44

Julia no se atrevía a abrir los ojos. Oía ruidos y su voz a lo lejos, pero no distinguía las palabras. La lluvia le mojaba las piernas y los brazos, pero tenía la cara protegida por un pecho fuerte y sólido, un pecho que pertenecía a un cuerpo que la rodeaba como una manta.

Abrió los ojos.

La atractiva cara de Gabriel estaba surcada por arrugas de preocupación, pero en sus ojos había un brillo de esperanza. Con el pulgar, le secó la mejilla, sin saber si la tenía mojada por las lágrimas o por la lluvia.

Durante unos instantes permanecieron mirándose en silencio.

—¿Estás bien? —susurró él finalmente.

Julia lo observaba muda, sin entender nada.

—No pretendía asustarte. He venido tan pronto como he podido.

Sus palabras atravesaron finalmente la confusión que se había apoderado de la mente de ella. Soltándose de su abrazo, le preguntó:

—¿Qué estás haciendo aquí?

Él frunció el cejo.

—¿No es obvio?

—No, al menos no para mí.

Gabriel suspiró, frustrado.

—Es uno de julio. He venido lo antes posible.

Julia negó con la cabeza y dio un paso atrás.

—¿Qué?

—Ojalá hubiera podido venir antes —insistió él, con una sonrisa.

La expresión desconfiada de ella lo decía todo. Los ojos entornados, los labios fruncidos, la mandíbula apretada.

—Sabías que había renunciado a mi plaza. Sin duda sabías que volvería.

Julia abrazó el portátil contra su pecho.

—¿Y por qué iba a saberlo?

Gabriel abrió mucho los ojos y, por un momento, no supo qué decir.

—¿Pensabas que no volvería aunque hubiera dejado el trabajo?

—Eso es lo que uno tiende a pensar cuando su amante se marcha de la ciudad sin ni siquiera una llamada de teléfono de despedida. Y también cuando éste le envía un correo electrónico impersonal, diciéndole que las cosas entre ellos han terminado.

El semblante de él se ensombreció.

—El sarcasmo no te sienta bien, Julianne.

—Y las mentiras no le sientan bien a usted, profesor.

Gabriel dio un paso hacia ella.

—Entonces, ¿hemos vuelto a la casilla de salida? ¿Volvemos a ser Julianne y el profesor?

—Según lo que contaste en la vista, las cosas nunca pasaron de ahí. Tú eras el profesor y yo la alumna. Tú me sedujiste y luego me abandonaste. Lo que no me dijeron los miembros del comité fue si habías disfrutado al hacerlo.

Él maldijo entre dientes.

—Te mandé mensajes, pero preferiste no hacerles caso.

—¿Qué mensajes? ¿Las llamadas que nunca hiciste? ¿Las cartas que nunca escribiste? Aparte de ese correo electrónico, no he sabido nada de ti desde que me llamaste Eloísa. Por no hablar de los mensajes que yo te dejé. ¿Los escuchaste antes de borrarlos o los borraste directamente? No te molestaste en responder, igual que no te molestaste en avisarme de que te marchabas de la ciudad. ¿Tienes idea de lo humillante que fue enterarme de que el hombre que en teoría estaba enamorado de mí había salido huyendo de Toronto para no verme?

Gabriel se llevó una mano a la frente para concentrarse.

—¿Qué me dices de la carta de Abelardo a Eloísa y de la fotografía del huerto? Dejé el libro en tu casillero personalmente.

—No tenía ni idea de que me lo hubieras enviado tú. Acabo de verlo hace unos minutos.

—Pero ¡te dije que leyeras la carta de Abelardo! —balbuceó, con una expresión horrorizada—. Te lo dije a la cara.

Julia sujetó el ordenador con más fuerza.

—No. Lo que dijiste fue «Lee mi sexta carta». Y lo hice. En ella me decías que me pusiera un jersey, que había refrescado. —Lo miró furiosa—. Y tenías razón. Todo se había enfriado.

—Pero te llamé Eloísa. ¿No era evidente?

—Oh, desde luego. Aplastantemente obvio —replicó ella—. Eloísa fue seducida y abandonada por su profesor. Me pareció cruel, pero muy esclarecedor.

—Pero el libro… —repitió, suplicándole con la mirada—. La foto…

—La he encontrado esta noche, mientras desembalaba los libros. —La expresión de Julia se suavizó al recordar la nota—. Hasta esta noche pensaba que te habías cansado de mí.

—Perdóname —se disculpó él. Sabía que esas palabras eran insuficientes e inadecuadas, pero le salían del corazón—. Yo… Julianne… necesito explicarte…

—Deberíamos entrar en casa —lo interrumpió ella, mirando hacia las ventanas de su apartamento.

Gabriel levantó el brazo para cogerle la mano, pero lo pensó mejor y lo dejó caer de nuevo.

Mientras subían la escalera, la tormenta se hizo más fuerte. Al entrar en el apartamento, se fue la luz.

—Me pregunto si será sólo aquí o en toda la calle.

Gabriel murmuró algo, sin saber cómo ayudar, mientras ella cruzaba el salón y abría las cortinas para que entrara algo de luz de fuera. Pero las farolas también se habían apagado.

—Si quieres, podemos ir a algún sitio donde haya luz —dijo él, apareciendo de repente a su lado y sobresaltándola—. Lo siento —se disculpó, sujetándola del brazo.

—Preferiría que nos quedáramos aquí.

Él resistió el impulso de insistir, sabiendo que no estaba en condiciones de imponer su opinión. Mirando a su alrededor, preguntó.

—¿Tienes una linterna? ¿O velas?

—Las dos cosas, creo.

Tras encontrar la linterna, Julia le dio una toalla a Gabriel para que se secara, mientras ella se cambiaba de ropa en el baño. Cuando regresó, él estaba sentado en el sofá, rodeado por media docena de velas, artísticamente colocadas sobre los muebles y en el suelo.

Julia se fijó en las sombras que bailaban en la pared, a su espalda. Parecían figuras demoníacas, que trataran de aprisionarlo en el Infierno de Dante. Al mirarlo a la cara, vio que las arrugas de la frente se le habían hecho más profundas y que sus ojos parecían más grandes. Se notaba que hacía tiempo que no se afeitaba. Había tratado de peinarse con los dedos, pero un mechón rebelde le caía sobre la frente.

Julia había olvidado lo atractivo que era. Había olvidado cómo, con sólo una mirada o una palabra, podía hacer que le hirviera la sangre. Era tan guapo como peligroso.

Gabriel le ofreció la mano para que se sentara a su lado, pero ella prefirió acurrucarse en el rincón de enfrente.

—He encontrado una botella de vino y la he abierto —la informó él, alargándole un vaso de vino shiraz, barato.

A Julia la sorprendió, porque en el pasado se habría negado a tomar un vino tan sencillo.

Ella bebió varios sorbos, paladeándolo, mientras esperaba que Gabriel empezara a toser y a quejarse por tener que tomar asquerosa agua sucia de la bañera. Pero no lo hizo. De hecho, no probó el vino. Se la quedó mirando y su mirada bajó hasta quedarse clavada en su pecho.

—¿Has cambiado de instituto?

—¿Cómo?

Gabriel señaló la camiseta que se había puesto, en la que se leía «Boston College».

—No. Es un regalo de Paul. Estudió en Boston, ¿recuerdas?

Él se tensó.

—Yo también te regalé una camiseta —dijo, más para sí mismo que para ella.

Julia bebió otro sorbo, deseando que el vaso estuviera más lleno.

Gabriel no se perdió detalle, con la mirada clavada en sus labios y su cuello.

—¿Todavía tienes mi sudadera de Harvard?

—Cambiemos de tema.

Él se removió inquieto en el sofá, pero no pudo apartar la vista de Julia. Ansiaba recorrer su cuerpo con las manos y unir sus bocas.

—¿Qué opinas de la Universidad de Boston?

Ella lo miró con recelo. Su mirada desinfló la seguridad de Gabriel, que se mordió el labio.

—Katherine Picton me dijo que fuera a presentarme al especialista en Dante del Departamento de Lenguas Romances de esa universidad, pero aún no he encontrado el momento. He estado ocupada.

—Entonces, tendré que llamarla para darle las gracias.

—¿Por qué?

Él dudó.

—Yo soy el nuevo especialista en Dante de la Universidad de Boston.

Gabriel esperaba una reacción, pero no hubo ninguna. Julia permaneció inmóvil, mientras la luz de las velas proyectaba sombras sobre su preciosa cara.

Él se echó a reír sin ganas y le sirvió más vino.

—Bueno, no era exactamente la reacción que esperaba.

Julia bebió un nuevo sorbo y a continuación murmuró algo entre dientes.

—Entonces —dijo finalmente—, ¿te vas a quedar aquí?

—Eso depende —replicó Gabriel, sin apartar su ardiente mirada de las letras de su camiseta.

Julia estuvo a punto de cubrirse los pechos con los brazos, pero se obligó a dejarlos a los lados.

—Ahora soy catedrático —prosiguió él—. El Departamento de Estudios en Lenguas Romances no tenía un programa de posgrado de Italiano, pero la universidad quería atraer alumnos al nuevo programa sobre Dante, así que mi asignatura también será válida para el programa de Religión. —Echando un vistazo a las sombras que lo rodeaban, Gabriel negó la cabeza—. Irónico, ¿no crees? —añadió—. Un hombre que se ha pasado la vida huyendo de Dios, acaba como profesor en una carrera de Religión.

—He visto cosas más raras.

—Estoy seguro —susurró él—. Habría dimitido en Toronto, pero eso habría causado un escándalo. Pero en cuanto te graduaste, ya estaba libre para aceptar la plaza aquí.

Ella ladeó la cabeza, dejando el lóbulo de la oreja al descubierto. Gabriel vio con tristeza que no llevaba los pendientes de Grace.

Julia, que había estado reflexionando sobre sus palabras, preguntó al fin:

—¿Y qué tiene de especial la fecha del uno de julio?

—Hoy acaba mi contrato con la Universidad de Toronto. —Tras aclararse la garganta, prosiguió—: Leí tus correos electrónicos y escuché tus mensajes de voz, pero esperaba que encontraras el mensaje en el libro. Lo dejé en tu casillero personalmente.

Ella seguía pensando sus palabras. Su silencio no implicaba que estuviera aceptando sus excusas; sólo que no quería discutir. Al menos, de momento.

—Siento haberme perdido tu graduación. —Gabriel bebió un poco de vino—. Katherine me envió fotos. —Carraspeó—. Estabas preciosa. Eres preciosa.

Se sacó el iPhone del bolsillo y se lo ofreció. Julia lo cogió, curiosa, y vio que tenía una foto suya como fondo de pantalla, con la ropa de graduada, dándole la mano a Katherine Picton.

—Me la envió ella —explicó, al notar la confusión de Julia.

Ésta empezó a revisar el resto de las fotos del teléfono de Gabriel, con decisión pero con el estómago encogido. Vio fotos de su viaje a Italia y otras de la pasada Navidad, pero ninguna de Paulina. Tampoco había fotos de otras mujeres. De hecho, todas eran de Julia, incluso las más provocativas que le había hecho en Belice.

Estaba sorprendida. Después de pasar meses convencida de que él no quería saber nada de ella, ese cambio de actitud era demasiado brusco para que pudiera asimilarlo de golpe. Le devolvió el iPhone.

—¿Te llevaste la foto de los dos bailando en Lobby?

Él alzó las cejas, sorprendido.

—Sí, ¿cómo lo sabes?

—Me di cuenta de que faltaba cuando fui a buscarte a tu casa.

Él trató de cogerle la mano, pero ella la apartó.

—Cuando volví al piso, vi allí tu ropa. ¿Por qué no te la llevaste?

—De hecho, no era mi ropa.

Gabriel frunció el cejo.

—Por supuesto que era tu ropa y sigue siéndolo si la quieres.

Ella negó con la cabeza.

—Créeme, Julianne. Quería tenerte a mi lado. La foto era un sustituto muy pobre.

—¿Me querías a tu lado?

Sin poder contenerse, Gabriel le acarició la mejilla, sintiéndose muy aliviado al ver que no se encogía ni se apartaba.

—No he dejado de desearlo en ningún momento.

Julia se echó entonces hacia atrás, con lo que él se quedó acariciando el aire.

—¿Tienes la menor idea de lo que se siente cuando la persona a la que quieres te abandona no una vez, sino dos?

Gabriel apretó los labios.

—No, no lo sé. Lo siento. Perdóname. —Espero unos instantes, pero al ver que ella no decía nada, siguió hablando—: Así que Paul te regaló esta camiseta. ¿Cómo está?

—Muy bien, ¿y a ti qué te importa?

—Es mi alumno —respondió él, formal.

—Como yo, en otros tiempos —replicó Julia con amargura—. Deberías escribirle. Me dijo que no sabía nada de ti.

—¿Así que has hablado con él?

—Sí, Gabriel, he hablado con él.

Ella se soltó la coleta y se pasó los dedos entre los mechones mojados.

Él observó, extasiado, cómo la cascada de pelo oscuro y brillante se derramaba sobre sus delgados hombros.

—Me duele el pelo.

—No sabía que el pelo pudiese doler —contestó Gabriel con una resplandeciente sonrisa, antes de acariciárselo. Al cabo de un momento, cambió de expresión al recordar lo que había pasado en la calle—. Podían haberte hecho mucho daño, allí parada en medio de la calzada.

—Menos mal que no he soltado el portátil. Tengo todo mi trabajo ahí guardado.

—Habría sido culpa mía, por sorprenderte. Debía de parecer un fantasma, empapado y merodeando.

—No estabas merodeando. Y no parecías un fantasma. Parecías otra cosa.

—¿Qué parecía?

Ruborizándose, Julia guardó silencio.

Gabriel la observó. Aunque había poca luz, su rubor no le pasó inadvertido. Deseaba sentirlo bajo sus palmas. Pero no quería ir demasiado de prisa.

Ella hizo un gesto vago con la mano y cambió de tema.

—Paul sugirió que guardara una copia de seguridad en un lápiz de memoria, para no perder la información si le pasa algo al ordenador, pero hace tiempo que no lo actualizo.

Al oír la segunda mención a su antiguo ayudante de investigación, él reprimió un gruñido y una exclamación peyorativa. Se volvió hacia ella.

—Estaba convencido de que pensarías que me pondría en contacto contigo después de la graduación.

—¿Y si así fuera? El día de la graduación pasó y seguí sin saber nada de ti.

—Ya te lo he dicho, tenía que esperar a que acabara mi contrato, el uno de julio.

—No quiero seguir hablando.

—¿Por qué no?

—Porque no puedo decir las cosas que quiero decirte, mientras estás sentado en mi sofá.

—Ya veo —dijo él, lentamente.

Julia se removió inquieta, luchando con las ganas que tenía de lanzarse a sus brazos y decirle que todo estaba bien.

Porque, en realidad, las cosas entre ellos no estaban bien. Y si no por él, al menos tenía que ser honesta por ella misma.

—Ya te he robado demasiado tiempo —dijo Gabriel, derrotado. Levantándose, miró hacia la puerta y de nuevo a Julia—. Entiendo que no quieras hablar conmigo, pero espero que me concedas una última oportunidad antes de decirme adiós.

Ella enderezó los hombros.

—Tú no me la diste. No me dijiste adiós con una conversación. Te despediste follándome contra una puerta.

Él se le acercó rápidamente.

—No digas eso. Ya sabes lo que pienso de esa palabra. No vuelvas a usarla cuando hables de nosotros.

Allí estaba de nuevo el profesor Emerson, quitándose el disfraz del Gabriel penitente. Aunque a Julia le molestó su tono de voz, estaba familiarizada con sus cambios de humor y sabía que no tenía nada que temer de él. Ignorándolo, se levantó, dispuesta a acompañarlo a la puerta.

—No te dejes esto —le recordó, señalándole el iPhone.

—Gracias. Julianne, por favor…

—¿Cómo está Paulina?

La pregunta quedó suspendida en el aire, como una flecha.

—¿Por qué lo dices?

—Me preguntaba si os habríais visto a menudo durante estos meses.

Gabriel se guardó el teléfono en el bolsillo.

—La vi una vez. Le pedí que me perdonara y le deseé que le fuera muy bien la vida —afirmó con decisión.

—¿Eso es todo?

—¿Por qué no me preguntas directamente lo que quieres saber, Julianne? —Apretó mucho los labios—. ¿Por qué no me preguntas si me acosté con ella?

—¿Lo hiciste? —preguntó ella, cruzándose de brazos.

—¡Por supuesto que no!

Su respuesta fue tan rápida y vehemente que Julia dio un paso atrás. Estaba indignado y lo demostraba apretando los puños.

—Tal vez he debido ser más concreta. Hay muchas cosas que un hombre y una mujer pueden hacer sin acostarse —añadió ella, alzando la barbilla, desafiante.

Gabriel se obligó a contar hasta diez. No podía perder los estribos en ese momento.

—Me doy cuenta de que tu visión de mi ausencia y la mía son muy distintas, pero puedo asegurarte que no he buscado la compañía de otras mujeres. —Con expresión más calmada, añadió—: He estado a solas con tus fotografías y mis recuerdos, Julianne. Han sido compañeros muy fríos, pero la única compañía que anhelaba era la tuya.

—¿No ha habido nadie más?

—Te he sido fiel en todo momento. Te lo juro por la memoria de Grace.

El juramento los sorprendió a los dos. Al mirarlo a los ojos, Julia no dudó de su sinceridad y suspiró aliviada.

Gabriel le cogió la mano con suavidad.

—Hay muchas cosas que debí haberte dicho. Te las diré ahora, si vienes conmigo.

—Prefiero quedarme aquí —susurró ella y su voz adquirió un tono inquietante en la penumbra.

—La Julianne que recuerdo odiaba la oscuridad. —Gabriel le soltó la mano—. Paulina está en Minnesota. Se reconcilió con su familia y ha conocido a otra persona. Acordamos que ya no le pasaría más dinero y nos deseó lo mejor.

—Te lo desearía a ti.

—No. Nos lo deseó a los dos. ¿No te das cuenta? Ella pensaba que seguíamos juntos y yo no le dije lo contrario, porque para mí siempre hemos seguido juntos.

Fue como si Gabriel hubiera cogido la flecha en pleno vuelo y le hubiera dado la vuelta, encarándola hacia Julia. No le había dicho a Paulina que estaba libre, porque, en su mente, estaba comprometido. A ella le costaba admitirlo, pero la idea le iba calando.

—No hay nadie más. —Su voz sonaba sincera.

Julia apartó la vista.

—¿Qué estabas haciendo delante de una cafetería cerrada, en plena noche?

—Armándome de valor para llamar a tu puerta —respondió él, dándole vueltas al aro de platino que llevaba en el dedo—. Tuve que convencer a Rachel para que me diera tu dirección. No fue fácil.

Julia le miró el anillo.

—¿Por qué llevas un anillo de boda?

—¿Por qué crees que lo llevo?

Gabriel se lo quitó y se lo ofreció.

Ella no lo cogió.

—Lee la inscripción —le pidió él.

Insegura, Julia cogió el anillo y, acercándolo a una de las velas, leyó:

JULIANNE, MI AMADA, ES MÍA Y YO SOY SUYO.

A ella se le hizo un nudo en la garganta. Rápidamente, le devolvió el anillo. Él se lo puso en el dedo sin decir nada.

—¿Se puede saber por qué llevas un anillo con mi nombre en él?

—Has dicho que no querías hablar —la reprendió Gabriel suavemente—. Pero ya que al parecer podemos hacer preguntas, ¿puedo preguntarte por Paul?

Julia se ruborizó y apartó la vista.

—Estaba en el lugar y el momento adecuados para recoger mis pedazos.

Él cerró los ojos y respiró hondo para no ceder a la tentación de decir algo mordaz, que sólo serviría para alejarla más.

—Perdóname —dijo, abriendo los ojos—. Este anillo tiene un compañero más pequeño. Los compré en Tiffany el día que compré el marco de plata para la ecografía de Maia.

»Sigo pensando que eres mi otra mitad. Mi bashert. A pesar de nuestra separación, en ningún momento se me ha pasado por la cabeza estar con otra mujer. Te he sido fiel desde que me dijiste quién eras, el octubre pasado.

De repente, a Julia le costó mucho respirar.

—Gabriel, desapareces sin avisar, pasas meses en paradero desconocido y ahora, de pronto…

Él la miró comprensivo, deseando abrazarla, pero ella seguía manteniendo las distancias.

—No tenemos que hablarlo todo esta noche. Pero si puedes soportarlo, me gustaría que volviéramos a vernos mañana —le pidió él, con una mirada melancólica.

Ella levantó los ojos el tiempo justo para responder.

—De acuerdo.

Gabriel soltó el aire, aliviado.

—Bien. Mañana seguimos hablando pues. Que descanses.

Julia asintió, abriendo la puerta de la casa. Al pasar por su lado, Gabriel se detuvo.

—¿Julianne?

Estaba muy cerca. Demasiado cerca. Ella levantó los ojos hacia él.

—¿Me permites que… te bese la mano? —le preguntó con timidez.

A Julia le recordó a un niño pequeño.

Se lo permitió, pero al verlo inclinado ante ella, no pudo resistir el impulso de besarlo en la frente. De repente, Gabriel la rodeó con los brazos y la besó.

Aunque mientras la besaba le costaba pensar en nada más, se concentró en transmitirle con los labios y con todo su cuerpo que era sincero, que no la había traicionado, que la amaba.

Cuando ella le devolvió el beso con la misma pasión, Gabriel gimió.

Con un esfuerzo de contención, interrumpió el beso con delicadeza. Cuando Julia aflojó el abrazo, él le mordisqueó el labio inferior antes de besarla en ambas mejillas y en la punta de la nariz.

Al abrir los ojos, vio que el rostro de ella estaba embargado por varias emociones al mismo tiempo.

Le acarició el pelo húmedo y la miró con deseo.

—Te quiero.

Mientras se marchaba, Julia permaneció en silencio.

***

El beso de Gabriel no la ayudó a mantenerse firme en su decisión, pero no se arrepentía de haberlo besado. Había sentido curiosidad por saber cómo sería después de tantos meses y la había sorprendido lo familiar que le había resultado. En segundos, conseguía que el pulso se le acelerara y que le costara respirar.

La amaba, no cabía duda. Lo había notado. Ni siquiera él, con todo su encanto y sus modales impecables, podía mentir con sus besos.

Le notaba algo distinto. Parecía menos salvaje, más vulnerable. Por supuesto, seguía perdiendo la paciencia de vez en cuando, y el profesor nunca se alejaba demasiado, pero Gabriel, su Gabriel, había cambiado. Lo que no sabía era cómo ni por qué.

A la mañana siguiente, la luz había vuelto y Julia puso a cargar el móvil. Llamó a su jefe en Peet’s y le dijo que no iría a trabajar ese fin de semana porque no se encontraba bien. Al hombre no le hizo ninguna gracia, ya que era el fin de semana del Cuatro de Julio, pero no podía hacer nada.

Después de una larga ducha —una ducha que pasó soñando con los labios de Gabriel y con recuerdos reprimidos de ambos juntos—, se sintió mucho mejor. Le envió un correo a Rachel, contándole que su hermano había vuelto y se le había declarado.

Una hora más tarde, sonó el teléfono. Pensó que sería Rachel, pero era Dante Alighieri en persona.

—¿Cómo has dormido? —le preguntó alegremente.

—Bien, ¿y tú?

Gabriel hizo una pausa.

—No tan bien como… Bueno, tolerablemente, supongo.

Julia se echó a reír. Ése era el profesor que recordaba.

—Me gustaría enseñarte mi casa.

—¿Cómo? ¿Ahora?

—No hace falta que sea ahora, pero sí hoy, a ser posible. —Parecía estar esperando una negativa.

—¿Dónde está?

—En Foster Place, cerca de Longfellow’s House. La situación es perfecta para estudiar en la Universidad de Harvard; no tanto para la Universidad de Boston.

Julia frunció el cejo, confusa.

—Si no es cómoda para trabajar en Boston, ¿para qué la has comprado?

Gabriel carraspeó.

—Pensé que… quiero decir que esperaba que… —Las palabras le fallaban—. Es pequeña, pero tiene un jardín muy bonito. Me gustaría saber qué te parece. —Carraspeó otra vez y ella habría jurado que se estaba tirando del cuello de la camisa—. Siempre podría buscar otra.

Julia no supo qué decir.

—Si has dormido bien, ¿hablarás conmigo?

Ella no recordaba haberlo oído nunca tan nervioso ni tan inseguro.

—Por supuesto, aunque no por teléfono.

—Tengo que pasar por la universidad para ver mi nuevo despacho, pero no me llevará mucho tiempo.

—No hay prisa —lo tranquilizó Julia.

—Sí la hay —replicó él, con un susurro ardiente.

Ella suspiró.

—Iré esta tarde.

—Ven a cenar. Te pasaré a buscar a las seis y media.

—Iré sola. Tomaré un taxi. —Julia interrumpió el silencio que siguió a sus palabras diciéndole que tenía que irse.

—Bien —replicó él, tenso—. Si prefieres venir en taxi, estás en tu derecho.

—Voy a mantener la mente abierta hasta que hayamos hablado. Te pido que hagas lo mismo —dijo ella en tono conciliador.

Gabriel no había perdido del todo las esperanzas, pero poco le faltaba. No estaba nada seguro de que Julia fuera a perdonarlo. Y, aunque lo hiciera, el monstruo de los celos lo martirizaba. No sabía cómo reaccionaría si ella le confesaba que se había refugiado en Paul en un momento de debilidad y se había acostado con él.

«¡Maldito follaángeles del demonio!»

—Por supuesto —dijo.

—Me ha sorprendido tu llamada. ¿Por qué no me llamaste antes?

—Es una larga historia.

—Seguro que sí. Nos veremos esta noche.

Julia colgó, deseando escuchar esa historia.

***

Cuando Julia llegó al nuevo hogar de Gabriel, se lo quedó mirando asombrada. Era una casa de madera de dos plantas, con una fachada sencilla, pintada de gris marengo con el borde exterior más oscuro. Casi no había jardín en la parte delantera; sólo un rectángulo asfaltado donde dejar el coche.

En un correo electrónico donde le daba la dirección exacta, Gabriel le había enviado un enlace a la página de la inmobiliaria en la que se veía la casa. El valor de la misma, construida antes de la segunda guerra mundial, superaba el millón de dólares. De hecho, la calle entera había sido un barrio de inmigrantes italianos que se habían construido unas casitas de dos plantas hacia 1920. En esos días, la calle estaba ocupada por jóvenes de buena familia, por profesores de Harvard y por Gabriel.

Mientras contemplaba la sobria elegancia del edificio, Julia negó con la cabeza.

«Así que esto es lo que puedes conseguir con un millón de dólares en este vecindario».

Al acercarse a la puerta, vio una nota manuscrita de Gabriel.

Julianne:

Por favor, reúnete conmigo en el jardín.

G.

Julia suspiró, porque de pronto fue consciente de que la noche que tenía por delante iba a ser muy difícil. Rodeó la casa y ahogó una exclamación al llegar al jardín trasero.

Todo estaba lleno de flores y arbustos. Había plantas acuáticas y setos de boj elegantemente recortados. En el centro distinguió lo que parecía la tienda de un sultán. A la derecha de la misma había una fuente con una estatua de Venus y bajo la fuente, un pequeño estanque con lo que parecían carpas rojas y blancas.

Julia se acercó a la tienda y echó un vistazo al interior. Y lo que vio la entristeció.

Porque dentro había una cama cuadrada, exactamente igual al futón de terraza de la suite que habían compartido en Florencia. La suite donde habían hecho el amor por primera vez. La terraza donde él le había dado fresas con chocolate y donde habían bailado bajo las estrellas con música de Diana Krall. El futón donde habían hecho el amor a la mañana siguiente.

Gabriel había tratado de reproducir todos los detalles, hasta las sábanas.

La voz de Frank Sinatra sonaba desde algún lugar cercano y en cada superficie plana había una vela. Lámparas marroquíes colgaban de cables que cruzaban el techo.

Era un escenario de cuento de hadas. Era Florencia y su huerto de manzanos y un cuento de las mil y una noches. Por desgracia para Gabriel, el extravagante gesto suscitaba una cuestión obvia: si había tenido el tiempo suficiente para preparar ese decorado perfecto, ¿no podía haber dedicado un momento a avisarla de que iba a volver?

Él la estaba observando con el corazón desbocado. Se moría de ganas de abrazarla y besarla, pero la rigidez de su espalda le indicó que Julia no apreciaría sus caricias en ese momento. Así que se acercó cautelosamente.

—Buenas noches, Julianne —la saludó con un susurro suave como el terciopelo, inclinándose hacia ella desde atrás.

Julia, que no lo había oído acercarse, se estremeció ligeramente. Gabriel le acarició los brazos arriba y abajo, teóricamente para quitarle el frío, aunque el gesto resultaba muy erótico.

—Bonita música —comentó ella, apartándose un poco.

Él le tendió la mano, en una muda invitación. Con cautela, Julia colocó la mano sobre la suya. Gabriel le besó los nudillos antes de soltarla y mirarla de arriba abajo.

—Estás impresionante, como siempre.

Disfrutó de la visión de ella vestida con un sencillo vestido negro y una bailarinas asimismo negras, que contrastaban con sus piernas, pálidas pero bien torneadas. Al volverse hacia él, la brisa del atardecer le revolvió el pelo.

—Gracias.

Julia esperaba que le hiciera algún comentario sobre los zapatos, ya que se había quedado mirándolos un poco más de lo que era educado hacer. Se había puesto zapatos planos porque eran más cómodos, pero también como una manera de reafirmar su independencia. Sabía que a Gabriel no le gustarían. Sin embargo, él sonrió.

Julia se fijó entonces en que iba vestido más informalmente de lo que era habitual en él, con unos pantalones caqui, una camisa de lino blanca y una chaqueta, también de lino, azul marino. Aunque sin duda la sonrisa era su complemento más atractivo.

—La tienda es preciosa.

—¿Te ha gustado?

—Siempre me preguntas eso.

Su sonrisa perdió intensidad.

—Antes apreciabas que fuera un amante considerado.

Julia apartó la vista.

—Ha sido un gesto muy bonito, pero habría preferido una llamada telefónica hace tres meses.

Pareció que Gabriel iba a decir algo, pero cambió de opinión.

—¿Dónde están mis modales? —murmuró y ofreciéndole el brazo, la acompañó hasta una mesa redonda, metálica, como las de restaurante, situada en un rincón del patio.

Estaba iluminada por lamparitas blancas que colgaban de las ramas de un arce cercano. Julia se preguntó si habría contratado a un decorador para la ocasión. Gabriel le retiró la silla y la ayudó a sentarse. Entonces ella se fijó en que el centro de mesa estaba hecho con enormes gerberas rojas y anaranjadas.

—¿Cómo has montado todo esto? —preguntó, desdoblando la servilleta y colocándosela sobre el regazo.

—Rebecca es una maravilla. Un modelo de la diligencia propia de Nueva Inglaterra.

Julia lo miró curiosa, pero él no tuvo que explicarle nada, porque la mujer hizo su aparición para servir la cena.

El ama de llaves era alta y poco atractiva y llevaba el pelo canoso recogido en un severo moño. Sus ojos, grandes y oscuros, brillaban con una pizca de travesura.

Suponía que Gabriel le habría contado sus planes respecto a ella, al menos en parte.

A diferencia de la ambientación y de la música, que eran perfectas, la cena fue bastante sencilla para lo que Gabriel estaba acostumbrado: crema de langosta, una ensalada con pera, nueces y queso gorgonzola, mejillones al vapor con patatas fritas y, por último, una gloriosa tarta de arándanos con helado de limón ácido.

Gabriel le sirvió el champán, el mismo Veuve Cliquot que le había ofrecido la primera vez que cenó en su piso de Toronto. Aunque no había pasado ni un año, esa noche parecía muy lejana.

Durante la cena hablaron de temas seguros, como la boda de Rachel o la novia de Scott y su hijo. Él le comentó las cosas que le gustaban de la casa y las que le disgustaban, prometiéndole enseñárselas más tarde. Ninguno de los dos tenía prisa por tocar temas más personales.

—¿Tú no bebes? —preguntó Julia, al ver que se servía solo agua.

—Lo dejé.

Ella alzó las cejas, sorprendida.

—¿Por qué?

—Porque estaba bebiendo demasiado.

—Cuando estabas conmigo no bebías demasiado. Me juraste que no volverías a emborracharte.

—Precisamente.

Julia lo miró con atención y vio que sus palabras escondían una experiencia desagradable.

—Pero te gustaba beber.

—Tengo una personalidad adictiva, Julianne, ya lo sabes —admitió, antes de cambiar de tema.

Cuando Rebecca les sirvió el postre, ambos intercambiaron una mirada cómplice.

—¿No hay tarta de chocolate esta noche?

Non, mon ange —susurró Gabriel—. Aunque nada me gustaría más que alimentarte.

Ella sintió que se ruborizaba. Sabía que no era buena idea seguir por ese camino antes de haber hablado de todo lo que necesitaban aclarar, pero al ver la mirada ardiente que él le dirigía, dejó de parecerle importante.

—Me encantaría —dijo en voz baja.

Él sonrió como si el sol hubiera vuelto a iluminar la Tierra después de una larga ausencia. Con un rápido gesto, movió la silla y se sentó a su lado. Muy cerca. Tan cerca que Julia sintió su aliento en el cuello y se estremeció.

Quitándole el tenedor de la mano, Gabriel cortó un trozo de tarta y una porción de helado y se los ofreció juntos.

Al ver el deseo en los ojos de ella, se olvidó de respirar.

—¿Qué pasa? —preguntó Julia, alarmada.

—Casi había olvidado lo preciosa que eres.

Acariciándole la mejilla con la mano que tenía libre, llevó la tarta hasta sus labios.

Julia cerró los ojos y abrió la boca y, en ese momento, Gabriel se sintió eufórico. Sí, era un detalle casi sin importancia, pero era una muestra de confianza y eso era lo que más necesitaba en ese momento. Una muestra de confianza que hizo que el corazón se le acelerara.

Al notar el contraste de sabores, Julia gimió y abrió los ojos.

Gabriel no pudo seguir conteniéndose. Se inclinó hacia ella hasta que sus labios quedaron casi unidos y susurró:

—¿Puedo?

Cuando Julia asintió, la besó. Ella era la luz y la dulzura, la amabilidad y la bondad, el objetivo de todas sus búsquedas en este mundo, el fuego y la fascinación. Pero no era suya y por eso la besó con delicadeza, como aquella primera vez en su huerto de manzanos, enredándole los dedos en el pelo. Luego se echó hacia atrás para verle la cara.

Un suspiro de satisfacción escapó de los labios de Julia, rojos como los rubíes, mientras permanecía flotando, con los ojos cerrados.

—Te quiero —dijo Gabriel.

Ella abrió los ojos bruscamente. En su mirada se reflejaba una emoción intensa, pero no le devolvió las palabras.

Cuando hubieron terminado el postre, Gabriel sugirió que tomaran el café en la tienda y le dijo a Rebecca que no la necesitarían más.

La noche había caído sobre aquel rincón del edén y, como si del mismo Adán se tratase, Gabriel acompañó a una Eva ruborizada a su refugio.

Julia se quitó los zapatos y se acurrucó en un rincón del futón, mordiéndose las uñas nerviosa, mientras Gabriel encendía las lámparas marroquíes.

Se tomó su tiempo para hacerlo, ajustando la intensidad de las lámparas hasta conseguir una luz suave y sugerente. Luego encendió varias velas en distintos rincones de la tienda y finalmente se tumbó en el futón, con la cabeza apoyada en las manos, para contemplarla a placer.

—Me gustaría que habláramos de lo que pasó —dijo ella.

Gabriel la escuchó con atención.

—Cuando apareciste frente a mi casa, no sabía si besarte o darte una bofetada —confesó en voz baja.

—¿Ah, no? —murmuró él.

—No hice ni una cosa ni la otra.

—No está en tu naturaleza ser vengativa. Ni cruel.

Tras respirar hondo, Julia empezó a hablar. Le contó que le había roto el corazón al no responder a ninguno de sus mensajes. Le contó la sorpresa que se llevó al encontrar su piso vacío; la amabilidad de su vecino y de la profesora Picton. Le habló de sus sesiones con Nicole.

Mientras lo hacía, Julia daba vueltas a la cucharilla del café y no se dio cuenta de lo mucho que sus palabras estaban alterando a Gabriel.

Al mencionar cómo el libro de texto había acabado ignorado en la estantería, él maldijo a Paul.

—No te permito que hables así de él —dijo Julia, enfadada—. No es culpa suya que tú decidieras mandar tu mensaje en un libro de texto. ¿Por qué no elegiste un ejemplar de tu biblioteca? Tal vez así lo habría reconocido.

—Me habían ordenado que me mantuviera alejado de ti. Si hubiera dejado un libro de mi biblioteca personal, alguien se habría dado cuenta. Ya me arriesgué al usar ese libro y dejarlo en tu casillero de noche. —Resopló frustrado—. ¿No te dijo nada el título?

—¿Qué título?

El matrimonio en la Edad Media: amor, sexo y lo sagrado.

—¿Y qué querías que me dijera? Que yo supiera, habías jugado conmigo como si fuera Eloísa y me habías abandonado. No tenía ninguna razón para creer otra cosa.

Gabriel se le acercó con los ojos en llamas.

—El libro era esa razón. El título, la foto del huerto, la imagen de san Francisco tratando de salvar a Guido da Montefeltro… —Hizo una agónica pausa cuando se le quebró la voz—. ¿Te habías olvidado de nuestra conversación en Belice? Te dije que iría al infierno a salvarte si fuera necesario. Y eso es lo que hice.

—No sabía que habías tratado de ponerte en contacto conmigo. No miré dentro del libro porque no sabía que me lo habías enviado tú. ¿Por qué no me llamaste?

—No podía hablar contigo —murmuró—. Me dijeron que te entrevistarían antes de que te graduaras y que descubrirían si había tratado de ponerme en contacto. Eres una mujer deliciosa, Julianne, pero pésima mintiendo. Tuve que conformarme con los mensajes en clave.

Ella no pudo ocultar su sorpresa.

—¿Sabías que me entrevistarían?

—Sabía muchas cosas, pero no podía contártelas. De eso se trataba.

—Rachel me dijo que no perdiera la fe, que no desesperara. Pero necesitaba oírlo de tu boca. La última noche que pasamos juntos, nos acostamos pero no me dijiste ni una palabra. ¿Qué iba a pensar?

No pudo contener las lágrimas por más tiempo, pero antes de que pudiera secárselas con la mano, Gabriel tiró de ella y la abrazó. Apretándola contra su pecho, la besó en la cabeza.

Por alguna razón, al sentirse rodeada por sus fuertes brazos, lloró con más sentimiento. Él la acarició.

—Mi orgullo fue mi perdición. Pensé que podría cortejarte mientras eras mi alumna y salirme con la mía sin que hubiera consecuencias. Me equivoqué.

—Pensé que habías renunciado a mí a cambio de mantener tu trabajo —admitió ella, sin ocultar el dolor que había sentido durante esos interminables meses—. Cuando vi que te habías marchado de casa sin despedirte… ¿Por qué no me avisaste?

—No podía.

—¿Por qué no?

—Perdóname, Julianne. Te juro que no quería hacerte daño. Siento muchísimo todo por lo que has tenido que pasar. —La besó en la frente—. Tengo que contarte lo que pasó. Es una historia larga y sólo tú conoces el final.