Julia se enterró en sus libros durante los días siguientes, preparándose para su entrevista con la profesora Marinelli. Ésta era la invitada de honor de la fastuosa recepción en la que se conocieron, por lo que su primera toma de contacto fue breve aunque muy cordial. La profesora Marinelli aún se estaba instalando, pero reconoció el nombre de Julia gracias a la recomendación de la profesora Picton y le propuso verse para tomar un café en julio.
Ella volvió a casa envuelta en una nube de optimismo. Se sentía tan feliz que pensó que sería un buen momento para acometer la misión que había estado evitando desde que llegó: desembalar los libros y colocarlos en las estanterías de su pequeño apartamento. Hasta esa noche, había estado sacando los que necesitaba de la biblioteca, pero ver las cajas en el suelo la ponía nerviosa.
El proceso le llevó más tiempo del que había supuesto. No había acabado de ordenar ni un tercio de los volúmenes cuando sintió hambre, así que fue a su restaurante tailandés a encargar comida para llevar.
Dos días más tarde, el 30 de junio, había llegado por fin a la última caja. Tras una velada muy agradable con Zsuzsa y otros estudiantes en el Grendel’s Den, volvió a casa decidida a acabar de clasificar los libros.
Empezó a colocarlos alfabéticamente, hasta que llegó al último libro de la última caja: El matrimonio en la Edad Media: amor, sexo y lo sagrado, publicado por la Oxford University Press. Frunciendo el cejo, lo miró por delante y por detrás. Al cabo de unos minutos, recordó que Paul se lo había llevado a casa, diciendo que lo había encontrado en su casillero del departamento.
«Un libro de texto sobre historia medieval», había dicho.
Por curiosidad, Julia lo hojeó y entre las páginas de la Tabla de Contenidos encontró una tarjeta de visita. Era de Alan Mackenzie, representante de la Oxford University Press en Toronto. En el dorso de la tarjeta, una nota manuscrita decía que estaría encantado de ayudarla con sus libros de texto.
Julia estaba a punto de cerrarlo y dejarlo en la estantería, cuando sus ojos tropezaron con una de las lecturas referenciadas.
Las cartas de Abelardo y Eloísa, Carta VI.
Las palabras de Gabriel resonaron en su mente:
«Lee mi sexta carta, párrafo cuarto», le había susurrado.
Con el corazón desbocado, pasó las páginas y descubrió sorprendida que un grabado y una fotografía marcaban el punto donde se encontraba la sexta carta.
«Pero ¿adónde me lleva mi vana imaginación? Ah, Eloísa, qué lejos estamos de la paz de espíritu. Tu corazón arde con el fuego fatal que no puede extinguirse y el mío está lleno de conflictos e inquietud. No creas, Eloísa, que estoy disfrutando de la paz perfecta. Quiero abrirte mi corazón por última vez. No he logrado olvidarme de ti. Aunque lucho contra la excesiva ternura que me inspiras, mis esfuerzos son en vano, ya que soy consciente de tu dolor y querría compartirlo. Tus cartas me conmueven. No puedo leer con indiferencia las letras que ha escrito tu querida mano. Lloro y suspiro y apenas logro ocultar mi debilidad ante mis alumnos. Ésta, infeliz Eloísa, es la miserable condición de Abelardo. El mundo, que suele equivocarse en sus apreciaciones, cree que vivo en paz. Se imagina que mi amor por ti buscaba sólo la gratificación de los sentidos y que te he olvidado. ¡Cómo se equivocan!»
Julia tuvo que leer el párrafo unas cinco veces antes de que el mensaje calara en su mente aturdida. Se fijó en el grabado. Era La disputa por el alma de Guido de Montefeltro.
Le resultaba familiar, pero no acababa de entender qué quería decirle Gabriel con esa ilustración.
Abrió el ordenador portátil para buscar información sobre ella, pero en seguida recordó que no tenía acceso a Internet en el apartamento.
Cogió su teléfono móvil, pero se había quedado sin batería y no se acordaba de dónde había dejado el cargador. Volvió a abrir el libro y se fijó en la fotografía que acompañaba la ilustración. Era una foto del huerto de manzanos de la casa de los Clark. En el dorso había una nota manuscrita de Gabriel:
Para mi amada.
Mi corazón es tuyo, al igual que mi cuerpo.
Lo mismo que mi alma.
Siempre te seré fiel, Beatriz.
Quiero ser el último.
Espérame…
Cuando se recuperó de la impresión, sintió la necesidad irrefrenable de hablar con él. No importaba que fuera casi medianoche ni que la calle Mount Auburn estuviera completamente a oscuras. Ni siquiera le importaba que Peet’s llevara horas cerrado. Cogió el portátil y salió a toda prisa del apartamento. Si se sentaba junto a la puerta de la cafetería, probablemente pudiese conectarse y enviarle un correo electrónico.
No tenía ni idea de qué iba a decirle. En esos momentos, sólo podía correr.
El vecindario estaba en silencio. A pesar de la suave llovizna vespertina, un grupito de estudiantes recorría la calle de al lado charlando y riendo. Julia cruzó de acera, salpicando con sus chancletas sobre el asfalto húmedo. Ignoró las gotas de lluvia que empezaban a empaparle la camiseta. Ignoró los relámpagos y los truenos que se acercaban por el este.
En el centro de la calle se detuvo, asustada, porque acababa de ver una silueta escondida detrás del roble que había junto al café. El siguiente relámpago le reveló que la silueta pertenecía sin lugar a dudas a un hombre.
A oscuras y medio oculto por el árbol, Julia no lo reconoció. Ni se le pasó por la cabeza acercarse a un extraño, así que se quedó inmóvil, ladeando la cabeza y aguzando la vista mientras trataba de identificarlo.
En respuesta a su indecisión, él salió de su escondite y avanzó hasta quedar bajo la luz de la farola más cercana. Un relámpago iluminó el cielo en ese momento y Julia pensó que el hombre parecía un ángel.
«Gabriel».