¡Esto es! —exclamó Raoden—. ¡Galladon, ven aquí!
El gran dula soltó su libro, las cejas alzadas, y entonces se incorporó con su característico estilo relajado para acercarse a Raoden.
—¿Qué has encontrado, sule?
Raoden señaló el libro sin cubiertas que tenía delante. Estaba sentado en la antigua iglesia korathi que se había convertido en su centro de operaciones. Galladon, todavía decidido a mantener en secreto su pequeño estudio lleno de libros, había insistido en que transportaran a la capilla los volúmenes necesarios en vez de dejar entrar a nadie en su santuario.
—Sule, no puedo leer eso —protestó Galladon, mirando el libro—. Está escrito completamente con aones.
—Eso es lo que me hizo sospechar.
—¿Puedes leerlo tú?
—No —dijo Raoden con una sonrisa—. Pero tengo esto —extendió la mano y sacó un volumen similar, también sin cubiertas, sus guardas manchadas con la mugre de Elantris—. Un diccionario de aones.
Galladon estudió el primer libro con ojo crítico.
—Sule, ni siquiera conozco la décima parte de los aones de esta página. ¿Tienes idea de cuánto tiempo vas a tardar en traducirlo?
Raoden se encogió de hombros.
—Es mejor que buscar pistas en los otros libros. Galladon, si tengo que leer una palabra más sobre el paisaje de Fjorden, acabaré por vomitar.
Galladon expresó su acuerdo con un gruñido. El anterior dueño de los libros debía de ser experto en geografía, pues al menos la mitad de los volúmenes trataba de ese tema.
—¿Estás seguro de que esto es lo que queremos? —preguntó Galladon.
—He recibido un poco de formación en la lectura de textos aónicos puros, amigo mío —dijo Raoden, señalando un aon de una página, del principio del libro—. Éste dice AonDor.
Galladon asintió.
—Muy bien, sule. Sin embargo, no te envidio la tarea. La vida sería mucho más sencilla si tu pueblo no hubiera tardado tanto en inventar un alfabeto. ¿Kolo?
—Los aones eran un alfabeto —dijo Raoden—, pero increíblemente complejo. No tardaré tanto como crees: iré recordando mi formación conforme avance.
—Sule, a veces eres tan optimista que da asco. Supongo que entonces podemos devolver los demás libros adonde los encontramos, ¿no? —Había cierta ansiedad en la voz de Galladon. Los libros eran preciosos para él; Raoden había tardado una hora entera para convencerlo de que les quitaran las cubiertas, y se daba cuenta de cuánto le molestaba que los libros quedaran expuestos a la mugre y la suciedad de Elantris.
—No hay inconveniente —dijo Raoden. Ninguno de los otros libros trataba de la AonDor, y aunque algunos eran diarios o registros que podían contener pistas, Raoden sospechaba que ninguno sería tan útil como el que tenía delante. Suponiendo que pudiera traducirlo con éxito.
Galladon asintió y empezó a recoger los libros; luego miró con aprensión hacia arriba cuando oyó un roce en el tejado. Galladon estaba convencido de que, tarde o temprano, todo se vendría abajo e, inevitablemente, caería sobre su brillante cabeza oscura.
—No te preocupes tanto, Galladon —dijo Raoden—. Maare y Riil saben lo que están haciendo.
Galladon frunció el ceño.
—No, no lo saben, sule. Creo recordar que ninguno de ellos tenía ni idea de lo que hacer antes de que tú se lo encargaras.
—Quería decir que son competentes. —Raoden alzó la cabeza, satisfecho. En seis días de trabajo habían cubierto buena parte del tejado. Mareshe había ideado una pasta parecida al barro mezclando trozos de madera, tierra y el omnipresente lodo de Elantris. Esta mixtura, cuando se aplicaba a las vigas de apoyo caídas y a algunas secciones menos podridas formaba un techo que era, si no excelente, al menos adecuado.
Raoden sonrió. El dolor y el hambre estaban siempre presentes pero las cosas iban tan bien que casi podía olvidar el dolor de su media docena de chichones y cortes. Por la ventana que tenía a su derecha veía al nuevo miembro de su banda, Loren. El hombre trabajaba en una gran zona junto a la iglesia, lo que antes había sido probablemente un jardín. Siguiendo las órdenes de Raoden y equipado con un par de nuevos guantes de cuero, Loren movía piedras y quitaba escombros para dejar al descubierto la suave tierra de debajo.
—¿De qué va a servir esto? —preguntó Galladon, siguiendo la mirada de Raoden.
—Ya lo verás —contestó Raoden con una mirada misteriosa.
Galladon rezongó mientras recogía un puñado de libros y salía de la capilla. El dula tenía razón en una cosa: no podían contar con que arrojaran nuevos elantrinos a la ciudad tan rápidamente como Raoden había previsto al principio. Antes de la llegada de Loren, el día anterior, habían pasado cinco días enteros sin que se produjera siquiera un temblor en las puertas de la ciudad. Raoden había tenido mucha suerte de encontrar a Mareshe y los demás en tan poco tiempo.
—¿Lord Espíritu? —preguntó una voz vacilante.
Raoden se volvió hacia la puerta de la capilla, donde un hombre desconocido esperaba. Era delgado, de aspecto encogido y aire de sometimiento. Raoden no podía asegurar su edad: la Shaod tendía a hacer que todo el mundo pareciera mucho más viejo. Sin embargo, tuvo la impresión de que la edad de aquel hombre no era ninguna ilusión. Si en su cabeza hubiera habido algo de pelo, habría sido blanco, y su piel se había arrugado mucho antes de que la Shaod lo alcanzara.
—¿Sí? —preguntó Raoden con interés—. ¿Qué puedo hacer por ti?
—Mi señor… —empezó a decir el hombre.
—Adelante —lo instó Raoden.
—Bueno, Alteza, he oído algunas cosas, y me preguntaba si podría unirme a vosotros.
Raoden sonrió. Se levantó y se acercó al hombre.
—Desde luego, puedes unirte a nosotros. ¿Qué has oído?
—Bueno… —El hombre vaciló, nervioso—. En las calles se dice que quienes te siguen no tienen hambre. Dicen que tienes un secreto que hace que el dolor desaparezca. Llevo en Elantris casi un año ya, mi señor, y mis heridas son casi insoportables. Me he dicho que podría daros una oportunidad, o ir a buscarme un rincón y unirme a los hoed.
Raoden asintió, dándole una palmada en el hombro. Seguía notando el ardor en su dedo del pie; se estaba acostumbrando al dolor, pero seguía allí. Lo acompañaba el gruñido constante de su estómago.
—Me alegro de que hayas venido. ¿Cómo te llamas?
—Kahar, mi señor.
—Muy bien pues, Kahar, ¿qué hacías antes de que la Shaod te alcanzara?
Los ojos de Kahar se nublaron, como si estuviera retrocediendo mucho en el tiempo.
—Era una especie de limpiador, mi señor. Creo que limpiaba las calles.
—¡Perfecto! Estaba esperando a alguien con tus habilidades. Mareshe, ¿estás por ahí?
—Sí, mi señor —respondió el flaco artesano desde una de las habitaciones del fondo. Asomó la cabeza un momento después.
—¿Por casualidad alguna de las trampas que colocaste capturaron algo de la lluvia de anoche?
—Por supuesto, mi señor —dijo Mareshe, indignado.
—Bien. Enséñale a Kahar dónde está el agua.
—Por supuesto. —Mareshe le indicó a Kahar que le siguiera.
—¿Qué tengo que hacer con el agua, mi señor? —preguntó Kahar.
—Es hora de que dejemos de vivir en la inmundicia, Kahar —dijo Raoden—. Esta mugre que cubre Elantris puede ser limpiada; he visto un sitio donde se ha hecho. Tómate tu tiempo y no te deslomes, pero limpia este edificio por dentro y por fuera. Rasca cada pedazo de mugre y limpia cada mota de suciedad.
—Entonces, ¿me enseñarás el secreto? —preguntó Kahar, esperanzado.
—Confía en mí.
Kahar asintió y siguió a Mareshe. La sonrisa de Raoden desapareció en cuanto el hombre se marchó. Estaba descubriendo que lo más difícil del liderazgo, allí en Elantris, era mantener la actitud de optimismo de la que se burlaba Galladon. Incluso los recién llegados estaban peligrosamente al borde de perder la esperanza. Pensaban que estaban condenados y suponían que nada podía salvar sus almas de pudrirse como la propia Elantris. Raoden tenía que vencer años de condicionamiento además de las siempre presentes fuerzas del dolor y el hambre.
Nunca se había considerado a sí mismo un hombre especialmente alegre. No obstante, en Elantris se había visto reaccionando a la desesperación con retador optimismo. Cuanto más empeoraban las cosas más decidido estaba a enfrentarse a ellas sin quejas. Pero la alegría forzada se cobraba su precio. Raoden podía sentir que los otros, incluso Galladon, confiaban en él. De toda la gente de Elantris, sólo Raoden no podía mostrar su dolor. El hambre roía su pecho como una horda de insectos que intentara escapar de sus entrañas, y el dolor de varias heridas golpeaba su resolución con implacable determinación.
No estaba seguro de cuánto tiempo aguantaría. Después de apenas semana y media en Elantris, ya sentía tanto dolor que a veces le resultaba difícil concentrarse. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que estuviera incapacitado? ¿O cuánto hasta que quedara reducido al estado infrahumano de los hombres de Shaor? Una pregunta era más aterradora que todas las demás: cuando cayera, ¿cuánta gente caería con él?
Y, sin embargo, tenía que soportar aquel peso. Si no aceptaba la responsabilidad, nadie más lo haría, y aquellas personas se volverían esclavas de su propia agonía o de los matones de las calles. Elantris lo necesitaba. Si lo agotaba, que así fuera.
—¡Lord Espíritu! —llamó una voz frenética.
Raoden se volvió mientras un preocupado Saolin entraba atropelladamente en la habitación. El mercenario de nariz ganchuda había fabricado una lanza con un trozo de madera medio podrida y una piedra afilada, y patrullaba por los alrededores de la capilla. El rostro cubierto de cicatrices del elantrino mostraba preocupación.
—¿Qué ocurre, Saolin? —preguntó Raoden, alarmado. El hombre era un guerrero experimentado y no se inquietaba fácilmente.
—Un grupo de hombres armados viene hacia aquí, mí señor. He contado doce, y traen armas de acero.
—¿Acero? ¿En Elantris? No sabía que pudiera encontrarse.
—Se acercan rápidamente, mi señor —dijo Saolin—. ¿Qué hacemos…? Casi están aquí.
—Están aquí —dijo Raoden mientras un grupo de hombres se abría paso por la puerta abierta de la capilla. Saolin tenía razón: varios llevaban armas de acero, aunque las hojas estaban melladas y mohosas. Era un grupo de aspecto sombrío y desagradable, y los lideraba una figura familiar… o, al menos, familiar desde lejos.
—Karata —dijo Raoden. Loren habría sido suyo el día anterior, pero Raoden se lo había robado. Al parecer, había venido a presentar una queja. Sólo era cuestión de tiempo.
Raoden miró a Saolin, que avanzaba despacio como si estuviera ansioso por probar su lanza.
—Quieto, Saolin —ordenó Raoden.
Karata era completamente calva, un regalo de la Shaod, y llevaba tanto tiempo en la ciudad que su piel había empezado a arrugarse. Sin embargo, su porte era orgulloso y sus ojos decididos, los ojos de una persona que no había cedido al dolor y que no iba a hacerlo pronto. Llevaba un atuendo oscuro de cuero gastado: para Elantris, estaba bien hecho.
Karata contempló la capilla, estudiando el nuevo techo, y luego a los miembros de la banda de Raoden, que se habían congregado ante la ventana para observar con aprensión. Mareshe y Kahar se encontraban de pie, inmóviles, al fondo de la habitación. Finalmente, Karata clavó su mirada en Raoden.
Hubo un tenso silencio. Al cabo de un rato, Karata se volvió hacia uno de sus hombres.
—Destruid el edificio, expulsadlos y romped algunos huesos —se volvió para marcharse.
—Puedo hacerte llegar al palacio de Iadon —dijo Raoden suavemente.
Karata se detuvo.
—Eso es lo que quieres, ¿no? —preguntó Raoden—. Los guardias de la ciudad de Elantris te capturaron en Kae. No te tolerarán eternamente: queman a los elantrinos que se escapan demasiadas veces. Si realmente quieres llegar al palacio, puedo llevarte allí.
—Nunca saldremos de la ciudad —dijo Karata, volviendo sus ojos escépticos hacia él—. Han doblado la guardia recientemente; por lo visto para guardar las apariencias por una boda real. No puedo salir desde hace un mes.
—También puedo sacarte de la ciudad —prometió Raoden.
Karata entornó los ojos, recelosa. No hablaron de precio. Ambos sabían que Raoden sólo podía exigir una cosa: que lo dejaran en paz.
—Estás desesperado —concluyó ella finalmente.
—Cierto. Pero también soy un oportunista.
Karata asintió despacio.
—Regresaré al anochecer. Harás lo prometido o mis hombres les romperán las piernas a todos los que hay aquí y los dejarán pudriéndose en agonía.
—Comprendido.
—Sule, yo…
—No crees que sea una buena idea —terminó Raoden con una leve sonrisa—. Sí, Galladon, lo sé.
—Elantris es una ciudad grande. Hay sitios donde esconderse donde ni siquiera Karata podría encontrarnos. No puede disgregar demasiado sus fuerzas, o de lo contrario Shaor y Aanden la atacarán. ¿Kolo?
—Sí, pero ¿entonces qué? —preguntó Raoden, probando la fuerza de una cuerda que Mareshe había fabricado con unos harapos. Parecía capaz de soportar su peso—. Karata no podría encontrarnos, pero tampoco lo haría nadie más. La gente empieza a darse cuenta de que estamos aquí. Si nos movemos ahora, no creceremos nunca.
Galladon parecía dolido.
—Sule, ¿tenemos que crecer? ¿Tienes que fundar otra banda? ¿No son suficientes tres caudillos?
Raoden se detuvo y miró con preocupación al gran dula.
—Galladon, ¿eso crees que estoy haciendo?
—No lo sé, sule.
—No tengo ningún deseo de poder, Galladon —dijo Raoden llanamente—. Me preocupa la vida. No sólo la supervivencia, Galladon, la vida. Esta gente está muerta porque se ha rendido, no porque sus corazones ya no latan. Voy a cambiar eso.
—Sule, es imposible.
—También lo es introducir a Karata en el palacio de Iadon —dijo Raoden, enroscando la cuerda en su brazo—. Te veré cuando vuelva.
—¿Qué es esto? —preguntó Karata, recelosa.
—Es el pozo de la ciudad —explicó Raoden, asomándose al brocal. El pozo era profundo, pero podía oír el agua moviéndose en la oscuridad de abajo.
—¿Esperas que vayamos nadando?
—No —dijo Raoden, atando la cuerda de Mareshe a una vara de hierro que sobresalía del pozo—. Dejaremos que nos lleve la corriente. Será más flotar que nadar.
—Eso es una locura: el río fluye bajo tierra. Nos ahogaremos.
—No podemos ahogarnos. Como suele decir mi amigo Galladon, «ya estamos muertos, ¿kolo?».
Karata no parecía convencida.
—El río Areyel fluye directamente bajo Elantris, y luego continúa hasta Kae —explicó Raoden—. Rodea la ciudad y pasa bajo el palacio. Todo lo que tenemos que hacer es dejar que nos lleve. Ya he intentado mantener la respiración: he aguantado media hora y mis pulmones ni siquiera lo han acusado. Nuestra sangre ya no corre, así que para lo único que necesitamos el aire es para hablar.
—Esto podría destruirnos a ambos —advirtió Karata.
Raoden se encogió de hombros.
—El hambre acabaría con nosotros dentro de unos meses, de todas formas.
Karata sonrió levemente.
—De acuerdo, Espíritu. Tú primero.
—Con mucho gusto —dijo Raoden, sin el más mínimo deseo. Con todo, era idea suya. Sacudiendo tristemente la cabeza, Raoden se encaramó al brocal y empezó a descender. La cuerda se acabó antes de que llegara al agua y, tras tomar aire profunda pero inútilmente, se soltó.
Cayó al río, que estaba sorprendentemente frío. La corriente amenazaba con arrastrarlo, pero se aferró a una roca y se mantuvo allí, esperando a Karata. Su voz resonó en la oscuridad, desde arriba.
—¿Espíritu?
—Estoy aquí. Estás a unos tres metros sobre el río: hay que dejarte caer el resto.
—¿Y luego?
—El río continúa bajo tierra: puedo sentirlo tirando de mí. Esperemos que sea lo bastante ancho todo el tiempo, o de lo contrario acabaremos convertidos en eternos tapones subterráneos.
—Podrías haber mencionado eso antes —dijo Karata, nerviosa. Sin embargo, sonó un chapoteo seguido de un gemido que acabó en borboteo cuando algo grande pasó junto a Raoden en la corriente.
Murmurando una oración al Misericordioso Domi, Raoden soltó la roca y dejó que el río lo arrastrara bajo su rostro invisible.
Raoden tuvo que nadar. El truco era mantenerse en el centro del río, para no chocar contra las paredes del túnel de roca. Hizo cuanto pudo mientras se movía en la oscuridad, usando los brazos extendidos para situarse. Por fortuna, el tiempo había pulido las rocas, que rozaban más que cortaban.
Pasó una eternidad en aquel mundo subterráneo. Era como si flotara a través de la misma oscuridad, incapaz de hablar, completamente solo. Tal vez eso era la muerte, su alma flotando en un vacío interminable y sin luz.
La corriente cambió, tirando de él hacia arriba. Raoden movió los brazos para amortiguar el choque contra el techo de piedra, pero no encontraron ninguna resistencia. Poco más tarde su cabeza salió al aire libre y su rostro mojado sintió el frío viento. Parpadeó inseguro mientras el mundo se enfocaba, las luces de las estrellas y la ocasional linterna callejera ofrecían sólo una tenue iluminación. Fue suficiente para que recuperara la orientación… y, tal vez, la cordura.
Flotó letárgico; el río se ensanchaba tras subir a la superficie, y la corriente se redujo de manera considerable. Sintió una forma acercarse en el agua y trató de hablar, pero tenía los pulmones llenos de agua. Sólo consiguió desencadenar un fuerte e incontrolable arrebato de tos.
Una mano se cerró sobre su boca, cortando su tos con un borboteo.
—¡Calla, idiota! —susurró Karata.
Raoden asintió, luchando por controlar la tos. Tal vez tendría que haberse concentrado menos en las metáforas teológicas del viaje y más en mantener la boca cerrada.
Karata le soltó la boca, pero siguió agarrándolo por el hombro, manteniéndolos juntos mientras dejaban atrás la ciudad de Kae. Como era de noche las tiendas estaban cerradas, pero algún guardia ocasional patrullaba las calles. Los dos continuaron flotando en silencio hasta llegar al extremo norte de la ciudad, donde el palacio de Iadon se alzaba en la noche. Entonces, todavía sin hablar, nadaron hasta la orilla cercana al palacio.
El palacio era un edificio oscuro y hosco, parecido a un castillo, la manifestación de la inseguridad de Iadon. El padre de Raoden no era miedoso; de hecho, a menudo era beligerante cuando tendría que haber sido prudentemente aprensivo. Esa tendencia le había reportado riquezas cuando era un hombre de negocios que comerciaba con los fjordell, pero había causado su fracaso como rey. Sólo en una cosa era paranoico Iadon. Al rey le aterraba que unos asesinos pudieran colarse y asesinarlo mientras dormía. Raoden recordaba bien el miedo irracional de su padre cada noche antes de acostarse. Las preocupaciones del reinado sólo habían empeorado el temor de Iadon, haciendo que reforzara su casa con un batallón de guardias. Los soldados vivían cerca de los aposentos de Iadon para facilitar una rápida respuesta.
—Muy bien —susurró Karata, viendo cómo los guardias paseaban por las almenas—, nos has hecho salir. Ahora, haznos entrar.
Raoden asintió, tratando de vaciar sus pulmones empapados de la manera más silenciosa posible… algo que no consiguió sin una buena cantidad de arcadas ahogadas.
—Trata de no toser tanto —le aconsejó Karata—. Te irritarás la garganta y te lastimarás el pecho, y luego te pasarás toda la eternidad sintiéndote resfriado.
Raoden gruñó, poniéndose en pie.
—Tenemos que llegar al ala oeste —dijo, la voz rasposa.
Karata asintió. Caminó silenciosa y rápidamente, mucho más de lo que Raoden era capaz, como una persona acostumbrada al peligro. Varias veces alzó la mano en gesto de advertencia, deteniendo el avance justo antes de que un pelotón de guardias surgiera de la oscuridad. Su destreza les permitió llegar al ala oeste del palacio de Iadon sin tropiezos, a pesar de la falta de habilidad de Raoden.
—¿Y ahora qué? —preguntó en voz baja.
Raoden se detuvo. Se enfrentaba a una duda. ¿Por qué quería Karata acceder al palacio? Por lo que Raoden había oído de ella, no parecía de las que buscaban venganza. Era brutal, pero no vengativa. Pero ¿y si estaba equivocado? ¿Y si quería la sangre de Iadon?
—¿Bien? —preguntó Karata.
«No dejaré que mate a mi padre —decidió Raoden—. No importa lo mal rey que sea, no le permitiré hacerlo».
—Tendrás que responderme a algo primero.
—¿Ahora? —preguntó ella, molesta.
Raoden asintió.
—Necesito saber por qué quieres entrar en el palacio.
En la oscuridad, ella frunció el ceño.
—No estás en posición de plantear exigencias.
—Ni tú de rehusarlas. Todo lo que tengo que hacer es dar la alarma, y los guardias nos detendrán a los dos.
Karata esperó en la oscuridad, decidiendo obviamente si él iba a hacerlo o no.
—Mira —dijo Raoden—. Dime sólo una cosa. ¿Pretendes hacer daño al rey?
Karata lo miró a los ojos, luego negó con la cabeza.
—Mi pugna no es con él.
«¿La creo o no? —pensó Raoden—. ¿Tengo otra opción?».
Apartó con la mano unos matorrales que cubrían el muro y apoyó todo su peso en una de las piedras, que se hundió con un suave rechinar. Una sección del suelo se abrió ante ellos.
Karata alzó las cejas.
—¿Un pasadizo secreto? Qué raro.
—Iadon es muy paranoico respecto a sus horas de sueño —explicó Raoden, colándose por el estrecho hueco entre el muro y el suelo—. Hizo construir este pasadizo para tener un medio de huida si alguien atacaba el palacio.
Karata hizo una mueca mientras lo seguía a través del agujero.
—Creía que este tipo de cosas sólo existían en los cuentos infantiles.
—A Iadon le gustan bastante ese tipo de cuentos.
El pasadizo se ensanchaba después de una docena de palmos, y Raoden palpó la pared hasta que encontró un farol, con yesca y acero. Mantuvo la pantalla casi cerrada, dejando que escapara sólo una rendija de luz, suficiente para revelar un pasadizo estrecho y lleno de polvo.
—Parece que conoces bastante bien el palacio —observó Karata.
Raoden no respondió, incapaz de pensar una respuesta que no fuera demasiado comprometida. Su padre le había mostrado el pasadizo cuando apenas era un adolescente, y a Raoden y sus amigos les había parecido una atracción irresistible. Ignorando las advertencias de que el pasadizo era sólo para emergencias, Raoden y Lukel se habían pasado horas jugando allí dentro.
El pasadizo, naturalmente, le parecía ahora más pequeño. Apenas había espacio para que Raoden y Karata maniobraran.
—Ven —dijo él, alzando la linterna y caminando de lado. El trayecto hasta los aposentos de Iadon era más breve de lo que recordaba; en realidad, como pasadizo no era gran cosa, a pesar de lo que decía su imaginación. Ascendía hasta el primer piso en pronunciado ángulo, directo a las habitaciones del rey.
—Ya estamos —dijo Raoden cuando llegaron al final—. Iadon debería estar en la cama ya, y a pesar de su paranoia tiene el sueño profundo. Tal vez una cosa lleva a la otra.
Abrió la puerta, que estaba oculta tras un tapiz del dormitorio real. La enorme cama de Iadon estaba oscura y tranquila, aunque la ventana abierta proporcionaba suficiente luz para ver que el rey estaba, de hecho, acostado.
Raoden se envaró, mirando a Karata. La mujer, sin embargo, cumplió su palabra: apenas dirigió al rey dormido una mirada mientras atravesaba la habitación y salía al pasillo. Raoden suspiró aliviado, siguiéndola con poco sigilo.
El pasillo exterior conectaba las habitaciones de Iadon con las de los guardias. El de la derecha conducía a los barracones de los hombres; el de la izquierda a un puesto de guardia y al resto del palacio.
Karata continuó por el pasillo de la derecha hasta el anexo de los barracones sin que sus pies descalzos hicieran ningún ruido en el suelo de piedra.
Raoden la siguió hasta los barracones, cada vez más nervioso. Ella había decidido no matar a su padre, pero se estaba internando en la parte más peligrosa del palacio. Un solo sonido despertaría a docenas de soldados.
Por fortuna, desplazarse por un pasillo de piedra no requería mucha habilidad. Karata abría con cuidado las puertas que iba encontrando, dejándolas lo suficientemente abiertas para que Raoden ni siquiera tuviera que moverlas para deslizarse por ellas.
El pasillo a oscuras se unió a otro, esta vez flanqueado de puertas: las habitaciones de los suboficiales y de aquellos guardias a quienes se concedía vivienda para criar una familia. Karata escogió una puerta. Dentro había una sola habitación, la concedida a la familia de un guardia casado; la luz de las estrellas iluminaba una cama junto a una pared y un aparador junto a la otra.
Raoden vaciló, nervioso, preguntándose si todo aquello había sido para que Karata pudiera agenciarse las armas de un guardia dormido. Si era así, estaba loca. Naturalmente, colarse en el palacio de un rey paranoico no era exactamente un signo de estabilidad mental.
Mientras Karata entraba en la habitación, Raoden advirtió que no podía haber ido a robar las armas del guardia: él no estaba allí. La cama estaba vacía, las sábanas arrugadas. Karata se detuvo junto a algo que Raoden no había advertido al principio: un colchón en el suelo, ocupado por un bultito que sólo podía ser un niño dormido cuyos rasgos y sexo se perdían en la oscuridad. Karata se arrodilló junto a la criatura durante un silencioso instante.
Cuando terminó, indicó a Raoden que saliera de la habitación y cerró la puerta tras ella. Raoden alzó las cejas y ella asintió. Estaban listos para marcharse.
Iniciaron la huida en orden inverso a la incursión. Raoden se deslizó primero por las puertas aún abiertas y Karata lo siguió, cerrándolas. En conjunto, Raoden se sintió aliviado por lo fácilmente que se desarrollaba todo… o al menos así fue hasta el momento en que atravesó la puerta del último pasillo, ante la cámara de Iadon.
Había un hombre al otro lado de la puerta, la mano detenida en el acto de agarrar el pomo. Los observó sobresaltado.
Karata adelantó a Raoden. Pasó el brazo por el cuello del hombre y le cerró la boca con un suave movimiento antes de agarrarlo por la muñeca mientras intentaba hacerse con la espada que llevaba al cinto. El hombre, sin embargo, era más grande y más fuerte que la debilitada forma elantrina de Karata y se zafó, bloqueando su pierna con la suya propia cuando ella intentaba hacerle una zancadilla.
—¡Alto! —ordenó Raoden en voz baja, alzando la mano con gesto amenazador.
Ambos lo miraron molestos, pero dejaron de debatirse cuando vieron lo que estaba haciendo.
El dedo de Raoden se movió en el aire, y una estela de luz lo siguió. Raoden continuó escribiendo, curvando la línea y estirándola hasta que terminó un carácter. Aon Sheo, el símbolo de la muerte.
—Si te mueves —dijo en voz baja—, morirás.
Los ojos del guardia se abrieron de par en par, horrorizados. El aon brilló sobre su pecho, arrojando una dura luz a la habitación por lo demás en penumbra y proyectando sombras en las paredes. El carácter destelló, como hacía siempre, y luego desapareció. Sin embargo, la luz fue suficiente para iluminar el rostro manchado de negro de Raoden.
—Sabes lo que somos.
—Misericordioso Domi… —susurró el hombre.
—El aon permanecerá aquí durante la siguiente hora —mintió Raoden—. Quedará flotando donde lo he dibujado, invisible, esperando a que tiembles. Si lo haces, te destruirá. ¿Comprendes?
El hombre no se movió. El sudor perlaba su rostro aterrorizado.
Raoden extendió la mano, desabrochó el cinturón del hombre, y luego se ciñó la espada a la cintura.
—Vamos —le dijo a Karata.
La mujer estaba todavía agazapada junto a la pared contra la que la había empujado el guardia, observando a Raoden con expresión indescifrable.
—Vamos —repitió Raoden, con algo más de urgencia.
Karata asintió, recuperando la compostura. Abrió la puerta de la habitación del rey, y los dos desaparecieron por donde habían venido.
—No me ha reconocido —dijo Karata para sí, la voz alegre pero apenada.
—¿Quién? —preguntó Raoden. Los dos estaban agazapados en la puerta de una tienda, cerca del centro de Kae, descansando un momento antes de continuar el viaje de vuelta a Elantris.
—Ese guardia. Fue mi marido, en otra vida.
—¿Tu marido?
Karata asintió.
—Vivimos juntos durante doce años, y ahora me ha olvidado.
Raoden hizo una rápida conexión de los acontecimientos.
—Eso significa que la habitación en la que hemos entrado…
—Era mi hija. Dudo que nadie le haya dicho lo que me sucedió. Sólo… quería que lo supiera.
—¿Le has dejado una nota?
—Una nota y una señal —explicó Karata con voz triste, aunque no asomó ninguna lágrima a sus ojos elantrinos—. Mi collar. Conseguí colarlo y burlar a los sacerdotes hace un año. Quería que ella lo tuviera… siempre fue mi intención dárselo. Me atraparon tan rápidamente… no tuve oportunidad de decir adiós.
—Lo sé —dijo Raoden, rodeando con sus brazos a la mujer—. Lo sé.
—Nos lo quita todo. Nos lo quita todo y no nos deja nada. —Su voz estaba cargada de vehemencia.
—Como desea Domi.
—¿Cómo puedes decir eso? —le espetó ella bruscamente—. ¿Cómo puedes invocar Su nombre después de todo lo que nos ha hecho?
—No lo sé —confesó Raoden, sintiéndose en falta—. Sólo sé que tenemos que seguir adelante, como hace todo el mundo. Al menos has vuelto a verla.
—Sí. Gracias. Me has hecho un gran servicio esta noche, mi príncipe.
Raoden se detuvo.
—Sí, te conozco. Viví en el palacio durante años, con mi marido protegiendo a tu padre y a tu familia. Te he visto desde la infancia, príncipe Raoden.
—¿Lo has sabido todo el tiempo?
—No todo el tiempo. Pero cuando lo descubrí no pude decidir si odiarte por estar emparentado con Iadon, o alegrarme de que la justicia te llevara también.
—¿Y tu decisión?
—No importa —dijo ella, secándose por reflejo los ojos secos—. Has cumplido tu trato de manera admirable. Mi gente os dejará en paz.
—Eso no es suficiente, Karata —dijo Raoden, poniéndose en pie.
—¿Exiges más aparte de nuestro trato?
—No exijo nada, Karata —dijo Raoden, ofreciéndole la mano para ayudarla a incorporarse—. Pero sabes quién soy, y puedes imaginar qué intento hacer.
—Eres como Aanden —dijo Karata—. Planeas dominar Elantris como tu padre domina el resto de esta tierra maldita.
—La gente me juzga rápidamente hoy —dijo Raoden con una sonrisa triste—. No, Karata, no pretendo «dominar» Elantris. Pero quiero ayudarla. Veo una ciudad llena de gente que siente lástima de sí misma, gente resignada a verse como el resto del mundo la ve. Elantris no tiene que ser el pozo que es.
—¿Cómo se puede cambiar eso? Mientras la comida escasee, la gente luchará y destruirá para saciar su hambre.
—Entonces tendremos que darle de comer.
Karata hizo una mueca.
Raoden buscó en el interior del bolsillo que había formado en sus ajadas ropas.
—¿Reconoces esto, Karata? —preguntó, mostrándole una bolsita de tela. Estaba vacía, pero la guardaba como recordatorio de su propósito.
Los ojos de Karata ardieron de deseo.
—Contenía comida.
—¿De que tipo?
—Es una de las bolsas de grano que forma parte de la ofrenda que acompaña a un nuevo elantrino —dijo Karata.
—No sólo grano, Karata —dijo Raoden, alzando un dedo—. Semillas de cereal. La ceremonia requiere que una ofrenda de grano sea plantable.
—¿Semillas de cereal? —susurró Karata.
—Se las he estado recogiendo a los recién llegados —explicó Raoden—. El resto de las ofrendas no me interesa: sólo el grano. Podemos plantarlo, Karata. No hay tanta gente en Elantris; no tendría que ser difícil dar de comer a todos. Domi sabe que tenemos suficiente tiempo libre para cuidar un huerto o dos.
Los ojos de Karata se abrieron de par en par, sorprendidos.
—Nadie ha intentado eso —dijo, anonadada.
—Eso pensaba. Hace falta previsión, y la gente de Elantris está demasiado concentrada en su hambre inmediata para preocuparse por el mañana. Pretendo cambiar eso.
Karata miró a Raoden a la cara.
—Sorprendente —murmuró.
—Vamos —dijo Raoden, guardando la bolsa y escondiendo luego la espada robada entre sus harapos—. Casi hemos llegado a las puertas.
—¿Cómo pretendes que volvamos a entrar?
—Espera y verás.
Mientras caminaban, Karata se detuvo junto a una casa a oscuras.
—¿Qué? —preguntó Raoden.
Karata señaló. En la ventana, al otro lado del cristal, había una hogaza de pan.
De repente, Raoden sintió que su propia hambre le apuñalaba bruscamente las entrañas. No podía reprocharle nada a Karata: incluso dentro del palacio, él había estado buscando algo que llevarse.
—No podemos correr ese riesgo, Karata.
Karata suspiró.
—Lo sé. Es que… ¡estamos tan cerca!
—Todas las tiendas están cerradas, y las casas —dijo Raoden—. No encontraremos nada.
Karata asintió y, como aletargada, volvió a ponerse en movimiento. Doblaron una esquina y se acercaron a las grandes puertas de Elantris. A su lado había un edificio bajo de cuyas ventanas surgía luz. Dentro había varios guardias, cuyos uniformes marrones y amarillos destacaban a la luz de la lámpara. Raoden se acercó al edificio y llamó a una ventana con los nudillos.
—Disculpadme, ¿os importaría abrir las puertas, por favor?
Los guardias, que estaban jugando a las cartas, se levantaron alarmados de sus sillas, gritando y maldiciendo al reconocer los rasgos elantrinos de Raoden.
—Daos prisa —dijo Raoden como quien no quiere la cosa—. Me estoy cansando.
—¿Qué estás haciendo fuera? —preguntó exigente uno de los guardias, un oficial según parecía, mientras sus hombres salían del edificio. Varios apuntaron con sus lanzas al pecho de Raoden.
—Intentando volver dentro —dijo Raoden, impaciente.
Uno de los guardias alzó su lanza.
—Yo no haría eso si fuera tú —dijo Raoden—. No a menos que quieras explicar cómo conseguiste matar a un elantrino fuera de las puertas. Se supone que tenéis que mantenernos dentro de la ciudad… será bastante embarazoso si la gente descubre que nos escapamos ante vuestras narices.
—¿Cómo habéis escapado? —preguntó el oficial.
—Os lo diré más tarde. Ahora deberíais devolvernos a la ciudad antes de que despertemos a todo el barrio y cunda el pánico. Ah, y no os acerquéis demasiado. La Shaod, después de todo, es altamente contagiosa.
Los guardias se apartaron al oír sus palabras. Vigilar Elantris era una cosa; enfrentarse a un cadáver ambulante, otra. El oficial, sin saber qué otra cosa hacer, ordenó abrir las puertas.
—Gracias, buen hombre —dijo Raoden con una sonrisa—. Estás haciendo un trabajo maravilloso. Tendremos que ver si podemos conseguirte un ascenso.
Con eso, le tendió el brazo a Karata y cruzó las puertas de Elantris como si los soldados fueran sus criados personales en vez de los guardias de su prisión.
Karata no pudo dejar de reír mientras las puertas se cerraban tras ellos.
—Haces que parezca que queremos estar aquí dentro. Como si fuera un privilegio.
—Y eso es exactamente lo que deberíamos sentir. Después de todo, si vamos a estar confinados en Elantris, bien podríamos actuar como si fuera el mejor palacio del mundo entero.
Karata sonrió.
—Te gustan los retos, mi príncipe. Me gusta.
—La nobleza es una carga además de una educación. Si actuamos como si vivir aquí fuera una bendición, entonces tal vez empecemos a olvidar lo patéticos que creemos que somos. Ahora, Karata, quiero que hagas algunas cosas por mí.
Ella alzó una ceja.
—No le digas a nadie quién soy. Quiero lealtad en Elantris basada en el respeto, no en mi título.
—Muy bien.
—Segundo, no le hables a nadie del pasadizo del río.
—¿Por qué no?
—Es demasiado peligroso. Conozco a mi padre. Si la guardia empieza a descubrir a demasiados elantrinos fuera de la ciudad, vendrá y nos destruirá. El único modo de que Elantris progrese es que se convierta en autosuficiente. No podemos arriesgarnos a tener que ir a la ciudad para mantenernos.
Karata escuchó antes de asentir.
—Muy bien. —Se detuvo pensativa un instante—. Príncipe Raoden, hay algo que quiero enseñarte.
Los niños eran felices. Aunque la mayoría dormía, unos pocos estaban despiertos y reían y jugaban unos con otros. Todos eran calvos, naturalmente, y llevaban las marcas de la Shaod. No parecía importarles.
—Así que aquí es donde van todos —dijo Raoden con interés.
Karata lo condujo a la sala, oculta en las profundidades del palacio de Elantris. En otra época aquel edificio había alojado a los líderes electos por los ancianos elantrinos. Ahora escondía un recreo para bebés.
Varios hombres vigilaban a los niños. Miraron a Raoden con recelo. Karata se volvió hacia él.
—Cuando llegué a Elantris, vi a los niños agazapados en las sombras, asustados de todo lo que pasaba, y pensé en mi propia Opais. Algo en mi corazón sanó cuando empecé a ayudarlos… los reuní, les demostré un poco de amor, y ellos se aferraron a mí. Cada uno de los hombres y mujeres que ves aquí dejó a un niño en el exterior.
Karata se detuvo, y acarició afectuosamente la cabeza de un niñito elantrino.
—Los niños nos unen, impiden que cedamos al dolor. La comida que reunimos es para ellos. De algún modo, podemos soportar el hambre un poco mejor si sabemos que se debe, en parte, a que les dimos a los niños lo que teníamos.
—Nunca hubiese dicho… —empezó Raoden en voz baja, viendo a dos niñas pequeñas jugar a las palmas.
—¿Que pudieran ser felices? —terminó por él Karata. Indicó a Raoden que la siguiera y retrocedieron, apartándose de los niños para que no los oyeran—. Nosotros tampoco lo comprendemos, mi príncipe. Parece que soportan mejor el hambre que el resto de nosotros.
—La mente de un niño es algo sorprendentemente resistente.
—Parecen capaces de soportar también cierta cantidad de dolor —continuó Karata—, chichones y magulladuras y esas cosas. Sin embargo, acaban por romperse, como todo el mundo. En un momento un niño es feliz y juguetón. Luego se cae o se corta demasiadas veces, y su mente cede. Tengo otra sala, lejos de estos pequeños, llena de docenas de niños que no hacen más que gimotear todo el día.
Raoden asintió.
—¿Por qué me enseñas esto? —preguntó al cabo de un momento.
Karata hizo una pausa.
—Porque quiero unirme a ti. Una vez serví a tu padre, a pesar de lo que pensaba de él. Ahora serviré a su hijo por lo que pienso de él. ¿Aceptarás mi lealtad?
—Será un honor, Karata.
Ella asintió y se volvió hacia los niños con un suspiro.
—No me queda mucho, lord Raoden —susurró—. Me preocupa lo que les sucederá a mis niños cuando me pierda. El sueño que tienes, esa loca idea de una Elantris donde cultivemos comida e ignoremos nuestro dolor… quiero verte intentar crearlo. No creo que lo consigas, pero pienso que nos convertirás en algo mejor en el proceso.
—Gracias —dijo Raoden, advirtiendo que acababa de asumir una responsabilidad monumental. Karata había vivido más de un año con la carga que él empezaba a sentir. Estaba cansada: podía verlo en sus ojos. Ahora, llegado el momento, podría descansar. Le había pasado su cruz.
—Gracias —dijo Karata, mirando a los niños.
—Dime, Karata —preguntó tras pensarlo un momento—. ¿De verdad les habrías roto las piernas a los míos?
Karata no respondió al principio.
—Dime tú, mi príncipe. ¿Qué habrías hecho si hubiera intentado matar a tu padre esta noche?
—Son preguntas que será mejor que queden sin respuesta.
Karata asintió; en sus ojos cansados había una tranquila sabiduría.
Raoden sonrió al reconocer la figura voluminosa que se encontraba de pie ante la capilla, esperando su regreso. El rostro preocupado de Galladon quedaba iluminado por la diminuta llama de su linterna.
—¿Una luz para guiarme a casa, amigo mío? —preguntó Raoden desde la oscuridad mientras se acercaba.
—¡Sule! —exclamó Galladon—. Por Doloken, ¿no estás muerto?
—Por supuesto que sí —rió Raoden, dando una palmada a su amigo en el hombro—. Todos lo estamos… o al menos, eso es lo que te gusta decirme.
Galladon sonrió.
—¿Dónde está la mujer?
—La he acompañado a casa, como haría cualquier caballero —dijo Raoden, entrando en la capilla. Dentro, Mareshe y los demás se despertaron con el sonido de sus voces.
—¡Lord Espíritu ha vuelto! —dijo Saolin con entusiasmo.
—Toma, Saolin, un regalo —dijo Raoden, sacando la espada de debajo de sus harapos y arrojándosela al soldado.
—¿Qué es esto, mi señor?
—Esa lanza es una maravilla si tenemos en cuenta el material de partida —dijo Raoden—, pero creo que deberías tener algo un poco más fuerte si pretendes luchar de verdad.
Saolin sacó la hoja de su vaina. La espada, nada especial en el exterior, era una maravillosa obra de arte dentro de los confines de Elantris.
—Ni una mancha de óxido —dijo Saolin con asombro—. ¡Y tiene grabado el símbolo de la guardia personal de Iadon!
—¿Entonces el rey está muerto? —preguntó ansioso Mareshe.
—Nada de eso. Nuestra misión era de naturaleza personal, Mareshe, y no hizo falta matar a nadie… aunque el guardia dueño de esa espada probablemente está furioso.
—Apuesto a que sí —bufó Galladon—. ¿Entonces ya no tenemos que preocuparnos más por Karata?
—No —dijo Raoden con una sonrisa—. De hecho, su banda se unirá a nosotros.
Hubo unos cuantos murmullos de sorpresa por el anuncio, y Raoden hizo una pausa antes de continuar.
—Mañana vamos a visitar el sector del palacio. Karata tiene algo que quiero que veáis todos… algo que todo el mundo en Elantris debería ver.
—¿Qué es, sule?
—La prueba de que el hambre puede ser derrotada.