Sarene tenía casi tan poco talento para bordar como para la pintura. No por eso se desanimaba: no importaba cuánto se esforzara para participar en actividades consideradas tradicionalmente masculinas, Sarene sentía la intensa necesidad de demostrar que podía ser tan femenina y aristocrática como cualquiera. No era culpa suya ser un desastre bordando.
Alzó su labor. Se suponía que representaba un petirrojo en su rama con el pico abierto, cantando. Por desgracia, ella misma había dibujado la silueta… lo que significaba que no todo había salido bien desde el principio. Eso, sumado a su sorprendente incapacidad para seguir las líneas, había dado como resultado algo que parecía más bien un tomate aplastado que un pájaro.
—Muy bonito, querida —dijo Eshen. Sólo la incurablemente charlatana reina podía hacer un cumplido semejante sin sarcasmo.
Sarene suspiró, dejó caer el bordado sobre su regazo y tomó más hilo marrón del ovillo.
—No te preocupes, Sarene —dijo Daora—. Domi da a cada uno diferentes talentos, pero siempre recompensa la diligencia. Sigue practicando y mejorarás.
«Y lo dices tan tranquila», pensó Sarene con pesar. El bordado de Daora era una detallada obra maestra con bandadas enteras de pájaros, cada uno diminuto pero intrincado, volando y girando entre las ramas de un roble. La esposa de Kiin era la personificación de las virtudes aristocráticas.
Daora no andaba, flotaba, y cada gesto suyo era suave y gracioso. Su maquillaje era sorprendente (los labios rojo intenso y los ojos misteriosos), pero había sido aplicado con magistral sutileza. Era lo bastante mayor para ser una señora, pero lo suficientemente joven para ser conocida por su notable belleza. En resumen, era el tipo de mujer que Sarene normalmente odiaba… de no ser porque también era la mujer más amable e inteligente de la corte.
Tras un instante de silencio, Eshen empezó a hablar, como de costumbre. La reina parecía asustada del silencio y hablaba constantemente o instaba a los demás a hacerlo. Las otras mujeres del grupo se contentaban con dejarla llevar la conversación: nadie quería discutir con Eshen.
El grupo de bordado de la reina estaba formado por unas diez mujeres. Al principio, Sarene había evitado sus reuniones, concentrándose en cambio en la política. Sin embargo, pronto se había dado cuenta de que las mujeres eran tan importantes como cualquier otro órgano civil: con los chismes y las charlas ociosas se difundían noticias que no podían discutirse en un ambiente oficial. Sarene no podía permitirse quedar fuera de la cadena, sólo deseaba no tener que revelar su ineptitud para formar parte de ella.
—He oído que lord Waren, hijo del barón de la Plantación de Kie, ha tenido toda una experiencia religiosa —dijo Eshen—. Conocí a su madre… era una mujer muy decente. Muy buena costurera. El año que viene, cuando vuelvan a ponerse de moda las sudaderas, voy a obligar a Iadon a ponerse una… No está bien que un rey parezca no saber nada de la moda. Lleva el pelo demasiado largo.
Daora tiró de un hilo tenso.
—He oído los rumores sobre el joven Waren. Me parece extraño que ahora, después de años de ser un devoto korathi, de repente se convierta al Shu-Dereth.
—La religión es la misma, de todas formas. —Atara quitó importancia al asunto. La esposa del duque Telrii era una mujer pequeña, incluso para ser arelena, con rizos castaños que le caían hasta los hombros. Sus ropas y joyas eran con diferencia las más ricas de la sala, un cumplido a la extravagancia de su esposo, y sus bordados eran siempre conservadores y poco imaginativos.
—No les digas eso a los sacerdotes —le advirtió Seaden, la esposa del conde Ahan. Era la mujer más gorda de la sala, con una cintura casi tan ancha como la de su esposo—. Actúan como si tu alma dependiera de que llames Dios a Domi o a Jaddeth.
—Entre los dos hay algunas diferencias notables —dijo Sarene, tratando de ocultar su feo bordado de los ojos de sus acompañantes.
—Tal vez si eres sacerdote —dijo Atara con una suave risita—. Pero esas cosas no suponen ninguna diferencia para nosotras.
—Por supuesto —dijo Sarene—. Después de todo, sólo somos mujeres. —Alzó la cabeza discretamente, sonriente por la reacción que provocó su declaración. Tal vez las mujeres de Arelon no eran tan sumisas como suponían sus maridos.
El silencio continuó sólo un momento antes de que Eshen volviera a hablar.
—Sarene, ¿qué hacen las mujeres de Teod para pasar el tiempo?
Sarene alzó una ceja, sorprendida: nunca había oído a la reina hacer una pregunta directa.
—¿Qué quieres decir, Majestad?
—¿Qué hacen? —repitió Eshen—. He oído cosas, ya entiendes… igual que sobre Fjorden, donde dicen que hace tanto frío en invierno que los árboles a veces se congelan y explotan. Una manera fácil de conseguir leña, supongo. Me pregunto si pueden conseguirlo a voluntad.
Sarene sonrió.
—Encontramos cosas que hacer, Majestad. A algunas mujeres les gusta bordar, aunque otras buscamos cosas diferentes.
—¿Como qué? —preguntó Torena, la hija soltera de lord Ahan… aunque a Sarene seguía resultándole difícil creer que una persona de constitución tan débil pudiera proceder de una pareja tan enorme como la formada por Ahan y Seaden. Torena normalmente guardaba silencio durante esas reuniones, observando con sus grandes ojos castaños cuya chispa insinuaba una inteligencia enterrada.
—Bueno, para empezar, la corte del rey está abierta a todo el mundo —dijo Sarene sin darle importancia. Su corazón, sin embargo, cantaba: ésta era la oportunidad que había estado esperando.
—¿Y acudes a escuchar los casos? —preguntó Torena, su voz aguda y suave cada vez más interesada.
—A menudo —contestó Sarene—. Luego hablo de ellos con mis amigas.
—¿Lucháis unas con otras con espadas? —preguntó la gruesa Seaden, el rostro ansioso.
Sarene se detuvo, un poco sorprendida. Alzó la cabeza y se encontró con que casi todas la estaban mirando.
—¿Por qué preguntas eso?
—Es lo que dicen de las mujeres de Teod, querida —dijo Daora tranquilamente, la única mujer que seguía trabajando en su bordado.
—Sí —dijo Seaden—. Siempre hemos oído decir… que las mujeres de Teod se matan entre sí por deporte, para los hombres.
Sarene alzó una ceja.
—Lo llamamos esgrima, lady Seaden. Lo practicamos por nuestra propia diversión, no la de nuestros hombres… y decididamente no nos matamos unas a otras. Usamos espadas, pero las puntas tienen botón y llevamos ropa gruesa. Nunca he sabido de nadie que haya sufrido una herida más grave que un esguince de tobillo.
—¿Entonces es cierto? —suspiró Torena, entusiasmada—. Sí que usáis espadas.
—Algunas. La verdad es que me gustaba bastante. La esgrima era mi deporte favorito.
Los ojos de las mujeres brillaban con un ansia sorprendente… como los de sabuesos que han estado encerrados en una habitación pequeña demasiado tiempo. Sarene había esperado insuflar cierto grado de interés político en aquellas mujeres, para animarlas a desempeñar un papel activo en la dirección del país, pero al parecer aquella era una empresa demasiado sutil. Necesitaban algo más directo.
—Podría enseñaros, si queréis —ofreció.
—¿A luchar? —preguntó Atara, sorprendida.
—Por supuesto. No es tan difícil. Y por favor, lady Atara, lo llamamos esgrima. Incluso los hombres más comprensivos se inquietan un poco cuando piensan en mujeres «luchando».
—Nosotras no podríamos… —empezó a decir Eshen.
—¿Por qué no? —preguntó Sarene.
—Al rey no le gustan los juegos de espadas, querida —explicó Daora—. Probablemente te habrás dado cuenta de que ningún noble lleva espada.
Sarene frunció el ceño.
—Iba a preguntaros acerca de eso.
—Iadon considera que es demasiado vulgar —dijo Eshen—. Para él, luchar es cosa de campesinos. Los ha estudiado bastante… es un buen líder, ya sabes, y un buen líder tiene que saber mucho de muchas cosas. Vaya, es capaz de decir cómo es el tiempo en Svorden en cualquier época del año. Sus naves son las más firmes y rápidas del negocio.
—Entonces, ¿ninguno de los hombres sabe pelear? —preguntó Sarene, divertida.
—Ninguno excepto lord Eondel y tal vez lord Shuden —dijo Torena, y puso expresión soñadora cuando mencionó el nombre de Shuden. El joven noble de piel oscura era el favorito de las mujeres de la corte: sus rasgos delicados y sus modales impecables conquistaban incluso los corazones más duros.
—No te olvides del príncipe Raoden —añadió Atara—. Creo que hizo que Eondel le enseñara a pelear sólo para fastidiar a su padre. Siempre estaba haciendo ese tipo de cosas.
—Bueno, tanto mejor —dijo Sarene—. Si ninguno de los hombres lucha, entonces el rey Iadon no puede poner pegas a nuestro aprendizaje.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Torena.
—Bueno, dice que es indigno de él —explicó Sarene—. Si eso es cierto, entonces debe ser perfecto para nosotras. Después de todo, no somos más que mujeres.
Sarene sonrió maliciosa, una expresión que se repitió en la mayoría de los rostros de la sala.
—Ashe, ¿dónde puse mi espada? —dijo Sarene, de rodillas junto a la cama, palpando debajo.
—¿Tu espada, mi señora?
—No importa, la buscaré más tarde. ¿Qué has descubierto?
Ashe latió suavemente, como preguntándose antes de responder en qué lío iba a meterse ella.
—Me temo que no tengo mucho acerca de lo que informar, mi señora. Elantris es un tema muy delicado, y he podido aprender muy poco.
—Cualquier cosa servirá —dijo Sarene, volviéndose hacia su armario. Tenía que asistir a un baile esa noche.
—Bien, mi señora, la mayoría de la gente de Kae no quiere hablar de la ciudad. Los seones de Kae no sabían mucho, y los seones locos de dentro de Elantris parecen incapaces de pensar lo suficiente para responder a mis preguntas. Incluso intenté abordar a los propios elantrinos, pero muchos parecían asustados de mí, y los otros sólo me suplicaron comida… como si yo pudiera llevársela. Al final, encontré la mejor fuente de información en los soldados que patrullan las murallas de la ciudad.
—He oído hablar de ellos —dijo Sarene, examinando sus vestidos—. Se supone que son el grupo de élite de Arelon.
—Se dice pronto, mi señora. Dudo que muchos sepan qué hacer en batalla, aunque parecen muy eficaces bebiendo y jugando a las cartas. No obstante, tienden a mantener el uniforme bien planchado.
—Típico de una guardia de honor —dijo Sarene, escogiendo de la fila de ropa negra, con la piel de gallina por tener que ponerse otra monstruosidad de vestido lisa y sin color. Por mucho que respetara la memoria de Raoden, no podía volver a vestir de negro.
Ashe flotó en el aire al oír su comentario.
—Me temo, mi señora, que el grupo militar de «élite» de Arelon apenas hace nada por el país. Sin embargo, son los expertos más informados de la ciudad en lo referente a Elantris.
—¿Y qué dijeron?
Ashe se acercó al armario, observándola mientras ella decidía.
—No mucho. La gente de Arelon no habla con los seones tan fácilmente como antes. Hubo una época, apenas lo recuerdo, en que la población nos amaba. Ahora se muestran… reservados, casi asustados.
—Os asocian con Elantris —dijo Sarene, contemplando con añoranza los vestidos que había traído de Teod.
—Lo sé, mi señora. Pero nosotros no tuvimos nada que ver con la caída de la ciudad. No hay nada que temer de un seon. Desearía… Pero bueno, eso es irrelevante. A pesar de su reticencia, conseguí cierta información. Parece ser que los elantrinos pierden algo más que su aspecto humano cuando los alcanza la Shaod. Los guardias parecen pensar que el individuo olvida por completo lo que era, convirtiéndose en algo más parecido a un animal que a un hombre. Éste al menos parece ser el caso de los seones elantrinos con los que hablé.
Sarene se estremeció.
—Pero los elantrinos pueden hablar… algunos te pidieron comida.
—Lo hicieron. Los pobrecillos no parecían animales: la mayoría gemía o murmuraba. Más bien pienso que han perdido la cabeza.
—Así que la Shaod es mental además de física —especuló Sarene.
—Eso parece, mi señora. Los guardias también hablaron de varios lores despóticos que gobiernan la ciudad. La comida es tan valiosa que los elantrinos atacan con ferocidad a todo el que la tiene.
Sarene frunció el ceño.
—¿Cómo alimentan a los elantrinos?
—No lo hacen, que yo sepa.
—¿Entonces cómo viven?
—No lo sé, mi señora. Es posible que la ciudad exista en estado salvaje, con los poderosos viviendo de los débiles.
—Ninguna sociedad podría mantenerse así.
—No creo que tengan ninguna sociedad, mi señora —dijo Ashe—. Son un grupo de miserables individuos malditos que parecen haber sido olvidados por vuestro Dios… y el resto del país intenta con todas sus fuerzas seguir su ejemplo.
Sarene asintió, pensativa. Entonces, decidida, se quitó el vestido negro y rebuscó entre las prendas colgadas al fondo del armario. Se presentó para que Ashe la aprobara unos minutos más tarde.
—¿Qué te parece? —preguntó, dándose la vuelta. El vestido estaba hecho con una tela gruesa y dorada de brillo casi metálico. Estaba adornada con encaje negro y tenía un cuello alto y abierto, como el de un hombre, de un material duro, igual que los puños. Las mangas eran muy anchas, como el cuerpo del vestido, cuyo vuelo aumentaba progresivamente hasta el suelo, ocultando sus pies. Era el tipo de vestido que hacía que una se sintiera regia. Incluso una princesa necesitaba esos recordatorios de vez en cuando.
—No es negro, mi señora —señaló Ashe.
—Por aquí lo es —objetó Sarene, señalando la larga capa que cubría su espalda. La capa era en realidad parte del vestido. Iba cosida en el cuello y los hombros tan cuidadosamente que parecía surgir del encaje.
—No creo que esa capa sea suficiente para que parezca un vestido de viuda, mi señora.
—Tendrá que valer —dijo Sarene, estudiándose en el espejo—. Si llevo uno más de esos vestidos que me ha dado Eshen, entonces tendréis que arrojarme a Elantris por loca.
—¿Estás segura de que la parte delantera es… adecuada?
—¿Qué?
—Es bastante escotado, mi señora.
—Los he visto mucho peores, incluso aquí, en Arelon.
—Sí, mi señora, pero eran todas mujeres solteras.
Sarene sonrió. Ashe era siempre tan sensible… sobre todo en lo referente a ella.
—Tengo que llevarlo al menos una vez… Nunca he tenido ocasión. Lo compré en Duladel la semana antes de partir de Teod.
—Si tú lo dices, mi señora —dijo Ashe, latiendo levemente—. ¿Hay algo más que quieres que intente averiguar?
—¿Visitaste los calabozos?
—Lo hice. Lo siento, mi señora: no encontré ningún recoveco secreto donde se escondan príncipes medio muertos de hambre. Si Iadon ha mandado encerrar a su hijo, no habrá sido tan tonto como para hacerlo en su propio palacio.
—Bueno, había que echarle un vistazo —dijo Sarene con un suspiro—. No esperaba que encontraras nada… Probablemente deberíamos buscar al asesino que empuñó el cuchillo.
—Cierto. ¿No deberías intentar sonsacarle información a la reina? Si de verdad al príncipe lo asesinó un intruso, puede que ella sepa algo.
—Lo he intentado, pero Eshen es… Bueno, no es difícil sonsacarle información, pero conseguir que se ciña al tema… Sinceramente, no comprendo cómo una mujer así acabó casándose con Iadon.
—Sospecho, mi señora, que el acuerdo fue más financiero que social. Gran parte de los fondos originales del Gobierno de Iadon procedieron del padre de Eshen.
—Eso tiene lógica —dijo Sarene, sonriendo levemente y preguntándose qué opinaría ahora Iadon del acuerdo. Había conseguido su dinero, cierto, pero había acabado pasándose la vida escuchando la cháchara de Eshen. Tal vez por eso parecía tan frustrado con las mujeres en general.
—De todas formas —continuó—, no creo que la reina sepa nada de Raoden… pero seguiré intentándolo.
Ashe flotó.
—¿Y yo qué hago?
Sarene se detuvo.
—Bueno, he estado pensando últimamente en el tío Kiin. Papá nunca lo menciona. Me estaba preguntando… ¿Sabes si Kiin fue desheredado oficialmente?
—No lo sé, mi señora. Dio podría saberlo: trabaja mucho más cerca de tu padre.
—Mira a ver si puedes averiguar algo. Quizás aquí en Arelon haya algunos rumores sobre lo que sucedió. Kiin es, después de todo, una de las personas más influyentes de Kae.
—Sí, mi señora. ¿Algo más?
—Sí —decidió Sarene, arrugando la nariz—. Busca a alguien que se lleve estos vestidos negros: he decidido que ya no los necesitaré más.
—Por supuesto, mi señora —dijo Ashe, sufrido.
Sarene miró por la ventanilla del carruaje mientras se acercaba a la mansión del duque Telrii. Según los informes Telrii había sido muy generoso con las invitaciones al baile, y el número de carruajes en el camino esa noche parecía confirmarlo. Las antorchas flanqueaban el sendero y los terrenos de la mansión estaban profusamente iluminados con una combinación de linternas, antorchas y extrañas llamas pintorescas.
—El duque no ha escatimado gastos —comentó Shuden.
—¿Qué son, lord Shuden? —preguntó Sarene, indicando una de las brillantes llamas que ardían en lo alto de un poste metálico.
—Rocas especiales importadas del sur.
—¿Rocas que arden? ¿Como el carbón?
—Arden mucho más rápidamente que el carbón —explicó el joven lord jindoés—. Y son enormemente caras. A Telrii debe de haberle costado una fortuna iluminar este camino. —Shuden frunció el ceño—. Resulta extravagante, incluso para él.
—Lukel mencionó que el duque es un tanto manirroto —dijo Sarene, recordando su conversación en la sala del trono de Iadon.
Shuden asintió.
—Pero es mucho más listo de lo que la mayoría está dispuesto a reconocer. El duque derrocha su dinero, pero suele haber un propósito detrás de su frivolidad.
Sarene veía que la mente del joven barón trabajaba mientras el carruaje se detenía, como si intentara discernir la naturaleza exacta del mencionado «propósito».
La mansión estaba abarrotada. Mujeres con vestidos brillantes acompañaban a hombres con los trajes de chaqueta recta que eran la moda masculina del momento. Los invitados sólo superaban levemente en número a los sirvientes ataviados de blanco que se abrían paso entre la multitud trayendo comida y bebida o cambiando linternas. Shuden ayudó a Sarene a bajar del carruaje, y luego la condujo al salón principal con un paso acostumbrado a navegar entre multitudes.
—No tienes ni idea de lo mucho que me alegra que te ofrecieras a venir conmigo —confesó Shuden cuando entraban en la sala. Una gran banda de música tocaba al fondo y las parejas giraban en el centro de la pista de baile o conversaban en su periferia. La sala estaba iluminada con luces de colores, las rocas que habían visto fuera ardían intensamente colocadas en postes o apliques. Había incluso ristras de diminutas velas envolviendo varias de las columnas… inventos que probablemente tenían que ser repuestos cada media hora.
—¿Por qué todo esto, mi señor? —preguntó Sarene, contemplando la pintoresca escena. Incluso siendo princesa, nunca había visto tanta belleza y opulencia. Luz, sonido y color se mezclaban, embriagadores.
Shuden siguió su mirada, sin oír en realidad su pregunta.
—Uno no diría que este país está bailando al borde de la destrucción —murmuró.
La declaración sonó como un solemne redoble de muerte. Había un motivo por el que Sarene nunca había visto tanto lujo: por maravilloso que fuera, también era un despilfarro increíble. Su padre era un gobernante prudente: nunca permitiría tanto derroche.
—Así es siempre, ¿no? —preguntó Shuden—. Los que menos pueden permitirse extravagancias parecen ser los más decididos a gastar lo que les queda.
—Eres un hombre sabio, lord Shuden.
—No, sólo un hombre que intenta ver el corazón de las cosas —dijo él, conduciéndola a una galería lateral donde podrían encontrar bebidas.
—¿Qué estabas diciendo antes?
—¿Qué? —preguntó Shuden—. Oh, te estaba explicando cómo vas a ahorrarme esta noche un poco de inquietud.
—¿Y eso? —preguntó Sarene mientras él le ofrecía una copa de vino.
Shuden sonrió levemente y dio un sorbo a su bebida.
—Hay quienes, por un motivo u otro, me consideran bastante… elegible. Muchas no se darán cuenta de quién eres y se mantendrán apartadas, tratando de juzgar a su nueva competidora. Creo que voy a pasármelo bien esta noche.
Sarene alzó una ceja.
—¿Tan malo es?
—Normalmente tengo que espantarlas con un palo —respondió Shuden, ofreciéndole el brazo.
—Parece que no tienes ninguna intención de casarte, mi señor —dijo Sarene con una sonrisa, aceptando el brazo ofrecido.
Shuden se echó a reír.
—No, no es eso, mi señora. Deja que te asegure que me interesa bastante la idea…, al menos, en teoría. Sin embargo, encontrar a una mujer en esta corte cuyos tontos parloteos no me revuelvan el estómago es otra cuestión. Vamos, si tengo razón, podemos encontrar un sitio mucho más interesante que éste.
Shuden la condujo a través de las masas de asistentes al baile. A pesar de sus anteriores comentarios, fue muy atento (incluso agradable) con las mujeres que se acercaban a saludarlo. Shuden las conocía a todas por su nombre: una hazaña diplomática, o de buena educación.
El respeto de Sarene por Shuden creció cuando vio las reacciones de aquellos que lo saludaban. Ningún rostro se ensombrecía cuando se acercaba, y nadie le dirigió las miradas arrogantes que eran tan corrientes en las llamadas sociedades elegantes. Shuden era apreciado, aunque distaba de ser el más simpático de los hombres. Ella consideraba que su popularidad se debía no a su habilidad para entretener, sino a su refrescante honestidad. Cuando Shuden hablaba, siempre era amable y considerado, pero completamente sincero. Su exótico origen le daba licencia para decir cosas a otros vedadas. Por fin llegaron a una sala pequeña en lo alto de unas escaleras.
—Hemos llegado —dijo Shuden con satisfacción, cruzando con ella la puerta. Dentro encontraron a una orquesta más pequeña, pero más hábil, de cuerda. La decoración de aquella sala era más sutil, pero los sirvientes sostenían platos de comida de aspecto aún más exótico que los de abajo. Sarene reconoció muchas de las caras de la corte, incluida la más importante.
—El rey —dijo, advirtiendo a Iadon en un rincón lejano. Eshen se hallaba a su lado, ataviada con un hermoso vestido verde.
Shuden asintió.
—Iadon no se perdería una fiesta como ésta, aunque la celebre lord Telrii.
—¿No se llevan bien?
—Van tirando. Se dedican al mismo negocio. Iadon dirige una flota mercante… sus barcos surcan el mar de Fjorden, igual que los de Telrii. Eso los convierte en rivales.
—Me parece extraño que esté aquí, de todas formas —dijo Sarene—. Mi padre nunca acude a este tipo de celebraciones.
—Eso es porque ha madurado, lady Sarene. Iadon sigue enamorado de su poder, y aprovecha cada oportunidad para disfrutarlo. —Shuden miró alrededor con ojos agudos—. Mira esta sala, por ejemplo.
—¿Esta sala?
Shuden asintió.
—Cada vez que Iadon asiste a una fiesta, elige una sala apartada de la principal y deja que la gente importante gravite hacia él. Los nobles están acostumbrados. El hombre que celebra el baile suele contratar una segunda orquesta, y sabe que tiene que celebrar una segunda fiesta más exclusiva apartada del salón principal. Iadon ha hecho saber que no quiere relacionarse con gente que está demasiado por debajo de él: esta reunión es sólo para duques y condes bien situados.
—Pero tu título es de barón —señaló Sarene mientras los dos entraban en la sala.
Shuden sonrió, sorbiendo su vino.
—Yo soy un caso especial. Mi familia obligó a Iadon a concedernos el título, mientras que la mayoría de los otros se lo ganaron con riquezas y súplicas. Yo puedo tomarme ciertas libertades que ningún otro barón se toma, pues Iadon y yo sabemos que una vez fui superior a él. Normalmente paso un rato breve en la sala interior… una hora como máximo. De lo contrario pongo a prueba la paciencia del rey. Naturalmente, todo esto no tiene importancia hoy.
—¿Y eso?
—Porque estoy contigo —dijo Shuden—. No lo olvides, lady Sarene. Tú eres superior a todos los presentes en esta sala excepto a la pareja real.
Sarene asintió. Aunque estaba acostumbrada a la idea de ser importante (era, después de todo, hija de un rey), no lo estaba a la costumbre arelisa de alardear del título.
—La presencia de Iadon cambia las cosas —dijo en voz baja cuando el rey reparó en ella. Sus ojos observaron su vestido, advirtiendo obviamente que no era negro, y su cara se ensombreció.
«Tal vez el vestido no haya sido tan buena idea», admitió Sarene para sí. Sin embargo, otra cosa llamó su atención.
—¿Qué está haciendo él aquí? —susurró cuando advirtió una forma de pie que destacaba como una cicatriz roja entre los asistentes.
Shuden siguió su mirada.
—¿El gyorn? Ha estado acudiendo a los bailes de la corte desde el día que llegó aquí. Se presentó en el primero sin invitación, dándose tantos aires de grandeza que nadie se atreve a no invitarlo desde entonces.
Hrathen hablaba con un grupito de hombres, su brillante peto rojo y su capa contrastando con los colores más claros de los nobles. El gyorn era al menos una cabeza más alto que cualquiera de la sala, y sus hombreras tenían un palmo de ancho. En conjunto, era muy difícil no advertir su presencia.
Shuden sonrió.
—No importa lo que yo piense de él, me impresiona su confianza. Entró sin más en la fiesta privada del rey aquella primera noche y se puso a hablar con un duque… Apenas saludó al rey. Al parecer Hrathen considera que el título de gyorn equivale al de cualquiera de esta sala.
—Los reyes se inclinan ante los gyorns en el este —dijo Sarene—. Prácticamente besan el suelo cuando el Wyrn los visita.
—Y todo por un viejo jindo —comentó Shuden, deteniéndose para sustituir sus copas en la bandeja de un criado que pasaba. El vino era de una cosecha mucho mejor—. Me asombra ver qué ha hecho tu pueblo con las enseñanzas de Keseg.
—¿«Tu pueblo»? —preguntó Sarene—. Yo soy korathi… No me compares con el gyorn.
Shuden alzó una mano.
—Disculpa. No pretendía ser ofensivo.
Sarene se detuvo. Shuden hablaba aónico como un nativo y vivía en Arelon, y por eso había supuesto que era korathi. Se había equivocado. Shuden seguía siendo jindoés: su familia había creído en el Shu-Keseg, la religión de la que derivaban tanto Korath como Dereth.
—Pero —dijo, pensando en voz alta—, Jindo es ahora derethi.
El rostro de Shuden se ensombreció levemente, mirando al gyorn.
—Me pregunto qué pensó el gran maestro cuando sus dos estudiantes, Korath y Dereth, se marcharon a predicar a las tierras del norte. Keseg predicaba la unidad. Pero ¿a qué se refería? ¿Unidad de mente, como asume mi pueblo? ¿Unidad de amor, como dicen vuestros sacerdotes? ¿O la unidad de la obediencia, como creen los derethi? En el fondo, me pregunto cómo ha conseguido la humanidad complicar un concepto tan sencillo. —Hizo una pausa y sacudió la cabeza—. En cualquier caso, sí, mi señora, Jindo es ahora derethi. Mi pueblo permitió al Wyrn que creyera que los jindo se habían convertido porque era mejor que luchar. No obstante, muchos se cuestionan ahora esa decisión. Los arteths se vuelven cada vez más exigentes.
Sarene asintió.
—Estoy de acuerdo. Hay que detener el Shu-Dereth… Es una perversión de la verdad.
Shuden hizo una pausa.
—No he dicho eso, lady Sarene. El alma de Keseg es la aceptación. Hay lugar para todas las enseñanzas. Los derethi creen estar haciendo lo correcto. —Shuden se detuvo y miró a Hrathen antes de continuar—. Ése, sin embargo, es peligroso.
—¿Por qué él y no los otros?
—Asistí a uno de los sermones de Hrathen. No predica con el corazón, lady Sarene, sino calculadamente. Busca números en sus conversiones, sin prestar atención a la fe de sus seguidores. Eso es peligroso. —Shuden estudió a los acompañantes de Hrathen—. Ese me preocupa también —dijo, señalando a un hombre cuyo cabello era tan rubio que parecía casi blanco.
—¿Quién es? —preguntó Sarene con interés.
—Waren, el primogénito del barón Diolen —contestó Shuden—. No debería estar en esta sala, pero al parecer utiliza su relación con el gyorn como invitación. Waren era un korathi notablemente piadoso, pero dice haber tenido una visión de Jaddeth ordenándole que se convierta al Shu-Dereth.
—Las damas hablaron de él antes —dijo Sarene, mirando a Waren—. ¿No le crees?
—Siempre he sospechado que la religiosidad de Waren era pura fachada. Es un oportunista, y su extrema piedad le dio notoriedad.
Sarene estudió al hombre de pelo blanco, preocupada. Era muy joven, pero se comportaba como un hombre de éxito y poder. Su conversión era un signo peligroso. Cuanta más gente congregara Hrathen, más difícil sería detenerlo.
—No debería haber esperado tanto —dijo ella.
—¿A qué?
—A venir a estos bailes. Hrathen me lleva una semana de ventaja.
—Actúas como si hubiera una pugna personal entre los dos —comentó Shuden con una sonrisa.
Sarene no se tomó el comentario a la ligera.
—Una pugna personal con el destino de naciones en juego.
—¡Shuden! —llamó una voz—. Veo que te falta tu círculo habitual de admiradoras.
—Buenas noches, lord Roial —dijo Shuden, inclinando levemente la cabeza mientras el anciano se acercaba—. Sí, gracias a mi compañía he podido evitar a la mayoría esta noche.
—Ah, la encantadora princesa Sarene —dijo Roial, besándole la mano—. Al parecer, tu tendencia al negro ha desaparecido.
—Nunca me atrajo demasiado, mi señor —dijo ella con una reverencia.
—Me lo imagino —respondió Roial con una sonrisa. Entonces se volvió hacia Shuden—. Esperaba que no fueras consciente de tu buena fortuna, Shuden. Así te habría robado a la princesa y mantenido a raya a unas cuantas sanguijuelas yo también.
Sarene miró con sorpresa al anciano.
Shuden se echó a reír.
—Lord Roial es, quizás, el único soltero de Arelon cuyo afecto es más perseguido que el mío. No es que esté celoso. Su Alteza desvía parte de la atención de mí.
—¿Las mujeres quieren casarse contigo…? —preguntó Sarene con los ojos muy abiertos. Entonces, recordando los modales añadió un tardío «mi señor», roja hasta las orejas por su falta de tacto.
Roial se echó a reír.
—No te preocupe ofenderme, joven Sarene. Ningún hombre de mi edad atrae en ese aspecto. Mi querida Eoldess lleva veinte años muerta, y no tengo ningún hijo. Mi fortuna tiene que pasar a alguien, y todas las muchachas solteras del reino se dan cuenta de ese hecho. Sólo tendrían que seguirme la corriente unos cuantos años, enterrarme, y luego encontrar a un joven amante lujurioso que las ayudara a gastar mi dinero.
—Mi señor es demasiado cínico —comentó Shuden.
—Mi señor es demasiado realista —dijo Roial con una mueca—. Aunque lo admito, la idea de meter a una de esas jóvenes yeguas en mi cama es tentadora. Sé que todas piensan que soy demasiado viejo para obligarlas a cumplir sus deberes de esposa, pero se equivocan. Si fuera a dejarles robar mi fortuna, al menos tendrían que ganárselo a pulso.
Shuden se ruborizó por el comentario, pero Sarene se echó a reír.
—Lo sabía. No eres más que un viejo verde.
—Cautivo y confeso —reconoció Roial con una sonrisa. Entonces, tras mirar a Hrathen, continuó—: ¿Cómo anda nuestro acorazado amigo?
—Molestándome con su sola presencia, mi señor.
—Cuidado con él, Sarene —dijo Roial—. He oído decir que la súbita buena fortuna de nuestro querido lord Telrii no es cuestión de pura suerte.
Los ojos de Shuden mostraron recelo.
—El duque Telrii ha declarado que no tiene ninguna relación con los derethi.
—Abiertamente, no —reconoció Roial—. Pero según mis fuentes hay algo entre esos dos. Una cosa es segura: rara vez ha habido una fiesta como ésta en Kae, y el duque la celebra sin ningún motivo concreto. Uno empieza a preguntarse qué está anunciando Telrii, y por qué quiere que sepamos lo rico que es.
—Una idea interesante, mi señor —dijo Sarene.
—¿Sarene? —llamó la voz de Eshen desde el otro lado de la sala—. Querida, ¿quieres acercarte?
—Oh, no —dijo Sarene mirando a la reina, que le hacía señas para que se aproximase—. ¿De qué crees que va esto?
—Me intriga averiguarlo —dijo Roial con una chispa en los ojos.
Sarene respondió al gesto de la reina, se acercó a la pareja real e hizo una amable reverencia. Shuden y Roial la siguieron más discretamente, situándose cerca para poder escuchar.
Eshen sonrió.
—Querida, le estaba explicando a mi esposo la idea que se nos ocurrió esta mañana. Ya sabes, lo de ejercitarnos. —Eshen le asintió entusiasmada al rey.
—¿Qué es esta tontería, Sarene? —exigió saber el rey—. ¿Mujeres jugando con espadas?
—Su Majestad no querrá que nos pongamos gordas, ¿no? —preguntó Sarene inocentemente.
—No, por supuesto que no. Pero podríais comer menos.
—Pero me gusta hacer ejercicio, Majestad.
—Sin duda habrá otro tipo de ejercicio que podáis hacer las mujeres —dijo Iadon, exhalando un largo suspiro.
Sarene parpadeó, tratando de dar a entender que estaba a punto de echarse a llorar.
—Pero, Majestad, he hecho esto desde que era una niña. Sin duda el rey no puede tener nada en contra de un tonto pasatiempo femenino.
El rey se detuvo y la miró. Sarene pensó que tal vez se había pasado. Puso su mejor expresión de estupidez sin remedio y sonrió.
Finalmente, sacudió la cabeza.
—Bah, haz lo que quieras, mujer. No quiero que me eches a perder la velada.
—El rey es muy sabio —dijo Sarene. Hizo una reverencia y se marchó.
—Me había olvidado de eso —le susurró Shuden cuando volvió a reunirse con él—. Fingir debe de ser toda una carga.
—A veces es útil —dijo Sarene. Estaban a punto de marcharse cuando Sarene advirtió que un cortesano se acercaba al rey. Agarró a Shuden por el brazo, indicando que quería esperar un momento donde aún pudiera oír a Iadon.
El mensajero susurró algo al oído del rey y los ojos de Iadon destellaron de frustración.
—¡Qué!
El hombre se acercó para volver a susurrar, y el rey lo rechazó.
—Dilo, hombre. No puedo soportar tantos susurros.
—Ha sucedido esta misma semana, Majestad —explicó el hombre.
Sarene se acercó un poco más.
—Qué extraño. —Una voz con un leve acento les llegó de pronto. Hrathen se encontraba un poco más allá. No los estaba mirando, pero de algún modo se dirigía al rey, como si permitiera intencionadamente que se oyeran sus palabras—. No sabía que el rey discutiera asuntos importantes al alcance de los oídos de los bobos. Algunas personas tienden a confundirse tanto por los acontecimientos que es hacerles un flaco favor permitirles la oportunidad de enterarse de ellos.
La mayoría de la gente que la rodeaba ni siquiera parecía haber oído el comentario del gyorn. Pero el rey sí. Iadon miró a Sarene un momento, y entonces agarró al mensajero por el brazo y salió rápidamente de la sala, dejando a una sorprendida Eshen plantada. Mientras Sarene veía al rey marcharse, sus ojos se encontraron con los de Hrathen, quien sonrió levemente antes de volverse hacia sus acompañantes.
—¡Es increíble! —dijo Sarene, airada—. ¡Lo ha hecho a propósito!
Shuden asintió.
—A menudo, mi señora, nuestros engaños se vuelven contra nosotros.
—El gyorn es bueno —dijo Roial—. Siempre es un golpe maestro aprovechar el disfraz de alguien para tu ventaja.
—A menudo me he encontrado con que no importa cuál sea la circunstancia, es más útil ser uno mismo —dijo Shuden—. Cuantos más rostros intentamos, más confusos se vuelven.
Roial asintió levemente, sonriendo.
—Cierto. Aburrido, tal vez, pero cierto.
Sarene apenas escuchaba. Había supuesto que era la única manipuladora; no se le había ocurrido que eso la pusiera en desventaja.
—Mantener la fachada es un incordio —admitió. Entonces suspiró y se volvió hacia Shuden—. Pero tengo que cargar con ella, al menos ante el rey. Sinceramente, dudo que me hubiera considerado de otra manera, no importa cómo hubiera actuado.
—Probablemente tienes razón —dijo Shuden—. El rey es bastante cegato en lo referente a mujeres.
Iadon regresó unos instantes más tarde, el rostro sombrío, su humor obviamente agriado por la noticia que había recibido. El correo escapó con expresión de alivio y, cuando salía, Sarene vio una nueva figura que entraba en la sala. El duque Telrii, pomposo como de costumbre, vestido de rojo vivo y dorado, los dedos cargados de anillos. Sarene lo observó con atención, pero el duque no se unió ni dio muestras de haber reparado en el gyorn Hrathen. De hecho, parecía empeñado en ignorar al sacerdote, dedicado en cambio a sus deberes de anfitrión, visitando a cada grupo de invitados por turnos.
—Tienes razón, lord Roial —dijo Sarene por fin.
Roial interrumpió su conversación con Shuden.
—¿Sí?
—El duque Telrii —dijo Sarene, indicando al hombre—. Hay algo entre el gyorn y él.
—Telrii es problemático. Nunca he podido comprender sus motivaciones. En ocasiones, parece que no quiere más que dinero para sus arcas. Y en otras…
Roial se calló mientras Telrii, como si advirtiera que lo estaban estudiando, se volvía hacia el grupo de Sarene. Sonrió y se acercó a ellos, con Atara a su lado.
—Lord Roial —dijo, con afectación, casi con descuido—. Bienvenido. Ah, Alteza. Creo que no hemos sido presentados.
Roial hizo los honores. Sarene hizo una reverencia mientras Telrii sorbía su vino e intercambiaba galanterías con Roial. Había en él un sorprendente grado de… indiferencia. Aunque pocos nobles se interesaban por los temas de conversación, la mayoría tenía la decencia de fingir interés. Telrii no hacía esas concesiones. Era impertinente, aunque no llegaba al insulto, tanto en las palabras como en los modales. Tras el saludo inicial, ignoró por completo a Sarene, obviamente satisfecho de que ella no tuviera ningún peso.
Al cabo de un rato, el duque se marchó, y Sarene lo observó molesta. Si había algo que aborrecía era ser ignorada. Finalmente suspiró y se volvió hacia su acompañante.
—Muy bien, lord Shuden, quiero relacionarme. Hrathen ha tenido una semana de ventaja, pero que Domi me maldiga si voy a dejar que me siga llevando la delantera.
Era tarde. Shuden quería marcharse desde hacía horas, pero Sarene se mostró decidida a continuar, conociendo a cientos de personas, haciendo contactos como una loca. Hizo que Shuden le presentara a todos sus conocidos, y las caras y los nombres se volvieron rápidamente un borrón. Sin embargo, la repetición produciría familiaridad.
Por fin, dejó que Shuden la llevara de vuelta al palacio, satisfecha con los acontecimientos del día. Shuden le deseó las buenas noches, diciendo que se alegraba de que Ahan fuera el siguiente que tendría que llevarla a un baile.
—Tu compañía ha sido deliciosa —explicó—, ¡pero no puedo seguir tu ritmo!
A Sarene le resultaba difícil seguir su propio ritmo en ocasiones. Prácticamente recorrió dando tumbos el palacio, tan mareada por la fatiga y el vino que apenas podía mantener los ojos abiertos.
Unos gritos resonaron en el pasillo.
Sarene frunció el ceño, dobló una esquina y encontró a los guardias del rey gritándose unos a otros, armando un gran alboroto.
—¿Qué ocurre? —preguntó, alzando la cabeza.
—Alguien ha entrado en el palacio esta noche —explicó un guardia—. Han llegado a los aposentos del rey.
—¿Hay alguien herido? —preguntó Sarene, súbitamente alerta. Iadon y Eshen habían dejado la fiesta horas antes que Shuden y ella.
—No, gracias a Domi —dijo el guardia. Se volvió hacia dos soldados—. Llevad a la princesa a sus habitaciones y vigilad la puerta —ordenó—. Buenas noches, Alteza. No os preocupéis: ya se han marchado.
Sarene suspiró resignada a los gritos y el bullicio de los guardias, cuyas armas y armaduras resonaban cuando corrían periódicamente por los pasillos. Dudaba pasar una buena noche con tanto alboroto, por muy cansada que estuviera.