«¿Quéee?»
Eso es lo que habría querido gritar Julia, pero dadas las circunstancias, se mordió la lengua. No le parecía muy sensato mostrar sus cartas.
—Me preocupa que si nos acostamos antes de hora, pueda ser perjudicial para los cambios que debemos afrontar.
—Entonces, ¿quieres esperar?
Él le dirigió una ardorosa mirada.
—No, Julianne. No quiero esperar. Quiero hacerte el amor ahora mismo y no parar durante una semana. Pero creo que deberíamos esperar.
Ella abrió mucho los ojos al darse cuenta de que hablaba en serio.
Gabriel la besó con dulzura.
—Si vamos a ser compañeros, tenemos que confiar el uno en el otro. Y si no confías en mí con tu mente, ¿cómo vas a confiarme tu cuerpo?
—Creo que ya me dijiste eso una vez.
—Hemos dado la vuelta completa y hemos regresado al principio. —Carraspeó—. Para que no quede ninguna duda, cuando hablo de confianza, quiero decir confianza plena. Tengo fe en que, con el tiempo, me perdonarás y dejarás de estar enfadada conmigo. Sé que seremos capaces de superar nuestra necesidad de proteger al otro a toda costa, para evitar más crisis. —La miró, expectante antes de proseguir—: Sé que debería haber esperado a que dejaras de ser mi alumna para iniciar la relación. Me quise convencer de que, mientras no practicáramos sexo, no estaríamos rompiendo ninguna regla, pero me equivoqué. Y fuiste tú quien pagó las consecuencias. —La miró fijamente—. No me crees.
—Oh, no, no es eso. Te creo. Pero el profesor Emerson que conocí y del que me enamoré no era muy partidario de la abstinencia.
Él frunció el cejo.
—¿Ya te has olvidado de cómo empezó nuestra relación? Nos abstuvimos la primera noche y muchas otras noches después de aquélla.
Ella lo besó en la boca, arrepentida.
—Tienes razón. Lo siento.
Gabriel se volvió de lado para mirarla a los ojos.
—Tengo tantas ganas de tenerte entre mis brazos que me duele. No puedo esperar a que llegue el momento de estar unido a ti en cuerpo y alma. Pero cuando vuelva a entrar en tu cuerpo, quiero que sepas que no te abandonaré nunca más. Que eres mía y yo soy tuyo para siempre. —Con voz ronca, añadió—: Que estamos casados.
—¿Cómo dices?
—Quiero casarme contigo. Cuando vuelva a hacerte el amor, quiero que seas mi esposa.
Cuando Julia se lo quedó mirando boquiabierta, él siguió hablando rápidamente:
—Richard es el tipo de persona en que quiero convertirme. Quiero ser uno de esos hombres que pasan el resto de su vida amando a una sola mujer. Quiero estar a tu lado, frente a nuestra familia, y pronunciar los votos ante Dios.
—Gabriel, ¿cómo quieres que me plantee casarme contigo, si a duras penas estoy tratando de aprender a estar a tu lado otra vez? Francamente, sigo enfadada contigo.
—Lo entiendo. Créeme, no quiero meterte prisa. ¿Recuerdas la primera vez que hicimos el amor?
Julia se ruborizó.
—Sí.
—¿Qué es lo que recuerdas?
Ella hizo memoria, con un brillo melancólico en la mirada.
—Fuiste muy apasionado, pero muy cuidadoso al mismo tiempo. Lo habías planeado todo meticulosamente, hasta aquel ridículo zumo de arándanos.
»Recuerdo que estando sobre mí me miraste a los ojos. Recuerdo que mientras te movías en mi interior, me decías que me amabas. Nunca olvidaré esos momentos, ni aunque viva cien años —admitió, ocultando la cara contra el cuello de Gabriel.
—¿Vuelves a ser tímida? —Le acarició la mejilla con un dedo.
—Un poco.
—¿Por qué? Me has visto desnudo. He adorado cada centímetro de tu precioso cuerpo.
—Echo de menos la conexión que teníamos. Sin ella me siento incompleta.
—A mí me pasa lo mismo, pero ¿crees que podrías hacer el amor conmigo sin confiar en mí? Te olvidas de que te conozco, amor mío, y sé que no podrías entregarle tu cuerpo a alguien a quien no le entregarías tu corazón.
»¿Recuerdas nuestra última vez juntos? Dices que sentiste que te había follado. La próxima vez que estemos desnudos en una cama no quiero que tengas la menor duda de que nuestra unión es fruto del amor, no de la lujuria.
—Eso podemos conseguirlo sin casarnos —contestó ella.
—Tal vez. Aunque si no puedes confiar en mí lo suficiente como para casarte conmigo, quizá lo mejor sería que me dejaras ahora.
Julia abrió mucho los ojos.
—¿Me estás dando un ultimátum?
—No, pero quiero demostrarte que soy digno de ti y darte tiempo para que se curen tus heridas. —La miró con solemnidad—. Necesito algo permanente.
Julia entornó los ojos.
—¿Quieres algo permanente o necesitas algo permanente?
Él cambió de postura.
—Las dos cosas. Quiero que seas mi esposa, pero también quiero ser el tipo de hombre que debería haber sido desde hace tiempo.
—Gabriel, siempre estás tratando de conseguirme. ¿Cuándo vas a parar?
—Nunca.
Ella levantó las manos, frustrada.
—Negarme el sexo para lograr que me case contigo es propio de alguien muy manipulador.
La expresión de Gabriel se iluminó.
—No te estoy negando el sexo. Si tú me dijeras que no estás preparada para acostarte conmigo y yo insistiera, entonces sí estaría siendo un hijo de puta manipulador. ¿No crees que yo me merezco lo mismo? ¿O es que lo de «“no” significa “no”» sólo es válido para las mujeres?
—Yo no te presionaría si supiera que no te apetece —respondió Julia, indignada—. Tuviste mucha paciencia conmigo cuando yo no me sentía preparada para acostarme contigo, pero ¿qué me dices del sexo de reconciliación? Pensaba que era una tradición.
Él se acercó más.
—¿Sexo de reconciliación? —repitió, con una mirada tan ardiente que Julia pensó que iba a estallar en llamas en cualquier momento—. ¿Es eso lo que quieres? —preguntó, con voz ronca.
«Bienvenido, profesor Emerson. Te echaba de menos».
—Bueno… ¿sí?
Gabriel le acarició el labio inferior con un dedo.
—Pídemelo —le dijo.
Julia parpadeó varias veces hasta romper el embrujo magnético de su mirada, que la había dejado sin palabras.
—No hay nada en este mundo que desee más que pasar días y noches enteros dedicados a darte placer, a explorar tus recovecos, a adorarte con mi cuerpo. Y lo haré. En nuestra luna de miel seré el amante más atento e imaginativo. Pondré mis artes amatorias a tu servicio hasta que olvides todos los errores que he cometido. Cuando te lleve a la cama convertida en… mi esposa.
Julia apoyó la cabeza sobre su pecho, en el lugar donde la camisa ocultaba el tatuaje.
—¿Cómo puedes ser tan… frío?
Gabriel la agarró por los brazos y se volvió, hasta que ella quedó encima de él, pegada a su cuerpo.
La besó, con delicadeza al principio, rozándole los labios con los suyos y succionándole el labio inferior. Luego, a medida que su abrazo ganaba intensidad, le acarició la nuca y la espalda para que se relajara.
Le rozó el labio superior con la punta de la lengua para asegurarse de que iba a ser bien recibido. No habría tenido que preocuparse, porque Julia lo recibió con entusiasmo, explorando su boca. Gabriel respondió con entusiasmo multiplicado hasta que, sin previo aviso, se retiró.
—¿Te he parecido frío? —susurró apasionadamente, con una mirada hambrienta—. ¿Has tenido la impresión de que no te deseaba?
Ella habría negado con la cabeza si hubiera recordado dónde la tenía.
Él le besó la mandíbula, la barbilla y fue deslizándose lentamente por su cuello hasta besarle el hueco de la parte inferior de la garganta.
—¿Y esto? ¿Te ha parecido frío? —insistió, besándole entonces las clavículas.
—N… no —respondió, estremeciéndose.
Gabriel ascendió por su cuello, acariciándola con la nariz hasta llegar a la oreja, donde empezó a mordisquearle el lóbulo entre susurros de adoración.
—¿Qué me dices de esto?
Con la mano derecha le acarició el costado, resiguiendo cada costilla como si fuera una obra de arte, o como si estuviera buscando la que Adán había perdido. Cambiando ligeramente de ángulo, Julia le deslizó el muslo sobre la cadera, rozando la evidencia de su pasión.
—¿Puedes negarlo? —insistió él.
—No.
Gabriel la miró con ardor.
—Ahora que hemos dejado esto claro, quiero oír tu respuesta.
A Julia le costaba razonar en aquella postura. Cuando empezó a moverse, él la sujetó con más fuerza.
—Durante estos meses no ha habido nadie más —aseveró—. No quería a nadie que no fueras tú. Pero si me dijeras que te has enamorado de otra persona y que eres feliz, no insistiría. Por mucho que me doliera. —Hizo una mueca y susurró—: Siempre te querré, Julianne, me quieras tú o no. Eres mi cielo. Y mi infierno.
Se hizo el silencio en la habitación durante varios minutos. Julia se cubrió la boca con una mano temblorosa y Gabriel vio que tenía las mejillas mojadas de las lágrimas.
—¿Qué pasa? —Tiró de ella con suavidad hasta que la tuvo contra su pecho—. Lo siento. No quería hacerte daño —le dijo arrepentido, acariciándole la espalda.
Julia tardó unos minutos más en calmarse lo suficiente como para poder hablar.
—Me quieres.
Él hizo una mueca de incredulidad.
—¿Lo dudas?
Cuando ella permaneció en silencio, Gabriel empezó a preocuparse en serio.
—¿Pensabas que no te quería? Te he dicho que te amo de todas las maneras posibles. He tratado de demostrártelo con mis actos, con mis palabras, con mi cuerpo. ¿No me creíste?
Julia negó con la cabeza, como diciéndole que no la estaba entendiendo.
—¿Me creíste alguna vez? ¿Me creíste cuando estuvimos en Italia? ¿O en Belice? —Gabriel se tiró del pelo, desesperado—. ¡Por el amor de Dios, Julia! ¿Permitiste que fuera el primer hombre en tu vida pensando que sólo me gustabas?
—No.
—Entonces, ¿por qué eliges este momento para creer que te quiero?
—Porque estabas dispuesto a dejarme salir de tu vida si yo elegía a otra persona.
Dos gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas y Gabriel las detuvo con los dedos.
—Eso es lo que pasa cuando quieres a alguien. Quieres que ese alguien sea feliz.
Julia se secó los ojos y él vio que una de sus últimas lágrimas brillaba sobre el anillo de boda que llevaba en el dedo.
—Cuando encontré el grabado de san Francisco y Guido de Montefeltro, no entendí por qué lo habías metido en el libro. Pero ahora lo entiendo. Tenías miedo de que la universidad arruinara mi carrera académica. Y, para impedirlo, ofreciste la tuya en su lugar. Me amabas tanto que te apartaste de mi vida, aunque sabías que con ello se te rompería el corazón.
—Julia, yo…
Las palabras de Gabriel fueron interrumpidas por los labios de ella, que se fundieron con los suyos en un beso casto y cargado de dolor, pero erótico y gozoso al mismo tiempo.
Hasta ese momento no se había sentido digna del ágape. No había aspirado a ser amada de una manera tan sacrificada. No había sido un objetivo en su vida, ni un grial que hubiera perseguido. Cuando Gabriel le había dicho que la amaba por primera vez, se lo había creído sin darle más vueltas. Pero no había sido consciente de la magnitud y la profundidad de su amor. Sólo con su última declaración le había quedado claro. Y, con la revelación, le sobrevino una gran sensación de sobrecogimiento.
Tal vez su amor siempre había tenido un fuerte componente de sacrificio. O tal vez había ido creciendo con el paso del tiempo, como el manzano que los había alimentado aquella lejana noche, y sólo ahora ella se daba cuenta de su dimensión.
En esos instantes, la génesis de su amor-ágape no importaba. Tras enfrentarse a lo que sólo podía definir como algo muy profundo, Julia nunca más volvería a dudar de su sentimiento. Sabía que él la amaba tal como era, completamente, sin cuestionarla.
Gabriel se separó un poco para mirarla a la cara y le acarició la mejilla con la mano.
—No soy un hombre especialmente noble, pero el amor que siento por ti es para siempre. Cuando fui a tu apartamento, mi intención era decirte que te amaba y asegurarme de que estabas bien. Si me hubieras echado de tu lado —inspiró hondo antes de acabar la frase—… me habría marchado.
—No pienso echarte de mi lado —murmuró ella—. Y haré todo lo que pueda para ayudarte.
—Gracias.
Julia se acercó más y se acurrucó contra su pecho.
—Siento haberme marchado —se disculpó él, antes de unir sus labios en un beso.