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A la mañana siguiente, Louise Norris miraba con preocupación a su hijo y a la joven a la que amaba. Su marido, Ted, trataba de animar la conversación hablando sobre la vaca enferma a la que habían tenido que atender la noche anterior. Mientras, Tom trataba de meterse en la boca un donut casero sin parecer un bárbaro, pero fracasó.

Después del desayuno, la cocina se vació como si fuera un galeón lleno de ratas que acabara de llegar a puerto. Paul y Julia se quedaron solos, sentados el uno frente al otro, removiéndose incómodos en su asiento, con la vista clavada en sus respectivos cafés con leche.

Ella rompió el silencio.

—Lo siento mucho.

—Yo también.

Mordisqueándose el labio inferior, Julia alzó la vista, preguntándose si Paul estaría enfadado o resentido. O ambas cosas.

Pero no parecía que sintiera nada de eso. Sus ojos oscuros, aunque la miraban derrotados, seguían brillando con amabilidad.

—Tenía que intentarlo. No quería esperar a que hubieras encontrado a otra persona. Pero no volveré a sacar el tema. —Se encogió de hombros y frunció los labios, resignado—. No te preocupes. No volveré a ponerte en un compromiso.

Echándose hacia adelante en la mesa, Julia le apretó la mano.

—No me pusiste en un compromiso. Y sé que tendríamos una buena vida juntos. Yo también te aprecio, pero te mereces algo más. Te mereces compartir la vida con alguien que te corresponda.

Soltándose de ella, Paul salió de la cocina.

***

—¿Podrías explicarme por qué está tan callado? —Tom se volvió hacia Julia, mientras esperaban a que Paul saliera del lavabo en una estación de servicio de New Hampshire.

—Quiere más de lo que puedo darle.

Su padre entornó los ojos, mirando al horizonte.

—Parece un buen hombre y viene de una buena familia. ¿Qué problema hay? ¿Tienes algo contra las vacas?

Estaba tratando de hacerla reír, pero al ver que sus palabras tenían el efecto contrario, alzó las manos en señal de rendición.

—No me hagas caso, soy un idiota. También pensaba que el hijo del senador era un buen partido, así que ya ves. Mejor me muerdo la lengua.

Antes de que Julia pudiera tranquilizarlo, Paul volvió del baño, poniendo fin a la conversación corazón a corazón entre padre e hija.

***

Dos días más tarde, Julia estaba ante la puerta de su nueva casa, despidiéndose de Paul y sintiéndose mucho peor que cuando lo había rechazado en la cocina de sus padres. En ningún momento él se había mostrado frío, maleducado ni rencoroso. Y no había retirado su oferta de acompañarlos a Cambridge para ayudarla con la mudanza.

Incluso le había conseguido una entrevista de trabajo en el moderno café que había enfrente de su casa. La anterior ocupante del apartamento acababa de dejar su trabajo allí y Paul le propuso al dueño que contratara a Julia, consciente de que ella necesitaba el dinero.

Esos dos días había dormido en el suelo del apartamento sin protestar. Paul se había portado de un modo tan intachable que Julia se sentía peor que nunca. ¿Estaba tomando la decisión correcta?

Sabía que elegirlo a él era apostar a caballo ganador. La vida a su lado sería fácil, segura. El corazón se le curaría y no volvería a sufrir más heridas. Pero si se quedaba con Paul se estaría conformando sólo con tener una buena vida, no una vida excepcional. Pero incluso si nunca lograba una vida excepcional, prefería que su existencia fuera como la de Katherine Picton y no como la de su madre.

Al casarse con un buen hombre sin estar apasionadamente enamorada de él, lo estaría estafando y se estaría estafando a sí misma. Y no era tan egoísta.

—Adiós.

Paul la abrazó con fuerza antes de soltarla y mirarla fijamente. Tal vez quería asegurarse de que no hubiera cambiado de opinión.

—Adiós. Gracias por todo. No sé qué habría hecho sin ti durante todos estos meses.

Él se encogió de hombros.

—Para eso están los amigos.

Entonces vio que los ojos se le llenaban de lágrimas y la miró con preocupación.

—Seguimos siendo amigos, ¿no?

—Por supuesto —sollozó ella—. Has sido el mejor amigo posible y espero que continuemos nuestra amistad, aunque… —Julia dejó la frase inacabada y él asintió, como si le agradeciera que no la acabara.

Alargando una mano vacilante, Paul le acarició la mejilla por última vez, antes de dirigirse hacia el coche de su amigo Patrick, con quien iba a volver a Vermont.

Pero de repente se detuvo, se volvió y se acercó a Julia, nervioso.

—No quería sacar el tema delante de tu padre, por eso he esperado a que se marchara. Aunque luego he dudado si contártelo o no… —Paul desvió la vista en dirección a la calle Mount Auburn. Parecía estar luchando consigo mismo.

—¿Qué pasa?

Negando con la cabeza, se volvió hacia ella.

—Ayer me llegó un correo electrónico del profesor Martin.

Ella lo miró sin comprender.

—Emerson ha dejado la universidad.

—¿Qué? —Julia se llevó las manos a las sienes, tratando de asimilar la magnitud de lo que estaba oyendo—. ¿Cuándo?

—No lo sé. El profesor Martin dice que Emerson se ha comprometido a seguir supervisando mi tesis, pero a mí él no me ha dicho ni una palabra.

Al ver la actitud preocupada de su amiga, le rodeó los hombros con un brazo.

—No quería disgustarte, pero he pensado que deberías saberlo. El departamento ha empezado a buscar sustituto. Sé que buscarán también en Harvard y que te habrías acabado enterando de todos modos.

Ella asintió, ausente.

—¿Adónde irá?

—No tengo ni idea. Martin no me dice nada. Creo que está enfadado con Emerson. Después de todo el lío que montó el semestre pasado, ahora se marcha y los deja en la estacada.

Julia lo abrazó, aturdida, y entró en su nuevo apartamento para reflexionar. Esa noche llamó a Rachel. Cuando le saltó el contestador, pensó en llamar a Richard, pero no quiso preocuparlo. Y sabía que Scott no tendría más información.

A lo largo de los siguientes días, le dejó un par de mensajes de voz a Rachel y esperó, pero su amiga no respondió.

Empezó a trabajar como camarera en el café de Peet’s, situado en el edificio de tres plantas que quedaba enfrente de su apartamento. Como su padre se había encargado de pagar el alquiler y los gastos de la mudanza y además había insistido en darle parte de los beneficios de la venta de la casa de Selinsgrove, podía vivir sin lujos pero sin apuros hasta que recibiera la beca, a finales de agosto.

Concertó una cita con la terapeuta que le había recomendado Nicole y empezó a ir a ver a la doctora Margaret Walters una vez a la semana. Cuando no estaba aprendiendo los trucos del negocio del café ni encandilando a la clientela de su barrio de Harvard Square, aprovechaba el tiempo para avanzar en su lista de lecturas. Siguiendo el consejo de Katherine Picton, fue a presentarse a Greg Matthews, el catedrático de su nuevo departamento.

El profesor Matthews la recibió con amabilidad y pasaron casi una hora hablando del tema que más les gustaba: Dante. Greg la informó de que la profesora Marinelli llegaría de Oxford la semana siguiente y la invitó a la recepción que celebrarían para darle la bienvenida. Julia aceptó encantada.

Al despedirse, el profesor la acompañó hasta la cafetería de los alumnos graduados y le presentó a unos cuantos de ellos, antes de marcharse.

Dos de los estudiantes que conoció se mostraron educados pero no particularmente cordiales. La tercera, Zsuzsa, una chica húngara, le dio la bienvenida inmediatamente y la informó de que un grupo se reunían los miércoles en el Grendel’s Den, un pub que estaba junto al Winthorp Park. Al parecer, el local tenía un bonito patio y una carta de cervezas excepcional. Julia le prometió que no se lo perdería y las dos jóvenes se dieron su dirección de correo electrónico.

A pesar de su timidez innata, de la que nunca acabaría de librarse del todo, Julia encajó como un guante en Harvard. Conoció a un alumno llamado Ari, encargado de dar información sobre el campus. Ari le enseñó dónde estaban los principales edificios, como por ejemplo la biblioteca o la escuela de posgrado.

Se apuntó en una lista para pedir el carnet de la biblioteca, aunque no podría hacer los trámites hasta agosto.

De vez en cuando, iba por la cafetería para ver a Zsuzsa. Y pasaba muchas horas en la biblioteca, buscando y leyendo libros. Paseando por el barrio, descubrió una tienda de comestibles, un banco y un restaurante tailandés cerca de su casa; éste se convirtió en su nuevo restaurante favorito.

Cuando Rachel le devolvió la llamada, el 26 de junio, Julia estaba ya totalmente instalada y se sentía a gusto con su nueva vida. Era feliz. Casi.

Estaba atendiendo a unos clientes cuando le sonó el teléfono, así que le pidió a un compañero que siguiera con los clientes mientras ella salía a la calle a hablar.

—Rachel. ¿Cómo estás?

—Estamos bien. Siento haber tardado tanto en responderte. Un hijo de puta me robó el móvil y he tenido que comprarme otro. Luego tuve que ponerme al día con todos los mensajes sobre la boda y…

Julia apretó los dientes y esperó a que su amiga se interrumpiera para tomar aire y así poder darle las noticias sobre su hermano. Sólo tuvo que esperar un poco.

—Gabriel ha dejado el trabajo.

—¿Qué? —exclamó Rachel casi gritando—. ¿Cómo lo sabes?

—Un amigo mío era su auxiliar de investigación en Toronto.

—Eso lo explica todo —dijo Rachel.

—Explica ¿el qué?

—Gabriel ha vendido su piso. Le envió a papá un correo electrónico avisándolo de que lo dejaba y diciéndole que estaba viviendo en hoteles mientras encontraba una casa.

Julia se apoyó en el viejo y retorcido roble que se alzaba junto a Peet’s.

—¿Dijo dónde la estaba buscando?

—No. Sólo que había contratado a una empresa de mudanzas para que recogiera todas sus cosas y las guardara. Pero si ha dejado el trabajo…

—Está en pleno proceso de búsqueda.

—Entonces ¡tienes que llamarlo! Es el momento perfecto.

Julia apretó los dientes.

—No.

—¿Por qué no?

—Fue él quien cortó conmigo, ¿te acuerdas? No seré yo quien trate de arreglar las cosas a estas alturas. En caso de que se puedan arreglar, claro.

Rachel guardó silencio unos instantes.

—No estoy diciendo que te olvides de todo lo que ha ocurrido y hagas como si no hubiera sucedido nada, Julia. Pero creo que deberíais hablar sobre lo que sucedió. Creo que él tiene que saber cómo te sentiste y lo que pasó cuando se marchó. Y francamente, creo que te debe una explicación. Después puedes mandarlo al infierno, si eso es lo que quieres.

Julia cerró los ojos mientras el corazón se le contraía de dolor. La mera idea de ver a Gabriel y de escuchar sus razones le resultaba dolorosa.

—No estoy segura de que mi corazón sobreviviera a sus explicaciones.