11

Sólo cinco hombres respondieron a la invitación de Kiin. Lukel frunció el ceño en vista del escaso resultado.

—Raoden llegó a tener hasta treinta hombres en sus reuniones antes de morir —explicó el guapo mercader—. No esperaba que vinieran todos, ¿pero cinco? Ni siquiera merece la pena que les dediquemos nuestro tiempo.

—Es suficiente, hijo —dijo Kiin, pensativo, asomándose a la puerta de la cocina—. Puede que sean pocos, pero son los mejores. Esos son cinco de los hombres más poderosos de la nación, por no mencionar los más inteligentes. Raoden tenía el don de atraer a su lado a hombres listos.

—Kiin, viejo oso —llamó uno de los hombres desde el comedor. Era un individuo fornido con vetas de pelo plateado que llevaba uniforme militar—. ¿Vas a darnos de comer o no? Domi sabe que sólo he venido porque me enteré de que ibas a prepararnos ketathum asado.

—El cerdo está dando vueltas mientras hablamos, Eondel —respondió Kiin—. Y me he asegurado de preparar una ración doble para ti. Ten listo el estómago para dentro de unos momentos.

El hombre se rió con ganas, palpándose la panza… que era, por lo que Sarene veía, tan plana y dura como la de un hombre muchos años más joven.

—¿Quién es? —preguntó.

—El conde de la Plantación Eon —dijo Kiin—. Lukel, ve a mirar el cerdo mientras tu prima y yo cotilleamos sobre nuestros invitados.

—Sí, padre —dijo Lukel, aceptando el atizador y acercándose al horno situado al fondo de la cocina.

—Eondel es el único hombre aparte de Raoden a quien he visto oponerse abiertamente al rey y salirse con la suya —explicó Kiin—. Es un genio militar, dueño de un pequeño ejército personal. Sólo cuenta con un par de cientos de hombres, pero están enormemente bien entrenados.

A continuación, Kiin señaló por la puerta entreabierta a un hombre de piel oscura y rasgos delicados.

—El que está junto a Eondel es el barón Shuden.

—¿Jindoés? —preguntó Sarene.

Su tío asintió.

—Su familia se estableció en Arelon hace cosa de un siglo, y han amasado una fortuna dirigiendo las rutas de comercio jindoesas por todo el país. Cuando Iadon llegó al poder, les ofreció una baronía para que sus caravanas siguieran en marcha. El padre de Shuden murió hace cinco años, y el hijo es mucho más tradicional de lo que fuera jamás el padre. Cree que el método de gobierno de Iadon contradice el espíritu del Shu-Keseg, y por eso está dispuesto a reunirse con nosotros.

Sarene se frotó la mejilla, pensativa, mientras estudiaba a Shuden.

—Si su corazón es tan jindoés como su piel, tío, entonces podríamos tener a un poderoso aliado.

—Eso es lo que pensaba tu marido.

Sarene hizo una mueca.

—¿Por qué sigues refiriéndote a Raoden como «tu marido»? Sé que estoy casada. No hace falta recalcarlo.

—Tú lo sabes —dijo Kiin con su voz rasposa—, pero todavía no lo crees.

O bien Kiin no vio la interrogación en su rostro o simplemente la ignoró, pues continuó con sus explicaciones como si no acabara de hacer un juicio dolorosamente injusto.

—Junto a Shuden se encuentra el duque Roial de la Plantación Ial —dijo Kiin, indicando al más viejo de los presentes—. Sus posesiones incluyen el puerto de Iald, una ciudad que sólo está por debajo de Kae en riqueza. Es el hombre más poderoso de la sala y probablemente también el más sabio. Sin embargo, le repugna emprender acciones contra el rey. Iadon y Roial son amigos desde antes del Reod.

Sarene alzó una ceja.

—¿Por qué viene, entonces?

—Roial es un buen hombre —explicó Kiin—. Amigo de Iadon o no, sabe que su modo de gobernar ha sido catastrófico para esta nación. Eso, y sospecho que también viene por aburrimiento.

—¿Acude a reuniones clandestinas simplemente porque está aburrido? —preguntó Sarene, incrédula.

Su tío se encogió de hombros.

—Cuando se vive tanto tiempo como Roial, cuesta encontrar cosas que te interesen. La política está tan dentro del duque que probablemente no puede dormir por las noches a menos que esté implicado en al menos cinco planes descabellados diferentes: era gobernador de Iald antes del Reod y fue el único cargo nombrado por Elantris que permaneció en el poder después del levantamiento. Es fabulosamente rico… Iadon lo supera en riqueza sólo porque incluye una recaudación nacional de impuestos en sus propias ganancias.

Sarene estudió al duque mientras el grupo de hombres reía uno de los comentarios de Roial. Parecía diferente a los otros viejos estadistas que había conocido: Roial era estentóreo en vez de reservado, casi más malicioso que distinguido. A pesar de su diminuto tamaño, el duque dominaba la conversación, y sus finos mechones de pelo blanco como la tiza se agitaban cuando reía. Sin embargo, un hombre no parecía cautivado por la compañía del duque.

—¿Quién está sentado al lado del duque Roial?

—¿El rellenito?

—¿Rellenito? —dijo Sarene, alzando una ceja. El hombre era tan grueso que su estómago rebosaba por los lados de su sillón.

—Así es como los gordos nos referimos unos a otros —dijo Kiin con una sonrisa.

—Pero tío —dijo Sarene con una dulce sonrisa—, tú no estás gordo. Tú eres… robusto.

Kiin soltó una risa rasposa.

—Muy bien, pues. El caballero «robusto» que está junto a Roial es el conde Ahan. No lo dirías al verlos, pero él y el duque son muy buenos amigos. O enemigos muy antiguos. Nunca recuerdo qué.

—Hay una pequeña diferencia, tío —señaló Sarene.

—En realidad no. Los dos llevan discutiendo y peleando tanto tiempo que ninguno de los dos sabría qué hacer sin el otro. Tendrías que haber visto sus caras cuando se dieron cuenta de que ambos estaban en el mismo bando en este asunto concreto… Raoden se estuvo riendo durante días después de la primera reunión. Al parecer, se había reunido con cada uno por separado y se había ganado su apoyo, y ambos asistieron a la primera reunión creyendo que estaban venciendo al otro.

—Y entonces, ¿por qué siguen viniendo?

—Bueno, ambos parecen estar de acuerdo con nuestro punto de vista… por no mencionar el hecho de que disfrutan de la compañía mutua. Eso, o quieren echarle un ojo al otro. —Kiin se encogió de hombros—. De cualquier forma, nos ayudan, así que no nos quejamos.

—¿Y el último hombre? —preguntó Sarene, estudiando al último ocupante de la mesa. Era delgado, con la cabeza calva y los ojos nerviosos. Los otros no dejaban que su nerviosismo se notara: reían y hablaban como si hubieran ido a discutir del vuelo de los pájaros y no de traición. Aquel hombre, sin embargo, se rebullía en su asiento, incómodo, los ojos en constante movimiento, como si estuviera intentando decidir cuál era la forma más fácil de escapar.

—Edan —dijo Kiin, haciendo una mueca—. Barón de la Plantación Tii, al sur. Nunca me ha gustado, pero probablemente sea uno de nuestros más fuertes partidarios.

—¿Por qué está tan nervioso?

—El sistema de gobierno de Iadon potencia la avaricia: cuanto mejor le va a un noble desde un punto de vista financiero, más probable es que le concedan un título mejor. Por eso los nobles menores se retuercen como niños, cada uno intentando hallar nuevos modos de ordeñar a sus súbditos y aumentar sus posesiones.

—¿Podría perder su título?

—«Podría» no… va a perderlo en cuanto llegue la hora de pagar los impuestos e Iadon se dé cuenta de lo pobre que se ha vuelto el barón. Edan tiene tres meses para descubrir una mina de oro en su patio trasero o derrocar el sistema de Iadon de concesión de títulos nobiliarios. —Kiin se rascó la cara, como si intentara mesarse la barba. Sarene sonrió: hacía diez años que el hombretón no llevaba, pero cuesta erradicar las viejas costumbres.

—Edan está desesperado —continuó Kiin— y las personas desesperadas hacen cosas muy extrañas. No me fío de él, pero de todos los hombres de esa sala, probablemente es el que más ansioso está por que triunfemos.

—¿Y eso qué significaría? ¿Qué esperan exactamente conseguir esos hombres?

Kiin se encogió de hombros.

—Harán cualquier cosa por deshacerse de este absurdo sistema que requiere que demuestren su riqueza. Los nobles serán nobles, Ene… les preocupa mantener su puesto en la sociedad.

La discusión fue interrumpida por una voz que llamaba desde el comedor.

—Kiin —comentó el duque Roial—, podríamos haber criado a nuestros propios cerdos y haberlos sacrificado en el tiempo que estás tardando.

—La buena comida lleva su tiempo, Roial —rezongó Kiin, asomando la cabeza por la puerta—. Si crees que puedes hacerlo mejor, te invito a que cocines tú mismo.

El duque le aseguró que eso no sería necesario. Por fortuna, no tuvo que esperar mucho más. Kiin no tardó en anunciar que el cerdo estaba en su punto y ordenó a Lukel que empezara a trincharlo. El resto de la comida pronto estuvo servida: un festín tan grande que hubiese satisfecho incluso a Kaise, si su padre no les hubiera ordenado a ella y a los otros niños que fueran a casa de su tía.

—¿Sigues decidida a reunirte con nosotros? —le preguntó Kiin a Sarene cuando volvió a entrar en la cocina para recoger el último plato.

—Sí —respondió Sarene con firmeza.

—Esto no es Teod, Sarene. Estos hombres son mucho más… tradicionales. No consideran adecuado que una mujer se meta en política.

—¿Eso lo dice un hombre que ha preparado la cena? —preguntó Sarene.

Kiin sonrió.

—Buen argumento —dijo con su voz rasposa. Algún día ella se enteraría de lo que le había pasado en la garganta.

—Puedo apañármelas, tío. Roial no es el único a quien gustan los buenos desafíos.

—Muy bien, pues —dijo Kiin sosteniendo un gran plato humeante de habichuelas—. Vamos.

Su tío la condujo a través de las puertas de la cocina y entonces, después de soltar el plato, señaló a Sarene.

—Estoy seguro de que todos conocéis a mi sobrina, Sarene, princesa de nuestro reino.

Sarene hizo una reverencia al duque Roial y saludó con la cabeza a los demás antes de tomar asiento.

—Me preguntaba para quién era el cubierto sobrante —murmuró el anciano Roial—. ¿Sobrina, Kiin? ¿Estás emparentado con el trono teoiso?

—¡Oh, vamos! —rió alegremente el grueso Ahan—. ¡No me digas que no sabes que Kiin es hermano del viejo Eventeo! Mis espías me lo dijeron hace años.

—Estaba siendo amable, Ahan —dijo Roial—. No está bien estropear la sorpresa de un hombre sólo porque tus espías son eficaces.

—Bueno, tampoco está bien traer a una desconocida a una reunión de esta naturaleza —recalcó Ahan. Su voz seguía siendo alegre, pero sus ojos eran serios.

Todos los rostros se volvieron hacia Kiin, pero fue Sarene quien respondió.

—Cabe suponer que después de tan drástica reducción en vuestro número, mi señor, agradeceríais cierto apoyo adicional… independientemente de lo desconocido, o lo femenino, que sea.

Los comensales guardaron silencio, diez ojos estudiándola a través del vapor que brotaba de varias de las obras maestras culinarias de Kiin. Sarene notó que se envaraba bajo sus miradas. Esos hombres sabían que el menor error podía significar la destrucción de sus casas. Uno no se toma la traición a la ligera en un país donde los tumultos civiles son un recuerdo fresco.

Finalmente, el duque Roial se echó a reír, y su carcajada resonó levemente en su pequeña constitución.

—¡Lo sabía! —proclamó—. Querida, nadie podría ser tan estúpido como aparentaste ser… Ni siquiera la reina tiene la cabeza tan hueca.

Sarene disfrazó con una sonrisa su nerviosismo.

—Creo que os equivocáis respecto a la reina Eshen, Gracia. Es simplemente… enérgica.

Ahan hizo una mueca.

—Si así es como quieres llamarlo.

Luego, como parecía que nadie iba a empezar, se encogió de hombros y se puso a servirse la comida. Roial, sin embargo, no siguió el ejemplo de su rival; la risa no había aliviado sus preocupaciones. Cruzó las manos y dirigió a Sarene una mirada evaluadora.

—Puede que seas buena actriz, querida —dijo el duque, mientras Ahan extendía la mano ante él para tomar una cesta de pan—, pero no veo ningún motivo para que asistas a esta cena. Aunque no es culpa tuya, eres joven y te falta experiencia. Las cosas que digamos esta noche serán muy peligrosas de oír y aún más peligrosas de recordar. Unas orejas innecesarias, no importa lo bonita que sea la cabeza que las acompaña, no convienen nada.

Sarene entornó los ojos tratando de decidir si el duque estaba intentando provocarla o no. Era difícil leer en Roial.

—Descubriréis que no carezco de experiencia, mi señor. En Teod no escondemos a nuestras mujeres bajo una barrera de tejidos y bordados. He pasado años sirviendo como diplomática.

—Cierto —dijo Roial—, pero no estás familiarizada con la delicada situación política que tenemos aquí en Arelon.

Sarene alzó una ceja.

—A menudo he descubierto, mi señor, que una opinión fresca y no mediatizada es una herramienta de valor incalculable en cualquier discusión.

—No seas tonta, muchacha —escupió el aún nervioso Edan mientras llenaba su plato—. No voy a arriesgar mi seguridad simplemente porque quieres reivindicar tu naturaleza liberada.

Una docena de réplicas mordaces acudieron a los labios de Sarene. Sin embargo, mientras decidía cuál era la más fuerte, una nueva voz entró en el debate.

—Os lo suplico, mis señores —dijo el joven jindo, Shuden, en voz muy baja pero muy clara—. Respondedme a una pregunta. ¿Es «muchacha» el título adecuado para alguien que, si las cosas hubieran sido un poco distintas, podría haber sido nuestra reina?

Los tenedores se detuvieron camino de las bocas y, una vez más, Sarene se vio convertida en el centro de atención de la sala. Esta vez, sin embargo, las miradas eran levemente más apreciativas. Kiin asintió, y Lukel le dirigió una sonrisa de ánimo.

—Os lo advierto, mis señores —continuó Shuden—, prohibidla o aceptadla, como os plaza, pero no la tratéis de manera irrespetuosa. Su título areliso no es más ni menos importante que los nuestros. Cuando ignoramos uno, debemos ignorar todos los demás.

Sarene se avergonzó interiormente, castigándose a sí misma. Había pasado por alto su activo más valioso: su matrimonio con Raoden. Había sido princesa de Teod toda la vida; el título era su piedra angular. Por desgracia, eso allí no era válido. Ya no era sólo Sarene, hija de Teod; también era Sarene, esposa del príncipe heredero de Arelon.

—Aplaudo vuestra cautela, mis señores —dijo—. Tenéis buenos motivos para ser cuidadosos… Habéis perdido a vuestro jefe, el único hombre que podría haberos dado protección. Recordad, sin embargo, que yo soy su esposa. No soy ninguna sustituta del príncipe, pero sigo estando relacionada con el trono. No sólo con su trono, sino también otros.

—Esto está muy bien, Sarene —dijo Roial—, pero «relaciones» y promesas nos servirán de muy poco contra la ira del rey.

—De poco no es lo mismo que nada, mi señor —replicó Sarene. Entonces, en un tono más suave y menos ácido, continuó—: Mi señor duque, nunca conoceré al hombre que ahora llamo mi marido. Todos respetasteis y, si he de creer a mi tío, amasteis a Raoden… pero yo, que debería haberlo amado más que nadie, nunca podré siquiera conocerlo. Este asunto en el que estáis implicados era su pasión. Quiero participar en él. Si no puedo conocer a Raoden, dejadme al menos compartir sus sueños.

Roial la observó un segundo y ella supo que estaba midiendo su sinceridad. El duque no era un hombre que se dejara engañar por el sentimentalismo. Al cabo de un rato, asintió y empezó a cortarse un trozo de cerdo.

—No tengo ningún inconveniente en que se quede.

—Ni yo —dijo Shuden.

Sarene miró a los otros. Lukel celebraba abiertamente su discurso, sonriente, y el robusto mercenario lord Eondel estaba al borde de las lágrimas.

—Doy mi aprobación a la dama.

—Bueno, si Roial la quiere aquí, yo tengo que oponerme por principio —dijo Ahan con una carcajada—. Pero, felizmente, parece que estoy en franca minoría. —Le hizo un guiño y le dirigió una ancha sonrisa—. De todas formas, estoy cansado de mirar siempre las mismas viejas caras arrugadas.

—Entonces, ¿se queda? —preguntó sorprendido Edan.

—Se queda —dijo Kiin. Su tío aún no había tocado la comida. No era el único: ni Shuden ni Eondel habían empezado a comer todavía. En cuanto el debate concluyó, Shuden inclinó la cabeza para orar brevemente y luego se dispuso a comer. Eondel, sin embargo, esperó a que Kiin tomara el primer bocado, un hecho que Sarene observó con interés. A pesar del rango superior de Roial, la reunión tenía lugar en casa de Kiin. Según las tradiciones más antiguas, tendría que haber sido privilegio suyo comer primero. Sólo Eondel, sin embargo, había esperado. Los otros estaban probablemente tan acostumbrados a ser la persona más importante de sus mesas respectivas que no pensaban cuándo debían comer.

Después de la intensidad del debate que rodeó el derecho de Sarene a estar presente, o la ausencia de tal derecho, los lores se apresuraron a tratar un tema menos controvertido.

—Kiin —declaró Roial—, ésta es con diferencia la mejor comida que he tomado en décadas.

—Me sonrojas, Roial —dijo Kiin. Al parecer evitaba llamar a los demás por sus títulos… pero, extrañamente, a ninguno parecía importarle.

—Estoy de acuerdo con lord Roial, Kiin —dijo Eondel—. Ningún cocinero de este país puede superarte.

—Arelon es grande, Eondel —respondió Kiin—. Ten cuidado y no me animes mucho, no vaya a ser que encuentres a alguien mejor y me des un chasco.

—Tonterías —dijo Eondel.

—No creo que hayas hecho todo esto tú solo —dijo Ahan, sacudiendo su gran cabeza redonda—. Estoy absolutamente convencido de que tienes a una flota de cocineros jaadorianos escondidos debajo de uno de esos fogones.

Roial hizo una mueca.

—El hecho de que haga falta un ejército de hombres para alimentarte, Ahan, no significa que un solo cocinero no sea suficiente para todos los demás. De todas formas, Kiin, es muy extraño que insistas en hacer todo esto tú solo. ¿No podrías al menos contratar a un ayudante?

—Me gusta, Roial. ¿Por qué tendría que dejar que otra persona me robara ese placer?

—Además, mi señor —añadió Lukel—, al rey le da un sofoco cada vez que oye que un hombre tan rico como mi padre hace algo tan mundano como cocinar.

—Muy astuto —reconoció Ahan—. Disidencia por el hecho de rebajarse.

Kiin alzó las manos con gesto inocente.

—Todo lo que sé, mis señores, es que un hombre puede cuidar de sí mismo y de su familia bastante fácilmente sin ninguna ayuda, no importa lo rico que supuestamente sea.

—¿Supuestamente, amigo mío? —rió Eondel—. Lo poco que nos dejas entrever es suficiente para conseguirte al menos un título de barón. Quién sabe, tal vez si le dijeras a todo el mundo lo que realmente posees no tendríamos que preocuparnos por Iadon… Tú serías el rey.

—Tus cálculos están un poco inflados, Eondel —dijo Kiin—. Yo sólo soy un hombre sencillo a quien le gusta cocinar.

Roial sonrió.

—Un hombre sencillo a quien le gusta cocinar… y cuyo hermano es el rey de Teod, cuya sobrina es hija de dos reyes y cuya esposa es de la alta nobleza de nuestra propia corte.

—No puedo evitar estar emparentado con gente importante —dijo Kiin—. El Misericordioso Domi nos pone a cada uno pruebas distintas.

—Hablando de pruebas —dijo Eondel, volviendo la mirada hacia Sarene—. ¿Ha decidido Su Alteza qué va a hacer en su Prueba?

Sarene frunció el ceño, confundida.

—¿Prueba, mi señor?

—Sí, oh, la… —El digno soldado desvió la mirada, un poco cohibido.

—Está hablando de tu Prueba de Viudez —explicó Roial.

Kiin negó con la cabeza.

—No me digas que esperáis que se someta a eso, Roial. Ni siquiera llegó a conocer a Raoden… Es ridículo esperar incluso que llore, mucho menos una Prueba.

Sarene notó que empezaba a molestarse. No importaba lo mucho que dijera que le gustaban las sorpresas, no le agradaba el rumbo que estaba tomando esa conversación.

—¿Quiere alguien por favor explicarme de qué Prueba se trata? —preguntó con voz firme.

—Cuando una mujer arelisa enviuda, mi señora —explicó Shuden—, se espera de ella que pase por una Prueba.

—¿Y qué se supone que tengo que hacer? —preguntó Sarene, frunciendo el ceño. No le gustaba tener deberes pendientes.

—Oh, repartir comida o mantas a los pobres —dijo Ahan agitando despectivo la mano—. Nadie espera que te intereses de verdad por el asunto, es sólo una de las tradiciones de los viejos tiempos que Iadon decidió mantener: los elantrinos solían hacer algo similar cuando moría uno de los suyos. Nunca me gustó la costumbre. Me parece que no deberíamos animar al pueblo a esperar nuestra muerte: no favorece mucho la popularidad de un aristócrata que ésta se halle en su punto más alto justo después de su muerte.

—Creo que es una buena tradición, lord Ahan —dijo Eondel.

Ahan se echó a reír.

—Claro, Eondel. Eres tan conservador que incluso tus calcetines son más tradicionales que el resto de tu persona.

—No puedo creer que nadie me haya hablado de eso —dijo Sarene, todavía molesta.

—Bueno, quizás alguien te lo hubiese mencionado si no te pasaras todo el tiempo metida en el palacio, en casa de Kiin —dijo Ahan.

—¿Y qué otra cosa se supone que debo hacer?

—Arelon tiene una bonita corte, princesa —dijo Eondel—. Creo que ha habido dos bailes desde tu llegada, y ahora mismo se está celebrando otro.

—Bueno, ¿y por qué no me ha invitado nadie?

—Porque estás de luto —explicó Roial—. Además, las invitaciones sólo se cursan a los hombres, quienes traen a sus hermanas y esposas.

Sarene frunció el ceño.

—Mira que sois retrógrados.

—Retrógrados no, Alteza —dijo Ahan—. Sólo tradicionales. Si quieres, podemos encargarnos de que algún hombre te invite.

—¿No estaría mal? —preguntó Sarene—. ¿Yo, que ni siquiera llevo una semana viuda, acompañando a algún joven soltero a una fiesta?

—Tiene razón —advirtió Kiin.

—¿Por qué no me lleváis todos? —preguntó Sarene.

—¿Nosotros? —dijo Roial.

—Sí, vosotros. Sus Altezas son lo bastante mayores para que la gente no hable demasiado: estaréis introduciendo a una joven amiga en las diversiones de la vida cortesana.

—Muchos de estos hombres están casados, Alteza —dijo Shuden.

Sarene sonrió.

—Qué coincidencia. Yo también.

—No te preocupes por nuestro honor, Shuden —dijo Roial—. Haré conocer las intenciones de la princesa y, mientras que no vaya con ninguno de nosotros muy a menudo, nadie hará comentarios.

—Entonces está decidido —dijo Sarene con una sonrisa—. Espero oír noticias de cada uno de vosotros, señores. Es esencial que vaya a esas fiestas: si quiero encajar alguna vez en Arelon, necesitaré conocer a la aristocracia.

Hubo consenso general y la conversación derivó hacia otros temas, como el inminente eclipse lunar. Mientras hablaban, Sarene advirtió que sus preguntas sobre la misteriosa Prueba no habían obtenido demasiada respuesta. Tendría que acorralar a Kiin más tarde.

Sólo un hombre no disfrutaba de la conversación ni, al parecer, de la comida. Lord Edan se había llenado el plato, pero apenas había dado unos cuantos bocados. Hurgaba la comida con insatisfacción, mezclando los diferentes preparados en una masa que sólo se parecía vagamente a las exquisiteces que Kiin había cocinado.

—Creía que habíamos decidido no volver a reunimos —farfulló finalmente Edan, abriéndose paso con su comentario en la conversación como un alce en mitad de una manada de lobos. Los otros callaron y se volvieron a mirarlo.

—Habíamos decidido no reunirnos durante un tiempo, lord Edan —dijo Eondel—. Nunca pretendimos dejar de reunimos definitivamente.

—Deberías estar contento, Edan —dijo Ahan, agitando un tenedor rematado por un trozo de cerdo—. Tú, sobre todo, tendrías que desear con toda tu alma que estas reuniones continuaran. ¿Cuánto falta para el próximo pago de impuestos?

—Creo que es el primer día de Eostek, lord Ahan —intervino servicial Eondel—. O sea, dentro de tres meses.

Ahan sonrió.

—Gracias, Eondel… es muy útil tenerte cerca. Siempre sabes las cosas que son adecuadas y todo lo demás. Como decía… tres meses, Edan. ¿Cómo van las arcas? ¿Sabes lo escrupulosos que son los auditores del rey…?

Edan se rebulló aún más bajo la brutal burla del conde. Era consciente de que se le acababa el tiempo… sin embargo, parecía tratar de olvidar sus problemas con la esperanza de que desaparecieran. El conflicto era visible en su rostro, y por lo visto Ahan encontraba gran placer contemplándolo.

—Caballeros —dijo Kiin—, no hemos venido aquí a discutir. Recordad que tenemos mucho que ganar con la reforma… incluyendo la estabilidad de nuestro país y la libertad de nuestro pueblo.

—No obstante, el buen barón saca a colación una preocupación legítima —dijo el duque Roial, acomodándose en su asiento—. A pesar de la promesa de ayuda de esta joven, estamos completamente desamparados sin Raoden. El pueblo amaba al príncipe: aunque Iadon hubiera descubierto nuestras reuniones, nunca habría emprendido una acción contra Raoden.

Ahan asintió.

—Ya no tenemos ningún poder para oponernos al rey. Antes estábamos ganando fuerza: probablemente hubiésemos tenido pronto de nuestra parte a suficientes miembros de la nobleza para hacerlo público. Ahora, sin embargo, no tenemos nada.

—Todavía tenéis un sueño, mi señor —dijo Sarene con voz tranquila—. Eso no es no tener nada.

—¿Un sueño? —rió Ahan—. El sueño era de Raoden, mi señora. Nosotros sólo mirábamos a ver adónde nos llevaba.

—No puedo creerlo, lord Ahan —dijo Sarene, frunciendo el ceño.

—Tal vez Su Alteza quiera decirnos cuál es ese sueño —solicitó Shuden, con voz inquisitiva pero no imperativa.

—Sois hombres inteligentes, mis queridos señores —repuso Sarene—. Tenéis la inteligencia y la experiencia para saber que un país no puede soportar la presión que Iadon está ejerciendo sobre él. Arelon no es un negocio que dirigir con mano de acero… es mucho más que su producción menos sus costes. El sueño, milores, es un Arelon cuyo pueblo trabaje con su rey en vez de contra él.

—Una buena observación, princesa —dijo Roial. Su tono, sin embargo, era categórico; el tema estaba cerrado. Se volvió hacia los demás y siguieron hablando todos, ignorando amablemente a Sarene. Le habían permitido asistir a la reunión, pero estaba claro que no pretendían dejar que se uniera a la discusión. Ella se echó hacia atrás en su silla, molesta.

—Tener un objetivo no es lo mismo que tener los medios para conseguirlo —estaba diciendo Roial—. Creo que deberíamos esperar… dejar que mi viejo amigo se arrincone él solo antes de intervenir para ayudar.

—Pero Iadon destruirá Arelon en el proceso, Gracia —objetó Lukel—. Cuanto más tiempo le demos, más difícil será recuperarlo.

—No veo otra opción —dijo Roial alzando las manos—. No podemos seguir actuando contra el rey como hacíamos antes.

Edan se agitó levemente, la frente cubierta de sudor. Por fin empezaba a darse cuenta de que, peligroso o no, seguir reuniéndose era una opción mucho mejor que esperar a que Iadon lo despojara de su título.

—Tienes razón, Roial —admitió Ahan a regañadientes—. El plan original del príncipe nunca hubiese funcionado. No podremos presionar al rey a menos que tengamos de nuestra parte al menos a la mitad de la nobleza… y sus fortunas.

—Hay otro medio, mis señores —dijo Eondel vacilante.

—¿Cuál, Eondel? —preguntó el duque.

—Yo tardaría menos de dos semanas en traer a la legión de sus puestos de vigilancia en las carreteras de la nación. El poder económico no es el único poder existente.

—Tus mercenarios nunca podrían enfrentarse a los ejércitos de Arelon —despreció Ahan—. El poder militar de Iadon puede que sea pequeño comparado con el de otros reinos, pero supera ampliamente la capacidad de tus pocos cientos de hombres… sobre todo si el rey recurre a la guardia de Elantris.

—Sí, lord Ahan, tienes razón —reconoció Eondel—. Sin embargo, si golpeamos con rapidez, mientras Iadon sigue ignorante de nuestras intenciones, podríamos situar a mi legión en el palacio y tomar al rey como rehén.

—Tus hombres tendrían que abrirse paso combatiendo hasta los aposentos del rey —dijo Shuden—. El nuevo Gobierno nacería de la sangre del antiguo, igual que el de Iadon surgió de la muerte de Elantris. Iniciarías de nuevo el ciclo para otra caída, lord Eondel. En cuanto una revolución consigue su objetivo, otra empieza a planearse. La sangre, la muerte y los golpes de Estado sólo conducen a más caos. Debe de haber un medio de persuadir a Iadon sin provocar la anarquía.

—Lo hay —dijo Sarene. Todos los ojos, molestos, se volvieron hacia ella. Seguían dando por supuesto que estaba allí solamente para escuchar. Tendrían que haberla conocido mejor.

—Estoy de acuerdo —dijo Roial, volviéndose e ignorando a Sarene—, y ese medio es esperar.

—No, mi señor —insistió Sarene—. Lo siento, pero ésa no es la respuesta. He visto al pueblo de Arelon, y aunque todavía hay esperanza en sus ojos, es cada vez más débil. Dadle tiempo a Iadon y creará los campesinos sometidos que desea.

Roial hizo una mueca. Probablemente su intención era controlar el grupo ahora que Raoden ya no estaba. Sarene ocultó su sonrisa de satisfacción: Roial había sido el primero en dejarla quedarse, y por tanto tendría que permitirle hablar. Negándose a escuchar ahora demostraría que se había equivocado al concederle su apoyo.

—Habla, princesa —dijo el anciano, reacio.

—Mis señores —dijo Sarene con voz sincera—, habéis intentado encontrar un medio de acabar con el sistema de gobierno de Iadon, un sistema que iguala riqueza con habilidad para dirigir. Sostenéis que es inflexible e injusto, que es una tontería torturar al pueblo areliso.

—Sí —dijo Roial, cortante—. ¿Y?

—Bueno, si el sistema de Iadon es tan malo, ¿por qué molestarse en derrocarlo? ¿Por qué no dejar que el sistema caiga por su propio peso?

—¿Qué quieres decir, lady Sarene? —preguntó interesado Eondel.

—Volved la creación de Iadon contra él y obligadle a reconocer sus defectos. Es de esperar que entonces podáis elaborar un sistema más estable y satisfactorio.

—Interesante, pero imposible —dijo Ahan, meneando la cara y sacudiendo sus muchas papadas—. Tal vez Raoden lo hubiese conseguido, pero nosotros somos demasiado pocos.

—No, sois perfectos —dijo Sarene, levantándose de su asiento y rodeando la mesa—. Lo que queremos hacer, mis señores, es poner celosos a los otros aristócratas. Eso no funcionará si tenemos demasiados de nuestra parte.

—Sigue hablando —dijo Eondel.

—¿Cuál es el mayor problema del sistema de Iadon? —preguntó Sarene.

—Anima a los señores a tratar brutalmente a su pueblo —dijo Eondel—. El rey Iadon amenaza a los nobles, quitando los títulos a aquellos que no producen. Así que, a su vez, los lores se desesperan y cargan el esfuerzo sobre su pueblo.

—Es una lógica absurda, basada en el miedo y la avaricia en vez de en la lealtad —reconoció Shuden.

Sarene continuó caminando alrededor de la mesa.

—¿Ha mirado alguien las gráficas de producción de Arelon en los últimos diez años?

—¿Existe una cosa así? —preguntó Ahan.

Sarene asintió.

—Las tenemos en Teod. ¿Os sorprendería encontrar, mis señores, que la tasa de producción de Arelon ha caído considerablemente desde que Iadon se hizo con el control?

—En absoluto —dijo Ahan—. Hemos tenido toda una década de desgracias.

—Los reyes labran su propia desgracia, lord Ahan —dijo Sarene, haciendo un movimiento cortante con la mano—. Lo más triste del sistema de Iadon no es lo que le hace al pueblo, ni el hecho de que destruye la moral del país. No, lo más penoso es que hace ambas cosas sin enriquecer más a los nobles.

»En Teod no tenemos esclavos, mis señores, y nos va bien. De hecho, ni siquiera Fjorden usa ya el sistema basado en los siervos. Encontraron algo mejor: descubrieron que un hombre trabaja mucho más productivamente cuando trabaja para sí mismo.

Sarene dejó que las palabras flotaran en el aire un instante. Los lores permanecieron en silencio, pensativos.

—Continúa —dijo Roial por fin, interesado.

—Tenemos encima la estación de la siembra, mis señores. Quiero que dividáis vuestra tierra entre vuestros campesinos. Dad a cada uno una parcela de terreno y luego decidle que puede quedarse con un diez por ciento de lo que la tierra produzca. Decidles que incluso les permitiréis comprar sus casas y la tierra que ocupan.

—Sería muy difícil hacer eso, joven princesa.

—Todavía no he terminado. Quiero que alimentéis bien a vuestro pueblo, milores. Dadles ropa y suministros.

—No somos bestias, Sarene —le advirtió Ahan—. Algunos lores tratan mal a sus campesinos, pero nosotros nunca los aceptaríamos en nuestra hermandad. La gente de nuestras tierras tiene comida que llevarse a la boca y ropa para abrigarse.

—Puede que sea cierto, mi señor —continuó Sarene—, pero el pueblo debe sentir que lo amáis. No comerciéis con ellos con otros nobles ni discutáis por ellos. Que los campesinos sepan que os preocupáis, y entonces os entregarán sus corazones y su trabajo. La prosperidad no tiene por qué limitarse a un pequeño porcentaje de la población.

Sarene llegó a su asiento y se detuvo. Los lores estaban pensando (eso era bueno), pero también estaban preocupados.

—Es arriesgado —aventuró Shuden.

—¿Tan arriesgado como atacar a Iadon con el ejército de lord Eondel? —preguntó Sarene—. Si esto no funciona, perderéis un poco de dinero y orgullo. Si el plan del honorable general no funciona, perderéis vuestras cabezas.

—Es un buen argumento —reconoció Ahan.

—Es cierto —dijo Eondel. Había alivio en sus ojos: soldado o no, no quería atacar a sus compatriotas—. Lo haré.

—Para ti es fácil decirlo, Eondel —dijo Edan, rebulléndose en su asiento—. Puedes ordenar a tu legión que trabaje en los campos cuando los campesinos se vuelvan perezosos.

—Mis hombres están patrullando los caminos del país, lord Edan —rezongó Eondel—. Su servicio allí no tiene precio.

—Y tú eres bien recompensado por ello —escupió Edan—. Yo no tengo más ingresos que los de mis granjas… y aunque mis tierras parecen grandes, tengo esa maldita grieta que las atraviesa. No tengo espacio para la pereza. Si mis patatas no se plantan, crecen y se recolectan, perderé mi título.

—Probablemente lo perderás de todas formas —dijo Ahan con una sonrisa.

—Basta, Ahan —ordenó Roial—. Edan tiene razón. ¿Cómo podemos estar seguros de que los campesinos producirán más si les damos tanta libertad?

Edan asintió.

—He descubierto que los campesinos arelisos son perezosos e improductivos. El único modo de hacerlos trabajar es por la fuerza.

—No son perezosos, mi señor —dijo Sarene—. Están furiosos. Diez años no es demasiado tiempo y esta gente no ha olvidado lo que es ser amo de uno mismo. Prometedles autonomía y trabajarán duro por conseguirla. Os sorprenderá lo mucho más que rinde un hombre libre que un esclavo que no piensa más que en su próxima comida. Después de todo, ¿qué situación haría que vosotros fuerais más productivos?

Los nobles reflexionaron sobre sus palabras.

—Mucho de lo que dices tiene lógica —comentó Shuden.

—Pero las pruebas de lady Sarene son vagas —dijo Roial—. Los tiempos eran distintos antes del Reod. Los elantrinos proporcionaban comida y la tierra podía sobrevivir sin un campesinado. Ya no tenemos ese lujo.

—Entonces ayudadme a encontrar pruebas, milord —dijo Sarene—. Dadme unos meses y crearemos nuestra propia prueba.

—Nosotros… consideraremos tus palabras —dijo Roial.

—No, lord Roial, tomaréis una decisión. Por encima de todo, creo que sois un patriota. Sabéis qué está bien y qué no. No me digáis que nunca os habéis sentido culpable por lo que le habéis hecho a este país.

Sarene miró a Roial ansiosamente. El anciano duque la había impresionado, pero no sabía si se sentía avergonzado por Arelon. Dependía de su impresión de que su corazón era bueno, y que en su larga vida había visto y comprendido hasta dónde había caído su país. El colapso de Elantris había sido un catalizador, pero la avaricia de la nobleza había sido el auténtico destructor de aquella nación antaño grande.

—A todos, en un momento u otro, nos han cegado las promesas de riqueza de Iadon —dijo Shuden con su voz suave y sabia—. Haré lo que dice Su Alteza.

Entonces el hombre de piel oscura volvió los ojos hacia Roial y asintió. Su aceptación le había dado al duque la oportunidad de estar de acuerdo sin quedar en evidencia.

—Muy bien —dijo el anciano duque con un suspiro—. Eres un hombre sabio, Shuden. Si encuentras que este plan lo merece, entonces yo también lo seguiré.

—Supongo que no tenemos otro remedio —dijo Edan.

—Es mejor que esperar, lord Edan —observó Eondel.

—Cierto. Yo también estoy de acuerdo.

—Sólo quedo yo —dijo Ahan, comprendiendo—. Oh, vaya. ¿Qué debo hacer?

—Lord Roial ha mostrado su acuerdo a regañadientes, mi señor —dijo Sarene—. No me digas que vas a hacer lo mismo.

Ahan soltó una carcajada que lo hizo estremecer de arriba abajo.

—¡Qué muchacha tan deliciosa eres! Bien, pues, supongo que debo aceptar de todo corazón, con la advertencia de que he sabido todo el tiempo que ella tenía razón. Ahora, Kiin, por favor, dime que no te has olvidado del postre. He oído cosas maravillosas sobre tus creaciones.

—¿Olvidar el postre? —respondió su tío—. Ahan, me ofendes.

Sonrió mientras se levantaba de su asiento y se marchaba a la cocina.

—Es buena en esto, Kiin… tal vez mejor que yo.

Era la voz del duque Roial. Sarene se detuvo. Había ido al cuarto de baño después de despedirse de todos y esperaba que se hubieran marchado ya.

—Es una joven muy especial —reconoció Kiin. Sus voces llegaban desde la cocina. En silencio, Sarene avanzó y escuchó ante la puerta.

—Me ha arrebatado limpiamente el control, y sigo sin saber qué hice mal. Tendrías que haberme advertido.

—¿Y dejarte escapar, Roial? —rió Kiin—. Ha pasado mucho tiempo sin que nadie, incluido Ahan, haya podido contigo. Viene bien que uno se dé cuenta de que pueden sorprenderlo de vez en cuando.

—Pero ha estado a punto de perderlo al final —dijo Roial—. No me gusta que me acorralen, Kiin.

—Fue un riesgo calculado, mi señor —dijo Sarene, abriendo la puerta y entrando.

Su aparición no detuvo al duque ni un instante.

—Casi me has amenazado, Sarene. Esa no es forma de ganarse un aliado… sobre todo a un viejo refunfuñón como yo. —El duque y Kiin compartían una botella de vino fjordell, y sus modales eran aún más relajados que en la cena—. Unos cuantos días no habrían perjudicado nuestra postura y, desde luego, yo te hubiese dado mi apoyo. He descubierto que un compromiso bien meditado es mucho más productivo que una adhesión irreflexiva.

Sarene asintió, tomó un vaso de las alacenas de Kiin y se sirvió un poco de vino antes de sentarse.

—Comprendo, Roial. —Si él podía olvidar las formalidades, también ella—. Pero los otros te miran. Confían en tu juicio. Necesitaba más que vuestro apoyo (que, por cierto, sabía que acabaríais dándome): necesitaba vuestro apoyo abierto. Los otros tenían que ver que aceptabas el plan antes de que ellos estuvieran de acuerdo en hacerlo. No habría tenido el mismo impacto dentro de unos días.

—Tal vez —dijo Roial—. Una cosa es segura, Sarene: vuelves a darnos esperanza. Raoden era nuestra unidad antes; ahora tú ocuparás su lugar. Ni Kiin ni yo podíamos hacerlo. Kiin ha rechazado a la nobleza durante demasiado tiempo y, no importa lo que digan, el pueblo todavía quiere a un líder con título. Y yo… todos saben que ayudé a Iadon a empezar esta monstruosidad que ha matado lentamente a nuestro país.

—Eso fue hace mucho tiempo, Roial —dijo Kiin, dando una palmada en el hombro del viejo duque.

—No —Roial negó con la cabeza—. Como ha dicho la dulce princesa, diez años no es demasiado tiempo en la vida de una nación. Soy culpable de un grave error.

—Lo enmendaremos, Roial —dijo Kiin—. El plan es bueno… quizá incluso mejor que el de Raoden.

Roial sonrió.

—Hubiese sido una buena esposa, Kiin.

Kiin asintió.

—Muy buena… y una reina aún mejor. Domi actúa de maneras que a veces resultan extrañas para nuestras mentes mortales.

—No estoy segura de que fuera Domi quien nos lo arrebató, tío —dijo Sarene mientras bebía—. ¿Se ha preguntado alguno de vosotros si, tal vez, pudiera haber alguien tras la muerte del príncipe?

—La respuesta a esa pregunta bordea la traición, Sarene —advirtió Kiin.

—¿Y las otras cosas que hemos dicho esta noche no?

—Sólo acusábamos al rey de avaricia, Sarene —dijo Roial—. El asesinato de su hijo es otra cuestión completamente distinta.

—No obstante, pensadlo —dijo Sarene, agitando la mano en un amplio gesto que estuvo a punto de derramar su vino—. El príncipe adoptaba una posición contraria a todo lo que hacía su padre: ridículizaba a Iadon en la corte, urdía planes a espaldas del rey y tenía el amor del pueblo. Más todavía, todo lo que decía sobre Iadon era verdad. ¿Es ése el tipo de persona que un monarca puede permitir que vaya por ahí libre?

—De acuerdo, pero ¿su propio hijo? —dijo Roial, sacudiendo incrédulo la cabeza.

—No sería la primera vez que ocurre una cosa así —comentó Kiin.

—Cierto. Pero no sé si el príncipe era para Iadon un problema tan grande como supones. Raoden no era más un crítico que un rebelde. Nunca dijo que Iadon no debiera ser rey, simplemente sostenía que el Gobierno de Arelon tenía problemas… y los tiene.

—¿Ninguno de los dos receló un poco cuando se enteró de que el príncipe había muerto? —preguntó Sarene, sorbiendo pensativa su vino—. Sucedió en un momento muy conveniente. Iadon obtenía el beneficio de una alianza con Teod pero sin tener que preocuparse de que Raoden tenga ningún heredero.

Roial miró a Kiin, quien se encogió de hombros.

—Creo que al menos tenemos que considerar la posibilidad, Roial.

El viejo duque asintió, apenado.

—¿Qué hacemos entonces? ¿Tratar de hallar pruebas de que Iadon ejecutó a su hijo?

—El conocimiento traerá fuerza —dijo Sarene simplemente.

—De acuerdo —contestó Kiin—. Sin embargo, tú eres la única de nosotros que tiene acceso libre al palacio.

—Husmearé y veré qué puedo descubrir.

—¿Es posible que no haya muerto? —preguntó Roial—. Habría sido muy fácil encontrar a alguien parecido para el ataúd… los estertores tusivos son una enfermedad que desfigura mucho.

—Es posible —dijo Sarene, dubitativa.

—Pero no lo crees.

Sarene negó con la cabeza.

—Cuando un monarca decide destruir a un rival, suele asegurarse de hacerlo de manera permanente. Hay demasiadas historias sobre herederos perdidos que vuelven a aparecer después de veinte años en la selva para reclamar su legítimo trono.

—Con todo, tal vez Iadon no sea tan brutal como supones —dijo Roial—. Fue un hombre mejor, antes… No es que diga que era un buen hombre, pero tampoco era malo. Sólo avaricioso. Algo le ha pasado en estos años, algo que… lo ha cambiado. De todas maneras, creo que queda suficiente compasión en Iadon para impedirle asesinar a su propio hijo.

—De acuerdo —dijo Sarene—. Enviaré a Ashe a investigar en los calabozos reales. Es tan meticuloso que sabrá el nombre de cada rata que hay allí antes de quedar satisfecho.

—¿Tu seon? —advirtió Roial—. ¿Dónde está?

—Lo he enviado a Elantris.

—¿A Elantris? —preguntó Roial.

—Ese gyorn fjordell está interesado en Elantris por algún motivo —explicó Sarene—. Y suelo tener por norma no ignorar nunca lo que un gyorn encuentra interesante.

—Pareces bastante preocupada por un simple sacerdote, Ene —dijo Kiin.

—Un sacerdote no, tío —corrigió Sarene—. Todo un gyorn.

—Sigue siendo un solo hombre. ¿Cuánto daño puede hacer?

—Pregúntalo en la república duladen. Creo que es el mismo gyorn que estuvo implicado en ese desastre.

—No hay ninguna prueba concluyente de que Fjorden estuviera detrás del colapso —advirtió Roial.

—La hay en Teod, pero nadie lo creería. Hacedme caso cuando digo que este gyorn, él solo, puede ser más peligroso que Iadon.

El comentario provocó una pausa en la conversación. El tiempo pasó en silencio, con los tres nobles bebiendo vino pensativos hasta que Lukel volvió de recoger a su madre y sus hermanos. Saludó con la cabeza a Sarene e hizo una reverencia ante el duque antes de servirse una copa de vino.

—Mírate —le dijo Lukel a Sarene mientras tomaba asiento—. Una confiada miembro del club de los chicos.

—Líder, más bien —observó Roial.

—¿Y tu madre? —preguntó Kiin.

—De camino. No habían terminado, y ya sabes cómo es mamá. Todo hay que hacerlo en el orden adecuado; no se permiten las prisas.

Kiin asintió y apuró su vino.

—Entonces tú y yo deberíamos ponernos a limpiar antes de que regrese. No querremos que vea cómo han dejado el comedor nuestros nobles amigos.

Lukel suspiró y dirigió a Sarene una mirada que sugería que a veces deseaba vivir en una casa tradicional, una casa con sirvientes, o al menos mujeres que hicieran esas cosas. No obstante, Kiin ya se había puesto en marcha y su hijo no tuvo más remedio que seguirlo.

—Interesante familia —dijo Roial, viéndolos salir.

—Sí. Un poco extraña incluso para los cánones de Teod.

—Kiin ha vivido una larga vida por su cuenta —observó el duque—. Se acostumbró a hacer las cosas él solo. Una vez contrató a una cocinera, he oído decir, pero los métodos de la mujer lo frustraban. Creo recordar que ella dimitió antes de que él tuviera valor para despedirla: dijo que no podía trabajar en un entorno tan exigente.

Sarene se echó a reír.

—No me extraña.

Roial sonrió, pero continuó en tono más serio.

—Sarene, somos afortunados. Bien podrías ser nuestra última oportunidad para salvar Arelon.

—Gracias —dijo Sarene, ruborizándose a su pesar.

—Este país no durará mucho. Unos cuantos meses, tal vez, medio año si tenemos suerte.

Sarene frunció el ceño.

—Pero pensaba que queríais esperar. Al menos, eso es lo que les dijiste a los otros.

Roial hizo un gesto despectivo.

—Me había convencido a mí mismo de que poco podía conseguirse con su ayuda: Edan y Ahan son demasiado opuestos, y Shuden y Eondel son ambos demasiado inexperimentados. Quería entretenerlos mientras Kiin y yo decidíamos qué hacer. Temo que nuestros planes podrían haberse centrado en métodos más… peligrosos.

»Ahora, sin embargo, hay otra oportunidad. Si tu plan funciona (aunque aún no estoy convencido de que vaya a ser así), podríamos detener el colapso un poco más. No estoy seguro: diez años de dominio de Iadon han acumulado impulso. Será difícil cambiarlo en sólo unos pocos meses.

—Creo que podemos hacerlo, Roial —dijo Sarene.

—Asegúrate de no adelantarte, jovencita —dijo Roial, mirándola—. No corras si sólo tienes fuerzas para andar, y no pierdas el tiempo empujando puertas que no cederán. Y lo que es más importante, no atropelles cuando una palmadita sea suficiente. Me has acorralado hoy. Sigo siendo un viejo refunfuñón. Si Shuden no me hubiera echado un cable, sinceramente, no sé si hubiera tenido la humildad suficiente para reconocer mi error delante de todos esos hombres.

—Lo siento —dijo Sarene, ruborizándose ahora por otro motivo. Había algo en ese viejo y poderoso duque que la hizo de pronto querer desesperadamente su respeto.

—Ten cuidado. Si ese gyorn es tan peligroso como dices, entonces hay fuerzas muy poderosas moviéndose en Kae. No dejes que Arelon quede aplastado entre ambas.

Sarene asintió, y el duque se arrellanó, sirviendo en su copa los restos del vino.