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Al principio de su carrera, a Hrathen le había resultado difícil aceptar otros idiomas. El fjordell era la lengua elegida del mismísimo Jaddeth: era sagrada, mientras que las otras lenguas eran profanas. ¿Cómo, entonces, se convertía a aquellos que no hablaban fjordell? ¿Se les hablaba en su propia lengua o se obligaba a todos los verdaderos suplicantes a que estudiaran fjordell primero? Parecía una tontería exigir a toda una nación que aprendiera un lenguaje nuevo antes de permitirle oír hablar del Imperio de Jaddeth.

Así pues, cuando se vio obligado a elegir entre lo profano y un retraso infinito, Hrathen eligió lo profano. Había aprendido a hablar aónico y duladen, e incluso sabía un poco de jindoés. Cuando enseñaba, enseñaba a la gente en su propia lengua; aunque, cierto, todavía le molestaba hacerlo. ¿Y si nunca aprendían? ¿Y si sus acciones hacían pensar a la gente que no necesitaban el fjordell, ya que podían aprender acerca de Jaddeth en su lengua materna?

Estos pensamientos, y muchos parecidos, pasaban por la mente de Hrathen mientras predicaba al pueblo de Kae, no por falta de dedicación: simplemente, había pronunciado tantas veces los mismos discursos que se habían anquilosado. Hablaba mecánicamente, alzando y bajando la voz con el ritmo del sermón, ejecutando el antiguo acto que era un híbrido de la oración y el teatro.

Cuando los instaba a hacerlo, respondían con aplausos. Cuando condenaba, se miraban con rubor. Cuando alzaba la voz, prestaban atención y, cuando la reducía a un mero susurro, quedaban aún más cautivados. Era como si controlara a las mismísimas olas del mar, y la emoción recorría la multitud como las orlas de espuma.

Terminaba con una severa admonición para que sirvieran en el reino de Jaddeth, para que juraran ser odiv o krondet de uno de los sacerdotes que había en Kae, convirtiéndose así en parte de la cadena que los enlazaba directamente con el Señor Jaddeth. La gente corriente servía a los arteths y dorven, los arteths y dorven servían a los gradors, los gradors servían a los ragnats, los ragnats servían a los gyorns, los gyorns servían al Wyrn y el Wyrn servía a Jaddeth. Sólo los gradgets (jefes de los monasterios) no estaban directamente en la cadena. Era un sistema organizado de manera soberbia. Todo el mundo sabía a quién tenía que servir; la mayoría no tenía que preocuparse por las órdenes de Jaddeth, que a menudo escapaban a su comprensión. Todo lo que tenían que hacer era seguir a su arteth, servirlo lo mejor que pudieran, y Jaddeth estaría satisfecho con ellos.

Hrathen se bajó del estrado, satisfecho. Sólo llevaba unos cuantos días predicando en Kae, pero la capilla estaba ya tan repleta que la gente tenía que ponerse en fila al fondo cuando los asientos estaban ocupados. Sólo unos pocos de los recién llegados estaban realmente interesados en convertirse: la mayoría acudía porque Hrathen era una novedad. Sin embargo, regresarían. Podían decirse que sólo sentían curiosidad, que su interés no tenía nada que ver con la religión… pero regresarían.

Cuando el Shu-Dereth se hiciera más popular en Kae, la gente de estas primeras reuniones se sentiría importante por asociación. Alardearían de haber descubierto al Shu-Dereth mucho antes que sus vecinos, y como consecuencia seguirían asistiendo. Su orgullo, mezclado con los convincentes sermones de Hrathen, acabaría con las dudas y pronto se encontrarían jurando servir a uno de los arteths.

Hrathen tendría que nombrar pronto a un nuevo arteth jefe. Había pospuesto la decisión, esperando a ver cómo se enfrentaban a sus tareas los sacerdotes que quedaban en la capilla. Sin embargo, el tiempo empezaba a agotarse, y los miembros locales serían pronto demasiados para que Hrathen los localizara y organizara él solo, sobre todo teniendo en cuenta todos los planes y las prédicas que tenía que hacer.

La gente del fondo empezaba a salir de la capilla. Sin embargo, un sonido los detuvo. Hrathen miró hacia el estrado con sorpresa. La reunión tendría que haber terminado tras su sermón, pero alguien pensaba diferente. Dilaf había decidido hablar.

El bajo areliso gritó sus palabras con fiera energía. En apenas unos segundos, la multitud guardó silencio y la mayoría de la gente regresó a sus asientos. Habían visto a Dilaf siguiendo a Hrathen, y probablemente sabían que era un arteth, pero Dilaf nunca se había dirigido a ellos hasta entonces. Ahora, sin embargo, era imposible ignorarlo.

No respetó ninguna ley de la oratoria. No varió el tono de voz ni miró a los ojos a los miembros del público. No mantuvo una postura digna y erguida de control: en cambio, saltó por el estrado enérgicamente, gesticulando como un loco. Su cara estaba cubierta de sudor; sus ojos, muy abiertos, acosaban.

Y le escuchaban.

Le escuchaban con más atención que a Hrathen. Seguían con los ojos los locos saltos de Dilaf, transfigurados por cada uno de sus poco ortodoxos movimientos. El discurso de Dilaf giraba alrededor de un solo tema: el odio hacia Elantris. Hrathen pudo sentir que la atención del público crecía. La pasión de Dilaf era como un catalizador, como un moho que se extendía sin control cuando encontraba un sitio húmedo donde crecer. Pronto todo el público compartió su aversión y coreó sus denuncias.

Hrathen lo observó todo con preocupación y, lo admitía, con celos. A diferencia de Hrathen, Dilaf no había recibido formación en las grandes escuelas del este. Sin embargo, el bajo sacerdote tenía algo de lo que carecía Hrathen. Pasión.

Hrathen había sido siempre un calculador. Era organizado, cuidadoso y estaba atento a cada detalle. Esas mismas cualidades del Shu-Dereth (su método estandarizado y ordenado de gobernar junto con su filosofía lógica) eran más que nada lo que le había atraído al sacerdocio. Nunca había dudado de la Iglesia. Algo tan perfectamente organizado no podía sino ser adecuado.

A pesar de esa lealtad, Hrathen nunca había sentido lo que Dilaf expresaba ahora. No tenía odios tan intensos que le hicieran llorar, ni amores tan profundos para arriesgarlo todo en su nombre. Siempre había creído ser el perfecto seguidor de Jaddeth, y que su Señor necesitaba calma más que ardor desatado. Ahora, sin embargo, dudaba.

Dilaf tenía más poder sobre su público de lo que Hrathen había tenido jamás. El odio de Dilaf por Elantris no era lógico, sino irracional y salvaje, pero a ellos no les importaba. Hrathen podía pasarse años explicándoles los beneficios del Shu-Dereth sin conseguir jamás la reacción que ellos expresaban ahora. Una parte de él hervía, tratando de convencerse a sí mismo de que el poder de las palabras de Dilaf no duraría, que la pasión del momento se perdería en lo mundano de la vida… pero otra parte más sincera se mostraba simplemente envidiosa. ¿Qué había de malo en Hrathen que, en treinta años de servicio al reino de Jaddeth, no había sentido ni una sola vez lo que Dilaf parecía sentir continuamente?

Al cabo de un rato, Dilaf guardó silencio. La sala permaneció completamente en silencio tras el discurso. Luego empezaron todos a discutir, acalorados, mientras salían en fila de la capilla. Dilaf se bajó del estrado y se desplomó en uno de los bancos delanteros.

—Bien hecho —comentó una voz junto a Hrathen. El duque Telrii escuchaba los sermones desde un cubículo privado, en un lateral de la capilla—. Que ese bajito hablara al final ha sido una maniobra maravillosa por su parte, Hrathen. Me he preocupado cuando he visto que la gente se aburría. El joven sacerdote ha vuelto a atraer la atención de todos.

Hrathen ocultó su molestia porque Telrii usaba su nombre y no su título; ya habría tiempo más adelante para cambiar esa falta de respeto. También se abstuvo de hacer ningún comentario sobre el supuesto aburrimiento del público durante su sermón.

—Dilaf es un joven raro —dijo en cambio—. Hay dos caras en cada discurso, lord Telrii: la lógica y la apasionada. Tenemos que lanzar nuestro ataque desde ambas direcciones si queremos vencer. —Telrii asintió—. Así pues, mi señor, ¿habéis considerado mi propuesta?

Telrii vaciló un momento, y luego volvió a asentir.

—Es tentadora, Hrathen. Muy tentadora. No creo que haya ningún hombre en Arelon que pudiera rehusarla, y mucho menos yo.

—Bien. Contactaré con Fjorden. Deberíamos poder comenzar esta misma semana.

Telrii asintió. La marca de nacimiento de su cuello parecía en la penumbra un gran moratón. Luego, tras hacer un gesto a sus numerosos ayudantes, el duque salió por la puerta lateral de la capilla y desapareció en la noche. Hrathen vio cerrarse la puerta y se acercó a Dilaf, quien todavía estaba tendido en el banco.

—Eso ha sido inesperado, arteth. Tendrías que haber hablado conmigo antes.

—No lo había planeado, mi señor —explicó Dilaf—. De repente he sentido la necesidad de hablar. Sólo lo he hecho en tu servicio, mi hroden.

—Por supuesto —dijo Hrathen, insatisfecho. Telrii tenía razón: la intervención de Dilaf había sido valiosa. Por mucho que Hrathen quisiera reprender al arteth, no podía hacerlo. Sería negligente en su servicio al Wyrn si no usaba cada herramienta disponible para convertir al pueblo de Arelon, y Dilaf había demostrado ser una muy útil. Hrathen necesitaría al arteth para que hablara en encuentros posteriores. Una vez más, Dilaf lo había dejado sin muchas opciones.

—Bien, está hecho —dijo Hrathen zanjando la cuestión—. Y parece que les ha gustado. Tal vez te haga hablar de nuevo alguna vez. Sin embargo, debes recordar cuál es tu lugar, arteth. Eres mi odiv: no actúes a menos que yo te lo indique específicamente. ¿Comprendido?

—Perfectamente, mi señor Hrathen.

Hrathen cerró silenciosamente la puerta de sus aposentos personales. Dilaf no estaba allí; Hrathen nunca le permitiría ver lo que estaba a punto de ocurrir. En eso Hrathen podía aún sentirse superior al joven sacerdote areliso. Dilaf nunca llegaría a las filas más altas del sacerdocio pues no podría hacer jamás lo que Hrathen iba a hacer… algo que sólo sabían los gyorns y el Wyrn.

Hrathen permaneció sentado en silencio, preparándose. Sólo después de media hora de meditación se sintió lo suficientemente controlado para actuar. Tras inspirar cuidadosamente, se levantó de su asiento y se acercó al gran arcón que aguardaba en un rincón de su habitación. Encima de él había unos cuantos tapices doblados, cuidadosamente dispuestos para disimular. Hrathen retiró con reverencia los tapices y luego rebuscó bajo su camisa para sacar la cadena de oro que llevaba colgada al cuello. De la cadena pendía una llavecita con la que abrió el arcón, revelando su contenido: una cajita metálica.

La caja tenía aproximadamente el tamaño de cuatro libros apilados, y Hrathen notó su peso en las manos cuando la sacó del arcón. Sus lados habían sido construidos con el mejor acero, y en su parte delantera había un pequeño dial y varias delicadas palancas. El mecanismo había sido diseñado por los mejores cerrajeros de Svorden. Sólo Hrathen y el Wyrn conocían la manera adecuada de girar y tirar para abrir la caja.

Hrathen giró el dial y tiró de las palancas siguiendo una secuencia que había memorizado poco después de ser nombrado gyorn. La combinación no se había escrito nunca. Habría sido extremadamente incómodo para el Shu-Dereth que alguien ajeno al sacerdocio descubriera el contenido de la caja.

El cerrojo chasqueó y Hrathen abrió la tapa con mano firme. Una pequeña bola brillante esperaba paciente en su interior.

—¿Me necesitas, mi señor? —preguntó con suave voz femenina.

—¡Calla! —ordenó Hrathen—. Sabes que no debes hablar.

La bola de luz flotó, sumisa. Habían pasado meses desde la última vez que Hrathen había abierto la caja, pero la seon no mostraba ningún signo de rebeldía. Las criaturas (o lo que fueran) parecían ser fielmente obedientes.

Los seones habían supuesto la mayor sorpresa de Hrathen tras su nombramiento como gyorn. No es que le sorprendiera descubrir que las criaturas eran reales: aunque muchos en el este las consideraban un mito aónico, para entonces Hrathen ya había aprendido que había… cosas en el mundo que la gente normal no comprendía. Los recuerdos de sus primeros años en Dakhor todavía hacían que temblara de miedo.

No, la sorpresa para Hrathen fue descubrir que el Wyrn consentía en usar magia pagana para ampliar el Imperio de Jaddeth. El propio Wyrn había explicado la necesidad de usar seones, pero Hrathen había tardado años en aceptar la idea. Al final, la lógica se impuso. Igual que en ocasiones era necesario hablar en lenguas paganas para predicar el Imperio de Jaddeth, había casos en los que las artes del enemigo demostraban ser valiosas.

Naturalmente, sólo aquellos con más autocontrol y santidad podían usar los seones sin ser tentados. Los gyorns los usaban para contactar con el Wyrn cuando estaban en un país lejano, y lo hacían pocas veces. La comunicación instantánea a través de distancias tan grandes era un recurso cuyo precio merecía la pena.

—Ponme con el Wyrn —ordenó Hrathen. El seon obedeció, alzándose un poco, buscando con sus habilidades hablar con el seon que el propio Wyrn tenía oculto y que era atendido en todo momento por un sirviente mudo cuyo sagrado deber era vigilar a la criatura.

Hrathen miró a la seon mientras esperaba. La seon flotaba, paciente. Siempre parecía obediente; de hecho, los otros gyorns ni siquiera se cuestionaban la lealtad de las criaturas. Decían que era parte de la magia de los seones ser fieles a sus amos, aunque esos amos los detestaran.

Hrathen no estaba tan seguro. Los seones podían contactar con otros de su clase, y al parecer no necesitaban dormir ni la mitad que los hombres. ¿Qué hacían los seones, mientras sus amos dormían? ¿Qué secretos discutían? En un momento dado, la mayoría de los nobles de Duladel, Arelon, Teod e incluso Jindo habían tenido seones. Durante esos días, ¿de cuántos secretos habían sido testigos aquellas bolas flotantes, de cuántos habían tal vez chismorreado?

Sacudió la cabeza. Menos mal que aquellos días habían pasado. Arrinconados a causa de su asociación con la caída de Elantris, incapaces de seguir reproduciéndose por la pérdida de la magia elantrina, los seones eran cada vez más escasos. Cuando Fjorden conquistara Occidente, Hrathen dudaba que volvieran a verse seones flotando libremente. Su seon empezó a gotear como agua y tomó la forma del orgulloso rostro del Wyrn. Sus rasgos nobles y cuadrados observaron a Hrathen.

—Estoy aquí, hijo mío —la voz del Wyrn flotó a través del seon.

—Oh, gran señor y maestro, uncido de Jaddeth y emperador de la luz de Su favor —dijo Hrathen, agachando la cabeza.

—Habla, oh, mi odiv.

—Tengo una propuesta de uno de los lores de Arelon, Magnífico…