39

Cierto especialista en Dante de ojos azules leía Miércoles de ceniza, el poema de T. S. Eliot, antes de rezar sus oraciones vespertinas. Estaba solo, pero al mismo tiempo no lo estaba.

Mirando la fotografía que tenía en la mesilla de noche, pensó en su graduación. Qué bonita y orgullosa debía de estar con su toga de graduada. Suspirando, cerró el libro de poesía y apagó la luz.

En la oscuridad de su vieja habitación, en la antigua casa de sus padres adoptivos, pensó en las semanas pasadas. Después de Italia, había viajado a Boston y luego a Minnesota. Les había prometido a los hermanos franciscanos que volvería, porque éstos —que eran unos hombres sabios— le habían dicho que valoraban más su presencia que sus aportaciones económicas. Con ese agradable pensamiento en mente, cerró los ojos.

***

—Gabriel, es hora de levantarse.

Gruñó y se dio la vuelta, esperando que la voz lo dejara tranquilo. Dormir le daba paz. Lo necesitaba.

—Vamos, sé que estás despierto. —La voz se echó a reír suavemente y sintió que la cama se hundía a la altura de sus caderas.

Al abrir los ojos, vio a Grace, su madre adoptiva, sentada a su lado.

—¿Ya es hora de ir al colegio? —preguntó él, frotándose los ojos.

Ella se echó a reír una vez más. El sonido era ligero, parecido a música.

—Ya eres un poco mayorcito para ir al colegio. Como alumno al menos.

Gabriel miró a su alrededor, confuso, y se sentó de golpe.

Grace le sonrió con calidez y le tendió la mano. Gabriel disfrutó de la sensación de su mano suave antes de apretársela.

—¿Qué pasa? —Ella lo miró con amabilidad, pero al mismo tiempo con curiosidad, mientras él le sostenía la mano entre las suyas.

—No pude despedirme. No pude decirte… —se interrumpió y respiró hondo— que te quiero.

—Una madre sabe estas cosas, Gabriel. Siempre lo he sabido.

Él sintió una gran emoción cuando la abrazó.

—No sabía que estabas enferma. Rachel me dijo que estabas mejor. Debí haber estado a tu lado.

Grace le dio unas palmaditas en la espalda.

—Quiero que dejes de culparte por todo. Tomaste la decisión más adecuada con la información de la que disponías en ese momento. Nadie espera que seas omnisciente. Ni perfecto.

Se apartó un poco para verle la cara.

—No deberías exigírtelo. Quiero a todos mis hijos, pero tú fuiste el regalo que Dios me envió. Siempre has sido especial.

Madre e hijo vivieron un momento de comunión silenciosa. Luego, ella se levantó, alisándose el vestido.

—Hay alguien a quien me gustaría que conocieras.

Gabriel se secó los ojos, se destapó y se levantó. Llevaba unos pantalones de pijama de franela, pero iba desnudo de cintura para arriba. Mientras trataba de peinarse con los dedos, Grace hizo entrar a una joven a la habitación.

Gabriel se la quedó mirando.

Se notaba que era una mujer joven, aunque parecía no tener edad. Era alta y esbelta, de pelo largo y rubio, y piel muy blanca. Sus ojos le resultaban familiares. Eran unos preciosos ojos azules como los zafiros y le sonreían con amabilidad, igual que sus labios rosados.

Gabriel miró a Grace con la cabeza ladeada.

—Os dejaré solos para que podáis hablar —dijo ésta, antes de desaparecer.

—Soy Gabriel —se presentó él, tendiéndole la mano educadamente.

Ella se la estrechó, sonriendo feliz.

—Lo sé.

Su voz era suave y muy dulce. A él le recordó a una campanilla.

—¿Y tú eres?

—Quería conocerte. Grace me contó cómo eras de niño y me dijo que eres profesor. A mí también me gusta Dante. Es muy divertido.

Gabriel asintió, sin comprender.

La joven le dirigió una mirada melancólica.

—¿Podrías hablarme de ella?

—¿De quién?

—De Paulina.

Él se puso tenso y la miró con desconfianza.

—¿Por qué?

—Porque no la conozco.

Gabriel se frotó los ojos con el dorso de la mano.

—Ha ido a ver a su familia a Minnesota, para tratar de hacer las paces con ellos.

—Lo sé. Se siente feliz.

—Entonces, ¿por qué me preguntas a mí?

—Quiero saber cómo es.

Él reflexionó un momento antes de empezar a hablar.

—Es atractiva e inteligente. También muy tozuda. Habla varios idiomas y cocina muy bien. —Se echó a reír antes de continuar—. Pero no tiene talento para la música. No es capaz de afinar ni una sola nota.

—Eso he oído. —La joven lo miró con curiosidad—. ¿La querías?

Él apartó la vista.

—Creo que la quiero ahora, a mi manera. Cuando nos conocimos, en Oxford, éramos amigos.

La joven asintió y se volvió un momento hacia el pasillo, como si alguien la hubiera llamado.

—Me alegro de haberte conocido. Antes era imposible, pero nos volveremos a ver. —Y, con una sonrisa, se volvió para marcharse.

Gabriel la siguió.

—¿Cómo has dicho que te llamas?

Ella lo miró expectante.

—¿No me reconoces?

—No, lo siento. Aunque tus ojos me resultan muy familiares.

La joven se echó a reír y él sonrió, porque su risa era contagiosa.

—¿Cómo no te van a resultar familiares? Son tus ojos.

La sonrisa se borró de la cara de Gabriel.

—¿Aún no me reconoces?

Él negó con la cabeza.

—Soy Maia.

Se quedó paralizado e, instantes después, su cara mostró todo un abanico de emociones, como nubes flotando en el cielo en un día de verano.

Ella se inclinó hacia el tatuaje que tenía en el pecho y le dijo con un susurro cómplice:

—No tenías por qué hacer eso. Sé que me querías. Soy feliz aquí. Todo está lleno de luz, amor y esperanza. Y todo es precioso.

Poniéndose de puntillas, le dio un beso en la mejilla antes de desaparecer en el pasillo.