52

Tras la cena, Tammy y Scott recogieron la cocina mientras Rachel y Aaron practicaban sus habilidades paternales con Quinn. En el porche, Richard y Tom fumaban puros y bebían whisky, mientras la vieja señora Bancroft sacaba cosas de su garaje y se adentraba en el bosque. Richard miró a Tom de reojo y ambos hombres brindaron con una sonrisa cómplice.

Dentro de la casa, Gabriel cogió a Julia de la mano y la llevó al piso de arriba.

—Abrígate bien —le dijo al entrar en la habitación de ella—. Vamos a dar un paseo.

—No hace frío —protestó Julia, pero eligió una vieja rebeca de cachemira de Gabriel.

Éste se había librado de casi todas ellas cuando ella le había comentado que lo hacían parecer un abuelo.

(O un presentador de informativos de la televisión pública).

Al oírselo decir, a Gabriel le había faltado tiempo para donarlas al Ejército de Salvación, con excepción de un par de ellas, que Julia había rescatado.

—No quiero que te enfríes —insistió él, tirándole de la chaqueta, juguetón.

—Ya te tengo a ti para que me mantengas caliente —replicó ella, guiñándole un ojo.

Tras enroscarle la bufanda del Magdalen College alrededor del cuello, bajaron a la cocina para salir por la puerta trasera.

—¿A dar un paseo, Emerson? —los sorprendió la voz de Tom.

—Con su permiso, señor Mitchell.

El padre de Julia dio unos golpecitos a la navaja suiza que llevaba en el bolsillo.

—Si la haces llorar, te arrancaré las tripas.

—Cuidaré de ella. Se lo prometo. Y si la hago llorar, le secaré las lágrimas.

Tom resopló y murmuró algo entre dientes.

—¿Qué pasa? —preguntó Julia—. ¿Qué problema hay?

—Nada. Gabriel va a acompañarte a dar un paseo, con mi bendición —respondió su padre, tratando de no fruncir el cejo.

—Y con la mía —añadió Richard, divertido.

—Me parece que ya habéis bebido bastante whisky —bromeó Julia y siguió a Gabriel al bosque, negando con la cabeza.

—¿De qué va esto? —le preguntó, mientras paseaban de la mano en dirección al viejo huerto de manzanos.

—En seguida lo verás. —Gabriel le besó la cabeza antes de acelerar el paso—. Hueles a vainilla —le dijo sonriendo.

—Me he hartado de la lavanda.

—Yo también.

Poco después llegaron a la linde del huerto. A pesar de que el bosque era espeso en aquella zona, Julia vio que había luz.

—¿Qué es eso?

—Ven a descubrirlo —contestó Gabriel, guiándola entre los árboles.

Había pequeñas lámparas blancas colgando de las ramas y otras desperdigadas por el suelo, aunque ella se fijó en que la llama que desprendían era falsa, para evitar el riesgo de incendios. A la suave luz de las lamparitas que iluminaban los viejos y retorcidos árboles, se veía una tienda blanca. Dentro había un banco, una manta que le resultó familiar y varios cojines.

—Oh, Gabriel —susurró.

Él la llevó hasta el interior de la tienda y la invitó a sentarse.

—No tenías que haberte tomado tantas molestias. Habría sido igual de feliz sentada en el suelo con la vieja manta.

—Me gusta malcriarte. —Gabriel la estaba mirando con tanta intensidad, que Julia se olvidó de respirar—. ¿Te apetece beber algo?

Se acercó a una mesita baja, donde alguien había dejado una cubitera y dos copas altas. Cuando Julia asintió, él abrió la botella con facilidad y sirvió la bebida en las copas.

—¿Brindamos? —propuso, volviendo a su lado.

—Por supuesto. —Julia miró la copa de Gabriel con desconfianza—. Aunque podemos beber otra cosa.

—Sólo tomaré un traguito. Por Julianne, mi amada —brindó, alzando su copa.

—Creo que deberíamos brindar por nosotros.

—Eso también. Por nosotros. —Con una sonrisa, Gabriel volvió a alzar la copa, antes de hacerla chocar con la de ella.

—¿Cómo has montado todo esto? Debes haber tardado varias horas —se maravilló Julia, mirando a su alrededor.

—El anciano señor Bancroft se encarga del cuidado de la casa y las tierras mientras estoy fuera. Le pedí que se ocupara de todo mientras cenábamos. ¿Puedo? —Alargando la mano hacia un cuenco lleno de fresas, eligió la más grande y más madura y se la ofreció.

Acercándosela a los labios, sonrió al ver que ella se comía la mitad de un bocado.

—Ya verás. Las fresas y el champán casan de maravilla.

Julia se echó a reír cuando parte del zumo de la fresa le resbaló por la barbilla. Trató de secárselo con los dedos, pero Gabriel fue más rápido. Acariciándole los labios y el mentón con el pulgar, se llevó todo el zumo y se lo bebió.

—Delicioso —murmuró.

Tras repetir el proceso varias veces, Julia empezó a marearse. La sensualidad de Gabriel, incluso cuando se contenía, era embriagadora.

Ella le ofreció a su vez una fresa y, cuando él la mordió, se llevó su dedo a sus labios y la sorprendió succionándoselo con avidez.

—Dulce como el caramelo —dijo, con voz ronca.

Se sentó entonces en el banco y le tendió la mano, invitándola a sentarse a su lado. Cuando ella así lo hizo, Gabriel la rodeó con el brazo mientras, con la otra mano le acariciaba el labio inferior.

—¿Tienes idea de cómo me afectas? El color de tus mejillas, el calor de tu piel, el latido de tu corazón… —Negó con la cabeza—. Me faltan palabras para describirlo.

Julia se desabrochó la chaqueta y colocó la mano de Gabriel sobre su corazón.

—Siente cómo late. Late así por ti, Gabriel.

Él bajó la vista hacia su mano.

—Espero seguir provocándote este efecto el resto de mi vida.

Y le capturó los labios en un beso apasionado, antes de retirar la mano para sujetarla por la mejilla.

—Te he traído aquí porque aquí es donde empezó todo. Aquella noche cambiaste mi vida. Nunca podré agradecértelo lo suficiente.

—No necesito tu agradecimiento. Tu amor me basta.

Él la besó con dulzura.

—¿De dónde viene la música? —Julia miró a su alrededor, buscando un equipo de música, pero no lo encontró.

—El señor Bancroft se ha encargado de todo.

—Es precioso.

—No tanto como tú. Desde que te conocí, la belleza entró en mi vida. —La abrazó con más fuerza—. Aún no puedo creerme que te tenga entre mis brazos después de todos estos años y que me quieras.

—Siempre te he querido, Gabriel. Incluso cuando no me reconocías. —Julia le apoyó la cara en el pecho mientras él canturreaba, siguiendo la canción.

Cuando la canción acabó y empezó otra, él le susurró al oído:

—Tengo un regalo para ti.

—No quiero regalos. Sólo bésame.

—Te cubriré de besos cuando me dejes darte el regalo.

Sacándose algo del bolsillo de la chaqueta, se lo ofreció. Era un anuncio escrito en italiano sobre una tarjeta de cartón de calidad.

—¿Qué es esto? —Julia alzó los ojos, ilusionados, hacia él.

—Léelo —la animó Gabriel, con sus ojos igual de brillantes.

Era una invitación de la galería de los Uffizi, en Florencia, para la inauguración de una exposición exclusiva de una colección de grabados de Botticelli de la Divina Comedia de Dante, algunos de los cuales no habían sido expuestos anteriormente. El anuncio detallaba que la exposición era posible gracias al préstamo del profesor Gabriel Emerson en honor de su prometida, la señorita Julianne Mitchell.

Ella lo miró con los ojos muy abiertos.

—¡Gabriel, tus grabados, no me lo puedo creer!

—La felicidad me ha vuelto generoso.

—Pero ¿qué pasará con las cuestiones legales? ¿Cómo demostrarás que los adquiriste de manera legal?

—Mi abogado ha contratado a un equipo de expertos que va a rastrear su origen, que se pierde a finales del siglo diecinueve. Tras esa fecha, nadie sabe qué pasó con ellos. Dado que fueron pasando de colección privada en colección privada, nadie puede discutirme que soy su legítimo dueño. Pero ahora quiero compartirlos con el mundo.

—Es maravilloso. —Julia se ruborizó y miró al suelo—. Pero mi nombre no debería ir unido a la exposición. Los grabados son tuyos.

—Si no fuera por ti no los estaría compartiendo.

Ella levantó la mano para acariciarle la mejilla.

—Gracias. Lo que estás haciendo es muy generoso. Siempre pensé que esas imágenes deberían estar al alcance de todo el mundo que quisiera disfrutar de ellas.

—Tú me has enseñado a no ser egoísta.

Julia se acercó más y lo besó ávidamente en los labios.

—Y tú me has enseñado a aceptar regalos.

—Entonces, hacemos buena pareja. —Carraspeando, Gabriel le apartó un mechón de pelo de la cara—. ¿Me acompañarás a la exposición? Podemos ir en verano. Al dottore Vitali le gustaría dar una recepción en nuestro honor, parecida a la que ofreció el año pasado, cuando fui a dar la conferencia.

—Por supuesto que te acompañaré.

—Bien. Tal vez podamos encontrar un rincón privado en el museo para…

—Nada me gustaría más, profesor. —Julia le guiñó un ojo.

Él se tiró del cuello de la camisa.

—¿Quieres que nos casemos en Florencia el verano que viene? Podríamos hacer coincidir la boda con la visita a la exposición.

—No.

Gabriel bajó la vista, decepcionado.

—Falta mucho para el verano que viene. ¿Por qué no el mes que viene?

Él la miró a los ojos.

—Me casaría contigo mañana mismo, pero eso no nos dejaría mucho tiempo para hacer planes.

—Quiero una boda sencilla. Estoy cansada de vivir sola. Quiero estar contigo. —Le acarició la oreja con los labios—. Y no sólo porque quiera que me calientes la cama.

A Gabriel se le escapó un gruñido. La besó con firmeza y ella suspiró dentro de su boca, devolviéndole el beso.

—¿Y tus estudios?

—Muchos estudiantes de doctorado están casados. Aunque sólo pudiera verte en la cama por la noche, ya sería más de lo que te veo ahora. Por favor, no me hagas esperar.

Él le acarició la mejilla con el dorso de la mano.

—Lo dices como si la espera no me estuviera matando a mí también. ¿Dónde te gustaría que nos casáramos?

—En Asís. Siempre ha sido un lugar especial para mí y sé que también es importante para ti.

—No se hable más. Será en Asís lo antes posible. ¿Y qué te apetece que hagamos para la luna de miel? —Alzó las cejas, provocándola—. ¿Tienes alguna preferencia? ¿París? ¿Venecia? ¿Belice?

—Cualquier sitio será fantástico si estoy contigo.

Gabriel la abrazó con fuerza.

—Dios te bendiga. En ese caso, yo me encargaré de todo. Será una sorpresa.

Julia lo besó y, al cabo de unos instantes, el mundo empezó a girar a su alrededor. Todo desapareció excepto sus brazos y sus labios.

—Hay algo más que quiero mostrarte —dijo él cuando dejó de besarla, minutos más tarde.

Dándole la mano, la llevó hasta el viejo manzano que había en un extremo del claro en el bosque.

Volviéndose hacia ella, la miró con el corazón en los ojos.

—La primera vez que estuvimos aquí, te di una manzana de este árbol.

—Lo recuerdo.

—Aquella manzana era un buen símbolo de mi vida en aquel momento: una vida carnal, egoísta, violenta, un imán para el pecado.

Apoyando una rodilla en el suelo, Gabriel se sacó una manzana de oro del bolsillo.

—Esta manzana representa a la persona en la que me he convertido: llena de esperanza. Y de amor.

Julia miró la manzana antes de volver los ojos hacia él.

—¿Algún hombre te ha pedido que te cases con él?

Ella negó con la cabeza, cubriéndose la boca con la mano.

—Pues me alegro de ser el primero.

Abrió la manzana como si fuera una caja mágica y Julia vio brillar un anillo de diamantes contra un fondo de terciopelo rojo.

—Quiero ser el primero y el último. Te quiero, Julianne. Te ofrezco mi corazón y mi vida.

»Cásate conmigo. Sé mi esposa, mi amiga, mi amante y mi guía. Sé mi bendita Beatriz y mi adorada Julianne. —La voz le flaqueó ligeramente—. Di que serás mía. Para siempre.

—Sí —logró decir ella, antes de que las lágrimas le impidieran seguir hablando.

Gabriel sacó el anillo de la manzana y se lo puso en el dedo con suavidad para después acariciarle la mano con los labios.

—Compré este anillo hace tiempo, cuando encargué los anillos de boda, pero lo puedo devolver si prefieres elegirlo personalmente.

Julia miró el diamante, de dos quilates y medio, de corte cuadrado, montado sobre un aro de platino. Era un anillo clásico, casi anticuado, con una hilera de diamantes más pequeños rodeando el diamante principal y los laterales del aro. Aunque era más grande y elaborado del que ella habría elegido, era perfecto, porque Gabriel lo había comprado para ella.

—Éste es el que quiero.

Él se levantó y Julia se lanzó a sus brazos.

—Te he querido desde siempre. Desde la primera vez que vi tu foto —dijo, mojándole el pecho con las lágrimas que no podía contener—. Te quería ya antes de conocerte.

—Yo te quería antes de saber cómo te llamabas. No te conocía; sólo conocía tu bondad. Y ahora puedo quedarme a mi Beatriz para siempre.