56

Esa misma noche, vestidos ya con la ropa que habían elegido para emprender su luna de miel —un traje oscuro para Gabriel y un vestido lila para Julia—, viajaban en el coche con chófer que habían alquilado.

Cuando el vehículo se detuvo frente a una casa cercana a Todi, Julia vio que se trataba de la misma casa que Gabriel había alquilado cuando viajaron a Italia hacía poco más de un año.

—Nuestra casa —susurró ella, al darse cuenta.

—Sí. —Él le besó el dorso de la mano antes de ayudarla a bajar del coche. Y luego, levantándola del suelo, cruzó el umbral con ella en brazos.

»¿Te gusta que hayamos venido aquí? Pensé que te apetecería que pasáramos unos días tranquilos, pero si lo prefieres podemos ir a Venecia o a Roma. Iremos a donde tú quieras —dijo, dejándola en el suelo.

—Es perfecto. Me encanta que hayas pensado en este lugar.

Julia le rodeó el cuello con los brazos.

Un rato más tarde, Gabriel se separó un poco de ella.

—Voy a subir el equipaje. ¿Tienes hambre?

Ella se echó a reír.

—Si me ponen algo delante, me lo comeré.

—¿Por qué no vas a echar un vistazo a la cocina, a ver si encuentras algo tentador? En seguida me reuniré contigo.

—Lo único que podría tentarme —comentó Julia con una sonrisa traviesa— sería verte a ti sentado a la mesa de la cocina.

Sus sensuales palabras hicieron que Gabriel recordara su anterior visita a la casa, cuando habían usado aquella mesa varias veces y no precisamente para amasar pan. Con un gruñido ronco, subió el equipaje a toda prisa, como si alguien lo estuviera persiguiendo.

En la cocina, Julia comprobó que la despensa estaba totalmente equipada, igual que la nevera. Se echó a reír al ver varias botellas de zumo de arándanos alineadas sobre la encimera, como si la estuvieran esperando. Acababa de abrir una botella de Perrier y de preparar un plato con trozos de queso, cuando Gabriel regresó. Al entrar corriendo en la cocina, le pareció mucho más joven, casi un niño, con los ojos brillantes y una expresión radiante.

—Tiene un aspecto delicioso. Gracias —dijo, sentándose a su lado y echando una insinuante mirada hacia la mesa—. Aunque creo que prefiero usar la cama las primeras veces.

Julia se ruborizó.

—Esta mesa me trae muy buenos recuerdos.

—A mí también, pero tenemos todo el tiempo del mundo para fabricar nuevos recuerdos. Algunos incluso mejores. —La miró con deseo.

Ella sintió un cosquilleo en el vientre.

—¿La boda ha sido tal como te la imaginabas? —preguntó él, ansioso, mientras llenaba dos vasos de agua.

—Mucho mejor. La misa, la música… casarnos en la basílica ha sido increíble. Se siente una paz tan especial allí…

Gabriel asintió. Sabía a qué se refería.

—Me alegro de que sólo invitáramos a la familia y a los amigos más íntimos. Siento no haber podido hablar más rato con Katherine Picton, pero he visto que tú bailabas con ella. ¡Dos veces! —Julia se hizo la ofendida.

Él le siguió la broma, alzando las cejas.

—¿De verdad he bailado con ella dos veces? Es impresionante para una septuagenaria. ¿Cómo habrá podido seguirme el ritmo?

Julia puso los ojos en blanco. Gabriel era único usando palabras que nadie más usaba.

—Tú has bailado dos veces con Richard, señora Emerson. Supongo que estamos empatados.

—Ahora es mi padre también. Y es un excelente bailarín. Muy elegante.

—¿Mejor que yo? —Gabriel fingió estar celoso.

—Nadie es mejor que tú, querido. —Julia se inclinó sobre él para borrarle el falso enfado con un beso—. ¿Crees que volverá a casarse alguna vez?

—No.

—¿Por qué no?

Él le cogió la mano y le acarició los nudillos uno a uno.

—Porque Grace era su Beatriz. Cuando has conocido un amor como ése, cualquier otro parece una sombra del original. —Sonrió con melancolía—. Curiosamente, en el libro favorito de Grace, A Severe Mercy, aparecía la misma idea. Sheldon Vanauken no volvió a casarse tras la muerte de su esposa.

»Dante perdió a Beatriz cuando ella tenía veinticuatro años y pasó el resto de su existencia llorando su muerte. Si yo te perdiera, me pasaría lo mismo. Nunca habrá nadie que ocupe tu lugar. Nunca —recalcó Gabriel, con una mirada fiera pero cariñosa al mismo tiempo.

—Me pregunto si mi padre volverá a casarse.

—¿Te molestaría que lo hiciera?

Ella se encogió de hombros.

—No. Tardaría un poco en acostumbrarme, supongo, pero no. Me alegro de que esté saliendo con alguien amable. Quiero que sea feliz. Me gustaría que pudiera envejecer al lado de alguien que lo trate bien.

—Yo quiero envejecer a tu lado —dijo Gabriel—. No cabe duda de que eres amable.

—Yo también quiero envejecer a tu lado.

Marido y mujer intercambiaron una mirada y siguieron comiendo en silencio. Cuando acabaron, Gabriel le tendió la mano.

—Todavía no te he dado los regalos de boda.

Al tomarle la mano, Julia le tocó el anillo.

—Pensaba que los regalos eran los anillos y las inscripciones que llevan: «Yo soy de mi Amado y mi Amado es mío».

—Hay más cosas. —Gabriel la llevó hasta la chimenea y se detuvo delante.

Al entrar en la casa, Julia no se había fijado en que habían cambiado el cuadro que colgaba sobre la repisa. Su lugar lo ocupaba ahora una impresionante pintura al óleo de un hombre y una mujer unidos en un abrazo apasionado.

Dio un paso adelante con la vista clavada en el cuadro, como hipnotizada.

La figura masculina y la femenina se estaban abrazando. El hombre estaba desnudo hasta la cintura y se lo veía ligeramente más abajo que la mujer, como si estuviera de rodillas, con la cabeza apoyada en el regazo de ella, que estaba inclinada hacia adelante, desnuda, a excepción de lo que parecía ser una sábana arrugada, agarrando con fuerza la espalda y el costado del hombre y apoyando la cabeza entre sus omóplatos. Lo cierto era que costaba distinguir dónde empezaba el uno y terminaba el otro. Estaban tan unidos que formaban una especie de círculo. La necesidad y la desesperación eran tan evidentes que casi saltaban del lienzo. Parecía que la pareja acabara de reencontrarse tras una larga ausencia o como si acabaran de reconciliarse tras una discusión.

—Somos nosotros —susurró Julia, parpadeando sorprendida.

La cara del hombre quedaba parcialmente oculta, apoyada en el regazo de ella, la boca apretada contra su muslo, pero no cabía duda: era la cara de Gabriel. Igual que la cara de la mujer era la cara de Julia, vuelta hacia el espectador con los ojos cerrados de felicidad y una sonrisa tímida en los labios. Parecía feliz.

—¿Cómo lo has hecho?

Él se le acercó por detrás y le rodeó los hombros con los brazos.

—Yo posé para el cuadro y para tu parte, le di fotografías al artista.

—¿Fotografías?

Él la besó en el cuello.

—¿No reconoces esa postura? ¿Recuerdas las fotos que hicimos en Belice? Las de la mañana siguiente a la noche en que te pusiste el corsé por primera vez… Estabas tumbada en la cama y…

Ella abrió mucho los ojos al recordar el momento.

—¿Te gusta? —Gabriel sonaba extrañamente inseguro—. Quería algo… personal para celebrar nuestra boda.

—Me encanta. Sólo me ha sorprendido.

Él se relajó.

—Gracias. —Julia le cogió la mano y le dio un beso en la palma—. Es un regalo precioso.

—Me alegro de que te guste. Aún queda otra cosilla. —Acercándose a la repisa de la chimenea, cogió una manzana dorada que no era la primera vez que ella veía.

—¿Cómo ha llegado hasta aquí? —preguntó Julia con una sonrisa.

—Ábrela, señora Emerson.

Ella levantó la parte de arriba y dentro encontró una llave antigua.

—¿Una llave mágica? —preguntó, mirando a Gabriel sin comprender—. ¿Es la llave de algún jardín secreto? ¿Del armario que lleva a Narnia?

—Muy graciosa. Ven conmigo. —La agarró por la muñeca y no pudo resistir darle un largo beso en la parte interna, como si le costara separarse.

—¿Adónde vamos?

—Ya lo verás.

Salieron por la puerta principal y Gabriel la cerró tras ellos. Entonces se quedaron quietos en el porche, sumidos en la oscuridad que sólo rompían las luces de la fachada.

—Prueba la llave.

—¿Qué? ¿Aquí?

—Pruébala. —Gabriel se balanceó sobre los talones, sin poder ocultar su nerviosismo.

Julia metió la llave en la cerradura y la hizo girar. Oyó el clic y un segundo después la puerta se abrió.

—Gracias por aceptar ser mi esposa —susurró él—. Bienvenida a tu casa.

Ella lo miró, incrédula.

—Aquí fuimos felices —dijo Gabriel en voz baja—. Quería que tuviéramos un lugar donde poder refugiarnos de vez en cuando. Un lugar lleno de buenos recuerdos. —Acariciándole el brazo con suavidad, añadió—: Podemos venir a pasar las vacaciones cuando no vayamos a Selinsgrove. Incluso podrías venir aquí a escribir tu tesis si quisieras. Aunque no creo que pueda soportar estar apartado de ti ni un día más.

Julia lo besó, dándole las gracias una y otra vez por sus generosos regalos. Y allí permanecieron varios minutos, disfrutando del tacto del otro, con el pulso cada vez más acelerado.