A pesar de que Tom había dado su bendición al enlace (a regañadientes, por supuesto), el conflicto surgió cuando la feliz pareja anunció dónde habían decidido casarse.
Los Clark estaban encantados de pasar una semana de vacaciones en Italia, pero Tom, que nunca había salido de Norteamérica, no estaba tan entusiasmado. Como padre de la novia, había pensado pagar el enlace de su única hija, aunque tuviera que hipotecar su nueva casa para hacerlo, pero Julia no quería ni oír hablar del tema.
Aunque la ceremonia sería íntima, los costes eran demasiado elevados para la economía de Tom. Y, para mayor humillación de éste, Gabriel estaba encantado de pagarlo todo. Para él era más importante que Julia tuviera la boda de sus sueños que tener al suegro contento.
Ella trató de mediar entre ambos hombres, señalando que había cosas que su padre podía pagar, como el vestido de novia o las flores.
A finales de noviembre, Julia vio el vestido perfecto en el escaparate de una elegante boutique de la calle Newbury de Boston. Era un vestido de seda de organza color marfil, con escote de pico y unas mangas minúsculas, que apenas cubrían los hombros. El talle estaba rodeado de encaje, y la falda, con mucho vuelo, formaba capas recordando a una nube.
Sin pensarlo, entró y pidió probárselo. La dependienta le alabó el gusto, diciéndole que los diseños de Monique Lhuillier eran muy populares.
Julia no había oído hablar nunca de la diseñadora. No miró el precio, porque el vestido no tenía etiqueta, pero al verse en el espejo, lo supo. Aquél era su vestido. Era precioso, clásico, y haría destacar su color de piel y su silueta. Sabía que a Gabriel le encantaría que dejara tanto trozo de espalda al descubierto. Sin caer en el mal gusto, por supuesto.
Se hizo una foto con el iPhone con él puesto y se la envió a su padre preguntándole qué le parecía. Éste respondió inmediatamente diciéndole que nunca había visto a una novia más hermosa.
Tom le pidió que le pasara el teléfono a la dependienta y, sin que Julia llegara a enterarse en ningún momento del precio del vestido, se puso de acuerdo con la mujer para el modo de pago. Saber que le estaba comprando a su hija el vestido de boda de sus sueños lo ayudó a superar el hecho de no poder pagar el resto.
Tras despedirse de su padre, Julia pasó varias horas más en la tienda, comprando hasta completar el traje. Entre otras cosas, eligió un velo que le llegaba casi hasta los tobillos, unos zapatos de raso, de tacón pero con los que pudiera caminar sin caerse, y una capa de terciopelo blanco para protegerse del frío de Asís en enero. Con todo bien empaquetado, se fue a casa.
***
Dos semanas antes de la boda, Tom llamó a Julia para hacerle una pregunta importante.
—Sé que enviasteis las invitaciones hace tiempo, pero ¿habría sitio para una persona más?
—Por supuesto —respondió ella, sorprendida—. ¿Me he olvidado de invitar a algún primo lejano?
—No exactamente.
—Entonces, ¿de quién se trata?
Él respiró hondo y contuvo el aliento.
—Papá, suéltalo de una vez. ¿A quién quieres que invite? —Julia cerró los ojos y rezó a los dioses de las hijas de padres sin pareja para que intercedieran por ella y no permitieran que Deb Lundy asistiera a su boda. O, peor aún, que volviera a salir con su padre.
—A Diane.
Ella abrió mucho los ojos.
—¿Qué Diane?
—Diane Stewart.
—¿La del restaurante Kinfolks?
—Exacto.
La concisa respuesta de su padre le dio a Julia toda la información que necesitaba.
Permaneció unos momentos en silencio, mientras se recuperaba de la impresión.
—Jules, ¿sigues ahí?
—Sí, estoy aquí. Claro… sí… por supuesto. La añado a la lista de invitados. ¿Podría decirse que es… esto… tu amiga especial?
Tom respondió al cabo de unos segundos…
—Sí, podría decirse.
—Ajá.
Su padre cortó la conversación en seguida y Julia se quedó mirando el teléfono, preguntándose qué plato combinado especial sería el responsable de aquel nuevo romance.
«El de pastel de carne seguro que no», pensó.