Gabriel vio el dolor en sus ojos. Fue lo primero en lo que se fijó. Parecía más mayor. Pero su belleza, que nacía de su bondad, era aún más arrebatadora que meses atrás.
De pie ante Julia, se sintió abrumado por la intensidad de su amor por ella. Todas sus preocupaciones se desvanecieron. Llevaba un rato tratando de encontrar el valor necesario para llamar a su puerta y suplicarle que lo dejara entrar. Cuando pensaba que no podía aguantar más, Julia había salido corriendo de la casa y se había detenido en medio de la calle, como una cierva cegada por los faros de un coche.
Gabriel llevaba tiempo imaginándose cómo sería su reencuentro. Algunos días era lo único que le permitía seguir adelante. Ella seguía inmóvil, sin acercarse. La desesperación se apoderó de él. Varios desenlaces le cruzaron la mente, pero ninguno era bueno.
«No me eches de tu lado», le rogó en silencio. Pasándose la mano por el pelo, inquieto, trató de apartarse de la cara los mechones mojados.
—Julianne. —No pudo disimular el temblor en la voz. Lo estaba mirando como si hubiera visto un fantasma.
Antes de poder decir nada más, oyó un ruido que se acercaba. Al volverse en esa dirección, vio que era un coche. Ella seguía petrificada en medio de la calle.
—¡Julia, muévete! —le gritó, agitando los brazos.
Pero ella ignoró su aviso y el coche pasó rozándola. Gabriel siguió corriendo hacia allá, sin dejar de agitar los brazos.
—¡Julia, sal de ahí ahora mismo!