoden.

—¿Qué quiere?

Antes de que Raoden pudiera responder, una voz firme y femenina llamó desde el patio.

—Quiero hablar con los tiranos de esta ciudad… los que se hacen llamar Aanden, Karata y Shaor. Presentaos ante mí.

—¿Dónde…? —preguntó sorprendido Raoden.

—Notablemente bien informada, ¿eh? —comentó Mareshe.

—Un poco anticuada —añadió Galladon.

Raoden apretó los dientes, pensando rápidamente.

—Mareshe, manda llamar a Karata. Dile que se reúna con nosotros en la universidad.

—Sí, mi señor —dijo el hombre, llamando a un mensajero.

—Oh, y que Saolin traiga a la mitad de sus hombres y se reúna con nosotros aquí —dijo Raoden—. Va a tener que echarles un ojo a los hombres de Shaor.

—Puedo ir a llamarlo yo mismo, si mi señor lo quiere —se ofreció Mareshe, siempre atento a cualquier oportunidad de impresionar.

—No —dijo Raoden—. Tú vas a ser Aanden.