46

Al abrir los ojos, Julia vio la brillante luz de julio entrando por la puerta abierta de la tienda. Estaba tapada con mucho mimo con dos mantas de cachemira, pero estaba sola. De no ser porque sabía que aquélla era la casa de Gabriel, habría pensado que la noche anterior había sido un sueño. Aunque tal vez seguía soñando.

Al incorporarse, encontró una nota junto a los cojines.

Cariño:

Estabas durmiendo tan a gusto que no me he atrevido a despertarte. Le pediré a Rebecca que prepare gofres, porque sé que te gustan. Dormir en tus brazos me ha recordado que durante estos meses sólo he sido media persona.

Tú me completas.

Todo mi amor,

Gabriel

Mientras leía la nota, numerosas emociones la asaltaron, como una sinfonía tocada con distintos instrumentos. Aunque una de ellas dominaba sobre las demás: el alivio.

Gabriel la amaba. Gabriel había vuelto.

Pero el perdón y la reconciliación eran cosas distintas. Sabía que había habido terceras personas implicadas en el conflicto, pero tanto ella como Gabriel eran responsables de la situación en la que se encontraban. Por mucho que le apeteciera, Julia no pensaba lanzarse a sus brazos sólo para huir de la angustia de la separación. Sería como tomarse una pastilla para el dolor sin molestarse en averiguar antes qué lo causaba.

Se calzó y salió al jardín, recuperando el bolso antes de entrar en la casa por la puerta de atrás. Rebecca estaba trabajando en la cocina, preparando el desayuno.

—Buenos días —saludó a Julia con una sonrisa al verla entrar.

—Buenos días. —Ella señaló la escalera que llevaba al piso de arriba—. Iba a ir al baño.

La mujer se secó las manos con el delantal.

—Me temo que Gabriel lo está usando.

—Oh.

—¿Por qué no llama a la puerta? Tal vez ya haya terminado.

Julia se ruborizó al pensar en él, recién salido de la ducha, envuelto en una toalla.

—Esperaré. ¿Puedo? —preguntó, señalando el fregadero.

Cuando ella asintió con la cabeza, se lavó las manos. Aguardó a que se le secaran para sacar una goma del bolso y hacerse una cola de caballo.

Rebecca la invitó a sentarse a la mesita de la cocina.

—Es muy incómodo que sólo haya un baño y que esté en el piso de arriba. Me paso el día subiendo y bajando. Incluso mi casita tiene dos baños.

Julia la miró sorprendida.

—Pensaba que vivía aquí.

La mujer se echó a reír, mientras sacaba una jarra de zumo de naranja recién exprimido de la nevera.

—Vivo en Norwood. Vivía con mi madre, pero murió hace unos meses.

—Lo siento. —Julia le dirigió una mirada compasiva, mientras servía zumo de naranja en dos copas de vino.

—Tenía alzheimer —explicó Rebecca, antes de volver a su trabajo.

Ella la observó mientras enchufaba la gofrera eléctrica, lavaba un cestillo de fresas y batía un poco de nata. Gabriel había planeado el desayuno con todo detalle.

—Es un cambio muy brusco, cuidar de un profesor después de haber estado cuidando de mi madre. Parece un hombre muy exigente, pero eso me gusta. ¿Sabe? Me deja libros. Acabo de empezar Jane Eyre. No lo había leído todavía. Dice que mientras siga preparándole los platos que le preparo, puedo llevarme los libros que quiera. Por fin tengo la oportunidad de retomar mi educación… y de usar todo lo que he aprendido después de años de mirar el Canal Cocina.

—¿Deja que se lleve libros de su biblioteca personal? —A Julia le costaba creérselo.

—Sí. Qué amable, ¿verdad? No lo conozco mucho todavía, pero ya le he cogido cariño. Me recuerda a mi hijo.

Ella bebió un sorbo de zumo y, como la mujer le dijo que Gabriel había dicho que no lo esperaran, empezó a desayunar.

—No entiendo por qué ha comprado esta casa tan pequeña y con sólo un baño —comentó Julia, mientras se comía un gofre de canela.

Rebecca le dirigió una sonrisa cómplice.

—Quería vivir en este vecindario y le gustó el jardín. Dice que le recuerda al que había en casa de sus padres. Piensa reformar la casa para que sea más cómoda, pero no ha querido empezar a hacer nada hasta tener su aprobación.

—¿Mi aprobación? —A Julia se le cayó el tenedor al suelo.

La mujer le ofreció otro inmediatamente.

—Me parece recordar que dijo que la vendería si a usted no le gustaba. Aunque, por lo que le he oído esta mañana, juraría que ha decidido empezar con las obras inmediatamente. —Pasándole un plato de beicon crujiente, añadió—: No sé si se ha dado cuenta, pero el profesor puede ser un poco… intenso.

Julia se echó a reír a carcajadas.

—No lo sabe usted bien.

Estaba acabando de disfrutar del segundo gofre, cuando oyó a Gabriel bajando la escalera.

—Buenos días —la saludó, dándole un beso en la coronilla.

—Buenos días. —Julia le devolvió el saludo, pero no estaba acostumbrada a la presencia de Rebecca, así que en seguida se excusó y subió al cuarto de baño.

Una mirada al espejo le dijo que tendría que ducharse. Al volverse hacia la ducha, vio que alguien había dejado una bolsa llena de todo lo que podía necesitar.

Había varias botellas de su antiguo champú de vainilla, gel de baño de la misma marca y una esponja nueva, color lavanda, como la anterior. Abrió los ojos, sorprendida, al ver un vestido de tirantes color amarillo pálido, con una chaqueta a juego.

Le llevó unos instantes controlar las emociones. Cuando se calmó un poco, se duchó y se puso la ropa nueva.

Aunque estaba agradecida por poder ponerse ropa limpia después de ducharse, la presunción de Gabriel de que iba a quedarse a dormir le resultaba irritante. Se preguntó si encontraría lencería de su talla en el cajón de su cómoda. Una cosa llevó a la otra y se encontró preguntándose si habría traído la ropa que ella dejó en Toronto.

Se peinó, colocándose el pelo por detrás de las orejas. Los pendientes de Grace los tenía guardados en el fondo del cajón de la ropa interior, con un par de tesoros más. Sabía que, al quitárselos, le había hecho daño a Gabriel, pero tras su partida le había parecido absurdo seguir llevándolos.

Los dos se habían hecho daño. Necesitaban perdonarse para que sus heridas pudieran cicatrizar. Lo que no sabía Julia era por dónde empezar. Las alternativas más obvias no siempre eran las mejores.

Cuando por fin bajó a la cocina, Rebecca estaba acabando de poner en orden la cocina después del desayuno y Gabriel estaba en el jardín. Lo encontró sentado bajo un parasol.

—¿Estás bien? —le preguntó, al ver que tenía los ojos cerrados.

Abriéndolos, él sonrió.

—Ahora sí. ¿Me acompañas? —Le tendió la mano. Aceptándola, Julia se sentó a su lado.

—Ese color te sienta muy bien —comentó, observándola con satisfacción.

—Gracias por haber ido de compras.

—¿Qué te gustaría hacer hoy?

Ella se tiró del dobladillo del vestido, tratando de cubrirse las rodillas.

—Creo que deberíamos acabar de hablar.

Gabriel asintió, pidiendo ayuda a Dios en silencio. No quería perderla. Y sabía que la segunda parte de la historia podía provocar justo esa reacción.

—¿Te acuerdas de la conversación en el pasillo, después de la vista? Cuando John te faltó al respeto, estuve a punto de romperle el dedo y hacérselo tragar.

—¿Por qué?

—Creo que no acabas de entender el alcance de mis sentimientos por ti. Van más allá de querer estar contigo y de querer protegerte. Quiero que seas feliz y que todo el mundo te trate con respeto.

—No puedes ir rompiéndoles los dedos a todos los que me hablen mal.

Gabriel fingió reflexionar sobre sus palabras, acariciándose la barbilla.

—Supongo que no. ¿Qué me sugieres? ¿Que los golpee con las obras completas de Shakespeare?

—¿En un solo volumen? Excelente idea.

Ambos se echaron a reír y luego permanecieron en silencio.

—Quería contarte lo que pasó cuando te hicieron salir de la sala, pero me ordenaron que no lo hiciera. Por eso te hablé en clave. El problema fue que elegí citar a Abelardo, olvidándome de que tu visión y la mía sobre su relación con Eloísa son muy distintas. Debí citar a Dante, a Shakespeare, a Milton, a cualquiera menos a Abelardo.

Negó con la cabeza, disgustado. Pero al cabo de unos momentos en silencio, continuó:

—Estabas furiosa. Me acusaste de follarte, Julianne… —La voz se quebró al pronunciar su nombre—. ¿Tan mala opinión tenías de mí que pensaste que ésa había sido mi manera de despedirme?

No pudiendo soportar la intensidad de su mirada, Julia apartó la vista.

—¿Y qué querías que pensara? No me dijiste ni una palabra y, cuando me desperté, te habías ido sin dejarme ni una nota. Y de repente, durante la vista, dices que todo ha terminado.

—No podía contarte nada. Te hice el amor pensando que con mis actos te demostraría lo que quería expresar: que somos uno. Que siempre hemos sido un solo ser.

Incómoda, ella cambió de tema.

—Has hablado de la conversación en el pasillo. No entiendo que te obligaran a marcharte de la ciudad.

—No lo hicieron. Sólo me hicieron prometer que no volvería a verte.

Julia se cruzó de brazos.

—Entonces, ¿por qué te fuiste?

—Jeremy descubrió que había roto mi promesa y que había hablado contigo antes de que salieras del edificio. Me hizo jurar por mi honor que rompería la relación de una vez por todas y que me mantendría alejado de ti. Le había prometido que haría lo que él quisiera si nos ayudaba. No tenía elección.

Ella recordó la entrevista con el doctor Aras y el profesor Martin justo antes de la graduación.

—¿Cómo descubrió Jeremy que habías roto tu promesa? Nadie me vio en el pasillo. Y por el correo que me enviaste después, nadie lo habría adivinado.

—Lo sé. Lo siento. Pensé que leerías entre líneas y te darías cuenta de que lo había escrito para ojos ajenos. Antes te había enviado otro correo, desde mi cuenta de gmail, avisándote de todo.

—No, no me lo enviaste.

Gabriel se sacó el iPhone del bolsillo y buscó hasta encontrar el correo al que se refería. Mirándola atormentado, dijo:

—Tras la vista, entré en los servicios y te escribí un correo. —Le alargó el teléfono—. Es éste.

Julia leyó en la pantalla:

Beatriz, te quiero. No lo dudes nunca. Confía en mí, por favor. G.

Ella parpadeó varias veces, tratando de vincular lo que estaba viendo en la pantalla con su experiencia personal de los meses pasados.

—No lo entiendo. No lo recibí.

—Lo sé —replicó él, con expresión torturada.

Al volver a mirar la pantalla, Julia se fijó en que la fecha y la hora confirmaban la versión de Gabriel. Pero el destinatario del mensaje no era ella. De hecho, el correo le había llegado a otra persona: J. H. Martin.

Abrió los ojos como platos ante la magnitud del error que Gabriel había cometido. En vez de enviarle el correo a Julianne H. Mitchell, se lo había mandado a Jeremy H. Martin, catedrático del Departamento de Estudios Italianos.

—Oh, Dios mío —murmuró.

—Cada vez que pensaba en hacer algo para arreglar la situación, la estropeaba aún más. Cuando intenté defenderte ante los miembros del comité, sospecharon de mí; cuando traté de tranquilizarte en el pasillo, creíste que te había abandonado. Cuando traté de explicártelo, le envié el mensaje a la persona que acababa de prohibirme ponerme en contacto contigo. Sinceramente, de no ser porque confiaba en que pudiésemos tener esta conversación algún día, me habría sentido tentado de salir a la calle Bloor en hora punta y haberme tumbado en mitad de la vía.

—No digas esas cosas. ¡Ni siquiera las pienses!

Ver que Julia se preocupaba por él le alegró el alma, pero en seguida rectificó.

—Perderte fue de lo más duro que me ha sucedido nunca, pero sé que el suicidio no volverá a pasarme por la cabeza —dijo él, solemne—. Jeremy estaba furioso. Había puesto su carrera y al departamento en peligro por ayudarme y yo no había tardado ni dos minutos en faltar a mi palabra. Acababa de darle una prueba, por escrito, de que no pensaba respetar la promesa que le había hecho al comité. Tenía que hacer lo que me pidiera. No tenía otra alternativa. Si Jeremy le hubiera mostrado el correo al comité, las consecuencias habrían sido dramáticas para los dos.

En ese momento, Rebecca los interrumpió. Llevaba una jarra de limonada, con unas cuantas frambuesas heladas flotando en el líquido amarillo. Tras servirle un vaso a cada uno, se retiró con una sonrisa de ánimo.

Gabriel se bebió el suyo a grandes tragos, agradeciendo la tregua.

—¿Qué pasó luego? —preguntó Julia, bebiéndose su limonada a pequeños sorbos.

—Jeremy me ordenó apartarme de ti. No tenía elección. Tenía la espada de Damocles sobre mi cabeza.

—¿No le contó a nadie lo del mensaje?

—No. Volvió a confiar en mi palabra. —Gabriel hizo una mueca al recordar la dolorosa conversación—. Se apiadó de mí y eso hizo que me sintiera aún más obligado a mantener mi palabra. Decidí que no volvería a ponerme en contacto contigo hasta que tu entrada en Harvard fuera segura.

Ella negó con la cabeza con obstinación.

—Pero ¿qué pasa con las promesas que me hiciste a mí? ¿Las has olvidado? Me hiciste muchas.

—Por supuesto que no. Por eso antes de marcharme de Toronto te dejé el libro en el casillero. Pensé que encontrarías el pasaje de la carta y que leerías la nota de la fotografía.

—Ni siquiera sabía que el libro fuera tuyo. No lo abrí hasta la noche que viniste a buscarme. Por eso salía de casa corriendo. En mi apartamento no hay conexión a Internet y quería mandarte un correo.

—¿Qué querías decirme?

—No lo sé. Tienes que entender que yo creía que te habías cansado de mí; que pensabas que no valía la pena luchar por lo nuestro. —Los ojos se le llenaron de lágrimas, pero se las secó con impaciencia.

—Si ha habido alguien en esta relación por quien no mereciera la pena luchar, ése era yo. Sé que he sido muy torpe y que he acabado haciéndote daño, pero nunca fue mi intención. —Bajando la vista, empezó a darle vueltas al anillo—. Fue culpa de mi orgullo, de mi falta de juicio y de una cadena de errores.

»Katherine Picton trató de ayudarme. Me aseguró que se ocuparía de que las autoridades académicas te dejaran en paz durante mi ausencia y que haría todo lo que estuviera en su mano para asegurarse de que te graduaras puntualmente. Me comentó que un amigo suyo acababa de dejar su plaza en Boston para irse a UCLA y me pidió permiso para proponerme como su sucesor. Se lo di.

»Hice una entrevista y, mientras esperaba su respuesta, viajé a Italia. Tenía que hacer algo para librarme de la depresión antes de que cometiera alguna tontería.

A Julia se le encogió el estómago.

—¿Qué clase de tontería?

—No hablo de mujeres. La sola idea de estar con alguien que no fueras tú me daba náuseas. Estaba preocupado por… otro tipo de vicios.

—Antes de que sigas hablando, tengo algo que contarte —lo interrumpió ella.

Su voz sonó más decidida que la voluntad que había detrás.

Gabriel la observó detenidamente, preguntándose qué demonios estaría a punto de revelarle.

—Cuando te dije que mi relación con Paul era de amistad, era cierto. Técnicamente.

—¿Técnicamente? —La voz de él se volvió tan grave que sonó casi como un gruñido.

—Él quería que fuera algo más. Me dijo que me amaba y… y nos besamos.

Gabriel guardó silencio, pero Julia vio que apretaba tanto los nudillos que se le pusieron blancos.

—¿Es Paul a quien quieres en tu vida?

—Fue un gran amigo cuando más lo necesitaba, pero nunca he tenido sentimientos románticos hacia él. Me temo que, después de ti, los demás hombres no tienen nada que hacer. Ninguno de ellos resiste la comparación —admitió, con la voz temblorosa.

—Pero le besaste.

—Sí, lo hice. —Inclinándose hacia adelante, Julia le apartó el rebelde mechón de la frente—. Pero eso fue todo. Pensaba que no volvería a verte, pero igualmente lo rechacé. No porque no hubiera podido tener una buena vida a su lado, sino porque no eras tú.

—Estoy seguro de que eso no debió de hacerle ninguna gracia.

—Le rompí el corazón —reconoció ella, hundiendo los hombros— y no disfruté haciéndolo.

Gabriel se conmovió al ver su compasión, pero al mismo tiempo sintió un gran alivio al pensar que no tenía que enfrentarse a ningún rival para lograr su afecto. Le apretó el hombro cariñosamente antes de decir:

—Reconozco que tenía miedo de que, si teníamos algún contacto y se lo contabas a Paul, él le fuera con el cuento a Jeremy.

—Paul no habría hecho una cosa así. Siempre se ha portado muy bien conmigo, incluso después de que le rompiera el corazón. —Julia se alisó unas imaginarias arrugas del vestido—. Sé que dijiste que me habías sido fiel, pero… ¿alguien te besó?

—No. —Gabriel sonrió pesaroso—. Sería un buen dominico o un buen jesuita si me lo propusiera, ¿no crees? El celibato no me ha supuesto un problema, aunque durante estos meses he descubierto que no tengo vocación de franciscano.

Julia lo miró con curiosidad.

—Es una larga historia. Otro día te la contaré.

Ella le apretó la mano con cariño, animándolo a seguir hablando.

—Decidí que si no me daban la plaza en Boston, dimitiría igualmente. No pensaba volver a Toronto. Sólo tenía que aguantar unos meses, hasta que te graduaras.

»Quería sentirme cerca de ti; recordar el tiempo feliz que pasamos en Italia. Sinceramente, Julianne, los días que pasamos en Florencia y Umbría fueron los más felices de mi vida. —Apartó la vista—. Incluso fui a Asís.

—¿A ver cómo se te daba ser franciscano? —bromeó ella.

—Más bien no. Visité la basílica y creí verte allí.

La miró, dudando si continuar. Tenía miedo de que pensara que estaba desequilibrado.

—Tu doble me guió por la iglesia hasta llegar a la cripta, frente a la tumba de san Francisco. Al principio me quedé mirando a aquella mujer, deseando que fueras tú, deseando no haber cometido tantos errores. En la paz de aquel lugar me enfrenté a mis fracasos y a mis pecados. Me di cuenta de que te había idolatrado, de que te había convertido en un ídolo pagano. Cuando te perdí, sentí que lo había perdido todo. Me decía que necesitaba que vinieras a rescatarme, que yo sin ti no era nada.

»Me di cuenta de las numerosas oportunidades que había desperdiciado. Sin hacer nada para merecerlo, había recibido amor y gracia durante toda mi vida y no había sabido valorarlos. No me merecía la familia que me había adoptado. No me merecía a Maia, que fue la mejor parte de mi relación con Paulina. No me merecía haber sobrevivido a las drogas ni haberme graduado en Harvard. No te merecía a ti.

Hizo una breve pausa y se secó la humedad que sentía en los ojos, pero no sirvió de nada.

—La gracia no es algo que nos merezcamos, Gabriel —dijo Julia suavemente—. Es algo que nace del amor. Dios llena el mundo de segundas oportunidades, hojitas y misericordia, aunque no todos las ven ni las quieren.

Él le besó la mano.

—Exactamente. En la cripta de la basílica, pasó algo. Me di cuenta de que tú no podías salvarme. Y encontré la paz.

—A veces perseguimos la gracia hasta que ésta nos encuentra.

—¿De verdad no eres un ángel? —murmuró Gabriel, admirado—. El caso es que, tras esa experiencia, quise ser mejor persona. Me centré en Dios, pero sin olvidarme de ti. Quería amarte mejor. Siempre me ha atraído tu bondad, Julianne, pero creo que ahora te quiero más que antes.

Ella asintió, con la mirada borrosa por las lágrimas.

—Debí decirte que te amaba mucho antes. Debí pedirte que te casaras conmigo. Pensaba que sabía lo que te convenía. Pensaba que teníamos todo el tiempo del mundo.

Julia trató de hablar, pero tenía un nudo en la garganta.

—Por favor, dime que no es demasiado tarde, Julianne. Dime que no te he perdido para siempre.

Ella se lo quedó mirando unos instantes antes de abrazarlo.

—Te quiero, Gabriel. Nunca he dejado de quererte. Los dos hemos cometido errores, con nuestras relaciones, en la universidad, el uno con el otro… Pero nunca he dejado de esperar que volvieras a mí. Que aún me quisieras.

Cuando lo besó en los labios, Gabriel sintió un enorme alivio, mezclado con una gran culpabilidad.

Julia notó que estaba avergonzado. No por sus lágrimas, sino por los sentimientos que se las provocaban: el agotamiento, la frustración y el dolor que causa una prolongada depresión.

—¿Te quedarás conmigo? —preguntó él, en voz baja.

Ella titubeó el tiempo suficiente para que Gabriel volviera a preocuparse.

—Quiero más de lo que teníamos.

—¿Más de lo que puedo darte?

—No necesariamente eso, pero durante estos últimos meses he cambiado. Es indudable que tú también. La pregunta es, ¿y ahora qué?

—Dime lo que quieres y te lo daré.

Julia negó con la cabeza.

—Quiero que lo descubramos juntos. Y eso llevará su tiempo.

***

Pronto empezó a hacer demasiado calor para estar al aire libre. Gabriel y Julia entraron en la casa y se sentaron en el salón. Él se acomodó en el sofá de piel, mientras ella se acurrucaba en una de las butacas de terciopelo rojo.

—En algún momento vamos a tener que abordar el tema.

Gabriel asintió, tenso.

—Empezaré yo —se ofreció Julia—. Quiero conocerte mejor. Quiero ser tu compañera.

—Yo quiero que seas mucho más que eso —susurró Gabriel.

Ella negó con la cabeza con vehemencia.

—Es demasiado pronto. Decidiste por mí, Gabriel. Me dejaste sin opciones. Tienes que dejar de hacer eso o no llegaremos muy lejos.

La expresión de él se ensombreció.

—¿Qué pasa? —le preguntó ella, alarmada.

—No me arrepiento de haber tratado de salvar tu carrera. Ojalá hubiéramos podido llegar a una decisión consensuada, pero cuando te vi en peligro, reaccioné. Creo que tú harías lo mismo si me vieras en peligro a mí.

Julia empezaba a perder la paciencia.

—¿Me estás diciendo que ni tus disculpas ni esta conversación significan nada?

—¡Por supuesto que no! Sé que debí hablar contigo antes de decidir nada. Pero si esperas que sea de ese tipo de hombres que se queda quieto mientras la mujer que ama pierde sus sueños, no puedo hacerlo. Lo siento.

Ella se sulfuró.

—Entonces, ¿volvemos a estar como al principio?

—Yo no te eché en cara que me defendieras de Christa o del comité. Ni que me acusaras de acosarte en aquel correo, aunque ambos sabemos que fue un error. ¿No puedes hacer lo mismo por mí? ¿No puedes darme gracia, Julianne? ¿Tu gracia?

A pesar de su tono de súplica, ella no lo estaba escuchando. Lo único que tenía en la cabeza era que Gabriel se negaba a admitir sus quejas. Una vez más.

Negando con la cabeza, se dirigió hacia la puerta.

Habían llegado a una encrucijada. Si se marchaba, sus caminos se separarían y todo habría acabado entre los dos. No habría una tercera oportunidad. Si se quedaba, tendría que aceptar que él no viera su maldito comportamiento heroico ante el tribunal como algo problemático.

Dudó.

Gabriel aprovechó esos instantes para levantarse y acercarse a ella por detrás.

—Deja que te ame, Julianne. Deja que te ame como te mereces ser amada —le susurró al oído.

Julia sintió que el calor de su cuerpo le atravesaba la ropa y le quemaba la espalda.

—«Soy el que te es fiel, Beatriz». Por supuesto que quiero protegerte. Nada va a cambiar eso.

—Si hubiera tenido que elegir entre Harvard y tú, te habría elegido a ti.

—Ahora puedes tenernos a los dos.

Ella se volvió hacia él.

—Pero ¿a qué precio? No me digas que esta situación no ha dañado nuestra relación, tal vez de manera irreparable.

Apartándole el pelo por encima del hombro, Gabriel le besó el cuello.

—Perdóname. Te prometo que respetaré tu dignidad y nuestra condición de socios. Pero no puedo prometerte que me mantendré al margen si veo a alguien dispuesto a hacerte daño. No me obligues a convertirme en un cerdo egoísta.

Tozuda, Julia siguió avanzando hacia la puerta, pero él la agarró del brazo.

—En un mundo ideal —siguió diciendo—, podríamos comunicarnos en todo momento y ponernos de acuerdo antes de tomar cualquier decisión. Pero no vivimos en ese mundo. Hay emergencias y hay gente peligrosa y vengativa. ¿Es mi deseo de protegerte de esa gente un pecado tan grave como para abandonarme?

Como ella no respondió, siguió hablando:

—Haré todo lo posible para tomar decisiones contigo y no en tu lugar, pero no me disculparé por querer que estés a salvo y seas feliz. Y no pienso someterme a la regla de tener que consultarlo todo contigo, incluso en casos de emergencia.

»Tú quieres que te trate como a una igual. Yo quiero el mismo trato. Y eso implica que debes confiar en que tomaré la mejor decisión posible, según la información de que disponga en ese momento. Sin ser omnisciente, ni perfecto.

—Prefiero tenerte a mi lado, vivo, llevando tu escudo, que muerto y tumbado sobre él —replicó ella, obstinada.

Gabriel se echó a reír.

—Creo que ya hemos superado nuestra batalla de las Termópilas, pero estoy de acuerdo contigo. Pienso lo mismo, mi pequeña guerrera.

Volvió a besarle el cuello.

—Toma mi anillo. —Se lo quitó de la mano izquierda y se lo ofreció por encima del hombro—. Lo llevaba para indicar que mi corazón y mi vida son tuyos.

Julia lo cogió, vacilante, y se lo puso en el pulgar.

—Venderé esta maldita casa. Sólo la compré para estar cerca de ti. Me mudaré a un apartamento hasta que encontremos una casa que nos guste a los dos.

—Acabas de mudarte aquí. Y sé que te gusta el jardín. —Julia suspiró.

—Entonces, dime lo que quieres. Podemos seguir juntos de momento, sin hacernos promesas de futuro, pero, por favor, perdóname. Enséñame. Te prometo que seré tu alumno más diligente.

Ella permaneció callada e inmóvil varios minutos. Finalmente, Gabriel la cogió de la mano y la guió hasta el dormitorio, en la planta de arriba.

—¿Qué haces? —preguntó Julia, al ver adónde se dirigía.

—Necesito abrazarte y creo que tú necesitas que te abrace. Y ese maldito sofá es demasiado estrecho. Por favor.

Se tumbó de espaldas en la cama y abrió los brazos, invitándola a acurrucarse a su lado.

Ella vaciló.

—¿Y Rebecca?

—No nos molestará.

A Julia no le apetecía ponérselo tan fácil, así que miró a su alrededor, buscando algo para distraerlo.

—¿Qué es eso? —preguntó, señalando hacia lo que parecían ser varios marcos apoyados contra la pared y cubiertos por una sábana.

—Echa un vistazo.

Julia se agachó y retiró la sábana. Eran diez fotografías grandes, divididas en dos hileras de cinco. Todas en blanco y negro. Todas de ella. En algunas aparecía Gabriel.

Muchas no las había visto, ya que él las había enmarcado después de su separación. Había fotografías de Belice, de Italia y algunos posados de su regalo de Navidad. Todas eran preciosas y desprendían un gran amor.

—Me resultaba doloroso verlas cuando pensaba que te había perdido, pero ya ves, las conservé.

La contempló mientras ella las observaba una por una, antes de detenerse en su favorita, su foto tumbada boca abajo sobre la cama de Belice.

—¿Qué pasó con las fotos que tenías antes?

—Las tiré hace tiempo. No las necesitaba ni las quería.

Tras cubrirlas de nuevo con la sábana, Julia se dirigió a la cama, insegura.

Gabriel le ofreció la mano.

—Relájate. Sólo quiero abrazarte.

Le permitió que tirara de ella hasta que quedó tumbada a su lado, abrazada a su pecho.

—Mucho mejor —murmuró él, besándole la frente—. Quiero ganarme tu respeto y tu confianza. Quiero ser tu marido.

Ella guardó silencio unos instantes, mientras procesaba lo que estaba oyendo.

—Quiero que vayamos despacio —dijo finalmente—. No vuelvas a hablarme de matrimonio.

—Por suerte, puedo esperar. —Gabriel la besó una vez más.

Esa vez, el beso fue a más. Las manos vagaron buscando apoyo en curvas y músculos; las bocas se unieron con decisión, sólo deteniéndose por algún suspiro o jadeo ocasional; los corazones empezaron a latir acelerados. Era un beso que celebraba un reencuentro, un juramento de amor y fidelidad.

Con ese beso, Gabriel trató de demostrarle que la amaba y que estaba arrepentido. Julia se lo devolvió para que entendiera que nunca podría darle su corazón a otra persona. Que tenía fe en que, una vez superaran sus conflictos, pudieran compartir imperfecciones y llevar una vida en común sana y feliz.

Ella fue la primera en retirarse. Al oír la respiración alterada de él, se alegró al comprobar que la chispa entre ellos no había desaparecido.

—No espero que nuestra relación sea perfecta, pero hay algunas cuestiones que vamos a tener que trabajar. Con ayuda de terapeutas o solos, pero llevará su tiempo.

—Estoy de acuerdo —dijo Gabriel—. Quiero cortejarte como no pude hacerlo en Toronto. Quiero que paseemos por la calle, de la mano. Quiero llevarte a un concierto, acompañarte a tu casa y besarte en la puerta.

Julia se echó a reír.

—Hemos sido amantes, Gabriel. Tienes fotos de los dos en la cama debajo de esa sábana. ¿No podemos retomar la relación de un modo normal?

Él entrelazó los dedos con los suyos.

—Quiero compensarte. Quiero tratarte como merecías desde el principio.

—Siempre fuiste muy generoso en la cama —lo defendió Julia.

—Pero egoísta en el resto de la relación. Por eso no volveré a hacerte el amor hasta que no haya recuperado tu confianza.