19

La ciudad de Elantris resplandecía. Las mismas piedras brillaban, como si cada una de ellas contuviera un fuego interior. Las ajadas cúpulas habían sido restauradas, sus superficies lisas como huevos florecían por todo el paisaje. Las finas torres apuñalaban el aire como lanzas de luz. La muralla ya no era una barrera, pues sus puertas estaban permanentemente abiertas: existía no para proteger, sino para dar cohesión. La muralla era de algún modo parte de la ciudad, un elemento esencial del conjunto, sin el cual Elantris no hubiese estado completa.

Y entre la belleza y la gloria estaban los elantrinos. Sus cuerpos brillaban con la misma luz interior que la ciudad. Su piel era de un luminoso plateado claro, no metálico, sino… puro. Su pelo era blanco, no gris apagado o amarillento como el de los ancianos, sino blanco como el acero calentado a una temperatura extrema, impoluto, de un blanco potente, concentrado.

Su porte era igualmente sorprendente. Los elantrinos se movían por su ciudad con aire de completo control. Los hombres eran guapos y altos (incluso los bajos) y las mujeres innegablemente hermosas, incluso las feas. No tenían prisa: paseaban más que andaban, y saludaban rápidamente a quienes encontraban. Sin embargo, había poder en ellos. Irradiaba de sus ojos y subyacía en sus movimientos. Era fácil comprender por qué esos seres eran adorados como dioses.

Igualmente inconfundibles eran los aones. Los antiguos glifos cubrían la ciudad: estaban grabados en las paredes, pintados en las puertas y escritos en los carteles. La mayoría eran inertes, simples marcas más que runas de propósito arcano. Otros, sin embargo, contenían obviamente energía. A través de la ciudad se alzaban grandes placas de metal talladas con el Aon Tia, y de vez en cuando un elantrino se acercaba y colocaba una mano en el centro del carácter. El cuerpo del elantrino destellaba y desaparecía en un fogonazo circular, su cuerpo transportado instantáneamente a otra parte de la ciudad.

Entre la gloria había una pequeña familia de Kae. Sus ropas eran ricas y hermosas, sus palabras educadas, pero su piel no brillaba. Había otra gente corriente en la ciudad, no tantos como elantrinos, pero sí un buen número. Eso consolaba al niño, proporcionándole una referencia familiar.

El padre sostenía con fuerza a su hijo, mirando alrededor con desconfianza. No todo el mundo adoraba a los elantrinos: algunos eran recelosos. La madre del niño sujetaba el brazo de su marido con los dedos tensos. Nunca había estado en Elantris, aunque vivía en Kae desde hacía más de una década. A diferencia del padre, estaba más nerviosa que recelosa. Le preocupaba la herida de su hijo, ansiosa como cualquier madre cuyo hijo está a punto de morir.

De repente, el niño sintió el dolor de su pierna. Fue cegador e intenso, y corría por toda la herida infectada y el hueso roto de su muslo. Se había caído de un sitio alto, y su pierna chasqueó con tanta fuerza que el hueso roto atravesó la piel y asomaba.

Su padre había contratado a los mejores médicos y cirujanos, pero todos habían sido incapaces de detener la infección. Habían arreglado el hueso lo mejor posible, considerando que se había roto al menos por una docena de sitios. Incluso sin la infección, el niño cojearía el resto de sus días. Con la infección… la amputación parecía el único recurso. En secreto, los médicos temían que fuera demasiado tarde incluso para esa solución; la herida estaba bastante arriba de la pierna, y la infección probablemente se había extendido al torso. El padre había exigido saber la verdad. Sabía que su hijo se estaba muriendo. Y por eso había ido a Elantris, a pesar de su desconfianza de toda una vida hacia los dioses.

Llevaron al niño a un edificio rematado por una cúpula. El pequeño casi se olvidó de su dolor cuando la puerta se abrió sola, deslizándose hacia dentro sin hacer ningún sonido. El padre se detuvo bruscamente en el umbral, como si reconsiderara sus acciones, pero la madre tiró insistente del brazo del hombre. El padre asintió, agachó la cabeza y entraron en el edificio.

La luz brillaba en los aones que resplandecían en las paredes. Una mujer se acercó, su cabello blanco largo y abundante, su rostro de plata sonriendo animoso. Ignoró la desconfianza del padre, los ojos compasivos mientras recogía al niño de sus brazos vacilantes. Lo colocó cuidadosamente en una suave esterilla, y luego alzó la mano en el aire sobre él, apuntando a la nada con su largo dedo índice.

La elantrina movió la mano lentamente y el aire empezó a brillar. Un trazo de luz siguió al dedo. Fue como una ruptura en el aire, una línea que relucía con profunda intensidad. Fue como si un río de luz intentara abrirse camino a través de la pequeña grieta. El niño sintió el poder, sintió que ansiaba liberarse pero que sólo disponía de aquel pequeño espacio para escapar. Incluso así brillaba tanto que casi no podía mirar la luz.

La mujer siguió ejecutando su gesto cuidadosamente hasta completar el dibujo del Aon Ien… Pero no era sólo el Aon Ien, sino algo más complejo. El núcleo era el familiar aon de la curación, pero había docenas de líneas y curvas a los lados. El niño frunció el ceño: sus tutores le habían enseñado los aones, y le extrañaba que la mujer cambiara aquél de manera tan drástica.

La hermosa elantrina hizo una última marca a un lado de su compleja construcción, y el aon se puso a brillar todavía con más intensidad. El niño sintió una quemazón primero en la pierna y luego en todo el torso. Empezó a gritar, pero la luz se desvaneció súbitamente. El pequeño abrió los ojos con sorpresa: la imagen residual del Aon Ien todavía ardía en su retina. Parpadeó, mirando hacia abajo. La herida había desaparecido. Ni siquiera quedaba cicatriz.

Pero todavía notaba el dolor. Le quemaba, lo cortaba, hacía que su alma temblara. Tendría que haber desaparecido, pero no era así.

—Descansa ahora, pequeño —dijo la elantrina con voz cálida, empujándolo hacia atrás.

Su madre lloraba de alegría, e incluso su padre parecía satisfecho. El niño quiso gritarles, decirles que algo iba mal. Su pierna no se había curado. El dolor aún continuaba.

«¡No! ¡Algo va mal!», trató de decir, pero no pudo. No podía hablar…

—¡No! —gritó Raoden, incorporándose con un súbito movimiento. Parpadeó unas cuantas veces, desorientado, en la oscuridad. Finalmente, inspiró y se llevó las manos a la cabeza. El dolor no cesaba: se hacía tan fuerte que incluso corrompía sus sueños. Ya tenía docenas de pequeñas heridas y magulladuras, aunque sólo llevaba tres semanas en Elantris. Podía sentir claramente cada una de ellas, y juntas formaban un asalto frontal unificado a su cordura.

Raoden gimió, se inclinó hacia delante y se agarró las piernas mientras combatía al dolor. Su cuerpo ya no podía sudar, pero lo notaba temblar. Apretó la mandíbula y los dientes le rechinaron con el arrebato de agonía. Lenta, trabajosamente, recuperó el control. Combatió el dolor, calmando su cuerpo torturado hasta que, por fin, se soltó las piernas y se incorporó.

Estaba empeorando. Sabía que no tendría que haber sido tan terrible todavía: ni siquiera llevaba un mes en Elantris. También sabía que el dolor tenía que ser continuo, o eso decía todo el mundo, pero a él lo asaltaba en oleadas. Siempre estaba allí, siempre dispuesto a golpearlo en un momento de debilidad.

Suspirando, Raoden abrió la puerta de su habitación. Todavía le resultaba extraño que los elantrinos tuvieran que dormir. Sus corazones ya no latían, ya no necesitaban respirar. ¿Por qué necesitaban dormir? Los otros, sin embargo, no sabían darle ninguna respuesta. Los únicos verdaderos expertos habían muerto hacía diez años.

Así que Raoden dormía, y llegaban los sueños. Tenía ocho años cuando se había roto la pierna. Su padre no había querido traerlo a la ciudad: incluso antes del Reod, Iadon recelaba de Elantris. La madre de Raoden, fallecida hacía ya unos doce años, había insistido.

El niño Raoden no supo lo cerca que estuvo de la muerte. Sin embargo, había sentido el dolor y la hermosa paz de su eliminación. Recordaba la belleza de la ciudad y sus habitantes. Iadon dijo pestes de Elantris cuando se marcharon, y Raoden contradijo sus palabras con vehemencia. Era la primera vez que Raoden recordaba haberse opuesto a su padre. Después de aquélla hubo muchas otras.

Cuando Raoden entró en la capilla principal, Saolin dejó su puesto de guardia junto a la habitación de Raoden y lo siguió. A lo largo de la semana anterior, el soldado había reunido a un grupo de hombres dispuestos y los había convertido en un escuadrón de guardias.

—Sabes que me halagan tus atenciones, Saolin —dijo Raoden—. Pero ¿de verdad es esto necesario?

—Un señor requiere una guardia de honor, lord Espíritu —explicó Saolin—. No sería adecuado que fueras solo.

—No soy ningún lord, Saolin. Sólo soy un líder: no hay nobleza en Elantris.

—Entiendo, milord —asintió Saolin, obviamente sin notar la contradicción de sus propias palabras—. Sin embargo, la ciudad sigue siendo un sitio peligroso.

—Como desees, Saolin. ¿Cómo va la siembra?

—Galladon ha terminado de arar. Ya ha organizado los equipos de sembradores.

—No tendría que haber dormido tanto —dijo Raoden, asomándose a la ventana de la capilla para ver lo alto que estaba ya el sol en el cielo. Salió del edificio, seguido de Saolin, y recorrió un limpio camino de piedras hasta los jardines. Kahar y su cuadrilla habían limpiado las piedras, y luego Dahad (uno de los seguidores de Taan) había empleado sus habilidades como trabajador de la piedra para volver a colocarlas.

La siembra ya estaba en marcha. Galladon supervisaba el trabajo con ojo atento, su lengua refunfuñona dispuesta siempre a señalar cualquier error. No obstante, había paz en el dula. Algunos hombres eran granjeros porque no tenían más remedio, pero Galladon parecía disfrutar de verdad con esa actividad.

Raoden recordó claramente aquel primer día, cuando había tentado a Galladon con el trozo de carne seca. El dolor de su amigo apenas estaba entonces bajo control: Raoden había tenido miedo del dula varias veces durante aquellos primeros días. Ahora ya no se lo tenía. Raoden veía en los ojos de Galladon y en su porte que había descubierto el «secreto», como lo había expresado Kahar. Galladon había recuperado el control. Ahora el único a quien Raoden tenía que temer era a sí mismo.

Sus teorías estaban funcionando mejor de lo que esperaba… pero sólo en los demás. Había traído paz y objetivos a las docenas de personas que lo seguían, pero no podía hacer lo mismo por él. El dolor seguía quemándolo. Lo amenazaba cada mañana cuando despertaba y lo acompañaba cada momento de conciencia. Tenía más determinación que los demás y era el más decidido a ver el triunfo de Elantris. Llenaba sus días, sin dejar ningún hueco para reflexionar sobre su sufrimiento. Nada funcionaba. El dolor continuaba acumulándose.

—¡Mi señor, cuidado! —gritó Saolin.

Raoden dio un salto, girándose, cuando un elantrino desnudo de cintura para arriba, gruñendo, lo atacó desde un callejón oscuro. Raoden apenas tuvo tiempo de dar un paso atrás mientras el salvaje alzaba una oxidada barra de hierro y la blandía directamente ante su cara.

Un destello de acero desnudo surgió de ninguna parte, y la espada de Saolin detuvo el golpe. El bestial recién llegado se detuvo, reorientándose para luchar contra un nuevo enemigo. Se movía demasiado despacio. La mano experta de Saolin lanzó un golpe directamente al abdomen del loco. Entonces, sabiendo que un golpe así no detendría a un elantrino, Saolin descargó un potente revés, separando la cabeza del hombre de su cuerpo. No hubo sangre.

El cadáver se desplomó, y Saolin saludó a Raoden con su hoja, dirigiéndole una mellada sonrisa de satisfacción. Luego se volvió para enfrentarse a un grupo de salvajes que corrían hacia ellos desde una calle cercana.

Aturdido, Raoden retrocedió.

—¡Saolin, no! —gritó—. ¡Son demasiados!

Por fortuna, los hombres de Saolin habían oído el barullo. En cuestión de segundos, había cinco (Saolin, Dashe y otros tres soldados) repeliendo el ataque. Lucharon en una línea, con eficacia, bloqueando el camino del enemigo, trabajando con la coordinación de soldados entrenados.

Los hombres de Shaor eran más numerosos, pero su ira no podía competir con la eficacia marcial. Atacaban cada cual por su cuenta, y su fervor los volvía estúpidos. La batalla terminó enseguida y los pocos atacantes que quedaron huyeron en desbandada.

Saolin limpió su hoja y luego se volvió, como los demás. Saludaron a Raoden coordinadamente.

La refriega había tenido lugar de manera tan rápida que Raoden apenas pudo seguirla.

—Buen trabajo —consiguió decir por fin.

Oyeron un gruñido a un lado, donde Galladon estaba arrodillado junto al cuerpo decapitado del primer atacante.

—Deben de haberse enterado de que teníamos grano —murmuró el dula—. Pobre rulo.

Raoden asintió solemne, contemplando a los locos caídos. Cuatro yacían en el suelo, sujetándose diversas heridas… todas las cuales hubiesen resultado mortales de no ser elantrinos. Sólo podían gemir, atormentados. Raoden sintió una punzada familiar. Sabía cómo era ese dolor.

—Esto no puede continuar —dijo en voz baja.

—No veo cómo vas a detenerlo, sule —replicó Galladon, a su lado—. Son hombres de Shaor, ni siquiera él tiene mucho control sobre ellos.

Raoden negó con la cabeza.

—No salvaré a la gente de Elantris y la dejaré para que luche todos los días el resto de su vida. No construiré una sociedad sobre la muerte. Los seguidores de Shaor tal vez hayan olvidado que son hombres, pero yo no.

Galladon frunció el ceño.

—Karata y Aanden eran posibilidades… aunque lejanas. Shaor es otra historia, sule. No queda ni rastro de humanidad en estos hombres, no se puede razonar con ellos.

—Entonces tendré que devolverles la razón.

—¿Y cómo, sule, pretendes hacer eso?

—Encontraré un modo.

Raoden se arrodilló junto al loco caído. Un cosquilleo en el fondo de su mente le advirtió que reconocía a aquel hombre de una experiencia reciente. Raoden no estaba seguro, pero le pareció que era uno de los seguidores de Taan, uno de los hombres a quienes se había enfrentado durante el intento de incursión de Dashe.

«Así que es cierto», pensó Raoden con un calambre en el estómago. Muchos de los seguidores de Taan se habían unido a él, pero no la mayoría. Se murmuraba que muchos de ellos se habían marchado al sector del mercado de Elantris y se habían unido a los salvajes de Shaor. No era tan improbable, pensó Raoden: después de todo, aquellos hombres habían estado dispuestos a seguir al desequilibrado Aanden. La banda de Shaor estaba sólo a un paso.

—¿Lord Espíritu? —preguntó Saolin, vacilante—. ¿Qué debemos hacer con ellos?

Raoden volvió sus ojos apenados hacia los caídos.

—Ahora ya no suponen ningún peligro para nosotros, Saolin. Pongámoslos con los demás.

Poco después de su éxito con la banda de Aanden, y del subsiguiente aumento de su número de seguidores, Raoden había hecho lo que quería hacer desde el principio. Empezó a recoger a los caídos de Elantris.

Los apartó de las calles y los arroyos, buscando en edificios derruidos y en pie, tratando de hallar a cada hombre, mujer y niño que hubiera cedido al dolor. Elantris era grande y la capacidad de Raoden limitada, pero ya habían recogido a cientos de personas. Ordenó que las instalaran en el segundo edificio que había limpiado Kahar, una estructura grande y abierta que originalmente había querido que fuese un punto de reunión. Los hoed aún sufrían, pero al menos podían hacerlo con un poco de decencia.

Y no tendrían que hacerlo solos. Raoden había pedido a la gente de su banda que los visitaran. Habitualmente había un par de elantrinos caminando entre ellos, hablando de manera tranquilizadora y tratando de hacer que se sintieran lo más cómodos posible dadas las circunstancias. No era mucho (y nadie tenía estómago para pasar mucho tiempo entre los hoed), pero Raoden se había convencido a sí mismo de que ayudaba. Seguía su propio consejo y visitaba la Sala de los Caídos al menos una vez al día, y le parecía que estaban mejorando. Los hoed todavía gemían, murmuraban o se quedaban con la mirada perdida, pero los más ruidosos parecían más tranquilos. Si la Sala de los Caídos era al principio un lugar de terribles gritos y ecos, ahora era un reino de suaves murmullos y desesperación.

Raoden caminó entre ellos con gravedad, ayudando a transportar a uno de los salvajes caídos. Sólo quedaban cuatro; había ordenado que enterraran al quinto, el hombre al que Saolin había decapitado. Por lo visto los elantrinos morían cuando se les decapitaba por completo… al menos sus ojos no se movían, ni sus labios trataban de hablar si la cabeza estaba completamente separada del cuerpo.

Mientras caminaba entre los hoed, Raoden escuchaba sus suaves murmullos.

—Tan hermosa, una vez fue tan hermosa…

—Vida, vida, vida, vida, vida…

—Oh, Domi, ¿dónde estás? ¿Cuándo se acabará? Oh, Domi…

Normalmente tenía que ignorar lo que decían al cabo de un rato, para no volverse loco… o peor, para que no volviera a despertar el dolor de su propio cuerpo. Ien estaba allí, flotando alrededor de las cabezas ciegas y oscilando entre los cuerpos caídos. El seon pasaba mucho tiempo en la habitación. Era extrañamente adecuado.

Dejaron la Sala solemnes, silenciosos y sumidos en sus propios pensamientos. Raoden sólo habló cuando advirtió el desgarro en la ropa de Saolin.

—¡Estás herido! —dijo con sorpresa.

—No es nada, mi señor —contestó Saolin, indiferente.

—Esa clase de modestia está bien ahí fuera, Saolin, pero aquí no. Tienes que aceptar mis disculpas.

—Mi señor, ser elantrino sólo me hace sentirme más orgulloso de llevar esta herida. La he recibido protegiendo a nuestra gente.

Raoden dirigió una mirada atormentada hacia la Sala.

—Sólo te acerca un paso más…

—No, mi señor, no lo creo. Esa gente cedió a su dolor porque no pudo encontrar ningún propósito: su tortura carecía de significado, y cuando no puedes encontrar ninguna razón para vivir, tiendes a rendirte. Esta herida dolerá, pero cada puñalada de dolor me recordará que la gané con honor. No es mala cosa, creo.

Raoden miró con respeto al antiguo soldado. En el exterior hubiese estado sin duda cercano al retiro. En Elantris, con la Shaod como igualadora, parecía igual que todos los demás. Allí no se podía deducir la edad de nadie por su aspecto, aunque sí tal vez por su sabiduría.

—Hablas con claridad, amigo mío. Acepto tu sacrificio con humildad.

La conversación fue interrumpida por el roce de pies contra el empedrado. Un momento después apareció Karata, los pies cubiertos de suciedad reciente de la zona exterior de la capilla. Kahar se pondría furioso: la mujer se había olvidado de limpiarse los pies y estaba dejando un rastro de mugre en las piedras.

A Karata obviamente no le importaba la suciedad en ese momento. Escrutó al grupo con rapidez, asegurándose de que no faltaba nadie.

—Me he enterado del ataque de Shaor. ¿Alguna baja?

—Cinco. Todas de su bando —dijo Raoden.

—Tendría que haber estado aquí —maldijo ella. Durante los últimos días, la decidida mujer había estado supervisando el traslado de su gente a la zona de la capilla; reconocía que un grupo central y unificado sería más efectivo, y la zona de la capilla estaba más limpia. Extrañamente, la idea de limpiar el palacio no se le había ocurrido nunca. La mayoría de los elantrinos aceptaba la mugre como parte inherente de la vida.

—Tienes cosas importantes que hacer —dijo Raoden—. No podías prever el ataque de Shaor.

A Karata no le gustó la respuesta, pero se colocó a su lado sin más quejas.

—Míralo, sule —dijo Galladon, sonriendo junto a él—. Nunca lo hubiese dicho.

Raoden alzó la cabeza y siguió la mirada del dula. Taan estaba arrodillado junto al camino, inspeccionando las tallas de una pared baja con asombro infantil. El antiguo barón se había pasado toda la semana catalogando cada talla, escultura o bajorrelieve de la zona de la capilla. Ya había descubierto, según sus propias palabras, «al menos una docena de nuevas técnicas». Los cambios en Taan eran notables, igual que su súbita falta de interés en el liderazgo. Karata aún mantenía cierto grado de interés en dirigir el grupo: aceptaba a Raoden como la voz definitiva pero conservaba la mayor parte de su autoridad. Taan, sin embargo, no se molestaba en dar órdenes: estaba demasiado ocupado con sus estudios.

A su gente (los que habían decidido unirse a Raoden) no parecía importarle. Taan calculaba que un treinta por ciento de su «corte» se había pasado a la banda de Raoden, en pequeños grupos. Raoden esperaba que casi todos los demás hubieran escogido seguir en solitario: la idea de que el setenta por ciento de la gran banda de Taan se uniera a Shaor le preocupaba mucho. Raoden tenía a toda la gente de Karata, pero su grupo siempre había sido el más pequeño (y también el más eficiente) de los tres. El de Shaor había sido siempre el más grande, pero sus miembros carecían de cohesión y motivación para atacar a las otras bandas. Los recién llegados a los que ocasionalmente recibían los hombres de Shaor habían saciado su sed de sangre.

Ya no. Raoden no estaba dispuesto a dar cuartel a aquellos locos, ni iba a permitirles atormentar a los inocentes recién llegados. Karata y Saolin recuperaban a todos los que llegaban a la ciudad y los llevaban a la seguridad de la banda de Raoden. Hasta el momento la reacción de los hombres de Shaor no había sido buena… y Raoden temía que no haría más que empeorar.

«Tendré que hacer algo con ellos», pensó. Ese, sin embargo, era un problema del que debería ocuparse otro día. Había estudios que necesitaba hacer por el momento.

Cuando llegaron a la capilla, Galladon volvió a la siembra. Los hombres de Saolin se dispersaron para patrullar y Karata decidió (a pesar de sus anteriores protestas) que debía regresar al palacio. Pronto sólo quedaron Raoden y Saolin.

Después de la batalla y de dormir hasta tan tarde, había perdido más de la mitad de la luz del día, y Raoden atacó sus estudios con decisión. Galladon plantaba y Karata evacuaba el palacio: el deber que Raoden se había impuesto era el de descifrar cuanto fuera posible de la AonDor. Cada vez estaba más convencido de que la antigua magia de los caracteres encerraba el secreto de la caída de Elantris.

Palpó a través de una de las ventanas de la capilla y sacó el grueso tomo de la AonDor que había en una mesa interior. No había resultado tan valioso como esperaba, de momento. No era un manual de instrucciones, sino una serie de estudios acerca de acontecimientos extraños o interesantes relacionados con la AonDor. Por desgracia, era muy avanzado. La mayor parte del libro daba ejemplos de lo que se suponía que no debía suceder, y por eso Raoden tenía que razonar al contrario para descifrar la lógica de la AonDor.

Había podido deducir muy poco. Quedaba claro que los aones eran sólo puntos de partida, las figuras más básicas que podían dibujarse para producir un efecto. Igual que el aon curador expandido de su sueño, la AonDor avanzada consistía en dibujar un aon base en el centro y luego continuar dibujando otras figuras (a veces sólo puntos y líneas) a su alrededor. Los puntos y líneas eran estipulaciones que estrechaban o ensanchaban el foco de poder. Dibujando con cuidado, por ejemplo, un sanador podía especificar qué miembro había que curar, qué había que hacerle exactamente y cómo había que limpiar una infección.

Cuanto más leía Raoden, menos veía los aones como símbolos místicos. Parecían más bien cómputos matemáticos. Aunque la mayoría de los elantrinos sabía dibujar los aones (todo lo que hacía falta era una mano firme y el conocimiento básico de cómo escribir los caracteres), los maestros de la AonDor eran aquellos capaces de delinear con rapidez y precisión docenas de modificaciones más pequeñas alrededor del aon central. Por desgracia, el libro era para lectores con un conocimiento exhaustivo de la AonDor y se saltaba la mayoría de los principios básicos. Las pocas ilustraciones disponibles eran tan increíblemente complejas que Raoden ni siquiera podía decir qué carácter era el aon base sin consultar el texto.

—¡Si al menos explicara lo que significa «canalizar el dor»! —exclamó Raoden, releyendo un párrafo particularmente críptico que seguía usando esa frase.

—¿Dor, sule? —preguntó Galladon, abandonando su siembra—. Parece un término duladen.

Raoden se irguió. El carácter utilizado en el libro para representar «dor» era poco corriente: en realidad no se trataba de un aon, sino simplemente de una representación fonética. Como si la palabra hubiera sido traducida de un lenguaje distinto.

—¡Galladon, tienes razón! —dijo Raoden—. No es aónico.

—Por supuesto que no: no puede ser un aon, sólo tiene una vocal.

—Ésa es una forma sencilla de expresarlo, amigo mío.

—Pero es verdad. ¿Kolo?

—Sí, supongo que sí —dijo Raoden—. Eso no importa ahora… Lo que importa es «dor». ¿Sabes lo que significa?

—Bueno, si es la misma palabra, se refiere a algo en Jesker.

—¿Qué tienen que ver los Misterios con esto? —preguntó Raoden, suspicaz.

—¡Doloken, sule! —maldijo Galladon—. ¡Ya te he dicho que Jesker y los Misterios no son lo mismo! Lo que Opelon llama «Misterios Jeskeri» no está más relacionado con la religión de Duladel que el Shu-Keseg.

—Comprendido —dijo Raoden, alzando las manos—. Ahora, háblame del dor.

—Es difícil de explicar, sule —dijo Galladon, apoyándose en una azada improvisada que había hecho con un palo y unas piedras—. Dor es el poder invisible… Está en todo, pero no puede tocarse. No afecta a nada y sin embargo lo controla todo. ¿Por qué fluyen los ríos?

—Porque el agua corre hacia abajo, igual que todo lo demás. El hielo se derrite en las montañas y tiene que ir a alguna parte.

—Correcto. Ahora, una pregunta diferente. ¿Qué hace que el agua quiera fluir?

—No era consciente de que quisiera hacerlo.

—Lo hace, y el dor es su motivación —dijo Galladon—. Jesker enseña que sólo los humanos tienen la habilidad (o la maldición) de ser ajenos al dor. ¿Sabías que si apartas un pájaro de sus padres y lo crías en tu casa aprende igualmente a volar?

Raoden se encogió de hombros.

—¿Cómo aprende, sule? ¿Quién le enseña a volar?

—¿El dor? —preguntó Raoden, vacilante.

—Así es.

Raoden sonrió; la explicación parecía demasiado religiosamente misteriosa para ser útil. Pero entonces pensó en su sueño, en sus recuerdos de lo que había pasado hacía tanto tiempo. Cuando la curadora elantrina había dibujado su aon, había sido como si un desgarro apareciera en el aire tras su dedo. Raoden todavía sentía el poder caótico ardiendo tras aquel desgarrón, la enorme fuerza intentando abrirse paso a través del aon para alcanzarlo. Buscaba abrumarlo, romperlo hasta que formara parte de ella. Sin embargo, el aon cuidadosamente construido por la sanadora había canalizado el poder con el fin de utilizarlo, y había curado la pierna de Raoden en vez de destruirla.

Esa fuerza, fuera lo que fuese, era real. Estaba detrás de los aones que él dibujaba, por débiles que parecieran.

—Eso debe de ser… ¡Galladon, por eso estamos todavía vivos!

—¿Qué estás farfullando, sule? —dijo Galladon, interrumpiendo su trabajo.

—¡Por eso seguimos vivos, aunque nuestros cuerpos ya no funcionen! —dijo excitado Raoden—. ¿No lo ves? No comemos, y sin embargo conseguimos la energía para seguir moviéndonos. Debe de haber alguna relación entre los elantrinos y el dor… Alimenta nuestros cuerpos, proporcionándonos la energía que necesitamos para sobrevivir.

—Entonces, ¿por qué no nos da suficiente para que nuestros corazones se muevan y nuestra piel no se vuelva gris? —preguntó Galladon, sin convencerse.

—Porque apenas es suficiente —explicó Raoden—. La AonDor ya no funciona: el poder que una vez impulsaba la ciudad ha sido reducido a un tenue hilillo. Lo importante es que no ha desaparecido. Todavía podemos dibujar aones, aunque son débiles y no hacen nada, y nuestras mentes continúan viviendo, aunque nuestros cuerpos hayan cedido. Lo que necesitamos es encontrar un modo de restaurar su pleno poder.

—Oh, ¿eso es todo? ¿Quieres decir que tenemos que arreglar lo que está roto?

—Supongo que sí. Lo importante es comprender que hay una relación entre nosotros y el dor, Galladon. No sólo eso, sino que debe de haber algún tipo de relación entre esta tierra y el dor.

Galladon frunció el ceño.

—¿Por qué dices eso?

—Porque la AonDor se desarrolló en Arelon y en ningún otro sitio —dijo Raoden—. El texto dice que cuanto más se alejaba uno de Elantris, más débiles se volvían los poderes de la AonDor. Además, sólo gente de Arelon es alcanzada por la Shaod. Puede alcanzar a personas de Teod, pero sólo si llevan viviendo un tiempo en Arelon. Oh, y también alcanza a algún dula ocasionalmente.

—No me había dado cuenta.

—Hay una relación entre esta tierra, el pueblo areliso y el dor, Galladon —dijo Raoden—. Nunca he oído que un fjordell fuera alcanzado por la Shaod, no importa cuánto tiempo viva en Arelon. Los dulas son un pueblo mixto: medio jindo, medio aónico. ¿Dónde estaba tu granja en Duladel?

Galladon frunció el ceño.

—En el norte, sule.

—La zona fronteriza con Arelon —dijo Raoden, triunfante—. Tiene algo que ver con la tierra, y con nuestra sangre aónica.

Galladon se encogió de hombros.

—Parece que tenga sentido, sule, pero no soy más que un simple granjero… ¿qué sé yo de esas cosas?

Raoden bufó, sin molestarse en responder al comentario.

—Pero ¿por qué? ¿Cuál es la conexión? Tal vez los fjordell tengan razón: tal vez Arelon esté maldito.

—Deja de hacer hipótesis, sule —dijo Galladon, volviendo a su trabajo—. No le veo el beneficio empírico.

—De acuerdo. Bien, dejaré de teorizar en cuanto me digas dónde un simple granjero aprendió la palabra «empírico».

Galladon no respondió, pero a Raoden le pareció oír al dula reírse entre dientes.