Durante el vuelo de vuelta a Boston, Julia sorprendió a Gabriel diciéndole que si volvía a proponerle matrimonio, su proposición sería bienvenida. Él apenas pudo contener su felicidad en el asiento de primera clase del avión. A ella no le habría extrañado que se pusiera de rodillas allí mismo.
Pero no lo hizo.
Cuando llegaron a Boston, Julia esperaba que le propusiera ir a comprar un anillo.
Pero tampoco lo hizo.
De hecho, a medida que avanzaba setiembre, ella empezó a preguntarse si se lo pediría alguna vez. Tal vez Gabriel había dado por hecho que ya estaban prometidos y pensaba comprar los anillos de boda más adelante.
Gabriel le había advertido que el programa de doctorado de Harvard era duro y que los profesores eran muy exigentes. De hecho, le comentó más de una vez que los miembros del profesorado de su programa en concreto eran unos asnos más pretenciosos de lo que él podría llegar a serlo nunca.
(Julia se preguntó si unos niveles de idiotez y presuntuosidad tan astronómicos serían humanamente posibles).
Sin embargo, ni siquiera sus advertencias la habían preparado para la cantidad de trabajo que tenía que hacer cada día. Pasaba muchas horas en clase, asistiendo a seminarios y cursos, y también en la biblioteca, preparando trabajos y ampliando conocimientos con las lecturas recomendadas. Se reunía a menudo con la profesora Marinelli, con la que mantenía una relación cordial dentro de lo profesional. Y practicaba sin descanso las lenguas extranjeras que iba a necesitar para aprobar los exámenes de competencia académica.
Gabriel la animaba siempre, por supuesto, y no la presionaba para que pasara tiempo con él. Por su parte, también estaba muy ocupado con su nueva plaza. Le había pedido a Katherine que se encargara de supervisar la tesis de Paul y él se iba a encargar de los trabajos de tres estudiantes de doctorado de su nueva universidad. Pero a pesar de todo, los profesores tenían más tiempo libre que los estudiantes de doctorado, así que pasó más de una noche y más de un fin de semana solo.
En vez de quedarse en casa, poniéndose nervioso, se ofreció como tutor voluntario en el Hogar Italiano para Niños, en Jamaica Plain, el histórico barrio de Boston. Bajo su supervisión, un pequeño grupo de adolescentes se interesó por el arte y la cultura italiana. Gabriel les prometió que les pagaría un viaje a Italia si aprobaban el instituto con una buena media.
A pesar de sus esfuerzos por mantenerse ocupado, acababa cada día como lo había empezado: solo en su casa reformada, echando de menos a Julianne.
Se planteó seriamente comprarse un perro. O un hurón.
A pesar del abundante trabajo que la mantenía ocupada, Julia seguía sintiéndose frustrada. Su separación de Gabriel era fría, incómoda, antinatural. Ansiaba romper esa distancia y volver a ser una sola persona con él. No lograrlo la entristecía mucho. Todas las actividades románticas que compartían —todo era válido menos las relaciones completas— no servían para aliviar su soledad. Estaba harta de pasar las noches sola en su cama, escuchando música.
El deseo sexual se puede satisfacer de muchas maneras, pero Julia echaba de menos la atención que Gabriel le dedicaba cuando le hacía el amor; su modo de centrarse en ella como si no existiera nada más en el mundo. Añoraba cómo la hacía sentir cuando acariciaba su cuerpo desnudo. En esos momentos se sentía hermosa y deseada, a pesar de su timidez. Echaba de menos los ratos de intimidad después del sexo, cuando los dos estaban saciados y relajados y Gabriel le susurraba palabras bonitas al oído, mientras descansaban el uno en brazos del otro.
A medida que transcurrían los días, Julia se preguntaba cuántos más podría aguantar antes de caer en una depresión.
***
Una tarde de finales de setiembre, Julia abrió la puerta de Range Rover y se sentó en silencio en el asiento del copiloto. Se puso el cinturón de seguridad y miró por la ventana.
—¿Cariño, estás bien? —Gabriel le apartó el pelo de la cara.
Ella se tensó.
—¿Qué pasa? —insistió él, apartando la mano.
—Sharon —murmuró Julia.
Suavemente, Gabriel le sujetó la barbilla y la hizo mirarlo. Tenía la cara hinchada y roja de tanto llorar.
—Ven aquí. —Le soltó el cinturón y, cogiéndola por la cintura, la levantó del asiento y se la sentó sobre el regazo—. Cuéntame qué ha pasado.
—La doctora Walters ha sacado el tema de mi madre. Yo no quería hablar del asunto, pero ella ha dicho que no estaría haciendo su trabajo si me permitía enterrar todo lo que había pasado en San Luis. Cuando no he podido aguantar más, me he marchado.
Gabriel hizo una mueca. El doctor Townsend lo había obligado también a él a hablar de su madre en sus sesiones, pero, por suerte, desde su estancia en Italia, a Gabriel le costaba mucho menos pensar en su pasado. Además, su asistencia a las reuniones de Narcóticos Anónimos también lo ayudaba a hablar de ciertos temas.
—Lo siento —dijo y le besó la coronilla—. ¿No habíais tocado el tema con Nicole?
—Muy poco. Sobre todo hablábamos de ti.
Él hizo una mueca. Nunca se libraría de la culpa que sentía por haberla hecho sufrir tanto. Oír que la psicóloga lo había considerado un problema más prioritario que Sharon no era fácil ni agradable.
—¿Hay algo que pueda hacer para ayudarte?
Julia se echó a reír sin ganas.
—¿Buscarme otra psicóloga?
—Lo haría si creyera que era lo mejor para ti. Pero cualquier psicólogo insistirá en que le hables de tu madre. Y de tus novios.
Ella abrió la boca para protestar, pero Gabriel la interrumpió.
—Entiendo por lo que estás pasando. Nuestras madres no se ocuparon bien de nosotros. Con estilos distintos, pero entiendo lo que sientes.
Julia se sonó la nariz.
—Siempre que quieras hablar de ello, me encontrarás dispuesto. Si quieres llevar una vida mentalmente sana, en algún momento tendrás que enfrentarte al pasado. Yo estaré ahí siempre que me necesites, pero son cosas que uno tiene que hacer solo. Y no únicamente deberías hacerlo por ti, también por nuestra relación. —Le dirigió una mirada comprensiva—. ¿Eres consciente de que, al curarte, no sólo te ayudas a ti, sino a los dos?
Julia asintió a regañadientes.
—Pensaba que esta etapa ya estaba superada. Pensaba que, después de toda la angustia, el angst, la rabia… podríamos ser felices para siempre.
Gabriel trató de no echarse a reír, pero fracasó.
—¿Qué pasa? ¿No crees en los finales felices?
Él sonrió y le dio un golpecito en la punta de la nariz.
—No es eso. No creo en el angst.
—¿Por qué no?
—Porque no soy existencialista. Soy especialista en Dante.
Julia arrugó la nariz.
—Muy gracioso, profesor. Con un nombre como Emerson, habría pensado que eras un trascendentalista.
Gabriel se echó a reír.
—No, no lo soy. Sólo existo para complacerte —dijo, besándole la nariz—. Seremos felices, Julianne, pero para alcanzar esa felicidad hemos de resolver los conflictos del pasado.
Ella se removió inquieta, pero no dijo nada.
—Había pensado en ir a visitar la tumba de Maia —añadió él entonces y se aclaró la garganta antes de seguir hablando—: Me gustaría que me acompañaras —susurró inseguro—. Quisiera enseñártela. Siempre que no te parezca morboso, claro.
—Será un honor. Me encantará acompañarte.
—Gracias —replicó él, dándole un beso en la frente.
—¿Gabriel?
—¿Sí?
—No te he contado todo lo que pasó con Sharon. Ni con Simon.
Él se frotó los ojos.
—Yo tampoco te he contado todo lo que me pasó antes de conocerte.
—¿Te molesta que no nos lo hayamos contado todo?
—No. Escucharé todo lo que quieras decirme pero, francamente, hay aspectos de mi vida sobre los que no me gusta hablar. Así que entiendo tus reticencias. —La miró a los ojos—. Lo importante es que se lo cuentes a alguien. Estoy seguro de que la doctora Walters sabrá cómo ayudarte con cualquier cosa que le expliques.
Tras besarla una vez más, la abrazó con fuerza, pensando en lo mucho que habían avanzado en su camino vital individual y en lo mucho que aún les quedaba por recorrer.