Si Dilaf hubiera sido un perro, habría estado gruñendo. Y probablemente echando espuma por la boca también, decidió Hrathen. Después de visitar la muralla de Elantris, el arteth se encontraba aún peor que de costumbre.
Hrathen se volvió a mirar la ciudad. Casi habían llegado a su capilla, pero la enorme muralla que rodeaba Elantris era todavía visible a sus espaldas. En lo alto, en algún lugar, estaba la irritante muchacha que de algún modo había podido con él aquel día.
—Era magnífica —dijo Hrathen a su pesar. Como cualquiera de su clase, tenía prejuicios acerca de los teoisos. Teod había desterrado a los ministros derethi del país hacía cincuenta años, después de un malentendido, y nunca había consentido volverlos a admitir. El rey teoiso había estado a punto de desterrar también a los embajadores fjordell. No había ni un solo miembro teoiso conocido del Shu-Dereth, y la casa real teoisa era célebre por sus mordaces denuncias de todo lo derethi.
Sin embargo, era estimulante conocer a una persona capaz de estropear tan fácilmente uno de sus sermones. Hrathen había predicado tanto tiempo el Shu-Dereth, había logrado tal maestría en la manipulación de la opinión pública, que apenas le resultaba ya un desafío. Su éxito en Duladel hacía medio año había demostrado que alguien capaz podía derribar naciones.
Por desgracia, en Duladel había habido poca oposición. Los dulas eran demasiado abiertos, demasiado francos para representar un verdadero desafío. Al final, con los restos del Gobierno muertos a sus pies, Hrathen se había sentido decepcionado. Casi había resultado demasiado fácil.
—Sí, es impresionante —dijo.
—Está maldita por encima de todos los demás —susurró Dilaf—. Una miembro de la única raza odiada por Nuestro Señor Jaddeth.
Así que eso era lo que le molestaba. Muchos fjordells asumían que no había ninguna esperanza para los teoisos. Era una tontería, naturalmente, una simple justificación que llenaba de odio teológico a los enemigos históricos de Fjorden. Sin embargo, mucha gente así lo creía, y al parecer Dilaf se contaba entre ellos.
—Jaddeth no odia a nadie más que a quienes lo odian —dijo Hrathen.
—Ellos lo odian.
—La mayoría nunca ha oído pronunciar Su nombre en predicación, arteth —dijo Hrathen—. Su rey, sí; probablemente está maldito por su edicto contra los sacerdotes derethi. Sin embargo, el pueblo ni siquiera ha tenido una oportunidad. Cuando Arelon caiga ante Nuestro Señor Jaddeth, entonces podrá preocuparse por que entremos en Teod. El país no durará mucho con el resto del mundo civilizado en su contra.
—Será destruido —profetizó Dilaf con ojos furiosos—. Jaddeth no esperará mientras nuestros arteths predican Su nombre contra los impenetrables muros de los corazones teoisos.
—El Señor Jaddeth sólo puede venir cuando todos los hombres estén unidos bajo el dominio fjordell, arteth —dijo Hrathen, dejando de contemplar Elantris y disponiéndose a entrar en la capilla—. Eso incluye Teod.
Dilaf respondió en voz baja, pero cada palabra que dijo resonó en los oídos de Hrathen.
—Tal vez —susurró el sacerdote areliso—. Pero hay otro modo. Nuestro Señor Jaddeth se alzará cuando todas las almas vivientes estén unidas: los teoisos no supondrán ningún obstáculo si los destruimos. Cuando el último teoiso exhale su último suspiro, cuando los elantrinos hayan sido borrados de la faz de Sucia, entonces todos los hombres seguirán al Wyrn. Entonces Jaddeth vendrá.
Las palabras eran preocupantes. Hrathen había venido a salvar Arelon, no a quemarlo. Tal vez fuese necesario derrocar la monarquía, y tal vez tuviese que derramar un poco de sangre noble, pero el resultado final sería la redención de toda una nación. Para Hrathen, unir a toda la humanidad significaba convertir a la fe derethi, no asesinar a aquellos que no creían.
Pero tal vez estuviera equivocado. Wyrn no parecía mucho más paciente que Dilaf: el plazo de tres meses así lo demostraba. De pronto Hrathen sintió una súbita prisa. El Wyrn hablaba en serio: a menos que Hrathen convirtiera Arelon, el país sería destruido.
—Gran Jaddeth bajo los… —susurró Hrathen, invocando el nombre de su deidad, una acción que reservaba solamente para los momentos más sagrados. Acertado o equivocado, no quería la sangre de todo un reino en sus manos, ni siquiera de un reino hereje. Debía tener éxito.
Afortunadamente, su derrota ante la muchacha teoisa no había sido tan completa como había supuesto. Cuando Hrathen llegó al punto de reunión (una gran sala en una de las mejores posadas de Kae) muchos de los hombres que había invitado lo estaban esperando. El discurso en la muralla de Elantris había sido sólo una parte de su plan para convertir a esos hombres.
—Saludos, señores —dijo Hrathen, con un gesto de cabeza.
—No pretendas que todo va bien entre nosotros, sacerdote —dijo Idan, uno de los nobles más jóvenes y vocingleros—. Prometiste que tus palabras traerían poder. Parece que lo único que produjeron fue una buena confusión.
Hrathen agitó las manos, descartando cualquier problema.
—Mi discurso ha confundido a una muchacha de mente simple. Se dice que a la bella princesa le cuesta recordar cuál es su mano derecha y cuál la izquierda. No esperaba que comprendiera mi discurso… no me digas que tú, lord Idan, te perdiste también.
Idan se ruborizó.
—Por supuesto que no, señor. Es sólo que… no veo cómo la conversión podría aportarnos poder.
—El poder, milord, viene de la percepción de tu enemigo. —Hrathen paseó por la sala, con el omnipresente Dilaf a su lado, y eligió un asiento. Algunos gyorns preferían permanecer de pie como forma de intimidación, pero a Hrathen le resultaba más útil sentarse. Con frecuencia, hacía que sus oyentes (sobre todo aquellos que estaban de pie) se sintieran incómodos. Uno parecía tener más el control si podía cautivar a un público sin alzarse sobre él.
Naturalmente, Idan y los demás pronto tomaron asiento. Hrathen apoyó los codos en los reposabrazos, luego unió las manos y observó en silencio a su audiencia. Frunció levemente el ceño cuando sus ojos se posaron sobre un rostro situado casi al fondo de la sala. El hombre era mayor, tal vez de cuarenta y tantos años, e iba ricamente vestido. Lo más revelador de su aspecto era una marca de nacimiento de color púrpura en el lado derecho de su cara y su cuello.
Hrathen no había invitado al duque Telrii a la reunión. El duque era uno de los hombres más poderosos de Arelon, y Hrathen había limitado sus invitaciones a los nobles más jóvenes. Había supuesto que tenía pocas posibilidades de convencer a los poderosos de que le siguieran; los jóvenes impacientes por ascender en el escalafón aristocrático solían ser más fáciles de manipular. Hrathen tendría que hablar con cuidado esa noche: una poderosa alianza podía ser su recompensa.
—¿Bien? —preguntó por fin Idan, vacilando ante la mirada de Hrathen—. ¿Quiénes son entonces? ¿A quiénes consideras nuestro enemigo?
—A los elantrinos —dijo Hrathen simplemente. Notó que Dilaf se envaraba a su lado cuando mencionó la palabra.
La incomodidad de Idan desapareció mientras se echaba a reír y miraba a varios de sus compañeros.
—Los elantrinos llevan muertos una década, fjordell. Difícilmente son una amenaza.
—No, mi joven señor. Siguen vivos.
—Si puedes llamarlo así.
—No me refiero a esos pobres despojos de la ciudad —dijo Hrathen—. Me refiero a los elantrinos que viven en las mentes de la gente. Dime, Idan: ¿has conocido alguna vez a un hombre que piense que los elantrinos regresarán algún día?
Las risitas de Idan se apagaron mientras reflexionaba sobre la pregunta.
—Iadon dista mucho de ser un monarca absoluto —dijo Hrathen—. Es más bien un regente que un rey. El pueblo no espera que sea monarca durante mucho tiempo: está esperando que los benditos elantrinos regresen. Muchos dicen que el Reod es falso, una especie de «prueba» para ver quién permanece fiel a la antigua religión pagana. Habrás visto que la gente habla de Elantris entre susurros.
Las palabras de Hrathen tenían su peso. Sólo llevaba en Kae unos cuantos días pero había escuchado e investigado a fondo durante ese tiempo. Estaba exagerando, pero sabía que tal rumor corría por ahí.
—Iadon no ve el peligro —continuó Hrathen con voz tranquila—. No ve que su liderazgo es soportado, más que aceptado. Mientras el pueblo tenga un recordatorio físico del poder de Elantris, temerá… y mientras tema a algo más de lo que teme a su rey, ninguno de vosotros tendrá poder. Vuestros títulos vienen del rey: vuestro poder está unido a él. Si es impotente, entonces vosotros lo sois también.
Ya le estaban escuchando. En el corazón de cada noble había una inseguridad incurable. Hrathen no había conocido a un solo aristócrata que no estuviera al menos convencido en parte de que los campesinos se reían de él a sus espaldas.
—El Shu-Korath no reconoce el peligro —continuó Hrathen—. Los korathi no hacen nada para denunciar a los elantrinos, y por tanto perpetúan la esperanza de la gente. Por irracional que pueda ser, el pueblo quiere creer que Elantris será restaurada. Sueña en lo grandiosa que era, sus recuerdos embellecidos por una década de historias… es propio de la naturaleza humana creer que otros lugares y otras épocas han sido mejores que el aquí y el ahora. Si alguna vez queréis dominar verdaderamente Arelon, mis queridos amigos nobles, entonces debéis acabar con las tontas esperanzas de vuestro pueblo. Debéis encontrar un modo de liberarlo de la tenaza de Elantris.
El joven Idan asintió entusiasmado. Hrathen frunció los labios con insatisfacción: el joven noble se había dejado convencer demasiado fácilmente. Como sucedía a menudo, el hombre más lenguaraz era el que menos discernía. Ignorando a Idan, Hrathen juzgó las expresiones de los otros. Parecían pensativos, pero no convencidos. El más maduro Telrii permanecía sentado al fondo, en silencio, frotándose el gran rubí que llevaba en un dedo y observando a Hrathen con expresión dubitativa.
Su incertidumbre era buena. Los hombres tan inconstantes como Idan no le servían de nada: lo que se ganaba fácilmente se podía perder con la misma facilidad.
—Decidme, hombres de Arelon —dijo Hrathen, cambiando sutilmente de tema—, ¿habéis viajado a los Países del Este?
Varios asintieron. Durante los últimos años, el este había recibido un tropel de visitantes de Arelon que recorrían el antiguo Imperio de Fjorden. Hrathen sospechaba que la nueva aristocracia de Arelon, aun más insegura que la mayoría de las casas nobles, sentía el deseo de demostrar su grado de refinamiento relacionándose en reinos como Svorden, el epicentro cultural del este.
—Si habéis visitado los poderosos Países del Este, amigos míos, entonces sabéis la influencia que tienen aquellos que se alían con el sacerdocio derethi.
«Influencia» era, tal vez, una forma suave de expresarlo. Ningún rey gobernaba al este de las montañas Dathreki a menos que profesara su adhesión al Shu-Dereth, y los puestos gubernamentales más deseables y lucrativos siempre recaían en aquellos que eran diligentes en su fervor por Jaddeth.
Había una promesa implícita en las palabras de Hrathen y (no importaba qué otra cosa pudiera discutirse esa noche, no importaba qué otros argumentos pudiera exponer Hrathen) eso era lo que le valdría su apoyo. No era ningún secreto que los sacerdotes derethi tenían un gran interés en la política, y la mayoría de la gente sabía que ganarse el apoyo de la Iglesia solía bastar para asegurarse la victoria política. Ésta era la promesa que los nobles esperaban oír, y por eso las quejas de la muchacha de Teod no los habían afectado. Las disputas teológicas estaban lejos de las mentes de estos hombres; Shu-Dereth o Shu-Korath, a ellos les importaba poco. Todo lo que necesitaban era la confirmación de que un súbito brote de piedad por su parte sería a su vez recompensado con bendiciones temporales… tangibles y consumibles.
—Basta de jugar con las palabras, sacerdote —dijo Ramear, uno de los nobles más jóvenes. Era el aguileño hijo segundo de un barón sin importancia, un hombre con una afilada nariz aónica y reputación de sinceridad, una reputación al parecer merecida—. Quiero promesas. ¿Estás diciendo que si nos convertimos al derethi, nos garantizarás mayores posesiones?
—Jaddeth recompensa a sus seguidores —dijo Hrathen sin inmutarse.
—¿Y cómo nos recompensará? —preguntó Ramear—. El Shu-Dereth no tiene ningún poder en este reino, sacerdote.
—Nuestro Señor Jaddeth ostenta el poder en todas partes, amigo —señaló Hrathen. Luego, para evitar más preguntas, continuó—: Es cierto que todavía tiene pocos seguidores en Arelon. El mundo, sin embargo, es dinámico, y pocos pueden enfrentarse al Imperio de Jaddeth. Recordad Duladel, amigos míos. Arelon ha permanecido intacto tanto tiempo porque no nos hemos molestado en hacer el esfuerzo necesario para convertirlo —una mentira, aunque modesta—. El primer problema es Elantris. Eliminadla de la mente del pueblo y gravitará hacia el Shu-Dereth… El Shu-Korath es demasiado tranquilo, demasiado indolente. Jaddeth crecerá en la conciencia del pueblo, y el pueblo buscará modelos en la aristocracia… hombres que tengan sus mismas ideas.
—¿Y entonces nosotros seremos recompensados? —recalcó Ramear.
—El pueblo nunca tolerará gobernantes que no crean en lo que él cree. Como ha demostrado la historia reciente, amigos míos, los reyes y las monarquías difícilmente son eternos.
Ramear volvió a sentarse mientras reflexionaba sobre las palabras del sacerdote. Hrathen tenía que ser cuidadoso todavía; era posible que sólo unos pocos de esos hombres acabaran apoyándolo, y no quería dar a los otros pruebas en su contra. Por indulgente que pudiera ser en materia de religión, el rey Iadon no toleraría las prédicas de Hrathen mucho tiempo si las consideraba sediciosas.
Más adelante, cuando Hrathen sintiera una firme convicción entre aquellos inexpertos nobles, les haría promesas más concretas. Y, no importaba lo que pudieran decir sus oponentes, las promesas de Hrathen eran veraces; por poco que le gustara trabajar con hombres cuya alianza podía comprar, era una firme regla del Shu-Dereth que la ambición debía ser recompensada. Además, era beneficioso tener reputación de honestidad, aunque sólo fuera para poder mentir en momentos cruciales.
—Hará falta tiempo para acabar con una religión e instaurar una nueva en su lugar —murmuró Waren, un hombre delgado de pelo casi platino. Waren era conocido por su estricta piedad; Hrathen se había sorprendido al ver que acompañaba a la reunión a su primo Idan. Parecía que la renovada fe de Waren no era tanto cuestión de fervor religioso como de ventaja política. Ganárselos a él y a su reputación sería de gran ayuda para la causa de Hrathen.
—Te sorprendería, joven lord Waren —dijo Hrathen—. Hasta hace muy poco, Duladel era la sede de una de las religiones más antiguas del mundo. Ahora, según nos dicen los registros fjordell, esa religión ha sido eliminada por completo… al menos en su forma pura.
—Si —contestó Waren—, pero el derrumbamiento de la religión jesker y la república de Duladel son hechos que llevan incubándose años, quizá siglos.
—Pero no puedes negar que, cuando se produjo, el cambio de poder fue rápido.
Waren hizo una pausa.
—Cierto.
—La caída de los elantrinos fue igualmente rápida —dijo Hrathen—. El cambio puede producirse a velocidad de vértigo, lord Waren… pero aquellos que están preparados pueden beneficiarse mucho de él. Te hago ver que la religión korathi lleva en declive una cantidad similar de tiempo. Antes tenía mucho empuje en el este. Ahora, su ámbito de influencia se limita a Teod y Arelon.
Waren se detuvo, pensativo. Parecía un hombre inteligente y obstinado, y la lógica de Hrathen lo sorprendía. Era posible que Hrathen hubiera juzgado mal a la nobleza arelisa. Muchos nobles eran un caso perdido, como su rey, pero un número sorprendente de ellos parecían prometedores. Tal vez se daban cuenta de lo precaria que era su situación: el pueblo hambriento, la aristocracia sin experiencia y toda la atención del Imperio de Fjorden centrada en ellos. Cuando llegara la tormenta, la mayor parte de Arelon se sorprendería como un ratón deslumbrado por una luz repentina. No obstante, tal vez esos pocos lores merecieran ser salvados.
—Mis señores, espero que atendáis mis ofertas con más sabiduría que vuestro rey —dijo Hrathen—. Son tiempos difíciles y quienes no cuenten con el apoyo de la Iglesia tendrán dificultades en los meses venideros. Recordad a quién y a qué represento.
—Recordad Elantris —susurró una voz, la de Dilaf, junto a Hrathen—. No olvidéis el pozo de desacralización que contamina nuestra tierra. Ellos duermen y esperan, listos como siempre. Esperan capturaros, a todos vosotros, y arrastraros a su abrazo. Debéis limpiar al mundo de su ponzoña antes de que os eliminen a vosotros.
Se produjo un incómodo silencio. Finalmente (la súbita intervención del arteth había arruinado su ritmo), Hrathen se acomodó en su asiento y cruzó los dedos ante sí para indicar que la reunión había terminado. Los nobles se marcharon. Por sus caras de preocupación se veía que comprendían la difícil decisión que les había planteado Hrathen. El gyorn los estudió para decidir con cuáles merecería la pena volver a entrar en contacto. Idan era suyo, y con él vendrían inevitablemente algunos de sus seguidores. Probablemente tenía a Ramear también, suponiendo que se reuniera en privado con él y le hiciera una sólida promesa de apoyo. Había otro par como Ramear, y además Waren, cuyos ojos estaban teñidos de lo que parecía respeto. Sí, podía hacer grandes cosas con ése.
Formaban un grupo políticamente débil y relativamente poco importante, pero por algo se empieza. A medida que el Shu-Dereth fuera ganando seguidores, nobles cada vez más importantes irían apoyando a Hrathen. Entonces, cuando el país se desplomara por fin bajo el peso de la inquietud política, la incertidumbre económica y las amenazas bélicas, Hrathen recompensaría a sus seguidores con puestos en el nuevo Gobierno.
La clave para conseguir ese éxito seguía estando todavía al fondo de la sala, observando en silencio. El aire del duque Telrii era tranquilo su rostro calmo, pero su reputación de extravagancia indicaba un gran potencial.
—Mi señor Telrii, un momento, por favor —solicitó Hrathen, poniéndose en pie—. Tengo una propuesta especial que podría interesarte.