—Sule, no creo que sea una buena idea —susurró Galladon sin entusiasmo mientras se agachaba junto a Raoden.
—Calla —ordenó Raoden, mirando el patio desde el recodo. Las bandas se habían enterado de que Raoden había reclutado a Mareshe y estaban convencidas de que planeaba fundar su propia banda rival. Cuando Raoden y Galladon habían llegado el día anterior en busca de recién llegados, encontraron a un grupo de hombres de Aanden esperándolos. La recepción no había sido agradable. Por fortuna, escaparon sin ningún hueso roto ni ningún dedo torcido, pero esta vez Raoden pretendía ser más sutil.
—¿Y si nos están esperando otra vez? —preguntó Galladon.
—Probablemente lo estarán. Y por eso debes hablar en voz baja. Vamos.
Raoden salió al callejón. Le dolía el dedo al andar, igual que los arañazos de las manos y un hematoma que tenía en el brazo. Además, el hambre lo acuciaba, una pasión fantasmagórica, desde dentro.
Galladon suspiró.
—No estoy tan aburrido con la muerte como para querer abandonarla en favor de una existencia de puro dolor. ¿Kolo?
Raoden se volvió y lo miró, tolerante.
—Galladon, algún día vas a superar ese pesimismo tuyo y toda Elantris se desplomará por la sorpresa.
—¿Pesimismo? —preguntó Galladon mientras Raoden recorría el callejón—. ¿Pesimismo? ¿Yo? ¡Los dulas son el pueblo más tranquilo y animoso de Opelon! Miramos cada día con… ¿Sule? ¡No te atrevas a dejarme cuando me estoy defendiendo!
Raoden ignoró al gran dula. También trató de ignorar sus dolores, por agudos que fueran. Sus nuevos zapatos de cuero lo ayudaban muchísimo; a pesar de las reservas de Galladon, Mareshe había creado un producto a la altura de su enorme ego. Los zapatos eran recios, con una suela fuerte y protectora, pero el suave cuero (hecho con las cubiertas de los libros de Galladon) se amoldaba a la perfección sin causar rozaduras.
Tras asomarse con cuidado a la esquina, Raoden estudió el patio. Los hombres de Shaor no estaban a la vista, pero probablemente se escondían cerca. Raoden alzó la cabeza cuando vio que la puerta de la ciudad se abría. El día había traído una nueva llegada. Sin embargo, se sorprendió cuando la guardia de Elantris empujó no a una, sino a tres formas blancas a través de la puerta.
—¿Tres? —dijo Raoden.
—La Shaod es impredecible, sule —dijo Galladon, arrastrándose tras él.
—Esto lo cambia todo —rezongó Raoden, molesto.
—Bien. Vámonos, que los otros se queden con las ofrendas de hoy. ¿Kolo?
—¿Qué? ¿Y perder una oportunidad así? Galladon, me decepcionas.
El dula gruñó algo que Raoden no pudo entender, y Raoden tendió la mano para apoyarla en el hombro del grandullón.
—No te preocupes: tengo un plan.
—¿Ya?
—Tenemos que movernos con rapidez… En cualquier momento uno de esos tres va a dar un paso y entonces nuestra oportunidad se habrá esfumado.
—Doloken —murmuró Galladon—. ¿Qué vas a hacer?
—Nada. Tú, sin embargo, vas a dar una buena carrerita hasta el patio.
—¿Qué? Sule, otra vez te has vuelto kayana. ¡Si salgo ahí, las bandas me verán!
—Exactamente —dijo Raoden con una sonrisa—. Asegúrate de correr muy rápido, amigo mío. No queremos que te cojan.
—Hablas en serio —dijo Galladon con creciente aprensión.
—Desgraciadamente. Ahora ponte en marcha: desvíalos a la izquierda yo haré el resto. Volveremos a reunimos donde dejamos a Mareshe.
Galladon rezongó algo sobre «ni por toda la carne seca del mundo» pero dejó que Raoden lo empujara al patio. Un momento después una serie de gruñidos de sobresalto llegaron procedentes del edificio donde solían esconderse los hombres de Shaor. Los feroces bandidos salieron corriendo, olvidando a los tres recién llegados en su odio por el hombre que los había burlado apenas unos días antes.
Galladon dirigió una última mirada de enfado en dirección a Raoden, y luego echó a correr, eligiendo una calle al azar y desviando hacia allí a los hombres de Shaor. Raoden le dio un momento de ventaja, luego corrió hasta el centro del patio, haciendo la pantomima de respirar profundamente, como agotado.
—¿Por qué camino ha seguido? —preguntó bruscamente a los tres confusos recién llegados.
—¿Quién? —se atrevió a decir por fin uno de ellos.
—¡El dula grandote! Rápido, hombre, ¿por dónde se ha ido? ¡Tiene la cura!
—¿La cura? —preguntó el hombre con sorpresa.
—Por supuesto. Es muy rara, pero debería haber suficiente para todos nosotros, si me dices por qué camino ha tomado. ¿No quieres salir de aquí?
El recién llegado alzó una mano temblorosa y señaló el camino que había tomado Galladon.
—¡Vamos! —instó Raoden—. ¡Si no nos movemos rápido, lo perderemos para siempre!
Los tres recién llegados vacilaron un instante; luego, llevados por la prisa de Raoden, lo siguieron. Sus primeros pasos, por tanto, fueron hacia el norte: la dirección que los hubiese convertido en propiedad de los hombres de Shaor. Las otras dos bandas sólo podían observar llenas de frustración cómo los tres se perdían.
—¿Qué sabes hacer? —preguntó Raoden.
La mujer se encogió de hombros.
—Me llamo Maare, mi señor. Era una simple ama de casa. No tengo ninguna habilidad especial.
Raoden bufó.
—Si eres como cualquier otra ama de casa, entonces probablemente tienes más habilidades que todos los que estamos aquí. ¿Sabes coser?
—Por supuesto, mi señor.
Raoden asintió, pensativo.
—¿Y tú? —preguntó al siguiente hombre.
—Riil, peón, mi señor. Me he pasado casi toda la vida construyendo en la plantación de mi amo.
—¿Cargando ladrillos?
—Al principio, mi señor —dijo el hombre. Tenía las manos grandes y el rostro ingenuo de un obrero, pero sus ojos eran agudos e inteligentes—. Me pasé años aprendiendo con los oficiales. Esperaba que mi amo me enviara a ser aprendiz.
—Eres muy viejo para ser aprendiz —advirtió Raoden.
—Lo sé, mi señor, pero era una esperanza. No muchos campesinos pueden esperar gran cosa ya, ni siquiera cosas sencillas.
Raoden volvió a asentir. El hombre hablaba como un campesino pero pocas personas en Arelon lo hacían diez años antes. Arelon había sido una tierra de oportunidades y la mayor parte de sus habitantes tenía al menos una educación. Muchos en la corte de su padre se quejaban de que la educación había estropeado definitivamente al campesinado, olvidando oportunamente que ellos mismos formaban parte de aquel mismo «campesinado» una década antes.
—Muy bien, ¿y tú? —le preguntó Raoden al siguiente hombre.
El tercer recién llegado, un hombre musculoso con una nariz que parecía haber sufrido al menos una docena de roturas, observó a Raoden con ojos vacilantes.
—Antes de responder, quiero saber por qué debería escucharte.
—Porque acabo de salvarte la vida.
—No lo comprendo. ¿Qué le pasó a ese otro hombre?
—Aparecerá dentro de unos minutos.
—Pero…
—En realidad no lo estábamos persiguiendo —dijo Raoden—. Os estábamos apartando a los tres del peligro. Mareshe, explícaselo, por favor.
El artesano aprovechó la oportunidad. Con grandes aspavientos explicó su huida por los pelos dos días antes, haciendo que pareciera que había estado al borde de la muerte antes de que Raoden apareciera y lo ayudara a llegar a sitio seguro. Raoden sonrió; Mareshe tenía un temperamento melodramático. La voz del artista se alzaba y caía como un sinfonía bien escrita. Escuchando la narración del hombre, incluso Raoden estuvo a punto de creer que había hecho algo increíblemente noble.
Mareshe terminó proclamando que Raoden era digno de confianza, y los animó a todos a escucharlo. Al final, incluso el hombretón hosco de nariz ganchuda se mostró atento.
—Me llamo Saolin, lord Espíritu —dijo el hombre— y fui soldado de la legión personal del conde Eondel.
—Conozco a Eondel —asintió Raoden—. Es un buen hombre… él mismo era soldado antes de que le concedieran el título. Probablemente estés bien entrenado.
—Somos los mejores soldados del país, señor —dijo Saolin con orgullo.
Raoden sonrió.
—No es difícil ser los mejores soldados de nuestro pobre país, Saolin. Sin embargo, enfrentaría a la legión de Eondel contra los soldados de cualquier nación: sé que son hombres de honor, disciplinados y hábiles. Igual que su líder. Darle a Eondel un título es una de las pocas cosas inteligentes que Iadon ha hecho últimamente.
—Tal como yo lo entiendo, mi señor, el rey no tuvo otra opción —dijo Saolin con una sonrisa, mostrando una boca donde faltaban un par de dientes—. Eondel ha amasado una gran fortuna alquilando sus fuerzas personales a la corona.
—Es verdad —respondió Raoden, risueño—. Bien, Saolin, me alegro de contar contigo. Un soldado profesional con tu habilidad sin duda hará que nos sintamos mucho más seguros.
—Lo que Su Alteza necesite —dijo Saolin, el rostro serio—. Te ofrezco mi espada. Sé poco de religión aparte de mis oraciones, y en realidad no comprendo qué está pasando aquí, pero un hombre que habla bien de lord Eondel es un buen hombre en mi estima.
Raoden dio una palmada a Saolin en el hombro, ignorando el hecho de que el fornido soldado no tenía ninguna espada que ofrecer.
—Aprecio y agradezco tu protección, amigo mío. Pero te advierto, no es una tarea fácil la que te encomiendo. Me estoy haciendo rápidamente enemigos, y va a hacer falta una gran cantidad de vigilancia para asegurarnos de que no nos ataquen por sorpresa.
—Entiendo, mi señor —dijo Saolin fervientemente—. ¡Pero, por Domi, no te defraudaré!
—¿Y nosotros, mi señor? —preguntó Riil, el constructor.
—Tengo un gran proyecto en mente para vosotros dos también —dijo Raoden—. Alza la cabeza y dime qué ves.
Riil elevó la mirada al cielo, confundido.
—No veo nada, mi señor. ¿Debería?
Raoden se echó a reír.
—Nada, Riil. Ése es el problema: el techo de este edificio debió de caerse hace años. A pesar de eso, es uno de los edificios más grandes y menos estropeados que he encontrado. Supongo que tu formación no incluirá alguna experiencia con los tejados de los edificios.
Riil sonrió.
—Pues sí, mi señor. ¿Tienes los materiales?
—Eso va a ser lo más difícil, Riil. Toda la madera de Elantris está podrida o rota.
—Es un problema —reconoció Riil—. Tal vez si secamos la madera y luego la mezclamos con barro…
—No es tarea fácil, Riil, Mareshe —dijo Raoden.
—Intentaremos todo lo posible, mi señor —le aseguró Mareshe.
—Bien —aprobó Raoden. Su porte, unido a la inseguridad de los demás, los hacía atender sus palabras. No era lealtad, todavía no. Era de esperar que con el tiempo se ganara su confianza además de con sus palabras.
—Ahora, Mareshe —continuó Raoden—, explícale por favor a nuestros nuevos amigos lo que significa ser elantrino. No quiero que Riil se caiga de lo alto de un edificio antes de darse cuenta de que romperse el cuello no significará necesariamente el final del dolor.
—Sí, mi señor —dijo Mareshe, mirando la comida de los recién llegados, que estaba colocada en una zona relativamente limpia del suelo. El hambre le estaba afectando ya.
Raoden escogió con cuidado unas cuantas ofrendas y luego asintió al resto.
—Divididlo entre vosotros y comedlo. Guardarlo no servirá de nada: el hambre empezará inmediatamente y bien podéis consumir esto antes de que os volváis ansiosos.
Los cuatro asintieron y Mareshe empezó a explicar las limitaciones de la vida en Elantris mientras dividía la comida. Raoden los estuvo observando un momento, luego se apartó para pensar.
—Sule, mi hama te amaría. Siempre se quejaba de que no hacía suficiente ejercicio.
Raoden alzó la cabeza y vio a Galladon entrar en la habitación.
—Bienvenido, amigo mío —dijo Raoden con una sonrisa—. Estaba empezando a preocuparme.
Galladon hizo una mueca.
—No te he visto preocuparte cuando me has echado a ese patio. He visto gusanos en los anzuelos tratados con más amabilidad. ¿Kolo?
—Ah, pero has sido un cebo magnífico —dijo Raoden—. Además ha funcionado. Hemos conseguido traer a los recién llegados y tú no pareces magullado.
—Un estado que probablemente sea fuente de gran descontento para los perros de Shaor.
—¿Cómo has escapado de ellos? —preguntó Raoden, tendiéndole a Galladon la hogaza de pan que había escogido para el dula. Galladon la miró, luego la partió por la mitad y ofreció una parte a Raoden, quien alzó la mano rechazándola.
Galladon se encogió de hombros, como diciendo «de acuerdo, pasa hambre si quieres» y empezó a mordisquear la hogaza.
—Me he metido en un edificio con las escaleras desvencijadas, luego he salido por la puerta de atrás —explicó entre bocados—. He lanzado algunas piedras al techo cuando entraban los hombres de Shaor. Después de lo que les hiciste el otro día, han supuesto que yo estaba allí arriba. Probablemente estén todavía sentados, esperándome.
—Muy astuto.
—Alguien no me ha dejado otro remedio.
Galladon continuó comiendo en silencio, escuchando a los recién llegados discutir sobre sus diversos «deberes importantes».
—¿Vas a decírselo? —preguntó en voz baja.
—¿El qué?
—Los recién llegados, sule. Les has hecho creer a todos que son de importancia vital, igual que a Mareshe. Los zapatos están bien, pero no son una cuestión de vida o muerte.
Raoden se encogió de hombros.
—La gente trabaja mejor cuando cree que es importante.
Galladon guardó silencio durante otro instante antes de volver a hablar.
—Tienen razón.
—¿Quiénes?
—Las otras bandas. Estás formando tu propia banda.
Raoden negó con la cabeza.
—Galladon, esto es sólo una pequeña parte. Nadie consigue nada en Elantris: todos están demasiado ocupados peleando por la comida o contemplando su propia miseria. La ciudad necesita una sensación de propósito.
—Estamos muertos, sule. ¿Qué propósito puede haber además de sufrir?
—Ése es exactamente el problema. Todo el mundo está convencido de que su vida se ha acabado porque su corazón ha dejado de latir.
—Ésa suele ser una indicación bastante buena, sule —dijo Galladon secamente.
—No en nuestro caso, amigo mío. Tenemos que convencernos a nosotros mismos de que podemos seguir adelante. La Shaod no está causando todo el dolor aquí: he visto gente en el exterior perder también la esperanza y sus almas acaban tan extenuadas como esos pobres despojos de la plaza. Si podemos devolverle a esa gente aunque sea un trocito diminuto de esperanza, entonces su vida mejorará drásticamente —puso énfasis en la palabra «vida», mirando a Galladon directamente a los ojos.
—Las otras bandas no van a quedarse sentadas mirando cuando les robes todas sus ofrendas, sule —dijo Galladon—. Van a cansarse de ti muy rápidamente.
—Entonces tendré que estar preparado. —Raoden indicó el gran edificio que los rodeaba—. Esto será una base de operaciones bastante buena, ¿no te parece? Tiene esta habitación despejada en el centro, con todas esas otras pequeñas detrás.
Galladon miró hacia arriba.
—Podrías haber escogido un edificio con techo.
—Sí, lo sé —respondió Raoden—. Pero éste se adapta a mis planes. Me pregunto qué sería.
—Una iglesia —dijo Galladon—. Korathi.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Raoden con sorpresa.
—Tiene toda la pinta, sule.
—Pero ¿por qué iba a haber una iglesia korathi en Elantris? —argumentó Raoden—. Los elantrinos eran sus propios dioses.
—Pero eran dioses muy permisivos. Se suponía que había una gran capilla korathi aquí, en Elantris, la más hermosa de su clase. Se construyó como ofrenda de amistad al pueblo de Teod.
—Eso me parece muy extraño —dijo Raoden, sacudiendo la cabeza—. Dioses de una religión construyendo un monumento a Domi.
—Como te decía, los elantrinos eran dioses muy poco rígidos. No les importaba que la gente los adorara o no: estaban seguros en su divinidad. Hasta que llegó el Reod. ¿Kolo?
—Pareces saber mucho, Galladon.
—¿Y desde cuándo eso es pecado? —rezongó Galladon—. Tú has vivido en Kae toda tu vida, sule. Tal vez en lugar de preguntar por qué sé todas estas cosas, deberías preguntarte por qué tú no.
—Argumento aceptado —dijo Raoden, mirando hacia un lado. Mareshe seguía explicando la vida cuajada de peligros de los elantrinos—. Todavía le falta un buen rato para terminar. Ven, hay algo que quiero hacer.
—¿Hay que correr? —preguntó Galladon quejoso.
—Sólo si nos ven.
Raoden reconoció a Aanden. Resultaba difícil (la Shaod provocó profundos cambios), pero Raoden era buen fisonomista. El llamado barón de Elantris era un hombre bajo, de panza apreciable y largo bigote caído, evidentemente falso. Aanden no tenía aspecto de noble; naturalmente, pocos nobles que Raoden conociera tenían un aspecto muy aristocrático.
En cualquier caso, Aanden no era barón. El hombre que Raoden tenía delante, sentado en un trono de oro y presidiendo una corte de elantrinos de aspecto enfermizo, se llamaba Taan. Había sido uno de los mejores escultores de Kae antes de que la Shaod lo alcanzara, pero no tenía sangre noble. Naturalmente, el propio padre de Raoden no era más que un simple mercader hasta que la oportunidad lo convirtió en rey. En Elantris, Taan al parecer se había aprovechado de una oportunidad similar.
Los años transcurridos en Elantris no habían sido amables con Taan. El hombre farfullaba incoherencias ante su corte de despojos.
—¿Está loco? —preguntó Raoden, agazapado ante la ventana que utilizaban para espiar la corte de Aanden.
—Cada uno de nosotros tiene su propia manera de enfrentarse a la muerte, sule —susurró Galladon—. Según los rumores la locura de Aanden fue una decisión consciente. Dicen que después de ser arrojado a Elantris echó un vistazo alrededor y dijo: «Es imposible que pueda enfrentarme a esto cuerdo». Después se nombró a sí mismo barón Aanden de Elantris y empezó a dar órdenes.
—¿Y la gente lo sigue?
—Algunos sí —susurró Galladon encogiéndose de hombros—. Puede que esté loco, pero lo mismo le pasa al resto del mundo… al menos a los ojos de uno que haya sido arrojado aquí. ¿Kolo? Aanden es una fuente de autoridad. Además, tal vez fuese barón en el exterior.
—No. Era escultor.
—¿Lo conocías?
—Me lo encontré una vez —asintió Raoden. Entonces miró a Galladon con ojos inquisidores—. ¿Dónde oíste los rumores acerca de él?
—¿No podemos marcharnos primero, sule? —preguntó Galladon—. Preferiría no acabar siendo partícipe de uno de esos falsos juicios y ejecuciones de Aanden.
—¿Falsos?
—Todo es falso menos el hacha.
—Ah. Buena idea: he visto todo lo que necesitaba ver.
Los dos hombres retrocedieron y, en cuanto estuvieron a unas cuantas calles de distancia de la universidad, Galladon respondió a la pregunta de Raoden.
—Hablo con la gente, sule; de ahí saco mi información. Cierto, la gran mayoría de la gente que hay en la ciudad está hoed, pero hay suficientes conscientes para poder hablar con ellos. Naturalmente, mi boca es lo que me metió en líos contigo. Tal vez si la hubiera mantenido cerrada todavía estaría sentado en aquellos escalones y disfrutando, en vez de espiar a uno de los hombres más peligrosos de la ciudad.
—Tal vez —dijo Raoden—. Pero no te estarías divirtiendo ni la mitad. Estarías encadenado a tu aburrimiento.
—Me alegro muchísimo de que me liberaras, sule.
—No hay de qué.
Raoden pensó mientras caminaban, tratando de establecer un plan de acción para el caso de que Aanden decidiera ir alguna vez por él. Raoden no había tardado mucho en adaptarse a caminar por las calles irregulares y cubiertas de mugre de Elantris; su dedo aún dolorido era un motivador maravilloso. Estaba empezando a considerar que las paredes de colores pardos cubiertas de suciedad eran normales, cosa que le molestaba mucho más que la suciedad de la ciudad.
—Sule —preguntó Galladon al cabo de un rato—. ¿Por qué querías ver a Aanden? No podías saber que ibas a reconocerlo.
Raoden negó con la cabeza.
—Si Aanden hubiera sido un barón del exterior, lo hubiese reconocido inmediatamente.
—¿Estás seguro?
Raoden asintió, ausente.
Galladon guardó silencio a lo largo de unas cuantas calles más, y luego habló con súbita comprensión.
—Bien, sule, no soy muy bueno con esos aones que los arelenos tenéis en tanta estima, pero a menos que esté completamente equivocado, el aon para «espíritu» es Rao.
—Sí —dijo Raoden, vacilante.
—¿Y no tiene el rey de Arelon un hijo llamado Raoden?
—Lo tenía.
—Y aquí estás tú, sule, diciendo conocer a todos los barones de Arelon. Eres obviamente un hombre con educación y das órdenes con facilidad.
—Podríamos decir que sí.
—Luego, para remate, te haces llamar «Espíritu». Bastante sospechoso. ¿Kolo?
Raoden suspiró.
—Tendría que haber elegido un nombre diferente, ¿eh?
—¡Por Doloken, muchacho! ¿Me estás diciendo que eres el príncipe heredero de Arelon?
—Fui el príncipe heredero de Arelon, Galladon —corrigió Raoden—. Perdí el título al morir.
—No me extraña que seas tan frustrante. Me he pasado toda la vida intentando evitar a la realeza, y acabo aquí contigo. ¡Ardiente Doloken!
—Oh, cállate —dijo Raoden—. No es que sea verdaderamente de la realeza… Es cosa de familia desde hace menos de una generación.
—Eso es tiempo suficiente, sule —dijo Galladon, hosco.
—Si te sirve de algo, mi padre no creía que estuviese capacitado para gobernar. Trató por todos los medios de apartarme del trono.
Galladon hizo una mueca.
—Miedo me da ver qué hombre consideraba Iadon apto para el puesto. Tu padre es un necio… lo digo sin ánimo de ofender.
—No me ofendes —dijo Raoden—. Y confío en que mantengas mi identidad en secreto.
Galladon suspiró.
—Si así lo quieres…
—Lo quiero. Si voy a hacer algo en Elantris, necesito ganar seguidores porque les gusta lo que hago, no porque sientan una obligación patriótica.
Galladon asintió.
—Al menos podrías habérmelo dicho, sule.
—Dijiste que no debíamos hablar de nuestro pasado.
—Cierto.
Raoden hizo una pausa.
—Naturalmente, sabes lo que esto significa.
Galladon lo miró, receloso.
—¿Qué?
—Ahora que sabes quién era yo, tienes que decirme quién eras tú. Es lo justo.
La respuesta de Galladon tardó en llegar. Casi habían llegado a la iglesia antes de que hablara. Raoden redujo el paso, pues no quería interrumpir la narración de su amigo llegando a su destino. No tendría que haberse preocupado: la declaración de Galladon fue breve y precisa.
—Era granjero —dijo, cortante.
—¿Granjero? —Raoden esperaba algo distinto.
—Cuidaba un huerto. Vendí mis campos y compré un manzanal porque pensaba que sería más fácil: no hay que replantar los árboles cada año.
—¿Y era más fácil?
Galladon se encogió de hombros.
—Yo creía que sí, aunque conozco a un par de granjeros que lo discutirían hasta la puesta de sol. ¿Kolo? —El hombretón miró a Raoden con expresión meditabunda—. Crees que te estoy mintiendo acerca de mi pasado, ¿no?
Raoden sonrió, extendiendo las manos.
—Lo siento, Galladon, pero no me cuadras como granjero. Tienes la constitución necesaria, pero pareces demasiado…
—¿Inteligente? —preguntó Galladon—. Sule, he visto a algunos granjeros con una mente tan aguda que podrías usar su cabeza para cortar heno.
—No lo dudo. Pero inteligentes o no, esos tipos tienden a no tener educación. Tú eres un hombre culto, Galladon.
—Los libros, sule, son una cosa maravillosa. Un granjero sabio tiene tiempo de estudiar, suponiendo que viva en un país como Duladel donde los hombres son libres.
Raoden alzó una ceja.
—¿Entonces vas a aferrarte a esta historia del granjero?
—Es la verdad, sule. Antes de convertirme en elantrino, fui granjero.
Raoden se encogió de hombros. Quizá. Galladon había sido capaz de predecir la lluvia, además de hacer varias cosas prácticas. Sin embargo, había algo más, algo que todavía no estaba dispuesto a compartir.
—Muy bien —dijo Raoden, agradecido—. Te creo.
Galladon asintió cortante, diciendo con su expresión que se alegraba de zanjar el asunto. Fuera lo que fuese que estaba escondiendo, no saldría a la luz todavía. Así que Raoden aprovechó la oportunidad para hacer una pregunta que le molestaba desde el día en que llegó a Elantris.
—Galladon, ¿dónde están los niños?
—¿Los niños, sule?
—Sí, si la Shaod golpea al azar, entonces debería golpear tanto a los niños como a los adultos.
Galladon asintió.
—Lo hace. He visto arrojar por esas puertas a bebés que apenas sabían andar.
—Entonces, ¿dónde están? Sólo veo adultos.
—Elantris es un sitio duro, sule —dijo Galladon en voz baja mientras atravesaban las puertas de la iglesia derruida de Raoden—. Aquí los niños no duran mucho tiempo.
—Sí, pero… —Raoden se interrumpió cuando por el rabillo del ojo vio moverse algo. Se volvió sorprendido.
—Un seon —dijo Galladon, advirtiendo la bola brillante.
—Sí —contestó Raoden, viendo al seon flotar lentamente y atravesar el techo despejado y girar en un perezoso círculo alrededor de los dos hombres—. Es triste ver cómo vagan por la ciudad de esta forma…
Guardó silencio, entornando levemente los ojos, tratando de distinguir qué aon brillaba en el centro del extraño y silencioso seon.
—¿Sule? —preguntó Galladon.
—Idos Domi —susurró Raoden—. Es Ien.
—¿El seon? ¿Lo reconoces?
Raoden asintió, extendiendo la mano con la palma hacia arriba. El seon se acercó flotando y se posó en la palma ofrecida un momento; luego se puso a revolotear por la habitación como una mariposa descuidada.
—Ien era mi seon —dijo Raoden—. Antes de que me arrojaran aquí.
Ahora pudo ver el aon en el centro de Ien. El carácter parecía… débil de algún modo. Brillaba de forma irregular y tenía secciones muy oscuras, como…
«Como las manchas de la piel de un elantrino», advirtió Raoden, viendo cómo Ien se marchaba flotando. El seon se acercó a la pared de la iglesia hasta que chocó contra ella. La pequeña bola de luz se detuvo un instante, contemplando la pared, y luego giró para seguir flotando en otra dirección. Había torpeza en los movimientos del seon, como si Ien apenas pudiera mantenerse recto en el aire. Se sacudía de vez en cuando, y continuamente se movía con giros lentos y vacilantes.
A Raoden se le encogió el corazón al ver lo que quedaba de su amigo. Había evitado pensar mucho en Ien durante su estancia en Elantris; sabía lo que les sucedía a los seones cuando sus amos eran afectados por la Shaod. Había supuesto, quizás esperado, que Ien hubiera sido destruido por la Shaod, como sucedía a veces.
Raoden sacudió la cabeza.
—Ien era sabio. No he conocido a ninguna criatura, seon u hombre, más reflexiva que él.
—Yo… lo siento, sule —dijo Galladon solemnemente.
Raoden volvió a extender la mano y el seon se acercó diligente, como había hecho antaño para el niño Raoden, un niño que aún no había aprendido que los seones eran más valiosos como amigos que como sirvientes.
«¿Me reconoce? —se preguntó Raoden, viendo al seon temblar levemente en el aire ante sí—. ¿O sólo reconoce el gesto familiar?».
Probablemente Raoden no lo supiera nunca. Después de flotar sobre la palma un segundo, el seon perdió interés y se marchó de nuevo flotando.
—Oh, mi querido amigo —susurró Raoden—. Y yo que pensaba que la Shaod había sido despiadada conmigo.