Sarene entró en el salón de baile del palacio con una larga bolsa negra al hombro. Varias mujeres se quedaron boquiabiertas.
—¿Qué? —preguntó.
—Es por tu ropa, querida —respondió finalmente Daora—. Estas mujeres no están acostumbradas a estas cosas.
—¡Parece ropa de hombre! —exclamó Seaden, su doble papada agitándose, indignada.
Sarene miró sorprendida su traje gris de una pieza, y luego se volvió hacia el grupo de mujeres.
—Bueno, no esperaríais que lucháramos con vestido, ¿no?
Sin embargo, después de estudiar las caras de las mujeres, se dio cuenta de que eso era exactamente lo que esperaban.
—Te queda un largo camino por recorrer, prima —le advirtió Lukel en voz baja, tras entrar después de ella y tomar asiento en el otro extremo de la sala.
—¿Lukel? —preguntó Sarene—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Espero de todo corazón que ésta sea la experiencia más entretenida de la semana —dijo él, reclinándose en su asiento y colocándose las manos tras la cabeza—. No me lo perdería ni por todo el oro de Wyrn.
—Yo tampoco —declaró la voz de Kaise. La niñita se abrió paso hacia las sillas. Daorn, sin embargo, llegó corriendo de un lado y saltó a la silla que había elegido su hermana. Kaise dio una patada, picada, y entonces, al darse cuenta de que todos los asientos situados a lo largo de la pared eran exactamente iguales, escogió otro.
—Lo siento —dijo Lukel, encogiéndose cohibido de hombros—. No me los he podido quitar de encima.
—Sé bueno con tus hermanos, querido —lo reprendió Daora.
—Sí, mamá —respondió Lukel inmediatamente.
Levemente desconcentrada por el inesperado público, Sarene se volvió hacia sus futuras estudiantes. Todas las mujeres del círculo de bordado habían venido… incluso la seria Daora y la banal reina Eshen. La ropa y el comportamiento de Sarene podían mortificarlas, pero su ansia de independencia era mayor que su indignación.
Sarene permitió que la bolsa resbalara por su hombro hasta llegar a sus manos. Abrió los cierres y rebuscó dentro para sacar una de sus espadas de práctica. La hoja, larga y fina, produjo un leve sonido metálico cuando la liberó, y el grupo de mujeres se apartó.
—Esto es un syre —dijo Sarene, haciendo unas cuantas fintas en el aire—. También se llama kmeer o jedaver, dependiendo de en qué país estemos. Estas espadas fueron creadas en Jaador como armas ligeras para los exploradores, pero cayeron en desuso al cabo de unas cuantas décadas. Entonces, sin embargo, fueron adoptadas por la nobleza jaadoriana, dada su gracia y delicadeza. Los duelos son corrientes en Jaador, y el estilo rápido y limpio de la esgrima con syre requiere una gran habilidad.
Recalcó sus frases con unos cuantos mandobles y fintas, movimientos que nunca hubiese utilizado en un combate real, pero que de todas formas parecían buenos. Las mujeres quedaron cautivadas.
—Los dulas fueron los primeros en hacer de la esgrima un deporte en vez de un medio para matar al hombre que había decidido cortejar a la misma mujer —continuó Sarene—. Colocaron este pequeño botón en la punta y quitaron el filo de la hoja. El deporte pronto se hizo bastante popular entre los republicanos. La neutralidad de los dulas mantenía al país apartado de las guerras, y por eso una forma de combate que no tuviera aplicaciones marciales resultaba atrayente. Además de quitar la punta y el filo, establecieron la prohibición de golpear ciertas partes del cuerpo.
»La esgrima no llegó a Arelon, porque los elantrinos rechazaban cualquier cosa parecida a un combate, pero fue muy bien recibida en Teod… con un cambio notable. Se convirtió en deporte de mujeres. Los hombres teoisos prefieren competiciones más físicas, como las justas o los enfrentamientos con espadas anchas. Para una mujer, sin embargo, el syre es perfecto. La hoja ligera nos permite hacer pleno uso de nuestra destreza y —añadió, mirando a Lukel con una sonrisa—, capitalizar nuestra inteligencia superior.
Dicho esto, Sarene sacó una segunda hoja y se la lanzó a la joven Torena, que estaba a la cabeza del grupo. La muchacha pelirroja atrapó la espada con expresión confusa.
—Defiéndete —la desafió Sarene, alzando su hoja y adoptando una postura de ataque.
Torena empuñó el syre con torpeza, tratando de imitar la postura de Sarene. En cuanto ésta atacó, Torena abandonó su posición con un gritito de sorpresa, blandiendo el syre con las dos manos. Sarene le arrebató fácilmente la espada y golpeó directamente entre sus pechos.
—Estás muerta. La esgrima no depende de la fuerza; requiere habilidad y precisión. Usa sólo una mano: tendrás más control y alcance de esa forma. Gira tu cuerpo un poco a la derecha. Crear una mayor distancia hace que seas más difícil de alcanzar.
Mientras hablaba, Sarene sacó un puñado de palos finos que había mandando hacer. Eran, naturalmente, pobres sustitutos de una espada de verdad, pero tendrían que valer hasta que el armero terminara los syres de prácticas. Después de que cada mujer recibiera un arma, Sarene empezó a enseñarles cómo tirarse a fondo.
Fue un trabajo difícil… mucho más difícil de lo que Sarene había esperado. Se consideraba una tiradora decente, pero nunca se le había ocurrido que tener un conocimiento era completamente distinto a transmitir ese conocimiento a los demás. Las mujeres encontraban modos completamente imposibles de sostener sus armas. Tiraban de modo salvaje, se asustaban de las hojas que veían venir y se pisaban el vestido.
Al cabo de un rato Sarene las dejó practicando sus movimientos (no se fiaba de que probaran unas con otras hasta que tuvieran la ropa y las caretas adecuadas) y se sentó junto a Lukel con un suspiro.
—Un trabajo agotador, ¿no, prima? —preguntó él, obviamente disfrutando del espectáculo de ver a su madre tratando de manejar una espada con un vestido.
—No tienes ni idea —contestó ella, secándose la frente—. ¿Estás seguro de que no quieres intentarlo?
Lukel alzó las manos.
—Puede que sea extravagante en ocasiones, prima, pero no soy estúpido. El rey Iadon pondría en la lista negra a cualquier hombre que tomara parte en una actividad supuestamente degradante. No estar de parte del rey está bien si eres Eondel, pero yo no soy más que un simple mercader. No puedo permitirme la enemistad real.
—Estoy segura —dijo Sarene, viendo a las mujeres que intentaban dominar sus movimientos—. Creo que no les he enseñado muy bien.
—Mejor de lo que habría podido hacerlo yo —respondió Lukel, encogiéndose de hombros.
—Yo sí que podría haberlo hecho mejor —informó Kaise desde su asiento. La niñita obviamente se estaba aburriendo con tanta lucha repetitiva.
—¿Ah, sí? —preguntó Lukel secamente.
—Por supuesto. Ella no les ha enseñado a responder, ni la Forma Adecuada, y ni siquiera se ha molestado en explicarles las reglas de los torneos.
Sarene alzó una ceja.
—¿Entiendes de esgrima?
—Leí un libro —dijo Kaise, ufana. Luego dio un manotazo para apartar la mano de Daorn, que intentaba pincharla con un palo que había cogido del montón de Sarene.
—Lo triste es que probablemente lo ha leído de verdad —dijo Lukel con una risa—. Para poder impresionarte.
—Creo que Kaise es la niña más inteligente que he conocido —confesó Sarene.
Lukel se encogió de hombros.
—Es lista, pero no dejes que eso te impresione demasiado: es sólo una niña. Puede comprender lo mismo que una mujer, pero sigue reaccionando como una niña pequeña.
—Sigue pareciéndome sorprendente —dijo Sarene, viendo a los dos niños jugar.
—Oh, eso sí —reconoció Lukel—. Kaise sólo necesita unas cuantas horas para devorar un libro, y su habilidad para aprender idiomas es increíble. Lo siento por Daorn en ocasiones. Él lo intenta lo mejor que puede, pero creo que se siente en inferioridad de condiciones: Kaise puede ser muy dominante, por si no te has dado cuenta. Pero, listos o no, siguen siendo niños, y cuidarlos sigue siendo una lata.
Sarene observó a los dos niños jugar. Kaise, tras haberle robado el palo a su hermano, lo perseguía por toda la sala, haciendo fintas y mandobles que imitaban los métodos que Sarene había enseñado. Mientras los miraba, sus ojos se posaron en la puerta. Estaba abierta, y dos figuras observaban a las mujeres practicar.
Las damas guardaron silencio cuando lord Eondel y lord Shuden, al advertir que habían reparado en ellos, entraron en la sala. Los dos hombres, aunque muy diferentes en edad, eran buenos amigos. Ambos se encontraban un poco marginados en Arelon: Shuden, un extranjero de piel oscura, y Eondel, un antiguo soldado cuya presencia parecía ofender.
Si la presencia de Eondel era desagradable para las mujeres, la de Shuden, sin embargo, la compensaba con creces. Una oleada de sonrojos recorrió a las esgrimistas cuando se dieron cuenta de que el joven lord jindoés las había estado viendo. Varias de las muchachas más jóvenes se agarraron a los brazos de sus amigas, susurrando excitadas. El propio Shuden se ruborizó por tanta atención.
Eondel, sin embargo, ignoró las reacciones de las mujeres. Caminó entre las alumnas con ojos reflexivos. Finalmente, tomó un palo, se colocó en posición e inició una serie de tiradas y fintas. Después de probar el arma, asintió, la descartó, y se acercó a una de las mujeres.
—Sostén la madera así —instruyó, colocándole bien los dedos—. La agarrabas demasiado fuerte y perdías flexibilidad. Ahora, coloca el pulgar en la parte superior de la empuñadura para mantenerla apuntando en la dirección correcta, da un paso atrás, y lánzate.
La mujer, Atara, obedeció… molesta porque Eondel se había atrevido a tocarle la muñeca. Su ataque, sorprendentemente, fue recto y bien dirigido, un hecho que sorprendió a Atara más que a nadie.
Eondel se movió entre el grupo, corrigiendo con cuidado postura, sujeción y movimiento. Atendió a cada mujer, dando consejos acerca de los diferentes problemas individuales. Después de unos breves minutos de instrucción, los ataques de las mujeres se volvieron más concentrados y precisos de lo que Sarene hubiese creído posible.
Eondel se retiró con expresión satisfecha.
—Espero que no te haya ofendido mi intrusión, Alteza.
—En absoluto, mi señor —le aseguró Sarene, aunque sentía una puñalada de celos. Había que ser toda una mujer para reconocer una habilidad superior cuando la veía, se dijo a sí misma.
—Obviamente, tienes talento —dijo el hombre—. Pero pareces tener poca experiencia enseñando a los demás.
Sarene asintió. Eondel era comandante militar: probablemente había pasado décadas instruyendo a novatos en las reglas básicas de la lucha.
—Sabes mucho de esgrima, mi señor.
—Me interesa —dijo Eondel—, y he visitado Duladel en numerosas ocasiones. Los dulas se niegan a reconocer la habilidad guerrera de un hombre a menos que sepa esgrima, no importa cuántas batallas haya ganado.
Sarene se levantó y recogió sus syres de prácticas.
—¿Quieres tirar entonces, mi señor? —preguntó, probando una de las hojas.
Eondel pareció sorprendido.
—Yo… Nunca me he enfrentado a una mujer, Alteza. No creo que sea adecuado.
—Tonterías —dijo ella, lanzándole una espada—. En guardia.
Entonces, sin darle ninguna posibilidad de negarse, atacó. Eondel vaciló al principio, sorprendido por su súbita acción. No obstante, su adiestramiento como luchador se impuso pronto y empezó a detener los ataques de Sarene con sorprendente habilidad. Por lo que había dicho, Sarene había supuesto que su conocimiento de la esgrima sería superficial. Estaba equivocada.
Eondel se lanzó a la lucha con decisión. Su hoja hendía el aire tan rápidamente que era imposible seguirla, y sólo años de entrenamiento y estrategia ayudaron a Sarene a detenerla. La sala resonó con los golpes del metal contra el metal, y las mujeres se detuvieron a mirar mientras sus dos instructores se enzarzaban en la batalla.
Sarene no estaba acostumbrada a tirar con alguien tan bueno como Eondel. No sólo era tan alto como ella, lo cual anulaba cualquier ventaja, sino que tenía los reflejos y el entrenamiento de un hombre que se ha pasado toda la vida combatiendo. Los dos se abrieron paso entre la multitud, usando mujeres, sillas y otros objetos al azar para contrarrestar el ataque del oponente. Sus espadas chasqueaban y se agitaban, se abalanzaban y se retiraban dispuestas a bloquear.
Eondel era demasiado bueno para ella. Podía contenerlo, pero estaba tan ocupada con la defensa que no tenía tiempo para atacar. Con el sudor corriéndole por el rostro, Sarene fue agudamente consciente de que todos en la sala la estaban observando.
En ese momento, algo cambió en la actitud de Eondel. Se debilitó levemente y Sarene golpeó por instinto. La punta roma de su espada se abrió paso en sus defensas y lo alcanzó en el cuello. Eondel sonrió.
—No tengo más remedio que rendirme, mi señora —dijo.
De repente, Sarene se sintió muy avergonzada de haber puesto a Eondel en una situación en la que, obviamente, había tenido que dejarla ganar para que no quedara mal delante de las demás. Eondel hizo una reverencia, y Sarene se sintió como una tonta.
Se dirigieron a un lado de la sala y aceptaron las copas que les ofreció Lukel felicitándolos por la actuación. Mientras Sarene bebía, advirtió algo. Había estado invirtiendo su tiempo en Arelon como si fuera una competición, cosa que hacía con la mayoría de sus empresas políticas: un juego complejo pero divertido.
Arelon era diferente. Eondel la había dejado ganar porque quería proteger su imagen. Para él, no se trataba de ningún juego. Arelon era su nación, su pueblo, y estaba dispuesto a hacer cualquier tipo de sacrificio para protegerlo.
«Esta vez es diferente, Sarene. Si fallas, no perderás un contrato comercial o unos derechos de construcción. Perderás vidas. Vidas de personas reales». El pensamiento la hizo reflexionar.
Eondel miró su copa y alzó las cejas, escéptico.
—¿Sólo es agua? —preguntó, mirando a Sarene.
—El agua es buena para todos, mi señor.
—No estoy tan seguro de eso —dijo Eondel—. ¿De dónde la habéis sacado?
—La hice hervir y luego la colé entre dos cubos para restaurar su labor —dijo Sarene—. No iba a dejar que las mujeres se emborracharan mientras intentaban practicar.
—El vino areliso no es tan fuerte, prima —recalcó Lukel.
—No, es lo bastante fuerte —replicó Sarene—. Bebe, lord Eondel. No queremos que te deshidrates.
Eondel obedeció, aunque mantuvo su expresión de insatisfacción.
Sarene se volvió hacia sus estudiantes, con intención de ordenarles que volvieran a sus prácticas; su atención, sin embargo, había sido capturada por otra cosa. Lord Shuden se encontraba al fondo de la sala. Tenía los ojos cerrados y se movía lentamente, realizando una delicada serie de gestos. Sus tensos músculos ondulaban y sus manos giraban trazando en el aire lazos controlados, mientras su cuerpo fluía en respuesta. Aunque sus movimientos eran lentos y precisos, el sudor brillaba en su piel.
Era como una danza. Shuden daba largos pasos, alzando las piernas en el aire, apuntando con los dedos, antes de colocarlos en el suelo. Sus brazos estaban siempre en movimiento, los músculos extendidos y tensos como si luchara contra una fuerza invisible. Lentamente, Shuden aceleró. Como acumulando tensión, giró más y más rápido, sus pasos se convirtieron en saltos, sus brazos giraban.
Las mujeres observaban en silencio, los ojos muy abiertos, más de una boquiabierta. Los únicos sonidos eran los del viento que producían los movimientos de Shuden y el golpeteo de sus pies.
Se paró de repente, tras aterrizar con un último salto y golpear con ambos pies al unísono, los brazos extendidos, las manos abiertas. Dobló los brazos hacia dentro como si fueran dos pesadas puertas al cerrarse. Entonces inclinó la cabeza y exhaló profundamente.
Sarene dejó que el momento flotara en el aire antes de murmurar:
—Misericordioso Domi, ahora nunca conseguiré que se concentren.
Eondel se rió en voz baja.
—Shuden es un muchacho interesante. Se queja siempre de que las mujeres lo persiguen, pero no puede resistirse a alardear. A pesar de todo, sigue siendo un hombre, y es aún muy joven.
Sarene asintió mientras Shuden completaba su ritual y luego se volvía mansamente al advertir cuánta atención había atraído. Se abrió rápidamente paso entre las mujeres con la mirada gacha, reuniéndose con Sarene y Eondel.
—Eso ha sido… inesperado —dijo Sarene mientras Shuden aceptaba de Lukel una copa de agua.
—Pido disculpas, lady Sarene —respondió él entre sorbos—. Vuestro entrenamiento me ha dado ganas de ejercitarme. Pensaba que todo el mundo estaría tan ocupado practicando que no repararían en mí.
—Las mujeres siempre reparan en ti, amigo mío —dijo Eondel, sacudiendo su cabeza cana—. La próxima vez que te quejes de ser acosado por mujeres reverentes, señalaré este pequeño fiasco.
Shuden agachó la cabeza, ruborizándose de nuevo.
—¿De qué era ese ejercicio? —preguntó Sarene con curiosidad—. Nunca había visto nada parecido.
—Lo llamamos ChayShan —explicó Shuden—. Es una especie de calentamiento, una forma de concentrar tu cuerpo y tu mente cuando te preparas para una batalla.
—Es impresionante —dijo Lukel.
—Sólo soy un aficionado —dijo Shuden, inclinando modestamente la cabeza—. Me faltan velocidad y concentración. Hay hombres en Jindo que pueden moverse tan rápidamente que uno se marea al mirarlos.
—Muy bien, señoras —declaró Sarene, volviéndose hacia las mujeres, la mayoría de las cuales estaba todavía mirando a Shuden—. Dad las gracias a lord Shuden por su exhibición más tarde. Ahora tenéis algunos movimientos que practicar… ¡No penséis que voy a dejaros después de sólo unos minutos de trabajo!
Hubo varios gemidos de queja cuando Sarene recogió su syre y empezó de nuevo la sesión de práctica.
—Mañana todas estarán molidas —dijo Sarene con una sonrisa.
—Lo dices con tanta pasión, mi señora, que parece que te gusta la perspectiva. —Ashe latió ligeramente mientras hablaba.
—Será bueno para ellas. La mayoría de esas mujeres están tan mimadas que nunca han sufrido nada peor que el pinchazo de una aguja de bordar.
—Lamento haberme perdido la clase —dijo Ashe—. Hace décadas que no veo un ChayShan.
—¿Has visto alguno?
—He visto muchas cosas, mi señora —respondió Ashe—. La vida de un seon es muy larga.
Sarene asintió. Caminaban por una calle de Kae, con la enorme muralla de Elantris alzándose al fondo. Docenas de vendedores le ofrecían ansiosamente sus mercancías, reconociendo por su vestido que era miembro de la corte. Kae existía para apoyar la nobleza arelisa y satisfacer sus pomposos gustos. Copas de oro y plata, especias exóticas y extravagantes vestidos, todo se exponía para llamar su atención, aunque casi todo le daba ganas de vomitar.
Por lo que sabía, estos mercaderes eran la única clase media de verdad que quedaba en Arelon. En Kae competían por el favor del rey Iadon, y esperaban conseguir un título… normalmente a expensas de sus competidores, unos cuantos campesinos y su dignidad. Arelon se estaba convirtiendo rápidamente en una nación de comerciantes fervientes, incluso aterrorizados. El éxito ya no aportaba sólo riqueza, y el fracaso no sólo pobreza: tus ingresos decidían lo cerca que estabas de ser vendido y convertirte prácticamente en un esclavo.
Sarene rechazó a los mercaderes, aunque sus esfuerzos sirvieron de poco. Se sintió aliviada cuando dobló una esquina y vio la iglesia korathi. Resistió las ganas de echar a correr el resto del camino y mantuvo un paso firme hasta que llegó a las puertas del ancho edificio y entró.
Echó unas cuantas monedas (casi todo lo que le quedaba del dinero que había traído consigo de Teod) en la caja de donaciones, y luego fue a buscar al sacerdote. Sarene se sentía cómoda en la capilla. Al contrario que las capillas derethi (que eran austeras y formales, con escudos, lanzas y algún tapiz ocasional en las paredes), las capillas korathi eran más relajadas. Unos cuantos tapices de lana tejida colgaban de las paredes (probablemente donativos de antiguos feligreses) y había flores y plantas bajo ellos, sus capullos asomando con el clima primaveral. El techo era bajo y plano, pero las ventanas eran lo bastante grandes y anchas para impedir que el edificio pareciera opresivo.
—Hola, hija —dijo una voz desde un lado de la sala. Omin, el sacerdote, estaba de pie junto a una ventana, contemplando la ciudad.
—Hola, padre Omin —dijo ella con una reverencia—. ¿Te molesto?
—Por supuesto que no, hija —dijo Omin, indicándole que se acercara con un gesto—. Ven, ¿cómo te encuentras? Te eché de menos anoche en el sermón.
—Lo siento, padre Omin —dijo Sarene, ruborizándose un poco—. Hubo un baile al que tuve que asistir.
—Ah. No te sientas culpable, hija. Los contactos sociales no deben ser subestimados, sobre todo cuando se es nuevo en la ciudad.
Sarene sonrió y caminó entre los bancos para reunirse con el bajo sacerdote junto a la ventana. Su pequeña estatura no solía ser tan evidente: Omin había construido un púlpito al fondo de la capilla adecuado para su estatura, y mientras daba sermones desde allí era difícil distinguir su altura. Sin embargo, de pie a su lado, Sarene no podía dejar de ver que se alzaba como una torre junto a él. Omin era bajísimo incluso para ser areliso, y su coronilla apenas le llegaba al pecho.
—¿Te preocupa algo, hija? —preguntó Omin. Era casi calvo y llevaba una túnica ancha sujeta a la cintura por una correa blanca. Aparte de sus sorprendentes ojos azules, la única pincelada de color en su cuerpo la ponía un colgante de jade korathi que llevaba al cuello, tallado con la forma del Aon Omi.
Era un buen hombre… algo que Sarene no podía decir de todo el mundo, ni siquiera de los sacerdotes. Había varios allá en Teod que la enfurecían. Omin, sin embargo, era reflexivo y paternal… aunque tuviera la molesta costumbre de dejar volar sus pensamientos. A veces se distraía tanto que pasaban minutos sin que se diera cuenta de que esperaban que tomara la palabra.
—No estaba segura de a quién más consultar, padre —dijo Sarene—. Tengo que pasar la Prueba de Viudez, pero nadie me ha explicado en qué consiste.
—Ah —dijo Omin, asintiendo con su brillante cabeza sin pelo—. Eso podría ser confuso para una recién llegada.
—¿Por qué nadie quiere explicármelo?
—Se trata de una ceremonia semirreligiosa, reminiscencia de los tiempos en que los elantrinos gobernaban —explicó Omin—. Todo lo que tiene que ver con esa ciudad es un tema tabú en Arelon, sobre todo para los fieles.
—Bueno, entonces, ¿cómo voy a saber qué se espera de mí? —preguntó Sarene, exasperada.
—No te desesperes, hija —la aplacó Omin—. Es tabú, pero sólo por costumbre, no por doctrina. No creo que Domi ponga ninguna objeción a que yo sacie tu curiosidad.
—Gracias, padre —dijo Sarene con un suspiro de alivio.
—Desde que murió tu esposo —explicó Omin—, se espera que muestres tu pena abiertamente, de lo contrario el pueblo pensará que no lo amabas.
—Pero si yo no lo amaba… Ni siquiera llegué a conocerlo.
—De todas formas, sería adecuado que te sometieras a una Prueba. La severidad de la Prueba de Viudez es una expresión de lo importante que consideraba la viuda su unión y de cuánto respetaba a su marido. Que no te sometieras a ella, incluso siendo extranjera, estaría mal visto.
—Pero ¿no es un ritual pagano?
—En realidad no —dijo Omin, negando con la cabeza—. Los elantrinos lo iniciaron, pero no tenía nada que ver con su religión. Era simplemente un acto de amabilidad que derivó en una tradición benévola y digna.
Sarene alzó las cejas.
—Sinceramente, me sorprende oírte hablar de esa manera de los elantrinos, padre.
Los ojos de Omin chispearon.
—El hecho de que los arteths derethi odien a los elantrinos no significa que Domi lo haga, niña. No creo que fueran dioses, y muchos de ellos tenían una opinión exagerada de su propia majestad, pero yo tenía varios amigos en sus filas. La Shaod se llevó por igual a hombres buenos y malos, egoístas y desprendidos. Algunos de los hombres más nobles que haya conocido vivían en esa ciudad… Lamenté mucho lo que les sucedió.
Sarene hizo una pausa.
—¿Fue Domi, padre? ¿Los maldijo como dicen?
—Todo sucede según la voluntad de Domi, hija —respondió Omin—. Sin embargo, no creo que «maldición» sea la palabra adecuada. En ocasiones, Domi ve adecuado enviar desastres al mundo; en otros momentos causa en los niños más inocentes una enfermedad mortal. No son maldiciones peores que lo que le sucedió a Elantris: son simplemente la forma en que funciona el mundo. Todas las cosas deben progresar, y el progreso no es siempre un avance constante. A veces debemos caer, a veces debemos levantarnos… Algunos deben ser heridos mientras otros tienen fortuna, pues es la única forma en que podemos aprender a confiar unos en otros. Cuando uno es bendecido, es privilegio suyo ayudar a aquellos cuyas vidas no son tan fáciles. La unidad viene del esfuerzo, hija.
Sarene se detuvo.
—¿Entonces no crees que los elantrinos, lo que queda de ellos, sean demonios?
—¿Svrakiss, como los llaman los fjordell? —preguntó Omin divertido—. No, aunque he oído decir que eso es lo que predica el nuevo gyorn. Me temo que sus sermones sólo despertarán el odio.
Sarene se acarició la mejilla, pensativa.
—Tal vez sea eso lo que quiere.
—¿Qué iba a conseguir con eso?
—No lo sé —admitió Sarene.
Omin volvió a sacudir la cabeza.
—No puedo creer que ningún seguidor de Dios, ni siquiera un gyorn, haga una cosa semejante. —Se abstrajo mientras consideraba la posibilidad, con el ceño levemente fruncido.
—¿Padre? —preguntó Sarene—. ¿Padre?
A la segunda llamada Omin sacudió la cabeza, como sobresaltado de descubrir que ella seguía todavía allí.
—Lo siento, hija. ¿De qué estábamos hablando?
—No has terminado de contarme que es la Prueba de Viudez —le recordó ella. El diminuto sacerdote tendía a andarse por las ramas en las conversaciones.
—Ah, sí. La Prueba de Viudez. Dicho de manera sencilla, hija, se espera que hagas algo que favorezca al país… Cuanto más amaras a tu marido, y más desolada estés, más extravagante será tu Prueba. La mayoría de las mujeres da comida o ropa a los campesinos. Cuanto más personalmente te impliques, mejor impresión causarás. La Prueba es un modo de servir… un medio de inducir a la humildad.
—Pero ¿de dónde sacaré el dinero? —Sarene aún no había decidido cómo pedirle a su nuevo padre un estipendio.
—¿Dinero? —preguntó Omin con sorpresa—. Vaya, eres una de las personas más ricas de Arelon. ¿No lo sabías?
—¿Qué?
—Has heredado las posesiones del príncipe Raoden, niña —explicó Omin—. Era un hombre muy rico… su padre se aseguró de eso. Con el sistema de gobierno del rey Iadon, no era aconsejable que el príncipe heredero fuera menos rico que un duque. Por el mismo motivo, sería una fuente de extremo embarazo para él si su nuera no fuera fabulosamente rica. Todo lo que tienes que hacer es hablar con el tesorero real, y estoy seguro de que se ocupará de ti.
—Gracias, padre —dijo Sarene, dando al hombrecito un afectuoso abrazo—. Tengo trabajo que hacer.
—Tus visitas son un placer, hija —dijo Omin, volviéndose hacia la ciudad con ojos reflexivos—. Para eso estoy aquí.
Sin embargo, Sarene se dio cuenta de que, poco después de hacer el comentario, él ya se había olvidado de su presencia y estaba viajando, una vez más, por los largos caminos de su mente.
Ashe la esperaba fuera, flotando junto a la puerta con su paciencia característica.
—No comprendo por qué estás tan preocupado —le dijo Sarene—. A Omin le gustaba Elantris; no habría puesto objeciones a que entraras en su capilla.
Ashe latió levemente. No había entrado en una capilla korathi desde el día en que Seinalan, el patriarca del Shu-Korath, hacía muchos años, lo había expulsado de una.
—No pasa nada, mi señora. Tengo la sensación de que no importa lo que digan los sacerdotes, todos seremos más felices si no nos vemos.
—No estoy de acuerdo, pero no quiero discutir contigo. ¿Te enteraste de algo de nuestra conversación?
—Los seones tenemos muy buen oído, mi señora.
—Aunque no tengáis orejas. ¿Qué piensas?
—Me parece una forma muy buena de que adquieras notoriedad en la ciudad, mi señora.
—Eso pensaba yo también.
—Otra cosa más, mi señora. Habéis hablado del gyorn derethi y de Elantris. La otra noche, cuando estaba inspeccionando la ciudad, vi al gyorn Hrathen caminando por la muralla de Elantris. He vuelto varias noches, y lo he encontrado allí en un par de ocasiones. Habla de manera muy amigable con el capitán de la guardia.
—¿Qué intenta hacer con esa ciudad? —preguntó Sarene, frustrada.
—A mí también me tiene intrigado, mi señora.
Sarene frunció el ceño, tratando de conjugar lo que sabía de las acciones del gyorn con lo que sabía de Elantris. No pudo establecer ninguna conexión. Sin embargo, mientras pensaba, se le ocurrió otra cosa. Tal vez pudiera resolver uno de sus otros problemas y la inconveniencia del gyorn al mismo tiempo.
—Quizá no me haga falta saber qué se propone para impedírselo —dijo.
—Desde luego saberlo nos convendría, mi señora.
—No lo sabemos, sin embargo. Pero sabemos una cosa: si el gyorn quiere que la gente odie a los elantrinos, entonces mi trabajo es encargarme de que suceda lo contrario.
Ashe tardó en hablar.
—¿Qué estás planeando, mi señora?
—Ya lo verás —dijo ella con una sonrisa—. Primero, volvamos a mis aposentos. Hace tiempo que quiero hablar con mi padre.
—¿Ene? Me alegra que hayas llamado. Me tenías preocupado. —La cabeza brillante de Eventeo flotaba ante ella.
—Podrías haberlo hecho tú en cualquier momento —dijo Sarene.
—No quería molestar, cariño. Sé cómo valoras tu independencia.
—La independencia tiene ahora que ceder paso al deber, padre —dijo Sarene—. Están cayendo naciones… no tenemos tiempo de preocuparnos por los sentimientos mutuos.
—Disculpa, entonces —dijo su padre con una risa.
—¿Qué está ocurriendo en Teod, padre?
—Las cosas no van bien —le confesó Eventeo, con voz inusitadamente sombría—. Son tiempos peligrosos. He tenido que acabar con otro culto del Misterio Jeskeri. Siempre parecen surgir cuando se acerca un eclipse.
Sarene se estremeció. Los seguidores del culto del Misterio eran un grupo raro y a su padre no le gustaba tratar con ellos. No obstante, había reserva en su voz: algo más le molestaba.
—Hay más, ¿verdad?
—Me temo que sí, Ene —admitió su padre—. Algo peor.
—¿Qué?
—¿Conoces a Ashgress, el embajador fjordell?
—Sí —dijo Sarene, frunciendo el ceño—. ¿Qué ha hecho? Te ha denunciado en público.
—No, algo peor. —Su padre parecía preocupado—. Se marchó.
—¿Se marchó? ¿Ha abandonado el país después de todas las molestias que se tomó Fjorden para volver a tener representantes?
—Así es, Ene —dijo Eventeo—. Reunió a su séquito, dio un último discurso en los muelles y nos dejó. Resulta inquietante, pero parece que definitivamente.
—Eso no es bueno —coincidió Sarene. Fjorden había sido inflexible respecto a mantener su presencia en Teod. Si Ashgress se había marchado, lo había hecho siguiendo una orden directa del Wyrn. Parecía que habían renunciado a Teod definitivamente.
—Estoy asustado, Ene —las palabras la dejaron helada como no había hecho ninguna otra cosa: su padre era el hombre más fuerte que conocía.
—No deberías decir esas cosas.
—Sólo a ti, Ene. Quiero que comprendas lo seria que es la situación.
—Lo sé —dijo Sarene—. Comprendo. Hay un gyorn aquí, en Kae.
Su padre murmuró unas cuantas maldiciones que ella nunca le había oído decir.
—Creo que puedo manejarlo, padre —dijo Sarene rápidamente—. Nos estamos midiendo mutuamente.
—¿Quién es?
—Se llama Hrathen.
Su padre volvió a jurar, esta vez con más vehemencia.
—¡Idos Domi, Sarene! ¿Sabes de quién se trata? Hrathen es el gyorn que fue asignado a Duladel seis meses antes de su caída.
—Imaginaba que era él.
—Quiero que salgas de ahí, Sarene —dijo Eventeo—. Ese hombre es peligroso… ¿Sabes cuánta gente murió en la revolución duladen? Hubo decenas de miles de bajas.
—Lo sé, padre.
—Voy a enviar un barco por ti… Resistiremos aquí, donde ningún gyorn es bienvenido.
—No voy a marcharme, padre —dijo Sarene con resolución.
—Sarene, sé lógica. —Eventeo adoptó el tono tranquilo e insistente que usaba cada vez que quería que ella hiciera algo. Normalmente se salía con la suya: era uno de los pocos que sabía cómo hacerla cambiar de opinión—. Todo el mundo sabe que el Gobierno areliso es un caos. Si este gyorn derribó Duladel, entonces no tendrá ningún problema para hacer lo mismo con Arelon. No podrás detenerlo cuando todo el país esté en tu contra.
—Tengo que quedarme, padre, a pesar de la situación.
—¿Qué lealtad les debes, Sarene? —suplicó Eventeo—. ¿A un marido que nunca conociste? ¿A un pueblo que no es el tuyo?
—Soy la hija de su rey.
—También eres la hija del rey de aquí. ¿Cuál es la diferencia? Aquí el pueblo te conoce y te respeta.
—Me conoce, padre, pero respetarme… —Sarene se sentó, sintiéndose mareada. Los antiguos sentimientos regresaban, los sentimientos que la habían hecho desear abandonar su patria en primer lugar, dejando atrás a todos los que conocía en favor de una tierra extranjera.
—No lo comprendo, Ene. —La voz de su padre estaba cargada de dolor.
Sarene suspiró y cerró los ojos.
—¡Oh, padre, no lo comprenderías nunca! Para ti soy un placer… tu hija hermosa e inteligente. Nadie se atrevería a decirte lo que piensan realmente de mí.
—¿De qué estás hablando? —preguntó él con exigencia, hablando ahora con la voz de un rey.
—Padre, tengo veinticinco años, y soy agria, maquinadora y a veces ofensiva. Tienes que haber advertido que ningún hombre pidió jamás mi mano.
Su padre no respondió de inmediato.
—Ya lo había pensado —admitió por fin.
—Era la hija solterona del rey, una fierecilla que nadie quería tocar —dijo Sarene, tratando, sin conseguirlo, de mantener a raya la amargura—. Los hombres se reían de mí a mis espaldas. Nadie se atrevía a abordarme con intenciones románticas, pues era bien sabido que quien lo hiciera sería el blanco de las burlas de sus pares.
—Pensaba que eras independiente… que considerabas que ninguno de ellos era digno de tu tiempo.
Sarene se rió amargamente.
—Tú me amas, padre… Ningún padre quiere admitir que su hija no es atractiva. La verdad del asunto es que ningún hombre quiere a una esposa inteligente.
—Eso no es cierto —objetó su padre de inmediato—. Tu madre es brillante.
—Tú eres una excepción, padre, y por eso no puedes verlo. Una mujer fuerte no es un activo en este mundo… ni siquiera en Teod, que siempre parece mucho más avanzado que el continente, como digo. En realidad no es tan distinto, padre. Dicen que dan a sus mujeres más libertad, pero sigue dando la impresión de que la libertad era suya para poder «darla» en primer lugar.
»En Teod era una hija soltera. Aquí en Arelon soy una esposa viuda. Hay una enorme diferencia. Por mucho que ame Teod, tendría que vivir sabiendo todo el tiempo que ningún hombre me ama. Aquí, al menos, puedo intentar convencerme de que alguien estaba dispuesto a tenerme… aunque fuera por motivos políticos.
—Podemos encontrarte a otro.
—No lo creo, padre —dijo Sarene, negando con la cabeza—. Ahora que Teorn tiene hijos, ningún esposo mío acabaría en el trono… el único motivo por el que alguien de Teod consideraría casarse conmigo. Nadie bajo dominio derethi se casaría con una teo. Así que sólo queda Arelon, donde mi contrato matrimonial me prohíbe volver a casarme. No, ya no hay nadie para mí, padre. Lo mejor que puedo hacer es aprovecharme de mi situación aquí. Al menos en Arelon puedo aspirar a obtener un cierto respeto sin tener que preocuparme por cómo mis acciones afectarán a mis futuras posibilidades matrimoniales.
—Ya veo —dijo su padre. Ella pudo oír la insatisfacción en su voz.
—Padre, ¿tengo que recordarte que no te preocupes por mí? Tenemos problemas mucho más urgentes que resolver.
—No puedo dejar de preocuparme por ti, Palo de Leky. Eres mi única hija.
Sarene sacudió la cabeza, decidida a cambiar de tema antes de ponerse a llorar. Súbitamente avergonzada por haber destruido la versión idílica que su padre tenía de ella, Sarene buscó algo que decir para desviar la conversación.
—Tío Kiin está aquí, en Kae.
Eso bastó. Ella lo oyó tomar aire desde el otro lado del enlace seon.
—No me menciones su nombre, Ene.
—Pero…
—No.
Sarene suspiró.
—Muy bien, pues, déjame que te hable sobre Fjorden. ¿Qué crees que está planeando el Wyrn?
—Esta vez no tengo ni idea —dijo Eventeo, permitiéndole cambiar de tema—. Debe de ser algo grande. Se están cerrando las fronteras para los mercaderes teoisos al norte y al sur, y nuestros embajadores están empezando a desaparecer. Estoy a punto de llamarlos de vuelta.
—¿Y tus espías?
—Se desvanecen casi igual de rápidamente —dijo su padre—. No he podido contactar con nadie de Velding desde hace más de un mes, y sólo Domi sabe qué están planeando el Wyrn y los gyorns allí. Enviar espías a Fjorden hoy en día es casi igual que enviarlos a la muerte.
—Pero lo haces de todas formas —dijo Sarene en voz baja, comprendiendo la fuente del dolor en la voz de su padre.
—Tengo que hacerlo. Lo que descubramos podría acabar salvando a miles de personas, aunque eso no lo hace más fácil. Ojalá pudiera introducir a alguien en Dakhor.
—¿El monasterio?
—Sí. Sabemos lo que hacen en los otros monasterios: Rathbore entrena asesinos, Fjieldor espías y la mayoría de los otros simples guerreros. Dakhor, sin embargo, me preocupa. He oído algunas historias terribles sobre ese monasterio… y no logro entender por qué nadie, ni siquiera los derethi, haría tales cosas.
—¿Parece que Fjorden se prepara para la guerra?
—No lo sé… no lo parece, pero quién sabe. El Wyrn podría enviar un ejército multinacional contra nosotros en cualquier momento. Un pequeño consuelo es que no creo que sepa que lo sabemos. Por desgracia, el hecho de saberlo me coloca en una posición difícil.
—¿Qué quieres decir?
La voz de su padre sonó vacilante.
—Si el Wyrn declara la guerra santa contra nosotros, eso significará el final de Teod. No podemos resistir contra el poder unido de los Países del Este, Ene. No me quedaré sentado viendo masacrar a mi pueblo.
—¿Considerarías la rendición? —preguntó Sarene, con furia.
—El deber de un rey es proteger a su pueblo. Entre la posibilidad de conversión o dejar que destruyan a mi pueblo, creo que tendría que elegir la conversión.
—Serías tan cobarde como los jindoeses —dijo Sarene.
—Los jindoeses son un pueblo sabio, Sarene —contestó su padre, cada vez más categórico—. Hicieron lo necesario para sobrevivir.
—¡Pero eso significaría rendirse!
—Significaría hacer lo que tenemos que hacer —dijo su padre—. No haré nada todavía. Mientras queden dos naciones, tenemos esperanza. Sin embargo, si Arelon cae, me veré obligado a rendirme. No podemos combatir contra el mundo entero, Ene, igual que un grano de arena no puede enfrentarse a todo un océano.
—Pero… —Sarene guardó silencio. Comprendía la posición de su padre. Luchar contra Fjorden en el campo de batalla sería completamente inútil. Convertirse o morir… ambas opciones eran repugnantes, pero la conversión era obviamente la decisión más lógica. No obstante, una voz interior le decía que merecía la pena morir, si la muerte demostraba que la verdad era más poderosa que la fuerza física.
Tenía que asegurarse de que su padre nunca se viera en esa tesitura. Si podía detener a Hrathen, entonces podría detener al Wyrn. Durante un tiempo, al menos.
—Decididamente, voy a quedarme, padre —declaró.
—Lo sé, Ene. Será peligroso.
—Comprendo. Sin embargo, si Arelon cae, entonces prefiero estar muerta a ver lo que sucede en Teod.
—Ten cuidado, y vigila a ese gyorn. Oh, por cierto… Si descubres porqué el Wyrn está hundiendo las naves de Iadon, dímelo.
—¿Qué? —preguntó Sarene, sorprendida.
—¿No lo sabías?
—¿Saber qué?
—El rey Iadon ha perdido casi toda su flota mercante. Los informes oficiales dicen que los hundimientos son obra de piratas, algunos restos de la armada de Dreok Aplastagargantas. Sin embargo, mis fuentes relacionan los hundimientos con Fjorden.
—¡Así que era eso!
—¿Qué?
—Hace cuatro días estuve en una fiesta —explicó Sarene—. Un sirviente entregó un mensaje al rey, y fuera lo que fuese lo inquietó bastante.
—Debió de ser entonces, sí —dijo su padre—. Yo me enteré hace dos días.
—¿Por qué querría el Wyrn hundir inofensivos barcos mercantes? —preguntó Sarene—. A menos que… ¡Idos Domi! ¡Si el rey pierde su fuente de ingresos, entonces estará en peligro de perder el trono!
—¿Es cierta toda esa tontería de que el rango está relacionado con el dinero?
—Desgraciadamente cierta —dijo Sarene—. Iadon le quita los títulos a una familia si no puede mantener sus ingresos. Si pierde su fuente de riqueza, perdería los cimientos de su gobierno. Hrathen podría sustituirlo por alguien… por un hombre más dispuesto a aceptar el Shu-Dereth, y sin molestarse siquiera en iniciar una revolución.
—Parece factible. Iadon se ha buscado esta situación al idear una base de gobierno tan inestable.
—Probablemente será Telrii —dijo Sarene—. Por eso gastó tanto dinero en el baile: el duque quiere demostrar que es financieramente solvente. Me sorprendería mucho que no hubiera una montaña de oro fjordell detrás de sus gastos.
—¿Qué vas a hacer?
—Detenerlo —dijo Sarene—. Aunque me duela. En realidad no me gusta Iadon, padre.
—Por desgracia, parece que Hrathen ha elegido a nuestros aliados por nosotros.
Sarene asintió.
—Me ha colocado en el bando de Iadon y Elantris… No es una posición muy envidiable.
—Haremos todo lo posible con lo que nos ha dado Domi.
—Hablas como un sacerdote.
—He encontrado motivos para volverme muy religioso últimamente.
Sarene pensó un momento antes de responder, acariciándose la mejilla mientras reflexionaba sobre sus palabras.
—Una sabia elección, padre. Si Domi quisiera ayudarnos, tendría que ser ahora. El final de Teod significará el final del Shu-Korath.
—Durante algún tiempo, al menos —dijo su padre—. La verdad no podrá ser derrotada nunca, Sarene. Aunque la gente la olvide temporalmente.
Sarene estaba en la cama, las luces bajas. Ashe flotaba al otro lado de la habitación, su luz tan tenue que apenas era un contorno de Aon Ashe contra la pared.
La conversación con su padre había terminado hacía horas, pero sus implicaciones probablemente acosarían su mente durante meses. Sarene nunca había considerado la rendición como alternativa, pero ahora parecía casi inevitable. La perspectiva la preocupaba. Sabía que era improbable que el Wyrn permitiera a su padre continuar gobernando, aunque fuera encubiertamente. También sabía que Eventeo ofrecería voluntariamente su vida si podía salvar a su pueblo.
Repasaba Sarene su propia vida y sus recuerdos confusos de Teod. En el reino estaba lo que más amaba: su padre, su hermano, su madre. Los bosques que rodeaban la ciudad portuaria de Teoin, la capital, eran otro recuerdo muy grato. Recordaba la forma en que la nieve se posaba sobre el paisaje. Una mañana, despertó y lo encontró todo cubierto por una hermosa película de hielo; los árboles parecían joyas chispeando a la luz del día de invierno.
Sin embargo, Teod también le traía recuerdos de dolor y soledad. Representaba su exclusión de la sociedad y su humillación ante los hombres. Pronto en su vida se había hecho evidente que tenía una inteligencia rápida y una lengua aún más veloz. Ambas cosas la habían distanciado de las otras mujeres… y algunas eran muy inteligentes: simplemente, tenían la sabiduría para ocultarlo hasta que estaban casadas.
No todos los hombres querían una esposa estúpida, pero tampoco había montones de hombres que se sintieran cómodos con una mujer a la que consideraran superior intelectualmente. Cuando Sarene se dio cuenta de lo que se estaba haciendo a sí misma, los pocos hombres que podrían haberla aceptado ya estaban casados. Desesperada, trató de descubrir qué opinión tenían de ella los cortesanos, y se sintió mortificada al descubrir cuánto se burlaban. Después de aquello, la situación no hizo sino empeorar… y ella se iba haciendo mayor. En una tierra donde casi todas las mujeres estaban ya prometidas a la edad de dieciocho años, era una solterona de veinticinco. Una solterona muy alta, flaca y peleona.
Interrumpió sus recriminaciones un ruido. No procedía del pasillo ni de la ventana, sino del interior de su habitación. Se sentó en la cama sobresaltada, conteniendo la respiración, preparada para dar un salto. Sólo entonces se dio cuenta de que el ruido no procedía de su habitación, sino de la pared. Frunció el ceño, confundida. No había ninguna habitación al otro lado: estaba en la parte externa del palacio. Su ventana daba a la ciudad.
El ruido no se repitió y, decidida a dormir un poco a pesar de sus ansiedades, Sarene se dijo que habría sido solamente la estructura del edificio.