21

Hrathen estaba sentado en su silla con una túnica roja derethi en lugar de armadura, como hacía a menudo cuando se encontraba en sus aposentos.

Llamaron a la puerta, como esperaba.

—Adelante —dijo.

El arteth Thered entró. Hombre de buena raza fjordell, Thered era alto y fuerte, de pelo oscuro y rasgos cuadrados. Todavía conservaba la musculación desarrollada en sus días en el monasterio.

—Gracia —dijo el hombre, inclinándose y cayendo de rodillas en adecuado signo de respeto.

—Arteth —dijo Hrathen, cruzando los dedos—. Durante mi estancia aquí he estado observando a los sacerdotes locales. Me he sentido impresionado por tu servicio al reino de Jaddeth, y he decidido ofrecerte el puesto de arteth jefe de esta capilla.

Thered alzó la cabeza, sorprendido.

—¿Gracia?

—Suponía que tendría que esperar para nombrar un nuevo arteth a que llegara una nueva hornada de sacerdotes de Fjorden —dijo Hrathen—. Pero, como decía, me has impresionado. He decidido ofrecerte ese puesto.

«Y, por supuesto —añadió mentalmente—, no tengo tiempo para esperar. Necesito a alguien que administre de inmediato la capilla para poder centrarme en otras tareas».

—Mi señor… —dijo el arteth, obviamente abrumado—. No puedo aceptar este puesto.

Hrathen se quedó de piedra.

¿Qué?

Ningún sacerdote derethi hubiese rechazado un cargo de tal poder.

—Lo siento, mi señor —repitió el hombre, agachando la cabeza.

—¿Qué motivo tienes para esta decisión, arteth? —exigió saber Hrathen.

—No puedo daros ninguno, Gracia. Es que… no estaría bien que yo aceptara ese puesto. ¿Puedo retirarme?

Hrathen agitó la mano, turbado. La ambición era un atributo fjordell esencial; ¿cómo había perdido su orgullo tan rápidamente un hombre como Thered? ¿Tanto había debilitado Fjon a los sacerdotes de Kae?

¿O… había algo más en la negativa de ese hombre? Una acuciante voz interior le susurró a Hrathen que el desterrado Fjon no tenía la culpa. Dilaf… Dilaf tenía algo que ver con la negativa de Thered.

La idea probablemente era paranoica, pero acicateó a Hrathen para ocuparse de su siguiente asunto del día. Había que tratar con Dilaf: a pesar de su metedura de pata con el elantrino, el arteth cada vez tenía más influencia sobre los otros sacerdotes. Hrathen rebuscó en un cajón de la mesa y sacó un pequeño sobre. Había cometido un error con Dilaf. Aunque fuera posible canalizar el ardor del fanático, Hrathen no tenía tiempo ni energía para hacerlo. El futuro de todo un reino dependía de su capacidad de concentración, y no había advertido cuánta atención requería Dilaf.

Era algo que no debía continuar. El mundo de Hrathen era controlado y predecible, su religión un ejercicio lógico. Dilaf era como una olla de agua hirviente vertida sobre el hielo de Hrathen. Al final, ambos acabarían debilitados y consumidos, como vaharadas de vapor al viento. Y cuando desaparecieran, Arelon moriría.

Hrathen se puso la armadura y salió de la habitación. Entró en la capilla. Varios suplicantes estaban arrodillados, rezando en silencio. Los techos abovedados de la capilla y su inspirada arquitectura eran familiares: allí era donde tendría que haberse sentido más cómodo. Sin embargo, demasiado a menudo, Hrathen huía a las murallas de Elantris. Aunque se decía que sólo iba allí porque su altura le proporcionaba un punto de observación sobre Kae, sabía que había otro motivo. Iba, en parte porque sabía que Elantris era un sitio donde Dilaf nunca iría voluntariamente.

La cámara de Dilaf era una pequeña alcoba muy parecida a la que el propio Hrathen había ocupado cuando era arteth, muchos años antes. Dilaf alzó la cabeza cuando Hrathen empujó la sencilla puerta de madera de la habitación.

—¿Mi hroden? —dijo el arteth, poniéndose en pie, sorprendido. Hrathen rara vez visitaba sus aposentos.

—Tengo una tarea importante para ti, arteth —dijo Hrathen—. Una tarea que no puedo confiar a nadie más.

—Por supuesto, mi hroden —dijo Dilaf, obediente, inclinando la cabeza. Sin embargo, entornó los ojos, receloso—. Sirvo con devoción, sabiendo que soy parte de la cadena que enlaza con Nuestro Señor Jaddeth.

—Sí —dijo Hrathen, ignorándolo—. Arteth, necesito que entregues una carta.

—¿Una carta? —Dilaf alzó la cabeza, confundido.

—Sí. Es vital que el Wyrn conozca nuestros progresos aquí. Le he escrito un informe, pero los asuntos de los que trata son muy delicados. Si se perdiera, podría causar un daño irreparable. Te he elegido a ti, mi odiv, para que lo entregues en persona.

—¡Eso requerirá semanas, mi hroden!

—Lo sé. Tendré que apañármelas sin tus servicios un tiempo, pero me consolará saber que realizas una misión vital.

Dilaf bajó los ojos y apoyó las manos en la mesa.

—Haré lo que ordene mi hroden.

Hrathen calló, el ceño levemente fruncido. Era imposible que Dilaf escapara: la unión hroden-odiv era irrevocable. Cuando el amo ordenaba, se obedecía. A pesar de ello, Hrathen había esperado más por parte de Dilaf, una estratagema de algún tipo, algún intento de escabullirse de la misión.

Dilaf aceptó la carta con aparente sometimiento. «Tal vez esto era lo que ha querido todo el tiempo —pensó Hrathen—. Un medio para llegar a Fjorden». Por su posición como odiv de un gyorn, en el este tendría poder y sería respetado. Tal vez el único propósito de Dilaf para enfrentarse a Hrathen había sido salir de Arelon.

Hrathen se dio media vuelta y regresó al vacío salón de sermones de la capilla. El episodio había sido más indoloro de lo que esperaba. Contuvo un suspiro de alivio y caminó con un poco más de confianza de regreso a sus aposentos.

Una voz sonó a sus espaldas. La voz de Dilaf. Hablaba bajo aunque con suficiente fuerza para ser oído.

—Enviad mensajeros —ordenó el arteth a uno de los dorvens—. Partimos hacia Fjorden por la mañana.

Hrathen estuvo a punto de seguir caminando. Poco le importaba lo que Dilaf estuviera planeando o lo que hiciera, siempre y cuando se marchara. Sin embargo, Hrathen había pasado demasiado tiempo en puestos de mando, demasiado tiempo dedicado a la política para pasar por alto una declaración así. Sobre todo de Dilaf.

Se dio media vuelta.

—¿Partimos? Te lo he ordenado sólo a ti, arteth.

—Sí, mi señor —dijo Dilaf—. Sin embargo, no esperarás que deje a mis odivs.

—¿Odivs? —preguntó Hrathen. Como miembro oficial del sacerdocio derethi, Dilaf podía hacer jurar a odivs igual que había hecho Hrathen, continuando la cadena que unía a todos los hombres con Jaddeth. Hrathen ni siquiera había considerado que el hombre pudiera tener odivs propios. ¿De dónde había sacado tiempo?

—¿A quiénes, Dilaf? —preguntó Hrathen bruscamente—. ¿A quiénes nombraste tus odivs?

—A varias personas, mi hroden —respondió Dilaf evasivo.

—Nombres, arteth.

Y empezó a nombrarlos. La mayoría de los sacerdotes nombraba a uno o dos odivs, y varios de los gyorns tenían hasta diez. Dilaf tenía más de treinta. Hrathen se quedó anonadado mientras escuchaba. Sin habla y furioso. Dilaf se las había arreglado para nombrar odivs a todos los seguidores más útiles de Hrathen… incluyendo a Waren y muchos otros aristócratas.

Dilaf terminó su lista, volviendo una mirada traicioneramente humilde hacia el suelo.

—Una lista interesante —dijo lentamente Hrathen—. ¿Y quién pretendías que te acompañara, arteth?

—Bueno, todos, mi señor —contestó Dilaf, inocente—. Si esta carta es tan importante como mi señor da a entender, entonces debo darle la protección adecuada.

Hrathen cerró los ojos. Si Dilaf se llevaba a toda la gente que había mencionado, entonces dejaría a Hrathen sin seguidores… suponiendo, claro, que lo acompañaran. La llamada de un odiv tenía mucho peso: casi todos los creyentes derethi normales, incluso muchos sacerdotes, juraban el cargo menos restrictivo de krondet. Un krondet escuchaba el consejo de su hroden, pero no estaba moralmente atado a hacer lo que le decía.

Dilaf tenía poder para hacer que sus odivs lo acompañaran a Fjorden. Hrathen no tenía control sobre lo que hacía el arteth con sus seguidores jurados: hubiese sido una grave falta de protocolo ordenarle a Dilaf que los dejara allí. Sin embargo, si Dilaf intentaba llevárselos, sería un verdadero desastre. Esos hombres eran nuevos en el Shu-Dereth: no sabían cuánto poder le habían dado a Dilaf. Si el arteth intentaba arrastrarlos a Fjorden, era improbable que lo siguieran.

Y si eso sucedía, Hrathen se vería obligado a excomulgarlos a todos. El Shu-Dereth quedaría arruinado en Arelon.

Dilaf continuó sus preparativos como si no hubiera advertido la batalla interna de Hrathen. No era un gran conflicto: Hrathen sabía lo que tenía que hacer. Dilaf era inestable. Era posible que estuviera tirándose un farol, pero también resultaba igualmente probable que destruyera los esfuerzos de Hrathen por venganza.

Hrathen apretó las mandíbulas hasta que le dolieron. Había detenido el intento de Dilaf de quemar al elantrino, pero el arteth había previsto obviamente cuál iba a ser su siguiente movimiento. No, Dilaf no quería ir a Fjorden. Podía ser inestable, pero estaba mucho mejor preparado de lo que Hrathen había supuesto.

—Espera —ordenó Hrathen cuando el mensajero de Dilaf se daba la vuelta para marcharse. Si aquel hombre salía de la capilla, todo se habría perdido—. Arteth, he cambiado de opinión.

—¿Mi hroden? —preguntó Dilaf, asomando la cabeza a su cuarto.

—No irás a Fjorden, Dilaf.

—Pero, mi señor…

—No, no puedo apañármelas sin ti. —La mentira hizo que el estómago de Hrathen se contrajera con fuerza—. Busca a otro que entregue el mensaje.

Dicho esto, Hrathen se dio media vuelta y se marchó a sus aposentos.

—Soy, como siempre, el humilde servidor de mi hroden —susurró Dilaf, y la acústica de la sala llevó directamente sus palabras a los oídos de Hrathen.

Hrathen huyó de nuevo.

Necesitaba pensar, despejar su mente. Había pasado varias horas en su despacho, ansioso, furioso con Dilaf y consigo mismo. Finalmente, sin poder soportarlo más, había escapado a las calles oscuras de Kae.

Como de costumbre, encaminó sus pasos hacia la muralla de Elantris. Buscaba las alturas, como si alzarse sobre los habitáculos del hombre pudiera darle una perspectiva mejor de la vida.

—¿Unas monedas, señor? —suplicó una voz.

Hrathen se detuvo, sorprendido: estaba tan distraído que ni siquiera había advertido al mendigo harapiento que tenía a sus pies. El hombre era viejo y, obviamente, tenía mala vista, porque entornaba los ojos tratando de ver a Hrathen en la oscuridad. Éste frunció el ceño, advirtiendo por primera vez que nunca había visto un mendigo en Kae.

Un joven, vestido con ropa no mucho mejor que las del anciano, dobló cojeando una esquina. El muchacho se detuvo y se puso pálido.

—¡A él no, viejo idiota! —susurró. Entonces se volvió rápidamente hacia Hrathen—: Lo siento, mi señor. Mi padre pierde el seso a veces y cree que es un mendigo. Por favor, perdónanos —se dispuso a agarrar al viejo por el brazo.

Hrathen alzó la mano, imperioso, y el joven se detuvo, aún más pálido que antes. Hrathen se arrodilló junto al anciano, que sonreía con expresión senil.

—Dime, anciano, ¿por qué veo tan pocos mendigos en la ciudad?

—El rey prohíbe la mendicidad en su ciudad, buen señor —croó el hombre—. Es un signo de falta de prosperidad tenernos en sus calles. Si nos encuentra, nos envía de vuelta a las granjas.

—Hablas demasiado —le advirtió el joven. Por su cara de susto se veía que estaba a punto de abandonar al anciano y salir corriendo.

El viejo aún no había terminado.

—Sí, buen señor, no podemos permitir que nos capture. Nos ocultamos fuera de la ciudad.

—¿Fuera de la ciudad? —insistió Hrathen.

—Kae no es la única ciudad de aquí, ¿sabes? Había cuatro, todas alrededor de Elantris, pero las otras se agotaron. No había comida suficiente para tanta gente en una zona tan pequeña, dijeron. Nos escondemos en las ruinas.

—¿Sois muchos?

—No, no muchos. Sólo los que han tenido valor para escapar de las granjas. —Los ojos del hombre adquirieron un aire soñador—. No siempre he sido mendigo, buen señor. Solía trabajar en Elantris… Era carpintero, uno de los mejores. Pero no era buen granjero. El rey se equivoca, señor: me envió a los campos, pero yo era demasiado viejo para trabajar en ellos, así que me escapé. Vine aquí. Los mercaderes de la ciudad nos dan dinero a veces. Pero sólo podemos mendigar cuando cae la noche, y nunca a los miembros de la alta nobleza. No, señor, se lo dirían al rey.

El anciano entornó de nuevo los ojos mirando a Hrathen, como si advirtiera por primera vez por qué el muchacho se mostraba tan aprensivo.

—No pareces un mercader, buen señor —dijo, vacilante.

—No lo soy —respondió Hrathen, dejando caer una bolsa de monedas en la mano del hombre—. Esto es para ti. —Dejó caer una segunda bolsa junto a la primera—. Esto para los demás. Buenas noches, anciano.

—¡Gracias, buen señor!

—Da las gracias a Jaddeth —dijo Hrathen.

—¿Quién es Jaddeth, buen señor?

Hrathen agachó la cabeza.

—Pronto lo sabrás, anciano. De un modo u otro, lo sabrás.

La brisa soplaba a fuertes ráfagas en lo alto de la muralla de Elantris, y azotaba la capa de Hrathen. Era un frío viento oceánico que traía el aroma del agua salada y la vida marina. Hrathen se encontraba entre dos antorchas encendidas, apoyado contra el bajo parapeto y contemplando Kae.

La ciudad no era muy grande, no cuando se la comparaba con la enorme masa de Elantris, pero podría haber estado mucho mejor fortificada. Hrathen sintió que su antigua insatisfacción regresaba. Odiaba encontrarse en un lugar que no podía protegerse a sí mismo. Tal vez en parte de ahí provenía la tensión que le causaba aquella misión.

Las luces chispeaban por todo Kae, la mayoría de ellas de farolas, una hilera de las cuales corría a lo largo de una muralla baja que marcaba la frontera de la ciudad. La muralla trazaba un círculo perfecto: tan perfecto, de hecho, que Hrathen lo hubiese notado de haberse hallado en otra ciudad. Era otro resto de la gloria caída de Elantris. Kae se había desparramado más allá de la muralla, pero la antigua frontera permanecía: un anillo de llamas que corría por el centro de la ciudad.

—Era mucho más hermosa, antes —dijo una voz junto a él.

Hrathen se volvió, sorprendido. Había oído los pasos acercándose, pero había supuesto que se trataba de uno de los guardias que hacía una de sus rondas. En cambio se encontró con un areleno bajito y grueso vestido con una sencilla túnica gris. Omin, el líder de la religión korathi en Kae.

Omin se acercó al borde, se detuvo junto a Hrathen y contempló la ciudad.

—Naturalmente, eso era cuando los elantrinos aún gobernaban. La caída de la ciudad probablemente fue buena para nuestras almas. Con todo, no puedo dejar de recordar con asombro aquellos días. ¿Sabes que nadie en todo Arelon carecía de comida? Los elantrinos podían convertir la piedra en grano y la tierra en carne. Esos recuerdos me hacen vacilar. ¿Podrían los demonios hacer tanto bien en este mundo? ¿Querrían siquiera hacerlo?

Hrathen no respondió. Simplemente asintió, apoyado en el parapeto con los brazos cruzados, el viento revolviéndole el pelo. Omin guardó silencio.

—¿Cómo me has encontrado? —preguntó Hrathen por fin.

—Es bien sabido que pasas las noches aquí —explicó el bajo sacerdote. Apenas podía apoyar los brazos en el parapeto. Hrathen consideraba bajo a Dilaf, pero al lado de aquel hombre el arteth parecía un gigante—. Tus seguidores dicen que vienes aquí y planeas derrotar a los viles elantrinos —continuó Omin—, y tus oponentes dicen que vienes porque te sientes culpable de condenar a una gente que ya ha sido condenada.

Hrathen se volvió y miró al hombrecito a los ojos.

—¿Y tú qué dices?

—Yo no digo nada. No me importa por qué subes estas escaleras, Hrathen. Sin embargo, sí que me pregunto por qué predicas el odio hacia los elantrinos cuando tú mismo sólo los compadeces.

Hrathen no respondió inmediatamente, sino que golpeó repetidas veces con su dedo forrado de acero el parapeto de piedra.

—No es tan difícil cuando te acostumbras —dijo—. Un hombre puede obligarse a odiar si lo desea, sobre todo si se convence de que es por un bien superior.

—¿La opresión de unos pocos trae la salvación a muchos? —preguntó Omin, con una leve sonrisa en el rostro, como si la idea le pareciera ridícula.

—No te burles, areleno —le advirtió Hrathen—. Tienes pocas opciones, y los dos sabemos que la menos dolorosa será que hagas lo que yo hago.

—¿Optar por el odio declarado cuando no siento ningún odio? Nunca haré eso, Hrathen.

—Entonces te volverás irrelevante.

—¿Es así como debe ser, entonces?

—El Shu-Korath es dócil y blando, sacerdote —dijo Hrathen—. El Shu-Dereth es vibrante y dinámico. Os barrerá como una riada barre un charco estancado.

Omin volvió a sonreír.

—Actúas como si la verdad fuera algo que dependiera de la persistencia, Hrathen.

—No estoy hablando de verdad ni de falsedad; me refiero simplemente a la incapacidad física. No podréis resistir contra Fjorden… y donde Fjorden gobierna, los derethi enseñan.

—No se puede separar la verdad de la acción, Hrathen —dijo Omin, sacudiendo su calva cabeza—. Físicamente incapaz o no, la verdad se alza sobre todas las cosas, independientemente de quién tenga el mejor ejército, quién pueda dar los sermones más largos o incluso quién tenga más sacerdotes. Puede ser empujada al fondo, pero siempre saldrá a la superficie. La verdad es la única cosa a la que nunca se puede intimidar.

—¿Y si el Shu-Dereth es la verdad? —preguntó Hrathen.

—Entonces prevalecerá. Pero no he venido a discutir contigo.

—¿No? —dijo Hrathen, alzando las cejas.

—No —respondió Omin—. He venido a hacerte una pregunta.

—Entonces pregunta, sacerdote, y déjame con mis pensamientos.

—Quiero saber qué sucedió —empezó a decir Omin, especulativo—. ¿Qué sucedió, Hrathen? ¿Qué sucedió con tu fe?

—¿Mi fe? —preguntó Hrathen, sorprendido.

—Sí —dijo Omin con palabras suaves, casi sibilinas—. Debes haber creído en algún momento, de lo contrario no hubieses continuado en el sacerdocio el tiempo suficiente para llegar a ser gyorn. Pero perdiste la fe, en algún momento. He escuchado tus sermones. Capto en ellos lógica y profundo conocimiento… por no mencionar determinación. Pero no capto fe alguna, y me pregunto qué le ocurrió.

Hrathen inspiró siseando lentamente, tomando profundamente aire entre dientes.

—Vete —ordenó por fin, sin molestarse en mirar al sacerdote.

Omin no respondió, y Hrathen se dio la vuelta. El areleno se había marchado ya y bajaba de la muralla tan tranquilo, como si hubiera olvidado que Hrathen estaba allí.

Hrathen permaneció en la muralla mucho tiempo esa noche.