16

Raoden había intentado una vez liberar a Ien. Era un niño entonces, simple de mente pero puro de intención. Uno de sus tutores le estaba enseñando cosas sobre la esclavitud, y de algún modo se le metió en la cabeza que los seones eran retenidos contra su voluntad. Había acudido a Ien entre lágrimas ese día, exigiendo que el seon aceptara su libertad.

—Pero yo soy libre, joven amo —le respondió Ien al lloroso chiquillo.

—¡No, no lo eres! —discutió Raoden—. Eres un esclavo… haces lo que se te dice.

—Lo hago porque quiero, Raoden.

—¿Por qué? ¿No quieres ser libre?

—Quiero servir, joven amo —explicó Ien, latiendo tranquilizador—. Mi libertad es estar aquí, contigo.

—No comprendo.

—Miras las cosas como humano, joven amo —dijo Ien con su voz sabia e indulgente—. Ves rango y distinción; intentas ordenar el mundo para que todo ocupe un sitio por encima de ti o por debajo. Para un seon, no hay encima ni debajo, sólo aquellos a quienes amamos. Y servimos a quienes amamos.

—¡Pero ni siquiera se os paga! —fue la indignada respuesta de Raoden.

—Sí que se me paga, joven amo. Mi paga es el orgullo de un padre y el amor de una madre. Mi salario procede de la satisfacción de verte crecer.

Pasaron muchos años hasta que Raoden comprendió aquellas palabras, pero siempre habían permanecido en su mente. A medida que crecía y aprendía, escuchando incontables sermones korathi sobre el poder unificador del amor, Raoden había llegado a ver a los seones de un nuevo modo. No como servidores, o incluso amigos, sino como algo mucho más profundo y más poderoso. Era como si los seones fueran una expresión del propio Domi, reflejos del amor de Dios por su pueblo. A través de su servicio, estaban mucho más cerca del cielo de lo que sus supuestos amos podrían comprender jamás.

—Finalmente eres libre, amigo mío —dijo Raoden con una sonrisa triste mientras veía a Ien flotar y agitarse. Todavía no había podido captar un atisbo de reconocimiento por parte del seon, aunque Ien parecía quedarse en las inmediaciones, cerca de Raoden. Fuera lo que fuese que la Shaod le había hecho a Ien, se había llevado algo más que su voz. Había roto su mente.

—Creo que sé lo que le pasa —le dijo Raoden a Galladon, que estaba sentado a la sombra, un poco apartado. Estaban en un terrado a unos cuantos edificios de la capilla, expulsados de su habitual lugar de estudio por un apurado Kahar. El anciano había estado limpiando frenéticamente desde su llegada, y había llegado el momento del pulido general. Por la mañana temprano, a duras penas pero con insistencia, los había expulsado a todos para poder terminar.

Galladon dejó de leer su libro.

—¿A quién? ¿Al seon?

Raoden asintió, tendido boca abajo cerca del borde de lo que antaño fuera la pared de un jardín, todavía contemplando a Ien.

—Su aon no está completo.

—Ien —dijo Galladon, pensativo—. Eso significa curación. ¿Kolo?

—Así es. Su aon ya no está completo: hay diminutas fisuras en sus líneas, y manchas descoloridas.

Galladon gruñó, pero no dijo nada más; no estaba tan interesado como Raoden en los aones y seones. Raoden observó a Ien unos instantes más antes de volver a estudiar el libro sobre la AonDor. Sin embargo, no llegó muy lejos antes de que Galladon sacara a colación un tema nuevo.

—¿Qué es lo que echas más de menos, sule? —preguntó el dula, reflexivo.

—¿Lo que más echo de menos? ¿Del exterior?

—Kolo —dijo Galladon—. ¿Qué cosa traerías a Elantris si pudieras?

—No lo sé. Tengo que pensarlo. ¿Y tú?

—Mi casa —contestó Galladon soñador—. La construí yo mismo solo. Talé cada árbol, trabajé cada tabla y clavé cada clavo. Era hermosa… ninguna mansión ni palacio puede competir con el trabajo de tus propias manos.

Raoden asintió, imaginando la cabaña. ¿Qué había poseído que echara de menos con más fuerza? Era hijo de un rey, y por tanto había tenido muchas cosas. La respuesta que encontró, sin embargo, le sorprendió.

—Cartas —dijo—. Me traería un fajo de cartas.

—¿Cartas, sule? —Obviamente no era la respuesta que él esperaba—. ¿De quién?

—De una chica.

Galladon se echó a reír.

—¿Una mujer, sule? No te imaginaba de los románticos.

—El que no lloriquee dramáticamente como un personaje de uno de vuestros romances duladen no significa que no piense en esas cosas.

Galladon alzó las manos a la defensiva.

—No te pongas DeluseDoo conmigo, sule. Sólo estoy sorprendido. ¿Quién era esa chica?

—Iba a casarme con ella —explicó Raoden.

—Debe de haber sido toda una mujer.

—Debe de haberlo sido —reconoció Raoden—. Ojalá la hubiera conocido.

—¿No llegaste a conocerla?

Raoden negó con la cabeza.

—De ahí las cartas, amigo mío. Ella vivía en Teod… Era la hija del rey, por cierto. Empezó a enviarme cartas hace cosa de un año. Era una magnífica escritora y sus palabras estaban cargadas de tanta inteligencia que no pude sino responder. Continuamos escribiéndonos durante casi cinco meses. Luego ella se me declaró.

—¿Ella se te declaró a ti?

—Descaradamente —dijo Raoden con una sonrisa—. Fue, naturalmente, por motivos políticos. Sarene quería una unión firme entre Teod y Arelon.

—¿Y tú aceptaste?

—Era una buena oportunidad —explicó Raoden—. Desde el Reod, Teod ha mantenido sus distancias respecto a Arelon. Además, esas cartas eran embriagadoras. Este último año ha sido… difícil. Mi padre parece decidido a llevar Arelon a su ruina, y no es un hombre que sufra con paciencia las disensiones. Pero, cada vez que parecía que mis cargas eran demasiado grandes, recibía una carta de Sarene. Ella también tenía un seon, y después de que se formalizara el compromiso empezamos a hablar regularmente. Llamaba por la noche, y su voz surgía de Ien para cautivarme. A veces dejábamos el enlace abierto durante horas.

—¿Qué era eso que decías de no ir por ahí lloriqueando como un personaje de un romance? —dijo Galladon con una sonrisa.

Raoden bufó y regresó a su libro.

—Bueno, pues ya lo sabes. Si pudiera tener cualquier cosa, querría esas cartas. La verdad es que estaba ilusionado con el matrimonio, aunque la unión sólo fuera una reacción a la invasión derethi de Duladel.

Se produjo el silencio.

—¿Qué es lo que acabas de decir, Raoden? —preguntó por fin Galladon en voz baja.

—¿Qué? Oh, ¿sobre las cartas?

—No. Sobre Duladel.

Raoden hizo una pausa. Galladon decía haber entrado en Elantris hacía «unos pocos meses», pero los dulas tenían fama de parcos. La república duladen había caído hacía más de seis meses ya…

—Creía que lo sabías.

—¿Qué, sule? —exigió Galladon—. ¿Creías que sabía qué?

—Lo siento, Galladon —dijo Raoden con compasión, dándose la vuelta y sentándose—. La república duladen cayó.

—No —jadeó Galladon, los ojos muy abiertos.

Raoden asintió.

—Hubo una revolución, como la que hubo en Arelon hace diez años, pero aún más violenta. La clase republicana fue destruida por completo y se instauró una monarquía.

—Imposible… La república era fuerte… Todos creíamos fielmente en ella.

—Las cosas cambian, amigo mío —dijo Raoden, poniéndose en pie y acercándose para posar una mano en el hombro de Galladon.

—No la república, sule —dijo Galladon con la mirada perdida—. Todos podíamos elegir quién gobernaba, sule. ¿Por qué alzarse contra eso?

Raoden negó con la cabeza.

—No lo sé… No se filtró mucha información. Fue un momento caótico en Duladel, y por eso los sacerdotes fjordell pudieron hacerse con el poder.

Galladon alzó la cabeza.

—Eso significa que Arelon tiene problemas. Siempre estábamos allí para ayudar a alejar a los derethi de vuestras fronteras.

—Soy consciente de eso.

—¿Qué le pasó al Jesker? —preguntó—. Mi religión, ¿qué le pasó? —Raoden se limitó a negar con la cabeza—. ¡Tienes que saber algo!

—El Shu-Dereth es la religión del Estado en Duladel, ahora —dijo Raoden en voz baja—. Lo siento.

Galladon bajó la mirada.

—Se ha perdido, entonces.

—Todavía quedan los Misterios —dijo Raoden débilmente.

Galladon frunció el ceño, la mirada dura.

—Los Misterios no son lo mismo que el Jesker, sule. Son una burla de cosas sagradas. Una perversión. Sólo los forasteros, los que no comprenden la verdad del dor, practican los Misterios.

Raoden apartó la mano del hombro de su apenado amigo, sin saber cómo consolarlo.

—Creía que lo sabías —repitió, sintiéndose impotente.

Galladon gruñó y lo miró sin verlo, con los ojos tristes.

Raoden dejó a Galladon en la azotea; el gran dula quería estar solo con su pena. Sin saber qué otra cosa hacer, Raoden regresó a la capilla, absorto en sus pensamientos. No permaneció distraído mucho tiempo.

—¡Kahar, es precioso! —exclamó, mirando asombrado a su alrededor.

El anciano alzó la cabeza del rincón que estaba limpiando. Había una expresión de profundo orgullo en su rostro. La capilla estaba limpia de mugre; todo lo que quedaba era mármol limpio, gris claro. La luz del sol entraba a raudales por las ventanas del oeste, reflejándose en el suelo brillante e iluminando toda la capilla con un fulgor casi divino. Los bajorrelieves cubrían casi todas las superficies. De sólo media pulgada de grosor, las detalladas esculturas habían estado ocultas por la suciedad. Raoden pasó los dedos por una de las diminutas obras maestras: sus rostros eran tan detallados y expresivos que parecían vivos.

—Son sorprendentes —susurró.

—Ni siquiera sabía que estuvieran ahí, mi señor —dijo Kahar, acercándose cojeando—. No las he visto hasta que he empezado a limpiar, y luego han quedado a oscuras hasta que he terminado el suelo. El mármol es tan liso como un espejo y las ventanas están situadas en el sitio justo para captar la luz.

—¿Y los bajorrelieves cubren toda la sala?

—Sí, mi señor. Lo cierto es que éste no es el único edificio que los tiene. De vez en cuando se topa uno con una pared o un mueble con grabados. Probablemente eran comunes en Elantris antes del Reod.

Raoden asintió.

—Era la ciudad de los dioses, Kahar.

El anciano sonrió. Sus manos estaban negras de mugre y media docena de trapos hechos jirones colgaban de su cinto. Pero era feliz.

—¿Y ahora qué, mi señor? —preguntó ansiosamente.

Raoden hizo una pausa, pensando rápidamente. Kahar había atacado la mugre de la capilla con la misma santa indignación que un sacerdote usaba para destruir el pecado. Por primera vez en meses, tal vez en años, Kahar se había sentido necesario.

—Nuestra gente ha empezado a vivir en los edificios cercanos, Kahar —dijo Raoden—. ¿De qué servirá toda esta limpieza que has hecho aquí si traen mugre cada vez que nos reunamos?

Kahar asintió, pensativo.

—El empedrado es un problema —murmuró—. Éste es un proyecto grande, mi señor. —En sus ojos, sin embargo, no había temor.

—Lo sé. Pero es imprescindible. La gente que vive en la mugre se sentirá mugrienta… si alguna vez vamos a mejorar la opinión que tenemos de nosotros mismos, vamos a tener que estar limpios. ¿Puedes hacerlo?

—Sí, mi señor.

—Bien. Te asignaré algunos ayudantes para acelerar el proceso.

La banda de Raoden había crecido enormemente en los últimos días, ya que la gente de Elantris se había enterado de que Karata se había unido a ellos. Muchos de los elantrinos errantes y fantasmales que deambulaban solos por las calles habían empezado a acercarse a la banda de Raoden, buscando la compañía como un último y desesperado intento de evitar la locura.

Kahar se volvió para marcharse, su rostro arrugado contempló la capilla una última vez, admirándola con satisfacción.

—Kahar —llamó Raoden.

—¿Sí, mi señor?

—¿Sabes cuál es? El secreto, quiero decir.

Kahar sonrió.

—Hace días que no paso hambre, mi señor. Es la sensación más sorprendente del mundo… ni siquiera noto ya el dolor.

Raoden asintió, y Kahar se marchó. El hombre había venido en busca de una solución mágica a sus pesares, pero había encontrado una respuesta mucho más simple. El dolor perdía su poder cuando otras cosas se volvían más importantes. Kahar no necesitaba una poción ni un aon que lo salvara: sólo necesitaba algo que hacer.

Raoden recorrió la resplandeciente habitación, admirando las esculturas. Se detuvo, no obstante, cuando llegó al final de un bajorrelieve concreto, allí donde el mármol estaba libre de relieves, su superficie blanca pulida por la cuidadosa mano de Kahar. Estaba tan limpia, de hecho, que Raoden vio su reflejo.

Se quedó anonadado. El rostro que lo miraba desde el mármol le resultaba desconocido. Se había preguntado por qué tan poca gente lo reconocía; había sido príncipe de Arelon, su rostro era conocido en muchas de las plantaciones exteriores. Había supuesto que los elantrinos, simplemente, no esperaban encontrar a un príncipe en Elantris, y que por eso no se les ocurría asociar a «Espíritu» con Raoden. Sin embargo, ahora que veía los cambios de su cara, advirtió que había otro motivo por el que la gente no lo reconocía.

Había restos en sus rasgos, pistas de lo que había sido. Pero los cambios eran drásticos. Sólo habían pasado dos semanas, pero ya se le había caído el pelo. Tenía las manchas elantrinas comunes en la piel, pero incluso en las zonas que unas semanas antes eran de color carne se habían vuelto uniformemente grises. Su piel se arrugaba levemente, sobre todo alrededor de los labios, y sus ojos empezaban a adquirir una expresión hosca.

Una vez, antes de su propia transformación, había considerado a los elantrinos cadáveres vivientes cuya piel se pudría y desgajaba. No era ése el caso: los elantrinos conservaban la carne y casi toda su figura, aunque su piel se arrugaba y oscurecía. Eran más carcasas arrugadas que cadáveres en descomposición. Sin embargo, aunque la transformación no era tan drástica como había supuesto entonces, seguía siendo traumático verla en uno mismo.

—Damos lástima, ¿no? —preguntó Galladon desde la puerta.

Raoden se volvió y sonrió, animoso.

—Podría ser peor, amigo mío. Puedo acostumbrarme a los cambios.

Galladon gruñó y entró en la capilla.

—Tu hombre de la limpieza hace bien su trabajo, sule. Este sitio casi parece libre del Reod.

—Lo más hermoso, amigo mío, es la manera en que liberó a su limpiador en el proceso.

Galladon asintió, se reunió con Raoden junto a la pared y contempló la multitud de gente que estaba limpiando la zona del huerto de la capilla.

—Han estado viniendo a puñados, ¿no, sule?

—Se han enterado de que ofrecemos algo más que vivir en un callejón. Ni siquiera tenemos que seguir vigilando las puertas: Karata nos trae a todos los que puede rescatar.

—¿Cómo pretendes tenerlos ocupados a todos? El huerto es grande y ya casi está despejado.

—Elantris es una ciudad enorme, amigo mío. Encontraremos cosas para mantenerlos ocupados.

Galladon observó a la gente trabajar, los ojos inescrutables. Parecía haber superado su pena, por el momento.

—Hablando de trabajo —empezó a decir Raoden—. Hay algo que necesito que hagas.

—¿Algo para mantener mi mente apartada del dolor, sule?

—Podríamos decir que sí. Sin embargo, este proyecto es un poco más importante que el de limpiar basura.

Raoden le indicó a Galladon que lo siguiera mientras se dirigía al fondo de la sala y sacaba una piedra suelta de la pared. Rebuscó dentro y sacó una docena de bolsitas de grano.

—Como granjero, ¿cómo juzgarías la calidad de esta semilla?

Galladon tomó con interés una y le dio vueltas en la mano unas cuantas veces, midiendo su color y su dureza.

—No está mal —dijo—. No es la mejor que he visto, pero no está mal.

—La temporada de siembra casi está aquí, ¿no?

—Considerando el calor que ha hecho últimamente, yo diría que está aquí ya.

—Bien —dijo Raoden—. Este grano no durará mucho en este agujero, y no me fío de dejarlo a la vista.

Galladon meneó la cabeza.

—No funcionará, sule. La agricultura requiere tiempo antes de producir recompensas… Esta gente arrancará y se comerá los primeros retoños.

—No lo creo —contestó Raoden, haciendo saltar unos cuantos granos en la palma—. Están cambiando de mentalidad, Galladon. Ven que no tienen por qué seguir viviendo como animales.

—No hay suficiente espacio para una cosecha decente —argumentó Galladon—. Será poco más que un huertecito.

—Hay espacio suficiente para plantar esta pequeña cantidad. El año que viene tendremos más grano, y entonces nos preocuparemos por el espacio. He oído decir que los jardines de palacio eran bastante grandes… probablemente podríamos utilizarlos.

Galladon negó con la cabeza.

—El error de esa frase, sule, es eso de «el año que viene». No habrá un año que viene. ¿Kolo? La gente no dura tanto en Elantris.

—Elantris cambiará —dijo Raoden—. Si no, entonces quien venga aquí después de nosotros plantará la próxima cosecha.

—Dudo que salga bien.

—Dudarías que el sol sale si no te demostraran lo contrario cada día —dijo Raoden con una sonrisa—. Inténtalo.

—Muy bien, sule —contestó Galladon con un suspiro—. Supongo que tus treinta días no han terminado todavía.

Raoden sonrió, entregó el grano a su amigo y le puso una mano en el hombro.

—Recuerda, el pasado no tiene por qué ser también nuestro futuro.

Galladon asintió, guardando el grano en su escondite.

—No lo necesitaremos hasta dentro de unos cuantos días… Voy a pensar un modo de arar ese jardín.

—¡Lord Espíritu! —llamó débilmente la voz de Saolin desde abajo, donde se había construido una garita de guardia improvisada—. Viene alguien.

Raoden se incorporó, y Galladon colocó rápidamente la piedra en su sitio. Un momento después, uno de los hombres de Karata entro corriendo en la sala.

—Mi señor —dijo el hombre—. ¡Lady Karata requiere tu presencia de inmediato!

—¡Eres idiota, Dashe! —gritó Karata.

Dashe (el musculoso hombretón que era su segundo al mando) simplemente continuó abrochándose sus armas.

Raoden y Galladon se detuvieron confundidos en la puerta del palacio. Al menos diez de los hombres de la entrada (dos tercios de los seguidores de Karata) parecían estar preparándose para la inminente batalla.

—Puedes continuar soñando con tu nuevo amigo, Karata —replicó Dashe entre dientes—, pero yo no esperaré más. Sobre todo mientras ese hombre amenace a los niños.

Raoden se fue acercando a la conversación y se detuvo junto a un hombre delgado y ansioso llamado Horen. Era de los que evitan los conflictos, y Raoden supuso que era neutral en esa discusión.

—¿Qué está pasando? —preguntó Raoden en voz baja.

—Uno de los exploradores de Dashe se ha enterado de que Aanden planea atacar nuestro palacio esta noche —susurró Horen, observando con atención la discusión de sus líderes—. Dashe lleva meses queriendo golpear a Aanden, y ésta es la excusa que necesitaba.

—Vas a llevar a esos hombres a algo peor que la muerte, Dashe —le advirtió Karata—. Aanden tiene más gente que tú.

—No tiene armas —replicó Dashe, envainando con un chasquido metálico su espada oxidada—. Todo lo que esa universidad tenía eran libros, y ya se los ha comido.

—Piensa en lo que estás haciendo.

Dashe se dio media vuelta, su pétreo rostro completamente sincero.

—Lo hago, Karata. Aanden está loco: no podremos descansar mientras comparta nuestra frontera. Si lo atacamos por sorpresa, entonces podremos detenerlo definitivamente. Sólo entonces los niños estarán seguros.

Dicho esto, Dashe se volvió hacia su torva banda de aprendices de soldados y asintió. El grupo salió por la puerta con paso decidido.

Karata se volvió hacia Raoden, su rostro era una mezcla de frustración y dolor por la traición.

—Esto es peor que suicidarse, Espíritu.

—Lo sé —dijo Raoden—. Somos tan pocos que no podemos permitirnos perder un solo hombre… ni siquiera aquellos que siguen a Aanden. Tenemos que detener esto.

—Ya se ha ido —dijo Karata, apoyándose en la pared—. Conozco bien a Dashe. Ya no se le puede parar.

—Me niego a aceptar eso, Karata.

—Sule, si no te importa mi pregunta, ¿qué estás planeando, en nombre de Doloken?

Raoden trotaba junto a Galladon y Karata, apenas capaz de seguir su ritmo.

—No tengo ni idea —confesó—. Sigo trabajando esa parte.

—Eso pensaba —murmuró Galladon.

—Karata, ¿qué ruta seguirá Dashe?

—Hay un edificio que llega hasta la universidad —respondió ella—. Su pared se desmoronó hace tiempo y algunas de las piedras abrieron un agujero en la muralla de la universidad. Estoy segura de que Dashe intentará entrar por ahí… Supone que Aanden no conoce la brecha.

—Llévanos —dijo Raoden—. Pero sigue una ruta diferente. No quiero toparme con Dashe.

Karata asintió, guiándolos por una calle lateral. El edificio que había mencionado era una estructura baja, de un solo piso. Una de las paredes había sido construida tan cerca de la universidad que Raoden no fue capaz de imaginar en qué pensaba el arquitecto. El edificio no había soportado bien el paso de los años: aunque aún conservaba el tejado, en precario equilibrio, toda la estructura parecía a punto de derrumbarse.

Se acercaron con cautela y asomaron la cabeza por una puerta. El interior del edificio era diáfano. Se detuvieron en el centro de la estructura rectangular, con la pared desplomada a su izquierda, otra puerta un poco más a la derecha.

Galladon maldijo en voz baja.

—No me gusta esto.

—Ni a mí —dijo Raoden.

—No, peor que eso. Mira, sule. —Galladon señaló las vigas de sostén del edificio. Al mirarlas con atención, Raoden advirtió marcas de cortes recientes en la madera ya debilitada—. Todo el lugar está preparado para que se caiga.

Raoden asintió.

—Parece que Aanden está mejor informado de lo que supone Dashe. Tal vez se dé cuenta del peligro y use una entrada diferente.

Karata negó con la cabeza al instante.

—Dashe es un buen hombre, pero de mente muy simple. Entrará directamente por este edificio sin molestarse en examinarlo.

Raoden maldijo y se arrodilló junto a la puerta para pensar. Sin embargo, se le agotó enseguida el tiempo. Escuchó voces acercarse y, al cabo de un momento, Dashe apareció por la puerta del fondo, a la derecha de Raoden. Éste, a medio camino entre Dashe y la pared caída, Inspiró profundamente y exclamó:

—¡Dashe, alto! ¡Es una trampa! ¡El edificio está preparado para desplomarse!

Dashe se detuvo, con la mitad de sus hombres dentro ya del edificio. Se dio la voz de alarma en la parte de la universidad y un grupo de hombres apareció tras los escombros. Uno, con el familiar rostro bigotudo de Aanden, sostenía una gastada hacha en las manos. Aanden saltó a la sala con un grito de desafío, el hacha levantada hacia la columna.

—¡Taan, alto! —gritó Raoden.

Aanden detuvo el hacha en el aire, sorprendido por el sonido de su propio nombre. Una mitad de su bigote colgó flácida, amenazando con caerse.

—¡No trates de razonar con él! —le advirtió Dashe, retirando a sus hombres de la sala—. Está loco.

—No, no lo creo —dijo Raoden, estudiando los ojos de Aanden—. Este hombre no está loco… sólo confundido.

Aanden parpadeó unas cuantas veces, las manos tensas sobre el mango del hacha. Raoden buscó desesperadamente una solución, y sus ojos cayeron sobre los restos de una gran mesa de piedra situada cerca del centro de la sala. Apretando los dientes y murmurando una silenciosa plegaria a Domi, Raoden se puso en pie y entró en el edificio.

Karata jadeó y Galladon maldijo. El techo crujió ominosamente.

Raoden miró a Aanden, que seguía dispuesto a golpear con el hacha. Sus ojos siguieron a Raoden al centro de la sala.

—Tengo razón, ¿verdad? No estás loco. Te oí farfullar en tu corte, pero cualquiera puede farfullar. A un loco no se le ocurre convertir los pergaminos en comida, ni tiene la previsión de preparar una trampa.

—No soy Taan —dijo Aanden finalmente—. ¡Soy Aanden, barón de Elantris!

—Si lo deseas —dijo Raoden, frotando con los restos de su manga la superficie de la mesa caída—. Aunque no entiendo por qué prefieres ser Aanden a ser Taan. Esto es, después de todo, Elantris.

—¡Eso ya lo sé! —exclamó Aanden. No importaba lo que hubiera dicho Raoden, aquel hombre no estaba completamente cuerdo. El hacha podía caer en cualquier momento.

—¿Sí? —preguntó Raoden—. ¿De verdad comprendes lo que significa vivir en Elantris, la ciudad de los dioses? —Se volvió hacia la mesa, todavía frotándola, dando la espalda a Aanden—. Elantris, ciudad de belleza, ciudad de arte… y ciudad de esculturas.

Dio un paso atrás, revelando el tablero ahora limpio de la mesa. Estaba cubierto de intrincadas tallas, igual que las paredes de la capilla.

Aanden abrió los ojos de par en par, y el hacha cayó de su mano.

—La ciudad es el sueño de un escultor, Taan —dijo Raoden—. ¿Cuántos artistas has oído ahí fuera quejarse por la belleza perdida de Elantris? Estos edificios son sorprendentes monumentos al arte de la escultura. Quiero saber quién, cuando se le presenta esa oportunidad, prefiere ser Aanden el barón en vez de Taan el escultor.

El hacha golpeó el suelo. La cara de Aanden mostraba su estupor.

—Mira la pared que tienes al lado, Taan —dijo Raoden en voz baja.

El hombre se volvió, rozando con los dedos un bajorrelieve oculto por la suciedad. Se subió la manga y su brazo tembló cuando frotó la mugre.

—Misericordioso Domi —susurró—. Es precioso.

—Piensa en la oportunidad, Taan —dijo Raoden—. Sólo tú, de todos los escultores del mundo, puedes ver Elantris. Sólo tú puedes experimentar su belleza y aprender de sus maestros. Eres el hombre más afortunado de Opelon.

Una mano temblorosa apartó el bigote.

—Y yo lo hubiese destruido —murmuró—. Lo hubiese derribado…

Aanden agachó la cabeza y se desplomó, llorando. Raoden resoplo agradecido… y entonces advirtió que el peligro no había pasado todavía. Los hombres de Aanden iban armados con piedras y barras de hierro. Dashe y los suyos entraron en la sala de nuevo, convencidos de que no iba a desplomarse sobre ellos de momento.

Raoden se interpuso entre los dos grupos.

—¡Alto! —ordenó, alzando un brazo hacia cada uno. Se detuvieron, pero se mantuvieron en guardia.

—¿Qué estáis haciendo? —preguntó Raoden—. ¿No os ha enseñado nada lo que ha comprendido Taan?

—Hazte a un lado, Espíritu —le advirtió Dashe, blandiendo su espada.

—¡No! Os he hecho una pregunta: ¿no habéis aprendido nada de lo que acaba de suceder?

—Nosotros no somos escultores —dijo Dashe.

—Eso no importa —replicó Raoden—. ¿No comprendéis la oportunidad que os da vivir en Elantris? Aquí tenemos una oportunidad que nadie de fuera tendrá nunca: somos libres.

—¿Libres? —desdeñó alguien desde el grupo de Aanden.

—Sí, libres —dijo Raoden—. Durante una eternidad el hombre ha luchado por llenarse la boca. La comida es la búsqueda desesperada de la vida, el primer y último pensamiento de las mentes carnales. Antes de que una persona pueda soñar, tiene que comer, y antes de que pueda amar, tiene que llenar su estómago. Pero nosotros somos distintos. Al precio de un poco de hambre, podemos quedar libres de las ataduras que han sujetado a todo ser vivo desde el comienzo de los tiempos.

Las armas bajaron un poco, aunque Raoden no podía estar seguro de si estaban considerando sus palabras o si sólo se sentían confundidos por ellas.

—¿Por qué luchar? —preguntó Raoden—. ¿Por qué preocuparse por matar? Fuera luchan por riquezas… riquezas que en el fondo se usan para comprar comida. Luchan por tierras… tierras para producir comida. Comer es la fuente de todas las pugnas. Pero nosotros no tenemos necesidades: nuestros cuerpos son fríos, apenas necesitamos ropa o refugio para calentarnos, y siguen adelante aunque no comamos. ¡Es sorprendente!

Los grupos siguieron mirándose, recelosos. El debate filosófico nada podía ante los enemigos.

—Esas armas que tenéis en las manos —dijo Raoden—. Pertenecen al mundo exterior. No tienen ningún sentido en Elantris. Títulos y clases son ideas para otro sitio.

»¡Escuchadme! Somos tan pocos que no podemos permitirnos perder a uno solo de vosotros. ¿Realmente merece la pena? ¿Una eternidad de dolor a cambio de unos pocos instantes de odio liberado?

Las palabras de Raoden resonaron en la sala silenciosa. Finalmente una voz rompió la tensión.

—Me uniré a ti —dijo Taan, poniéndose en pie. Su voz temblaba levemente, pero su rostro mostraba resolución—. Creía que tenía que estar loco para vivir en Elantris, pero la locura era lo que me impedía ver la belleza. Vosotros, soltad vuestras armas.

Los hombres se resistieron a obedecer la orden.

—He dicho que las soltéis —la voz de Taan se volvió firme y su cuerpo pequeño y barrigudo se convirtió de pronto en imperioso—. Todavía mando aquí.

—El barón Aanden nos mandaba —dijo uno de los hombres.

—Aanden era un necio —respondió Taan con un suspiro—, igual que todos los que le seguían. Escuchad a este hombre: hay más nobleza en su argumento de la que hubo jamás en mi supuesta corte.

—Olvidad vuestra ira —suplicó Raoden—. Y dejadme daros a cambio esperanza.

Algo resonó tras él: la espada de Dashe cayendo contra las piedras.

—No puedo matar hoy —decidió, volviéndose para marcharse. Sus hombres observaron durante un momento al grupo de Aanden, y luego se unieron a su líder. La espada quedó abandonada en el centro de la sala.

Aanden (Taan) le sonrió a Raoden.

—Seas quien seas, gracias.

—Ven conmigo, Taan —dijo Raoden—. Hay un edificio que deberías ver.