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Gabriel caminaba entre los árboles del bosque oscuro y brumoso que se extendía detrás de la que había sido la casa de los Clark. Llevaba una linterna, pero no la necesitaba. Conocía tan bien aquel bosque, que aunque hubiera estado borracho o colocado, no se habría perdido. Se le daba bien caminar en la oscuridad.

Se detuvo un momento, dejando que la lluvia helada lo empapara. Si entornaba los ojos, casi podía ver la silueta de una adolescente reposando recostada en el pecho de un hombre, ambos cubiertos por una vieja manta de lana. Tenía el pelo suelto, que le llegaba hasta los hombros, y lo abrazaba a él por la cintura. Aunque no se distinguía la cara del hombre, no era difícil darse cuenta de que estaba enamorado del ángel de ojos castaños que descansaba entre sus brazos.

Inmóvil en la oscuridad, Gabriel oía el eco de lo que eran mitad recuerdos, mitad ensoñaciones.

«—¿Tienes que irte?

»—Sí, pero no esta noche.

»—¿Volverás?

»—Mañana seré expulsado del Paraíso, Beatriz. Nuestra única esperanza es que tú me encuentres luego. Búscame en el Infierno».

Gabriel no había previsto volver al huerto de manzanos sin ella. Tampoco había planeado dejarla. Sabía que le había roto el corazón. Pero aunque estaba atormentado por la culpabilidad y el arrepentimiento, sabía que en las mismas circunstancias, volvería a hacer lo mismo.

Julianne había renunciado a demasiadas cosas para estar con él. No pensaba consentir que renunciara también a su futuro.

***

Más tarde, Gabriel se estaba secando el pelo con una toalla en su antiguo dormitorio, mientras manejaba los mandos del equipo de música. Quería escuchar música para sufrir, por lo que se había puesto Blood of Eden, de Peter Gabriel. A mitad del estribillo, sonó el teléfono. Se había olvidado de pedirle a Richard que lo diera de baja cuando éste se mudó a Filadelfia, después de que él le comprara la casa.

Sin responder, se puso a recorrer la habitación de un lado a otro. Cuando el teléfono dejó de sonar, se tumbó en la cama, mirando al techo. Sabía que era su imaginación gastándole malas pasadas, pero habría jurado que podía oler el aroma de Julia en la almohada y que oía su respiración acompasada. Jugueteando con el anillo de platino que llevaba en el dedo, recordó los versos de La Vita Nuova, en los que Dante describe el rechazo de Beatriz.

Por culpa de estos rumores falsos y maliciosos

que me acusaban de todo tipo de vicios,

Ella, la reina de la bondad,

la que alejaba el mal con su sola presencia,

al ver que me acercaba

me negó su dulce saludo,

que era mi única bendición.

Gabriel sabía que no tenía derecho a comparar su situación con la de Dante, ya que su desdicha era el resultado de sus propias decisiones. Sin embargo, mientras la oscuridad se cerraba sobre él, lo asaltó el miedo a haber perdido su bendición. Para siempre.