15

De noche, cuando todo se fundía en una negrura uniforme, Hrathen casi podía ver la grandeza de Elantris. Recortados contra el cielo cuajado de estrellas, los edificios caídos proyectaban su manto de desesperación y se convertían en recuerdos; recuerdos de una ciudad forjada con habilidad y cuidado, una ciudad donde cada piedra era una obra de arte funcional; recuerdos de torres que se alzaban hasta el cielo como dedos que hacían cosquillas a las estrellas y cúpulas que se hinchaban como venerables colinas.

Y todo había sido una ilusión. Bajo la grandeza había podredumbre, una llaga sucia ahora expuesta. Qué fácil era ver más allá de herejías revestidas de oro. Qué sencillo había sido asumir que la fuerza exterior indicaba una fuerza benigna interna.

—Sigue soñando, Elantris —susurró Hrathen, volviéndose para seguir caminando por la gran muralla que rodeaba la ciudad—. Recuerda lo que fuiste e intenta esconder tus pecados bajo el manto de la oscuridad. Mañana saldrá el sol y todo quedará revelado una vez más.

—¿Mi señor? ¿Decías algo?

Hrathen se giró. Apenas había advertido al guardia que patrullaba por la muralla, con la pesada lanza al hombro y la débil antorcha casi apagada.

—No. Sólo susurraba para mí.

El guardia asintió y continuó su ronda. Se estaban acostumbrando a Hrathen, que había visitado Elantris casi todas las noches esa semana, recorriendo sus murallas sumido en sus cavilaciones. Aunque había un propósito añadido a su visita de entonces, la mayoría de las noches simplemente iba allí para estar solo y pensar. No estaba seguro de qué lo atraía a la ciudad. En parte era la curiosidad. No había visto Elantris en la cima de su poder, y no comprendía que incluso una ciudad tan grandiosa hubiese resistido repetidas veces el poder de Fjorden, primero militarmente, luego teológicamente.

También se sentía responsable de la gente (o lo que quiera que fuese) que vivía en Elantris. Los estaba utilizando, mostrándolos como enemigos para unir a sus seguidores. Se sentía culpable; los elantrinos que había visto no eran diablos, sino despojos, víctimas de una enfermedad terrible. Merecían compasión, no condena. Con todo, se convertirían en sus diablos, pues sabía que era la forma más fácil y menos dañina de unificar Arelon. Si volvía al pueblo contra el Gobierno, como había hecho en Duladel, habría muertes. Esta fórmula conduciría también a un baño de sangre, pero esperaba que mucho menor.

«Oh, qué cargas debemos aceptar en el servicio a Tu Imperio, Jaddeth», pensó Hrathen. No importaba que actuara en nombre de la Iglesia ni que hubiera salvado a miles y miles de almas. La destrucción que Hrathen había causado en Duladel pesaba en su alma como una piedra de molino. Gente que había confiado en él estaba muerta, y toda una sociedad se había sumido en el caos.

Pero Jaddeth requería sacrificios. ¿Qué era la conciencia de un hombre cuando se la comparaba con la gloria de Su dominio? ¿Qué era un poco de culpa cuando una nación estaba ahora unida bajo la atenta mirada de Jaddeth? Hrathen soportaría siempre las cicatrices de lo que había hecho, pero era mejor que un hombre sufriera a que una nación entera continuara viviendo en la herejía.

Hrathen se dio la vuelta, mirando hacia las chispeantes luces de Kae. Jaddeth le había dado otra oportunidad. Esta vez haría las cosas de forma diferente. No habría ninguna peligrosa revolución, ningún baño de sangre causado por una clase volviéndose contra otra. Hrathen aplicaría cuidadosamente la presión hasta que Iadon se plegara y otro hombre más flexible ocupara su lugar. Entonces, la nobleza de Arelon se convertiría fácilmente. Los únicos que sufrirían de verdad, los chivos expiatorios de su estrategia, serian los elantrinos.

Era un buen plan. Estaba seguro de que aplastaría sin mucho esfuerzo la monarquía arelisa: ya estaba resquebrajada y debilitada. El pueblo de Arelon estaba tan oprimido que podría instaurar un nuevo Gobierno rápidamente, antes de que se enteraran siquiera de la caída de Iadon. Sin revoluciones. Limpiamente.

A menos que cometiera un error. Había visitado las granjas y ciudades de los alrededores de Kae; sabía que el pueblo estaba sometido más allá de su capacidad de aguante. Si les daba la ocasión, se alzarían y matarían a toda la clase noble. Esa posibilidad lo ponía nervioso, sobre todo porque sabía que, si eso sucedía, lo aprovecharía. El gyorn lógico que había en su interior cabalgaría la destrucción como si fuera un hermoso corcel, usándola para crear seguidores derethi en toda una nación.

Hrathen suspiró, se dio la vuelta y continuó su camino. La guardia mantenía limpio el paseo en aquella sección de la muralla, pero si se alejaba demasiado llegaría a un lugar cubierto de mugre oscura y aceitosa. No estaba seguro de a qué se debía, pero cubría por completo la muralla cuando se alejaba de la zona central de las puertas.

Sin embargo, antes de llegar a la mugre localizó a un grupo de hombres de pie en el paseo. Iban con capa, aunque la noche no era lo bastante fría. Tal vez pensaban que así nadie los reconocería. Sin embargo, si esa era su intención, entonces el duque Telrii no debería haber elegido una lujosa capa color lavanda con bordados de plata.

Hrathen sacudió la cabeza viendo tanto materialismo. «Los hombres con los que tenemos que trabajar para conseguir los objetivos de Jaddeth…».

El duque Telrii no se quitó la capucha ni hizo la adecuada reverencia mientras Hrathen se acercaba… Aunque, por supuesto, Hrathen tampoco lo esperaba. No obstante, el duque hizo un gesto a sus guardias, quienes se apartaron para permitirles intimidad.

Hrathen se acercó al duque, se apoyó en el parapeto y contempló la ciudad de Kae. Las luces titilaban; había tanta gente rica en la ciudad que las lámparas de aceite y las velas abundaban. Hrathen había visitado algunas grandes ciudades que quedaban tan a oscuras como Elantris cuando caía la noche.

—¿No vas a preguntarme por qué he querido reunirme contigo? —preguntó Telrii.

—Tienes dudas respecto a nuestro plan —dijo Hrathen simplemente.

Telrii hizo una pausa, aparentemente sorprendido de que Hrathen lo hubiera entendido tan rápido.

—Sí, bueno. Si ya lo sabes, entonces es que a lo mejor tienes tus dudas también.

—En absoluto —dijo Hrathen—. Tu modo de actuar… la forma en que quisiste que nos reuniéramos, fue lo que te delató.

Telrii frunció el ceño. Era un hombre acostumbrado a dominar cualquier conversación. ¿Por eso vacilaba? ¿Lo había ofendido Hrathen? No, estudiando sus ojos, Hrathen pudo ver que no. Telrii se había mostrado ansioso, al principio, por entrar en el trato con Fjorden, y desde luego parecía haber disfrutado dando su fiesta aquella noche. ¿Qué había cambiado?

«No puedo permitirme dejar pasar esta oportunidad —pensó Hrathen—. Si al menos tuviera más tiempo…». Quedaban menos de ocho días para que finalizara el mes de plazo. Si le hubieran concedido un año podría haber trabajado con más delicadeza y precisión. Por desgracia, no disponía de ese lujo, y un ataque directo usando a Telrii era su mejor posibilidad para conseguir un cambio rápido en el liderazgo.

—¿Por qué no me dices qué es lo que te molesta? —dijo Hrathen.

—Sí, bueno —dijo Telrii cuidadosamente—. No estoy seguro de querer trabajar con Fjorden.

Hrathen alzó una ceja.

—Antes no dudabas.

Telrii miró a Hrathen desde debajo de su capucha. A la débil luz de la luna su marca de nacimiento parecía simplemente una continuación de las sombras y daba a sus rasgos un aspecto ominoso… o así habría sido si sus extravagantes ropajes no hubiesen estropeado el efecto.

Telrii simplemente frunció el ceño.

—He oído algunas cosas interesantes en la fiesta de esta noche, gyorn. ¿Eres de verdad el que fue asignado a Duladel antes de su caída?

«Ah, así que es eso», pensó Hrathen.

—Estuve allí.

—Y ahora estás aquí —dijo Telrii—. ¿Te preguntas por qué un noble se inquieta por esa noticia? ¡Toda la clase republicana, los dirigentes de Duladel, fueron asesinados en esa revolución! Y según mis fuentes tuviste mucho que ver con eso.

Tal vez el hombre no era tan tonto como había pensado Hrathen. La preocupación de Telrii era legítima; Hrathen tendría que hablar con tacto. Hizo un gesto con la cabeza, señalando a los guardias de Telrii, que se encontraban un poco más abajo en la muralla.

—¿Dónde conseguiste a esos soldados, mi señor?

Telrii hizo una pausa.

—¿Qué tiene eso que ver?

—Compláceme —dijo Hrathen.

Telrii se volvió, mirando a los soldados.

—Los recluté entre la guardia de la ciudad de Elantris. Los contraté como guardaespaldas.

Hrathen asintió.

—¿Y a cuántos guardias empleas?

—A quince.

—¿Cómo juzgarías sus habilidades?

Telrii se encogió de hombros.

—Bastante buenas, supongo. Nunca los he visto combatir.

—Eso es probablemente porque no han combatido nunca —dijo Hrathen—. Ninguno de los soldados de Arelon ha entrado nunca en combate.

—¿Adónde quieres ir a parar, gyorn? —preguntó Telrii.

Hrathen se volvió y señaló hacia el puesto de guardia, iluminado en la distancia por las antorchas situadas en la base de la muralla.

—¿Cuántos hombres componen la guardia, unos quinientos? ¿Setecientos, tal vez? Si se incluyen las fuerzas policiales locales y las guardias personales, como la suya, tal vez haya unos mil soldados en la ciudad de Kae. Sumándole la legión de lord Eondel, sigue habiendo menos de mil quinientos soldados profesionales en las inmediaciones.

—¿Y? —preguntó Telrii.

Hrathen se volvió.

—¿De verdad crees que el Wyrn necesita una revolución para hacerse con el control de Arelon?

—El Wyrn no tiene ningún ejército —dijo Telrii—. Fjorden sólo cuenta con una fuerza de defensa básica.

—No hablaba de Fjorden. Hablaba del Wyrn, Regente de toda la Creación, líder del Shu-Dereth. Vamos, lord Telrii. Seamos sinceros. ¿Cuántos soldados hay en Hrovell? ¿En Jaador? ¿En Svorden? ¿En las otras naciones del este? Esa gente que ha jurado ser derethi, ¿no crees que se alzará a una orden del Wyrn?

Telrii se mantuvo en silencio.

Hrathen asintió al ver que la comprensión crecía en los ojos del duque. El hombre no entendía de la misa la media. La verdad era que el Wyrn ni siquiera necesitaba un ejército de extranjeros para conquistar Arelon. Pocos que no formaran parte del sumo sacerdocio comprendían la segunda y más poderosa fuerza que el Wyrn tenía a sus órdenes: los monasterios. Durante siglos, el sacerdocio derethi había estado entrenando a sus monjes para la guerra, el asesinato y… otras artes. Las defensas de Arelon eran tan débiles que los monjes de un solo monasterio podían probablemente conquistar el país.

Hrathen se estremeció imaginando a los… monjes entrenados en el monasterio de Dakhor accediendo a la indefensa Arelon. Se miró el brazo, el lugar donde, bajo su armadura, llevaba las marcas de su estancia allí. Sin embargo, no eran cosas que pudiera explicar a Telrii.

—Mi señor —dijo Hrathen sinceramente—, estoy aquí en Arelon porque el Wyrn quiere darle al pueblo la oportunidad de una conversión pacífica. Si quisiera aplastar el país, podría hacerlo. En cambio, me envió a mí. Mi única intención es encontrar un modo de convertir al pueblo de Arelon.

Telrii asintió lentamente.

—El primer paso para convertir este país —continuó Hrathen—, es asegurarse de que el Gobierno sea favorable a la causa derethi. Esto requiere un cambio en el liderazgo… requiere poner a un nuevo rey en el trono.

—¿Tengo tu palabra, entonces?

—Tendrás el trono —dijo Hrathen.

Telrii asintió; obviamente, esto era lo que había estado esperando. Las promesas anteriores de Hrathen habían sido vagas, pero ya no se podía permitir seguir sin comprometerse. Sus promesas daban a Telrii prueba verbal de que Hrathen intentaba derrocar al monarca. Un riesgo calculado, pero Hrathen era muy bueno en ese tipo de cálculos.

—Habrá quienes se opongan a ti —le advirtió Telrii.

—¿Como quiénes?

—La mujer, Sarene —dijo Telrii—. Su supuesta idiotez es obviamente fingida. Mis informadores dicen que siente un insano interés por tus actividades y ha estado preguntando por ti en mi fiesta, esta noche.

La astucia de Telrii sorprendió a Hrathen. El hombre parecía tan pretencioso, tan petulante… y sin embargo era bastante competente. Eso podía ser una ventaja, o una desventaja.

—No te preocupes por la muchacha —dijo Hrathen—. Toma el dinero que te hemos proporcionado y espera. Tu oportunidad vendrá pronto. ¿Has oído la noticia que el rey ha recibido esta noche?

Telrii se detuvo, luego asintió.

—Las cosas se desarrollan según lo prometido —dijo Hrathen—. Ahora sólo tenemos que ser pacientes.

—Muy bien —dijo Telrii. Todavía tenía sus reservas, pero la lógica de Hrathen, unida a la promesa firme del trono, había bastado para hacerlo flaquear. El duque asintió, con raro respeto hacia Hrathen. Luego llamó a sus guardias, dispuesto a marcharse.

—Duque Telrii —dijo Hrathen. Se le había ocurrido una idea.

Telrii se detuvo y se dio media vuelta.

—¿Siguen teniendo tus soldados amigos en la guardia de Elantris?

Telrii se encogió de hombros.

—Supongo que sí.

—Dóblales la paga —dijo Hrathen, en voz baja para que los guardaespaldas de Telrii no lo oyeran—. Habla bien a tus hombres de la guardia de Elantris y déjales tiempo libre para que lo pasen con sus antiguos camaradas. Podría ser… beneficioso para tu futuro que se sepa en la guardia que eres un hombre que recompensa a aquellos que le son leales.

—¿Me proporcionarás lo necesario para pagar ese extra a mis hombres? —preguntó Telrii cuidadosamente.

Hrathen puso los ojos en blanco.

—Muy bien.

Telrii asintió y se marchó para reunirse con sus guardias.

Hrathen se dio media vuelta, se apoyó contra la muralla y contempló Kae. Tendría que esperar un poco antes de volver a las escaleras y bajarlas. A Telrii le preocupaba todavía que se supiera su fidelidad derethi y no había querido que lo vieran con Hrathen. El hombre se preocupaba demasiado, pero tal vez fuese mejor para él parecer en este momento un conservador religioso.

A Hrathen le molestaba que hubiera mencionado a Sarene. Por alguna razón, la atrevida princesa teoisa había decidido oponerse a Hrathen, aunque él no le había dado en apariencia ningún motivo para hacerlo. En cierto sentido, era irónico: ella no lo sabía, pero Hrathen era su mayor aliado, no su enemigo acérrimo. Su pueblo se convertiría de un modo u otro. O bien responderían a las instancias humanas de Hrathen o serían aplastados por los ejércitos fjordell.

Hrathen dudaba de poder convencerla de esa verdad. Veía el recelo en sus ojos: ella tomaría inmediatamente todo lo que él dijera por una mentira. Lo aborrecía con el odio irracional de quien sabe inconscientemente que su propia fe es inferior. Las enseñanzas korathi se habían marchitado en todas las naciones importantes del este, igual que lo harían en Arelon y Teod. El Shu-Korath era demasiado débil; carecía de virilidad. El Shu-Dereth era fuerte y poderoso. Como dos plantas que competían por el mismo terreno, el Shu-Dereth estrangularía al Shu-Korath.

Hrathen sacudió la cabeza, esperó un tiempo prudencial y finalmente regresó a las escalinatas que conducían hasta Kae. Cuando llegaba escuchó un golpe abajo y se detuvo sorprendido. Parecía que las puertas de la ciudad acababan de cerrarse.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Hrathen, acercándose a varios guardias que formaban un círculo de antorchas.

Los guardias se encogieron de hombros, aunque uno señaló a dos formas que atravesaban el patio a oscuras.

—Deben de haber capturado a alguien que intentaba escapar.

Hrathen frunció el ceño.

—¿Sucede a menudo?

El guardia negó con la cabeza.

—La mayoría son de mente demasiado débil para intentar escapar. De vez en cuando alguno intenta escabullirse, pero siempre los pillamos.

—Gracias —dijo Hrathen, dejando a los guardias atrás mientras iniciaba el largo descenso hacia la ciudad. Al pie de las escaleras encontró la garita principal. El capitán estaba dentro, los ojos adormilados, como si acabara de despertarse.

—¿Problemas, capitán?

El capitán se volvió, sorprendido.

—Oh, eres tú, gyorn. No, ningún problema. Uno de mis tenientes, que ha hecho algo que no debía.

—¿Dejando regresar a algunos elantrinos a la ciudad?

El capitán hizo una mueca, pero asintió. Hrathen había visto al hombre varias veces, y en cada uno de los encuentros había avivado la codicia del capitán con unas cuantas monedas. Tenía al hombre prácticamente en el bolsillo.

—La próxima vez, capitán —dijo Hrathen, rebuscando en su cinturón y sacando una bolsa—. Puedo ofrecerte una opción diferente.

Los ojos del capitán brillaron cuando Hrathen empezó a sacar de la bolsa wyrnings de oro acuñados con la efigie del Wyrn Wulfden.

—Quiero estudiar de cerca a uno de esos elantrinos, por motivos teológicos —explicó Hrathen, colocando un montoncito de monedas sobre la mesa—. Agradecería que el próximo elantrino capturado llegue a mi capilla antes de ser devuelto a la ciudad.

—Probablemente pueda arreglarse, mi señor —dijo el capitán, retirando las monedas de la mesa con mano ansiosa.

—Nadie tendría que saberlo, por supuesto —dijo Hrathen.

—Por supuesto, mi señor.