18

Dilaf entró por la puerta, con aspecto un poco distraído. Entonces vio al elantrino sentado en la silla, a la mesa de Hrathen.

Estuvo a punto de morirse de la impresión.

Hrathen sonrió al ver que Dilaf contenía el aliento de manera audible, con unos ojos como platos, y que la cara se le ponía de un color no muy distinto al de su armadura.

—¡Hrugath Ja! —gritó Dilaf sorprendido, la maldición fjordell subiendo rápidamente a sus labios.

Hrathen alzó las cejas, no porque se ofendiera, sino porque le sorprendía que Dilaf lo pronunciara tan fácilmente. El arteth se había impregnado profundamente de la cultura derethi.

—Saluda a Diren, arteth —dijo Hrathen, señalando al elantrino de rostro negro y ceniciento—. Y por favor, abstente de usar el nombre de Nuestro Señor Jaddeth como maldición. Es una costumbre fjordell que preferiría que no hubieras adoptado.

—¡Un elantrino!

—Sí. Muy bien, arteth. Y no, no puedes prenderle fuego.

Hrathen se echó ligeramente atrás en su asiento, sonriendo mientras Dilaf miraba con mala cara al elantrino. Hrathen lo había llamado sabiendo bien qué reacción tendría, y se sentía un poco indigno. Eso, sin embargo, no le impidió disfrutar del momento.

Finalmente, Dilaf le dirigió a Hrathen una mirada de odio… aunque rápidamente la enmascaró con otra de sumisión.

—¿Qué está haciendo aquí, mi hroden?

—Pensé que sería bueno conocer el rostro de nuestro enemigo, arteth —dijo Hrathen, poniéndose en pie y acercándose al asustado elantrino. Los dos sacerdotes, naturalmente, conversaban en fjordell. Había confusión en los ojos del elantrino, y un miedo atroz.

Hrathen se agachó junto al hombre, estudiando a su demonio.

—¿Son todos calvos, Dilaf? —preguntó con interés.

—Al principio no —respondió con hosquedad el arteth—. Suelen tener la cabeza llena de pelo cuando los perros korathi los preparan para la ciudad. Su piel es también más pálida.

Hrathen palpó con la mano la mejilla del hombre. La piel era dura y correosa. El elantrino lo miró con ojos asustados.

—Esas manchas negras… ¿son lo que distingue a un elantrino?

—Son la primera señal, mi hroden —dijo Dilaf, sumiso. O bien se estaba acostumbrando al elantrino, o simplemente había superado su inicial estallido de odio y había pasado a una forma más bien paciente de disgusto—. Suele ocurrir de la mañana a la noche. Cuando el maldito despierta, tiene manchas negras por todo el cuerpo. El resto de su piel se vuelve de un marrón grisáceo, como la de éste, con el tiempo.

—Como la piel de un cadáver embalsamado —advirtió Hrathen. Había visitado la Universidad de Svorden en alguna ocasión, y sabía cómo eran los cadáveres que allí guardaban para estudiarlos.

—Muy similar —reconoció Dilaf en voz baja—. La piel no es la única señal, mi hroden. También están podridos por dentro.

—¿Cómo lo sabes?

—Sus corazones no laten. Y sus mentes no funcionan. Corren historias de los primeros días, hace diez años, antes de que los encerraran a todos en esa ciudad. En cuestión de meses se vuelven comatosos, apenas son capaces de moverse excepto para gemir su dolor.

—¿Dolor?

—El dolor de su alma ardiendo con el fuego de Nuestro Señor Jaddeth —explicó Dilaf—. Crece dentro de ellos hasta que consume su conciencia. Es su castigo.

Hrathen asintió, apartándose del elantrino.

—No tendrías que haberlo tocado, mi hroden —dijo Dilaf.

—Creía que habías dicho que Nuestro Señor Jaddeth protegía a sus fieles —dijo Hrathen—. ¿Qué he de temer?

—Has invitado al mal a la capilla, mi hroden.

Hrathen hizo una mueca.

—No hay nada sagrado en este edificio, Dilaf, como bien sabes. No puede haber ningún suelo sagrado en un país que no se ha aliado con el Shu-Dereth.

—Por supuesto —dijo Dilaf. Por algún motivo, sus ojos se volvían ansiosos.

La expresión de los ojos de Dilaf incomodaba a Hrathen. Tal vez sería mejor reducir al mínimo el tiempo que el arteth pasara en la misma habitación que el elantrino.

—Te he llamado porque voy a necesitar que hagas los preparativos del sermón de esta tarde —dijo Hrathen—. Yo no puedo hacerlo: quiero pasar un rato interrogando a este elantrino.

—Como tú ordenes, mi hroden —respondió Dilaf, todavía mirando al elantrino.

—Puedes marcharte, arteth —dijo Hrathen con firmeza.

Dilaf rezongó, y luego salió de la habitación obedeciendo la orden de Hrathen.

El gyorn se volvió hacia el elantrino. La criatura no parecía carecer de mente, como había dicho Dilaf. El capitán de la guardia que había traído al elantrino incluso había mencionado el nombre de la criatura; eso implicaba que podía hablar.

—¿Puedes entenderme, elantrino? —preguntó Hrathen en aónico.

Diren se mantuvo en silencio, luego afirmó con la cabeza.

—Interesante —musitó Hrathen.

—¿Qué quieres de mí?

—Sólo hacerte unas preguntas —dijo Hrathen, volviendo a su mesa y sentándose. Continuó estudiando a la criatura con curiosidad. Nunca, en sus muchos viajes, había visto una enfermedad como ésa.

—¿Tienes… tienes comida? —preguntó el elantrino. Había un leve matiz de locura en sus ojos cuando mencionó la palabra.

—Si respondes a mis preguntas, te prometo enviarte de vuelta a Elantris con una cesta llena de pan y queso.

Esto atrajo la atención de la criatura. Asintió vigorosamente.

«Qué hambriento —pensó Hrathen con curiosidad—. ¿Y qué es lo que ha dicho Dilaf? ¿No le late el corazón? Tal vez la enfermedad le hace algo al metabolismo… ¿hace que el corazón lata tan rápido que es difícil detectarlo y aumenta de algún modo el apetito?».

—¿Qué eras antes de que te arrojaran a la ciudad, Diren?

—Campesino, mi señor. Trabajaba los campos de la Plantación de Aor.

—¿Y cuánto tiempo hace que eres elantrino?

—Me arrojaron en otoño —dijo Diren—. ¿Siete meses? ¿Ocho? Pierdo la cuenta…

Así que la otra afirmación de Dilaf, que los elantrinos se volvían «comatosos» en pocos meses era incorrecta. Hrathen reflexionó, tratando de decidir qué clase de información podía tener esta criatura que le resultase útil.

—¿Cómo es Elantris? —preguntó.

—Es… terrible, mi señor —respondió Diren, agachando la cabeza—. Están las bandas. Si vas al lugar equivocado, te persiguen, o te hacen daño. Nadie le cuenta a los recién llegados cómo son las cosas, así que si no tienes cuidado, te metes en el mercado… Eso no es bueno. Y ahora hay una nueva banda… eso dicen unos pocos elantrinos que conozco de las calles. Una cuarta banda, más poderosa que las otras.

Bandas. Eso implicaba una sociedad elemental, al menos. Hrathen frunció el ceño. Si las bandas eran tan duras como daba a entender Diren, entonces tal vez pudiera utilizarlas como ejemplo de svrakiss para sus seguidores. Sin embargo, al hablar con el complaciente Diren, Hrathen empezaba a pensar que tal vez debía continuar haciendo sus condenas desde lejos. Si un cierto porcentaje de elantrinos era tan inofensivo como ese hombre, entonces la gente de Kae probablemente se decepcionara de sus «demonios».

A medida que continuaba el interrogatorio, Hrathen advirtió que Diren no sabía muchas más cosas que pudieran ser útiles. El elantrino no podía explicar cómo era la Shaod: le sucedió mientras dormía. Decía que estaba «muerto», significara eso lo que significase, y que sus heridas ya no sanaban. Incluso le mostró a Hrathen un corte en la piel. No obstante, la herida no sangraba, así que Hrathen sospechó que los trozos de piel no habían cicatrizado bien al sanar.

Diren no sabía nada de la «magia» elantrina. Decía haber visto a otros hacer dibujos mágicos en el aire, pero él no sabía hacerlos. Lo que sí sabía era que tenía hambre… mucha hambre. Insistió en ello varias veces, además de mencionar en otras dos ocasiones que le daban miedo las bandas.

Satisfecho de haberse enterado de lo que quería averiguar (que Elantris era una ciudad brutal, pero decepcionantemente humana en sus métodos de brutalidad), Hrathen mandó llamar al capitán de la guardia que había traído a Diren.

El capitán de la guardia de Elantris entró obsequiosamente. Llevaba guantes gruesos y levantó al elantrino de su asiento usando un largo palo. El capitán aceptó con ansia una bolsa de monedas de Hrathen y luego asintió cuando Hrathen le hizo prometer que le compraría a Diren una bolsa de comida. Mientras el capitán obligaba a su prisionero a salir de la habitación, Dilaf apareció en la puerta. El arteth observó marcharse a su presa con expresión decepcionada.

—¿Todo listo? —preguntó Hrathen.

—Sí, mi hroden —respondió Dilaf—. La gente empieza a llegar ya para la ceremonia.

—Bien —dijo Hrathen, acomodándose en su silla y entrelazando los dedos pensativo.

—¿Te preocupa algo, mi hroden?

Hrathen negó con la cabeza.

—Estaba planeando el discurso de esta noche. Creo que es hora de dar el siguiente paso en nuestros planes.

—¿El siguiente paso, mi hroden?

Hrathen asintió.

—Creo que hemos establecido con éxito nuestra postura contra Elantris. Las masas están siempre dispuestas a encontrar demonios a su alrededor, si se les da la motivación adecuada.

—Sí, mi hroden.

—No olvides, arteth, que hay un sentido en nuestro odio.

—Une a nuestros seguidores… les proporciona un enemigo común.

—Correcto —dijo Hrathen, apoyando los brazos en la mesa—. Sin embargo, hay otro propósito. Uno igual de importante. Ahora que le hemos dado a la gente alguien a quien odiar, necesitamos crear una asociación entre Elantris y nuestros rivales.

—El Shu-Korath —dijo Dilaf con una sonrisa siniestra.

—Correcto otra vez. Los sacerdotes korathi son los que preparan a los nuevos elantrinos… Son la motivación tras la piedad que este país muestra a sus dioses caídos. Si damos a entender que la tolerancia korathi convierte a sus sacerdotes en simpatizantes, la repulsa por Elantris se extenderá al Shu-Korath. Sus sacerdotes se enfrentarán a dos opciones: o bien aceptan su incriminación o se alían con nosotros contra Elantris. Si eligen lo primero, el pueblo se volverá contra ellos. Si eligen lo segundo, eso los dejará bajo nuestro control teológico. Después de eso, unas cuantas situaciones embarazosas y parecerán impotentes e irrelevantes.

—Es perfecto —dijo Dilaf—. ¿Pero sucederá lo bastante rápido? Hay muy poco tiempo.

Hrathen se sobresaltó y miró al todavía sonriente arteth. ¿Cómo se había enterado el hombre del plazo que tenía? No podía saberlo… tenía que estar haciendo conjeturas.

—Funcionará —dijo Hrathen—. Con su monarquía inestable y su religión tambaleándose, el pueblo buscará un nuevo liderazgo. El Shu-Dereth será como una roca en medio de arenas movedizas.

—Una buena analogía, mi hroden.

Hrathen nunca estaba seguro de si Dilaf se burlaba de él con esas declaraciones o no.

—Tengo un trabajo para ti, arteth. Quiero que establezcas la relación en tu sermón de esta noche… vuelve al pueblo contra el Shu-Korath.

—¿No lo hará mi hroden?

—Hablaré después de ti, y mi discurso será lógico. Tú, sin embargo, eres más apasionado… y su disgusto con el Shu-Korath debe proceder en primer lugar de sus corazones.

Dilaf asintió, inclinando la cabeza para indicar que cumpliría la orden. Hrathen agitó la mano, indicando que la conversación había terminado, y el arteth se marchó y cerró la puerta.

Dilaf habló con su fervor característico. Lo hizo frente a la capilla, desde un estrado que Hrathen había encargado cuando la multitud se hizo demasiado nutrida para caber en el edificio. Las cálidas tardes de primavera favorecían esas reuniones, y la luz del anochecer, con las antorchas, ofrecía la mezcla adecuada de visibilidad y sombra.

La gente contemplaba a Dilaf con embeleso, aunque la mayor parte de lo que decía era repetitivo. Hrathen se pasaba horas preparando sus sermones, cuidando de combinar la reiteración como refuerzo y la originalidad para provocar entusiasmo. Dilaf se limitaba a hablar. No importaba si farfullaba las mismas denuncias sobre Elantris y las mismas alabanzas redundantes al Imperio de Jaddeth: la gente lo escuchaba de todas formas. Después de una semana de oír hablar al arteth, Hrathen había aprendido a ignorar su propia envidia… hasta cierto grado, al menos. La sustituía por orgullo.

Mientras escuchaba, Hrathen se felicitaba por la efectividad del arteth. Dilaf hizo lo que Hrathen le había ordenado, comenzando con sus diatribas normales sobre Elantris, para pasar luego atrevidamente a una acusación en toda regla contra el Shu-Korath. La multitud lo seguía, permitiendo que redirigiera sus emociones. Salió tal como Hrathen había planeado: no había ningún motivo para que sintiera celos de Dilaf. La furia del hombre era como un río que el propio Hrathen había desviado hacia la multitud; Dilaf podía tener un talento en bruto, pero Hrathen era quien movía los hilos.

Se dijo que de momento Dilaf no lo sorprendía. El sermón progresaba bien, Dilaf descargaba su furia sobre la multitud repudiando todo lo korathi. Pero la marea cambió cuando Dilaf puso el acento en Elantris. Hrathen no se inquietó al principio: Dilaf tenía una incorregible tendencia a divagar durante sus sermones.

—¡Y ahora, mirad! —ordenó el arteth de pronto—. ¡Contemplad al svrakiss! ¡Mirad a la bestia a los ojos y dad forma a vuestro odio! ¡Alimentad el clamor de Hrathen que arde dentro de todos vosotros!

Hrathen se quedó de una pieza. Dilaf señaló con un gesto un extremo del estrado, donde un par de antorchas cobraron vida de repente. Diren el elantrino estaba atado a un poste, la cabeza gacha. Había cortes en su cara que no tenía antes.

—¡Contemplad al enemigo! —chilló Dilaf—. ¡Mirad! ¡No sangra! ¡No corre sangre por sus venas y ningún corazón late en su pecho! ¿No dijo el filósofo Grondkest que se puede juzgar la igualdad de todos los hombres con su unidad común de sangre? ¿Pero qué hay de quien no tiene sangre? ¿Cómo lo llamamos?

—¡Demonio! —gritó alguien de la multitud.

—¡Diablo!

—¡Svrakiss! —gritó Dilaf.

La multitud se enardeció, cada cual chillando su propia acusación al consumido despojo. El elantrino gritó con salvaje pasión. Algo había cambiado en aquel hombre. Cuando Hrathen había hablado con él, sus respuestas habían sido poco entusiastas, pero lúcidas. Ahora en sus ojos no quedaba cordura, sólo había dolor. El sonido de la voz de la criatura alcanzó a Hrathen por encima de la furia de la congregación.

—¡Destruidme! —suplicó el elantrino—. ¡Acabad con el dolor! ¡Destruidme!

La voz sacó a Hrathen de su estupor. Advirtió de inmediato que no podía permitir que Dilaf asesinara al elantrino en público. Visiones de la audiencia de Dilaf convirtiéndose en turba, quemando al elantrino en un arrebato de pasión colectiva, destellaron en la mente de Hrathen. Eso lo arruinaría todo: Iadon nunca consentiría algo tan violento como una ejecución pública, no importaba quién fuera la víctima. Recordaba demasiado al caos de una década antes, un caos que había derrocado a un Gobierno.

Hrathen se encontraba a un lado del estrado, entre un grupo de sacerdotes. Una multitud se apretujaba delante, y Dilaf se hallaba delante del atril, las manos extendidas mientras hablaba.

—¡Tienen que ser destruidos! —chilló Dilaf—. ¡Todos ellos! ¡Purificados sólo con el fuego sagrado!

Hrathen saltó al estrado.

—¡Y así será! —gritó, interrumpiendo al arteth.

Dilaf se detuvo un instante. Se volvió hacia un lado y le hizo un gesto con la cabeza a un sacerdote menor que sostenía una antorcha encendida. Dilaf suponía probablemente que Hrathen no podía hacer nada para impedir la ejecución… al menos, nada que no minara su propia credibilidad ante la multitud.

«No esta vez, arteth —pensó Hrathen—. No te dejaré hacer lo que se te antoje». No podía contradecir a Dilaf, no sin que pareciera que había una división en las filas derethi.

Podía, sin embargo, tergiversar lo que Dilaf había dicho. Esa particular hazaña verbal era una de las especialidades de Hrathen.

—¿Pero de qué serviría? —exclamó Hrathen, esforzándose por hacerse oír por encima del griterío de la multitud. Se abalanzaban hacia delante, anticipando la ejecución, maldiciendo al elantrino.

Hrathen apretó los dientes, hizo a un lado a Dilaf y arrancó la antorcha de las manos del sacerdote. Hrathen oyó a Dilaf sisear de malestar, pero ignoró al arteth. Si no controlaba a la multitud, simplemente continuaría avanzando y atacaría al elantrino por su cuenta.

Hrathen alzó la antorcha varias veces y la gente gritó de placer, entonando una especie de cántico rítmico.

Y en las pausas, se produjo el silencio.

—¡Os lo pregunto de nuevo! —gritó Hrathen cuando la multitud calló, preparada para volver a gritar.

La gente se mantuvo en silencio.

—¿De qué serviría matar a esta criatura? —preguntó Hrathen.

—¡Es un demonio! —aulló uno de los hombres de la multitud.

—¡Sí! —dijo Hrathen—. Pero ya está atormentado. El propio Jaddeth le dio a este demonio su maldición. ¡Escuchadlo suplicar la muerte! ¿Es eso lo que queremos hacer? ¿Darle a esta criatura lo que quiere?

Hrathen esperó, tenso. Aunque algunos de los miembros de la muchedumbre gritaron que sí por hábito, otros se detuvieron. La confusión empezó a hacer mella, y cedió un poco la tensión.

—Los svrakiss son nuestros enemigos —dijo Hrathen, hablando ahora con aplomo, la voz firme en vez de apasionada. Sus palabras calmaron más a la gente—. Sin embargo, no somos nosotros quienes los debemos castigar. ¡Ese es el placer de Jaddeth! Nosotros tenemos otra tarea.

»¡Esta criatura, este demonio, es la cosa que según los sacerdotes korathi debéis compadecer! ¿Os preguntáis por qué Arelon es pobre en comparación con las naciones del este? Es porque sufrís la estupidez korathi. Por eso carecéis de las riquezas y bendiciones de las que disfrutan naciones como Jindo y Svorden. Los korathi son demasiado indulgentes. ¡Puede que nuestra misión no sea destruir a estas criaturas, pero tampoco es cuidarlas! No deberíamos apiadarnos de ellas ni tolerar que vivan en una ciudad tan grandiosa y rica como Elantris.

Hrathen apagó la antorcha y luego indicó a un sacerdote que hiciera lo mismo con las luces que iluminaban al pobre elantrino. En cuanto esas antorchas se apagaron, el elantrino desapareció de la vista, y la multitud empezó a calmarse.

—Recordad —dijo Hrathen—. Son los korathi quienes cuidan a los elantrinos. Incluso ahora, todavía vacilan cuando se les pregunta si los elantrinos son demonios. Los korathi temen que la ciudad regrese a su gloria, pero nosotros sabemos algo más. Sabemos que Jaddeth pronunció Su maldición. ¡No hay piedad para los condenados!

»El Shu-Korath es la causa de vuestros dolores. Apoya y protege a Elantris. Nunca os libraréis de la maldición elantrina mientras los sacerdotes korathi continúen dominando en Arelon. ¡Así pues, yo os digo, id y decidles a vuestros amigos lo que habéis aprendido, e instadlos a abandonar las herejías korathi!

Se produjo el silencio. Después la gente comenzó a manifestar a gritos su convencimiento, su transferida insatisfacción. Hrathen los observó con atención mientras gritaban su aprobación y luego por fin empezaban a dispersarse. Su vengativo odio casi había desaparecido. Hrathen suspiró aliviado: no habría ningún ataque a medianoche a los sacerdotes o los templos korathi. El discurso de Dilaf había sido demasiado disperso, demasiado rápido, para causar daños duraderos. El desastre se había evitado.

Hrathen se volvió y miró a Dilaf. El arteth había dejado el estrado poco después de que Hrathen se hiciera con el control, y ahora veía cómo su multitud desaparecía con furia petulante.

«Sería capaz de convertirlos en réplicas fanáticas de sí mismo», pensó Hrathen. Excepto que su pasión se quemaría rápidamente en cuanto pasara el momento. Necesitaban más. Necesitaban conocimiento, no sólo histeria.

—Arteth —dijo Hrathen severamente, llamando la atención de Dilaf—. Tenemos que hablar.

El arteth le devolvió la mirada, y luego asintió. El elantrino seguía gritando, pidiendo la muerte. Hrathen se volvió hacia otro par de arteths y señaló al elantrino.

—Recoged a la criatura y reuníos conmigo en los jardines.

Hrathen se volvió hacia Dilaf, señalando cortante la puerta situada al fondo de la capilla derethi. Dilaf hizo lo que se le ordenaba y se marchó a los jardines. Hrathen lo siguió, pasando por el camino junto al confuso capitán de la guardia de Elantris.

—¿Mi señor? —preguntó el hombre—. El sacerdote joven me alcanzó antes de que volviera a la ciudad. Dijo que querías a la criatura de vuelta. ¿He hecho mal?

—Has hecho bien —dijo Hrathen, cortante—. Vuelve a tu puesto. Nosotros nos encargaremos del elantrino.

El elantrino pareció agradecer las llamas, a pesar del terrible dolor que debían causarle.

Dilaf se agazapaba a un lado, observando con ansiedad, aunque había sido la mano de Hrathen, no la suya, la que había dejado caer la antorcha sobre el elantrino empapado de aceite. Hrathen contempló a la pobre criatura arder hasta que sus gritos de dolor fueron finalmente silenciados por el rugiente fuego. El cuerpo de la criatura ardió fácilmente, demasiado fácilmente, envuelto en llamas.

Hrathen sintió una punzada de culpa por haber traicionado a Diren, aunque esa emoción era una tontería; el elantrino tal vez no fuera un auténtico diablo, pero era sin duda una criatura a la que Jaddeth había maldecido. Hrathen no le debía nada.

Con todo, lamentaba haber quemado a la criatura. Por desgracia, los cortes de Dilaf la habían enloquecido, obviamente, y no podía devolverla a la ciudad en su estado actual. Las llamas fueron la única opción.

Hrathen observó los ojos del penoso elantrino hasta que las llamas lo consumieron por completo.

—«Y el ardiente fuego de la insatisfacción de Jaddeth los purificará» —susurró Dilaf, citando el Do-Dereth.

—«El juicio corresponde sólo a Jaddeth, y lo ejecuta su único sirviente, el Wyrn» —citó Hrathen, usando un párrafo diferente del mismo libro—. No tendrías que haberme forzado a matar a esta criatura.

—Era inevitable —dijo Dilaf—. Tarde o temprano, todas las cosas deben inclinarse ante la voluntad de Jaddeth… y es su voluntad que toda Elantris arda. Simplemente he obedecido el destino.

—Has estado a punto de perder el control de esa multitud con tus desvaríos, arteth —replicó Hrathen—. Una algarada debe ser planeada y ejecutada con mucho cuidado, de lo contrario es probable que se vuelva también contra sus creadores.

—Yo… me he dejado llevar —dijo Dilaf—. Pero matar a un elantrino no habría provocado un tumulto.

—Eso no lo sabes. Además, ¿qué hay de Iadon?

—¿Cómo podría oponerse? Su propia orden dice que los elantrinos huidos pueden ser quemados. Nunca se pondría a favor de Elantris.

—¡Pero podría ponerse en nuestra contra! —dijo Hrathen—. Te has equivocado al traer a esta criatura a la reunión.

—El pueblo merece ver lo que tiene que odiar.

—El pueblo no está preparado todavía para eso —dijo Hrathen bruscamente—. Queremos mantener su odio desenfocado. Si empiezan a destruir la ciudad, Iadon pondrá fin a nuestras prédicas.

Los ojos de Dilaf se entornaron.

—Parece como si intentaras evitar lo inevitable, mi hroden. Cultivas ese odio… ¿y no estás dispuesto a aceptar la responsabilidad de las muertes que causará? El odio y la repulsa no pueden seguir «desenfocados» mucho tiempo: encontrarán una vía de escape.

—Pero esa vía de escape se dará cuando yo lo decida —dijo Hrathen fríamente—. Soy consciente de mi responsabilidad, arteth, aunque cuestiono tu comprensión de la misma. Me dices que matar a este elantrino estuvo dictado por Jaddeth… que simplemente seguías el designio de Jaddeth forzando mi mano. ¿Qué, pues? ¿Las muertes que cause una algarada serían cosa mía, o simplemente la voluntad de Dios? ¿Cómo puedes ser tú un siervo inocente si yo debo asumir la plena responsabilidad por la gente de esta ciudad?

Dilaf resopló bruscamente. Sabía, no obstante, cuándo había sido derrotado. Hizo una fría reverencia, se dio la vuelta y entró en la capilla.

Hrathen vio marcharse al arteth, rebulléndose por dentro. La acción de Dilaf de esta noche había sido estúpida e impulsiva. ¿Estaba tratando de minar la autoridad de Hrathen, o simplemente actuaba siguiendo sus fanáticas pasiones? Si era lo segundo, la algarada que había estado a punto de producirse era culpa del propio Hrathen. Después de todo, se había sentido muy orgulloso de usar a Dilaf como herramienta efectiva.

Hrathen sacudió la cabeza, liberando un tenso suspiro. Había derrotado a Dilaf aquella noche, pero la tensión crecía entre ambos. No podían permitirse que hubiera abiertamente discusiones entre ellos. Los rumores de disensión en las filas derethi erosionarían su credibilidad.

«Tendré que hacer algo con el arteth», decidió Hrathen con resignación. Dilaf se estaba convirtiendo en un problema incómodo.

Tomada su decisión, Hrathen se dio la vuelta para marcharse. Sin embargo, al hacerlo, sus ojos volvieron a posarse en los restos calcinados del elantrino, y se estremeció a su pesar. El voluntario acatamiento de la inmolación del hombre traía recuerdos a la mente de Hrathen… recuerdos que hacía tiempo que intentaba desterrar. Imágenes de dolor, de sacrificio y de muerte.

Recuerdos de Dakhor.

Dejó atrás los huesos calcinados, y se dirigió a la capilla. Todavía tenía una tarea de la que ocuparse esa noche.

El seon salió flotando de su caja, respondiendo a la orden de Hrathen, que se reprendió mentalmente: era la segunda vez en una semana que usaba a la criatura. Depender del seon era algo que había que evitar. Sin embargo, no se le ocurría otra forma de conseguir su objetivo. Dilaf tenía razón: el tiempo se acababa. Ya habían transcurrido catorce días desde su llegada a Arelon y se había pasado una semana viajando antes de eso. Sólo le quedaban setenta días de plazo, y a pesar de la multitud congregada esa noche, Hrathen sólo había convertido a una diminuta fracción de Arelon.

Sólo un hecho le daba esperanza: la nobleza arelena se concentraba en Kae. Estar lejos de la corte de Iadon era un suicidio político; el rey concedía y retiraba títulos a capricho, y era necesario un buen perfil para asegurarse un puesto firme en la aristocracia. Al Wyrn no le importaba si Hrathen convertía a las masas o no; mientras la nobleza se plegara, el país sería considerado derethi.

Así que Hrathen tenía una oportunidad, pero aún le faltaba mucho por hacer, buena parte de lo cual dependía del hombre al que estaba a punto de llamar. Su contacto no era un gyorn, lo cual hacía que el uso del seon fuera poco ortodoxo. No obstante, el Wyrn nunca le había ordenado directamente que no llamara a otra gente con su seon, así que Hrathen podía racionalizar su uso.

El seon respondió al momento, y pronto el rostro ratonil de Forton apareció en su luz.

—¿Quién es? —preguntó en el áspero dialecto fjordell que se hablaba en el país de Hrovell.

—Soy yo, Forton.

—¿Mi señor Hrathen? —preguntó sorprendido Forton—. Mi señor, cuánto tiempo.

—Lo sé, Forton. Confío en que estés bien.

El hombre rió feliz, aunque la risa se convirtió rápidamente en un silbido. Forton tenía tos crónica, un estado causado, Hrathen estaba seguro, por las diversas sustancias que el hombre solía fumar.

—Por supuesto, mi señor —dijo Forton entre toses—. ¿Cuándo no estoy bien? —Forton era un hombre completamente satisfecho con su vida… un estado que también era producto de las diversas sustancias que solía fumar—. ¿En qué puedo ayudarte?

—Necesito uno de tus elixires, Forton.

—Por supuesto, por supuesto. ¿Qué ha de ser?

Hrathen sonrió. Forton era un genio sin rival, y por eso Hrathen soportaba sus excentricidades. El hombre no sólo tenía un seon, sino que era un devoto seguidor de los Misterios, una degeneración de la religión Jesker común en las zonas rurales. Aunque Hrovell era oficialmente una nación derethi, la mayor parte del país era primitiva y escasamente poblada, lo que dificultaba su supervisión. Muchos de los campesinos asistían con devoción a sus ceremonias derethi, y luego participaban con igual devoción en las ceremonias a medianoche del Misterio. El propio Forton era considerado una especie de místico en su ciudad, aunque siempre se encargaba de mostrar su ortodoxia derethi cuando hablaba con Hrathen.

El gyorn le explicó lo que quería, y Forton lo repitió. Aunque a menudo estaba drogado, Forton era muy bueno mezclando pociones, venenos y elixires. Hrathen no había conocido a ningún hombre en Sycla que pudiera igualarlo. Uno de los mejunjes de aquel hombre tan excéntrico le había devuelto a Hrathen la salud después de que lo envenenara un enemigo político. Se decía que aquella sustancia de lentos efectos no tenía antídoto.

—No habrá ningún problema, mi señor —le prometió Forton a Hrathen con su marcado acento dialectal. Incluso después de años de tratar con los hroven, Hrathen tenía problemas para entenderlos. Estaba seguro de que la mayoría de ellos ni siquiera sabía que había una forma correcta y pura de su lengua, allá en Fjorden.

—Bien.

—Sí, todo lo que tengo que hacer es combinar dos fórmulas que ya tengo. ¿Cuánto quieres?

—Al menos dos dosis. Te pagaré el precio de costumbre.

—Mi verdadera paga es saber que he servido a Nuestro Señor Jaddeth —dijo el hombre piadosamente.

Hrathen contuvo las ganas de echarse a reír. Conocía lo arraigados que estaban los Misterios en la gente de Hrovell. Era una forma de adoración repugnante, una combinación sincrética de una docena de fes diferentes, con algunas aberraciones añadidas, como sacrificios rituales y ritos de fertilidad, para hacerla más atractiva. Hrovell, sin embargo, era tarea para otro día. El pueblo hacía lo que ordenaba el Wyrn, y era demasiado insignificante desde un punto de vista político para causar inquietud en Fjorden. Naturalmente, sus almas corrían serio peligro; Jaddeth no era famoso por su indulgencia con los ignorantes.

«En otra ocasión —se dijo Hrathen—. En otra ocasión».

—¿Cuándo necesita mi señor esta poción? —preguntó el hombre.

—Esa es la cuestión, Forton. La necesito inmediatamente.

—¿Dónde estás?

—En Arelon.

—Ah, bien. Mi señor ha decidido por fin convertir a esos paganos.

—Sí —dijo Hrathen con una leve sonrisa—. Los derethi hemos sido demasiado pacientes con los arelenos.

—Bueno, Su Alteza no podría haber elegido un lugar más lejano —dijo Forton—. Aunque prepare la poción esta noche y la envíe por la mañana, tardará al menos dos semanas en llegar.

A Hrathen le molestó el retraso, pero no había otra opción.

—Entonces hazlo, Forton. Te recompensaré por trabajar con tan escaso margen.

—Un verdadero seguidor de Jaddeth hará cualquier cosa para propiciar Su Imperio, mi señor.

«Bueno, al menos conoce su doctrina derethi», pensó Hrathen, encogiéndose mentalmente de hombros.

—¿Algo más, mi señor? —preguntó Forton, tosiendo un poco.

—No. Ponte a trabajar, y envía las pociones lo más rápidamente posible.

—Sí, mi señor. Empezaré de inmediato. Siéntete libre de rezar por mí cuando quieras.

Hrathen frunció el ceño: se había olvidado de esa pequeña imprecisión. Tal vez el dominio que Forton tenía de la doctrina derethi no era tan completo después de todo. Forton no sabía que Hrathen tuviera un seon: simplemente había supuesto que un gyorn podía rezarle a Jaddeth y que Dios dirigía sus palabras a través de los seones. Como si el Señor Jaddeth fuera un funcionario de Correos.

—Buenas noches, Forton —dijo Hrathen, disimulando su insatisfacción. Forton era un drogadicto, un hereje y un hipócrita… pero seguía siendo un recurso valiosísimo. Hacía tiempo que Hrathen había decidido que, si Jaddeth consentía que sus gyorns usaran seones para comunicarse, entonces sin duda permitiría también que Hrathen usara a hombres como Forton.

Después de todo, Jaddeth había creado a todos los hombres… incluso a los herejes.