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El 21 de enero, Tom paseaba nervioso justo a la entrada de la basílica de Asís. Que su hija y sus damas de honor llegaran tarde no lo ayudaba a tranquilizarse. Se tiró una vez más de la pajarita para arreglársela y siguió esperando. En ese momento, una visión vestida de organza y cubierta de terciopelo blanco hizo su aparición como una nube radiante.

Tom se quedó sin habla.

—Papá —musitó Julia, acercándose a él con una sonrisa nerviosa.

Tammy y Rachel la ayudaron a quitarse la capa y a recolocarse la falda, desplegando la cola a su espalda. Luego, Christina, la organizadora de bodas que nunca se alejaba demasiado, les entregó a Rachel y a Tammy sus ramos, que eran una mezcla de lirios y rosas blancas, a conjunto con el color de los vestidos, de un lila intenso.

—Estás muy guapa —le dijo Tom finalmente, dándole un tímido beso a través del velo.

—Gracias. —Ruborizándose, Julia bajó la vista hasta su ramo, que consistía en dos docenas de rosas blancas y unas ramitas de acebo.

—¿Podéis darnos un minuto? —les preguntó Tom a las damas de honor.

—Por supuesto.

Christina se llevó a Rachel y a Tammy y las situó a la entrada de la basílica. Luego le indicó al organista que estaban a punto de hacer su entrada.

—Me gusta tu collar —dijo Tom, nervioso.

Julia se llevó la mano a las perlas que le adornaban el cuello.

—Era de Grace.

Tras tocarse los pendientes de diamantes, decidió que no hacía falta explicarle su origen.

—Me pregunto qué opinaría de que te casaras con su hijo.

—Quiero pensar que la haría feliz. Me gusta imaginarme que nos está mirando desde arriba, sonriendo.

Su padre asintió y se metió las manos en los bolsillos del esmoquin.

—Me alegro de que me pidieras que te llevara al altar.

Julia lo miró sorprendida.

—No iba a casarme sin ti, papá.

Él carraspeó, arrastrando los zapatos alquilados a un lado y a otro.

—No debí haberte hecho volver con Sharon. Tendrías que haberte quedado conmigo —dijo, con la voz rota.

—Papá —susurró Julia, empezando a llorar.

Él la abrazó con fuerza, tratando de decirle con su abrazo lo que no sabía decir con palabras.

—Te perdoné hace mucho tiempo. No hace falta que volvamos a hablar del tema. —Ella se separó para mirarlo a los ojos—. Me alegro de que estés aquí. Y me alegro de que seas mi padre.

—Jules. —Tom carraspeó otra vez para aclararse la voz—. Eres una buena chica.

Al volverse hacia el largo pasillo que llevaba al altar, Tom vio que Gabriel esperaba junto a su hermano y su cuñado. Los tres hombres iban vestidos con esmoquin de Armani negro y camisa blanca inmaculada. Aunque Gabriel quería que llevaran pajarita, Scott y Aaron habían preferido ir con corbata, ya que, según ellos, las pajaritas eran cosa de viejos, miembros de las juventudes del Partido Republicano o profesores universitarios.

—¿Estás segura? Si tienes dudas, paro un taxi y nos volvemos a casa —preguntó.

Julia le apretó la mano.

—Estoy segura. Gabriel no es perfecto, pero es perfecto para mí. Somos el uno para el otro.

—Le dije que esperaba que cuidara de mi niña. Que si no estaba dispuesto a hacerlo, tendríamos un problema. Me contestó que si algún día dejaba de tratarte como a una reina, fuera a buscarlo y le pegara un tiro. —Tom sonrió—. Le dije que me parecía buena idea. ¿Estás lista?

Ella respiró hondo.

—Sí.

—Pues vamos allá. —Ofreciéndole el brazo, asintió con la cabeza para indicarles a las damas de honor que podían abrir la comitiva al sonido de la música de Johann Sebastian Bach.

Cuando Julia y Tom echaron a andar, la música cambió y empezó a sonar otra pieza del mismo compositor.

Gabriel captó la mirada de Julia desde la distancia y el rostro se le iluminó con una amplia sonrisa. El sol de enero se colaba por las puertas de la basílica, iluminando a la novia desde atrás. Parecía como si un halo de luz la rodeara.

Gabriel no podía parar de sonreír. Sonrió durante toda la ceremonia, incluso mientras juraba respetar a su esposa y durante la actuación de la soprano que interpretó Despertad, la voz nos llama, de Bach y Exultate, jubilate, de Mozart.

Tras la ceremonia, sujetó el velo de Julia con dedos temblorosos y se lo levantó despacio. Con los pulgares, le secó las lágrimas de felicidad que le rodaban por las mejillas, y la besó. Fue un beso suave y casto, pero lleno de promesas. Luego fueron a la parte inferior de la basílica para visitar la cripta.

No lo habían previsto, pero sin ponerse de acuerdo, se dieron la mano y se encontraron dirigiéndose a la tumba de san Francisco.

En aquel lugar tranquilo y oscuro donde Gabriel había tenido su inefable experiencia meses atrás, se arrodillaron y rezaron. Ambos dieron gracias, cada uno por tener al otro en su vida y por las numerosas bendiciones que habían recibido. Gabriel dio también las gracias por Maia y por Grace, por su padre y sus hermanos.

Cuando se levantó para encender una vela, ambos pidieron una última bendición. Un último pequeño milagro. Al acabar sus oraciones, una extraña paz se había adueñado de sus almas, envolviéndolas como una manta.

—No llores, dulce niña. —Gabriel le ofreció la mano a Julia para ayudarla a levantarse. Le secó las lágrimas antes de besarla—. Por favor, no llores.

—No puedo evitarlo. Soy tan feliz… —dijo ella, con los ojos brillantes y una sonrisa temblorosa—. Te quiero tanto…

—Yo siento lo mismo. No dejo de preguntarme cómo ha podido pasar. Cómo es posible que te reencontrara y te convenciera de que fueras mi esposa.

—El cielo nos sonrió.

Se puso de puntillas para besar a su esposo junto a la tumba de san Francisco sin ninguna vergüenza, porque sabía que las palabras que acababa de pronunciar eran verdad.