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Gabriel se sacudió compulsivamente, luchando por liberarse de las mantas antes de despertarse del todo. La buscó por todas partes, pero no vio a nadie.

Estaba solo en una habitación de hotel, a oscuras. Había apagado todas las luces antes de acostarse. Ése había sido su primer error. Y además se había olvidado de colocar la foto de Julia en la mesilla de noche para que mantuviera las sombras a raya. Ése había sido el segundo, ya que ella era su talismán contra la oscuridad.

Se sentó en la cama, apoyando los pies en el suelo, y se cubrió la cara con las manos. Los meses que pasó en rehabilitación para desintoxicarse, años atrás, habían sido durísimos, pero no eran nada comparados con lo que le estaba costando superar la ausencia de Julianne. Soportaría las pesadillas y los recuerdos de errores pasados con estoicismo si pudiera abrazarla cada noche.

Miró con desprecio la botella de whisky medio vacía que había dejado en la mesilla de noche. El acoso que había sufrido por parte de las autoridades académicas le había supuesto una gran presión. Si a esa presión se le añadía el dolor de la pérdida, el resultado era que se sentía incapaz de afrontar la vida sin ningún tipo de ayuda externa.

Cada día bebía un poco más. Tenía que hacer algo para romper ese círculo o volvería a caer en sus viejos vicios, aniquilando cualquier posibilidad de futuro. Y tenía que hacerlo urgentemente.

Tomando una decisión, hizo un par de llamadas antes de preparar el equipaje de cualquier manera. Luego le pidió al conserje que llamara a un taxi que lo llevara al aeropuerto. Ni siquiera se molestó en comprobar si tenía un aspecto presentable. Lo cierto era que no se atrevía a mirarse al espejo por miedo a lo que pudiera encontrar allí.

Horas más tarde, llegó a Florencia y se instaló en el Gallery Hotel Art. Aunque había avisado con poca antelación, había logrado que le dieran la misma suite en la que Julia y él habían consumado su amor. Había tenido que elegir entre eso o un programa de rehabilitación y sabía que la influencia de ella sería mucho más redentora.

Al entrar en la habitación, casi esperaba encontrarla. Y si no a Julia, alguna señal de su presencia. Un par de zapatos de tacón color mandarina dejados descuidadamente debajo de una mesita. Un vestido de tafetán arrugado en el suelo, junto a una pared desnuda. O unas medias negras sobre la cama sin hacer.

Por supuesto, no encontró ninguna de esas cosas.

Tras un sueño relativamente reparador y una ducha, Gabriel se puso en contacto con su viejo amigo el dottore Vitali, el director de la galería de los Uffizi, y quedó con él para cenar. Durante la cena, hablaron de la nueva cátedra de Harvard y de Giuseppe Pacciani. A Gabriel lo alegró enterarse de que, aunque a Pacciani lo habían entrevistado personalmente en Harvard, cosa que a él no le habían ofrecido, habían rechazado su candidatura. Era un pobre consuelo, pero no dejaba de ser un consuelo.

Al día siguiente, trató de distraerse haciendo cosas que le gustaban. Desayunó en una piazza, paseó junto al Arno y pasó la tarde en la sastrería. Encargó que le hicieran un traje de lana negra a medida y luego invirtió una hora más buscando los zapatos perfectos para combinarlos con el traje. El sastre le dijo bromeando que el traje era tan bueno que podría casarse con él. Luego, el hombre se empezó a reír de su propia broma, hasta que Gabriel levantó la mano para enseñarle el anillo.

—Acabo de casarme —dijo, para sorpresa del sastre.

Fuera a donde fuese, lo asaltaban imágenes de Julia. En el ponte Santa Trinità se detuvo y se demoró en sus agridulces recuerdos durante largo rato. Era duro, pero preferible a las alternativas químicas.

Una noche en que había bebido demasiado, se acercó al Duomo, rehaciendo el camino que había seguido con Julia meses atrás. Torturado por el recuerdo de su cara cuando lo había acusado de follar con ella, vio un mendigo que le resultó familiar, sentado junto a la cúpula de Brunelleschi.

Gabriel se acercó a él.

—Unas monedas para un pobre anciano —le pidió el hombre en italiano.

Gabriel se acercó más y lo observó con desconfianza. El olor a alcohol y a falta de higiene lo asaltó, pero no se detuvo. Al reconocer en el mendigo al mismo hombre que había inspirado la caridad de Julia, sintió que la cabeza le daba vueltas.

Se buscó la cartera a tientas. Sin molestarse en mirar, sacó varios billetes y se los puso delante de la cara.

—Lo vi en diciembre y sigue aquí —dijo Gabriel y el tono le salió más acusador de lo que hubiera querido.

El hombre se quedó mirando los billetes con avidez.

—Estoy aquí cada día. Incluso en Navidad.

Gabriel le acercó los euros a la nariz.

—Mi fidanzata le dio dinero y usted le dijo que era un ángel. ¿Se acuerda?

El viejo le dedicó una sonrisa desdentada y negó con la cabeza sin perder de vista el dinero.

—Hay muchos ángeles en Florencia y todavía más en Asís. Creo que Dios ayuda y protege a los mendigos de Asís, pero Florencia es mi hogar.

El hombre alargó la mano hacia los billetes, sin acabar de creerse que fuera a dárselos de verdad.

Gabriel se imaginó a Julia defendiendo al mendigo. Quería que le diera el dinero, aunque lo más probable era que el hombre se lo gastara en vino.

Mientras lo observaba, vio que no estaba en mejor estado que cuando lo había visto con Julia meses atrás y estuvo seguro de que ella le habría dado dinero una y otra vez, sin dudarlo. Habría ido a darle unas monedas día tras día, convencida de que la caridad nunca se malgastaba. Julia habría confiado en que, un día, el hombre se daría cuenta de que alguien se preocupaba por él y pediría ayuda.

Julia sabía que ser amable con la gente la volvía más vulnerable, pero ni aun así dejaba de ser amable.

Dejando los billetes en la mano del hombre, Gabriel dio media vuelta y se alejó, oyendo los gritos de alegría y las bendiciones del mendigo a sus espaldas.

No quería oírlo. No era merecedor de ninguna bendición. Su acto de caridad no se parecía en nada al de Julia. No se debía a la amabilidad ni a la compasión. Sólo lo había hecho para honrar su memoria. Como quien compra una indulgencia papal.

Mientras tropezaba con una piedra del suelo, se dio cuenta de lo que tenía que hacer.

***

Al día siguiente, intentó alquilar la casa que había compartido con Julia en Umbría, pero estaba ocupada. Así que viajó a Asís y se alojó en un hotel pequeño y sencillo, lleno de peregrinos.

Gabriel nunca se había visto a sí mismo como un peregrino. Era demasiado orgulloso para eso. Sin embargo, había algo en Asís que le permitió dormir esa noche. No había descansado tan bien desde que había dejado de dormir en brazos de Julia.

A la mañana siguiente, se levantó temprano y se dirigió a la basílica de San Francisco. Era un lugar de peregrinaje para gente de todas las confesiones, aunque sólo fuera por admirar sus frescos medievales y disfrutar de la paz que impregnaba sus salas. No fue casualidad que rehiciera el camino que había seguido con Julianne antes de Navidad. Habían ido a misa a la basílica superiore y la había esperado pacientemente mientras se confesaba antes de misa.

Mientras ahora paseaba por la basílica, admirando las pinturas y absorbiendo la paz del recinto, vio a una mujer de pelo largo y castaño que se metía por una puerta. Intrigado, la siguió. A pesar de la multitud de turistas que invadían el recinto, no le costó nada no perderla de vista hasta la basílica inferiore.

Una vez allí, ella desapareció.

Intrigado, buscó por todos los rincones. Cuando vio que la búsqueda era infructuosa, descendió hasta las entrañas de la iglesia y llegó a la tumba de san Francisco. Allí estaba la mujer, arrodillada en la primera fila de la cripta. Gabriel se quedó en la última y se arrodilló también, sin perder de vista a la desconocida.

No era Julianne. Tenía las caderas y los hombros más anchos que ella y el pelo más oscuro. Pero era hermosa y su belleza le recordó lo mucho que había perdido.

La cripta era pequeña y primitiva, lo que contrastaba con la arquitectura y los frescos tan elaborados de la basílica. Gabriel no era el único que opinaba que la simplicidad de la vida y la misión de san Francisco se reflejaban de un modo más adecuado en la sencillez de su tumba.

Sumido en esos pensamientos, inclinó la cabeza y la apoyó en el respaldo del banco de delante. Sin darse cuenta, empezó a rezar.

Al principio eran palabras inconexas. Confesiones susurradas y declaraciones desesperadas. Pero a medida que pasaban los minutos, cada vez se sentía más arrepentido. La joven encendió una vela y se marchó sin que él se diera cuenta.

Si la vida de Gabriel hubiera sido una película, en ese momento un viejo hermano franciscano habría tropezado con él y, al darse cuenta de su sufrimiento, se habría sentido conmovido y le habría ofrecido guía espiritual. Pero su vida no era una película, así que siguió rezando solo.

Si más tarde alguien le hubiera preguntado qué había pasado en aquella cripta, se habría encogido de hombros y habría cambiado de tema. Algunas cosas no pueden expresarse con palabras. Algunas cosas desafían los límites del lenguaje.

Pero durante sus oraciones, Gabriel fue consciente de la magnitud de sus defectos y carencias, tanto morales como espirituales. Y, al mismo tiempo, sintió la presencia del Ser que conocía esos defectos y lo abrazaba de todos modos. Fue consciente de lo que la escritora Annie Dillard había llamado la extravagancia de la gracia. Pensó en el amor y el perdón que había recibido a lo largo de su vida, sobre todo de Grace y de Richard.

«Y de Julianne, mi hojita».

El imán para el pecado que era Gabriel había encontrado algo inesperado bajo el suelo de la vieja basílica. Cuando salió a la calle, estaba más decidido que nunca a no recaer en sus vicios de siempre.