27

Gabriel se refugió en el servicio de caballeros tan pronto como Julia se marchó. No podía arriesgarse a llamarla, ya que Jeremy podía entrar en cualquier momento, pero dudaba que hubiera entendido su mensaje de despedida. Abriendo el agua para camuflar el ruido, le envió un breve correo electrónico aclaratorio.

Al acabar, se guardó el iPhone en la chaqueta y salió al pasillo, fingiendo estar más hundido y derrotado de lo que lo estaba.

Al acercarse a los dos hombres que lo esperaban, el teléfono de Jeremy empezó a sonar.

***

Cuando Julia se despertó a la mañana siguiente, el aturdimiento del día anterior había desaparecido. El sueño le habría servido para descansar de la realidad, de no ser por las pesadillas. Había tenido varias y en todas ellas aparecía el huerto donde se había despertado sola aquella mañana tan lejana. Soñaba que se despertaba de nuevo sola y perdida y no sabía dónde encontrar a Gabriel.

Ya era casi mediodía cuando se levantó para comprobar si tenía algún mensaje. Esperaba un SMS o un correo electrónico, pero no había recibido nada.

Gabriel había actuado de un modo tan extraño el día anterior. Por un lado le había dicho que lo que habían hecho no había sido follar, pero por otro la había llamado Eloísa. No quería creerse que la hubiese dejado usando un juego de palabras literario, pero no podía quitarse de la cabeza que había pronunciado la palabra «adiós».

Se sentía traicionada, pues él le había prometido que nunca la abandonaría. Por otra parte le parecía que había aceptado muy fácilmente las exigencias del comité, a pesar de que ella ya no era su alumna y, por tanto, la universidad ya no podía interferir en sus vidas privadas.

No podía librarse de la horrible sospecha de que Gabriel se había hartado de su relación y había aprovechado las circunstancias para poner fin a la misma. La universidad le había ofrecido la posibilidad en bandeja.

Si la ruptura con él hubiera tenido lugar unos meses antes, Julia se habría quedado varios días en la cama. Pero ya no era la misma persona. Ahora era mucho más fuerte, así que se levantó y lo llamó al móvil para exigirle una explicación. Cuando le saltó el buzón de voz, dejó un mensaje breve e impaciente en el que le pedía que la llamara.

Frustrada, fue a darse una ducha, esperando que eso la ayudara a ver las cosas más claras. Pero, por desgracia, en lo único que pudo pensar fue en la tarde en Italia en que Gabriel la había duchado y le había lavado el pelo.

Después de vestirse, decidió buscar su sexta carta para leer el cuarto párrafo. Tal vez allí encontrase alguna pista sobre lo que estaba pasando.

Pero no estaba segura de a qué se refería con lo de cartas. ¿En papel o también los correos electrónicos? Si lo contaba todo, la sexta vez que se había puesto en contacto con ella por escrito correspondía a una nota que le había dejado la mañana siguiente a su horrible discusión en el seminario. Por suerte, la había guardado.

La buscó y empezó a leer:

Julianne:

Espero que encuentres todo lo que necesites.

Si no, Rachel llenó de cosas el tocador del cuarto de baño de invitados. Usa lo que quieras.

Mi ropa está a tu disposición.

Ponte un jersey, hace un día frío.

Tuyo,

Gabriel

Lo que menos le apetecía a Julia en esos momentos era a ponerse a desentrañar mensajes en clave. Sin embargo, leyó varias veces la cuarta frase, tratando de descifrar qué quería decirle con eso de «Ponte un jersey, hace un día frío».

Gabriel le había dejado su jersey verde de cachemira al principio de su relación, pero ella se lo había devuelto. ¿Le estaba diciendo que mirara en la etiqueta de alguna de las prendas de ropa que le había regalado? Las sacó todas del armario y las dejó sobre la cama. Las examinó una por una, pero no encontró nada que le diera ninguna pista al respecto.

¿Le estaría diciendo sencillamente que se protegiera del frío de la soledad? ¿O que su amor por ella se había enfriado?

Su enfado ganó intensidad. Ya no estaba sólo enfadada, estaba furiosa. Fue a lavarse las manos al lavabo y se vio en el espejo. La joven insegura que la había mirado meses atrás desde aquel mismo espejo había desaparecido y su lugar había sido ocupado por una mujer pálida y disgustada, con los labios fruncidos y los ojos brillantes. Ya no era el tímido Conejito ni la Beatriz de diecisiete años. Era Julia Mitchell, estudiante universitaria a punto de empezar su doctorado y no pensaba pasarse el resto de su vida recogiendo las migajas que los demás se dignaran tirarle.

«Si quiere decirme algo, que venga y me lo diga a la cara —pensó—. No pienso pasarme el día jugando a buscar el tesoro, sólo para que él se sienta más tranquilo».

Lo amaba, eso era absurdo negarlo. Al ver el álbum de fotos que le había regalado por su cumpleaños, supo que lo amaría el resto de su vida. Pero el amor no era excusa para que la tratara con crueldad. Ella no era un juguete, una Eloísa que abandonar cuando las cosas se ponían feas. Si iba a dejarla, quería que se lo dijera claramente. Le daba de plazo hasta la hora de la cena.

Esa noche, se dirigió a casa de Gabriel con la llave en el bolsillo. A cada paso que daba, iba repitiéndose lo que pensaba decir. Se prometió que no lloraría. Sería fuerte y le exigiría una explicación.

Al doblar la esquina, vio que una mujer alta y rubia, impecablemente vestida, salía del portal. La mujer miraba su reloj con impaciencia mientras el conserje paraba un taxi.

Julia se escondió detrás de un árbol, pero asomó la cabeza para seguir mirando.

Al principio pensó que la mujer era Paulina. Al comprobar que no lo era, respiró aliviada. Verla con Gabriel justo ese día habría sido devastador. No creía que él le hiciera algo así. Se suponía que era su Dante. Se suponía que la amaba tanto que estaba dispuesto a descender a los infiernos para protegerla; no que recibiría a Paulina en su casa en cuanto ella saliera de su vida.

Nerviosa, entró en el vestíbulo y saludó al conserje, que la reconoció en seguida. Sin pedirle que avisara a Gabriel de su llegada, entró en el ascensor. Se estremeció al pensar lo que encontraría en el piso unos instantes después.

Abrió sin llamar. Si Gabriel estaba con otra mujer, prefería verlo con sus propios ojos. Pero nada más entrar, vio que algo no iba bien. Aunque todas las luces estaban apagadas, la puerta del armario del recibidor estaba abierta. El armario estaba casi vacío y había perchas y zapatos tirados por el suelo. Era muy poco propio de Gabriel dejar las cosas desordenadas.

Encendió la luz y dejó la llave en la mesita donde él siempre dejaba las llaves. Las suyas no estaban allí.

—¿Gabriel? ¿Hola?

Al entrar en la cocina, la sorprendió ver una botella de whisky vacía en el fregadero, al lado de un vaso roto y de varios platos y cubiertos sucios.

Preparándose para lo que pudiera encontrar, se acercó al salón. Vio una mancha en la pared, al lado de la chimenea, y varios trozos de cristal rotos en el suelo. No le costó mucho imaginarse a Gabriel tirando el vaso contra la pared en un arranque de furia, pero le extrañó que no hubiera recogido los trozos, con los que alguien podía cortarse.

Cada vez más preocupada, se dirigió al dormitorio, donde se encontró cajones medio abiertos y ropa tirada encima de la cama. El armario estaba en un estado parecido. Vio que mucha de su ropa faltaba del armario, igual que la maleta grande.

Pero lo que la dejó sin aliento fue ver las paredes. Había quitado todas las fotografías en las que aparecían los dos y las había dejado sobre la cama, boca abajo.

Ahogó un grito de horror al ver que también había descolgado el cuadro de Holiday de Dante y Beatriz y lo había dejado sobre la cómoda, de cara a la pared.

Aturdida, se sentó en una silla.

«Se ha ido».

Se echó a llorar, sin poderse creer lo fácil que le había resultado a Gabriel romper todas sus promesas. Cuando se calmó un poco, buscó por todo el piso alguna nota o alguna pista que le indicara adónde se había marchado. Al ver el teléfono, se planteó llamar a Rachel, pero no podía soportar tener que contarle que su relación había terminado.

Apagó las luces y estaba a punto de marcharse cuando se acordó de una cosa. Regresó al dormitorio, pero no encontró la foto que Rachel les había hecho en Lobby, meses atrás. Una en la que se los veía bailando y Gabriel la estaba mirando con deseo.

No estaba en su sitio habitual, sobre la cómoda. Pensó que tal vez él la hubiese roto, pero no encontró los trozos en ninguna de las papeleras de la casa.

Julia no entendía por qué Gabriel se había marchado, ni por qué lo había hecho sin darle una explicación, pero empezaba a sospechar que las cosas no eran como ella se las había imaginado.

Echando un segundo vistazo al armario, se planteó llevarse su ropa, pero en seguida lo descartó. Curiosamente, ya no sentía que esa ropa fuera suya.

Poco después, estaba esperando el ascensor, sintiéndose maltratada y con el orgullo herido y las lágrimas volvieron a rodar por sus mejillas. Buscó un pañuelo de papel para sonarse, pero no le quedaba ninguno, lo que la hizo llorar con más ganas.

—Tome —dijo una voz masculina a su espalda.

Ella aceptó agradecida el pañuelo de tela, con las iniciales SIR bordadas en él. Tras secarse los ojos, trató de devolvérselo a su dueño, pero éste hizo un gesto con las manos, rechazándolo.

—Mi madre siempre me regala pañuelos. Tengo docenas de ellos.

Julia alzó la vista y se encontró con unos amables ojos castaños medio ocultos tras unos anteojos sin montura. Reconoció a uno de los vecinos de Gabriel, que llevaba un grueso abrigo de lana y una boina militar.

(Lo que, dada su edad y su heterosexualidad, sólo podía indicar que era francocanadiense).

Cuando el ascensor abrió las puertas, el vecino le cedió el paso y entró tras ella.

—¿Le pasa algo? ¿Puedo ayudarla? —preguntó con algo de acento, aunque no muy marcado.

—Gabriel se ha marchado.

—Sí, me crucé con él cuando salía. —El hombre frunció el cejo al ver que los ojos se le volvían a llenar de lágrimas—. ¿No se lo dijo? Pensaba que era su… —se interrumpió y la miró expectante.

Julia negó con la cabeza.

—Ya no.

—Lo siento.

Continuaron descendiendo en silencio hasta la planta baja. Una vez más, cuando la puerta se abrió, el hombre le cedió el paso.

Julia se volvió hacia él.

—¿Sabe adónde ha ido?

El vecino la acompañó hasta la puerta de la entrada.

—No. Me temo que no se lo pregunté. Estaba muy alterado, ¿sabe? —Inclinándose hacia ella, susurró—: Apestaba a alcohol y estaba furioso. No me pareció que tuviera ganas de charlar.

Julia le dirigió una sonrisa llorosa.

—Gracias. Siento haberle molestado.

—No ha sido ninguna molestia. Me temo que no la avisó de que se marchaba, ¿no?

—No. —Volvió a secarse las lágrimas con el pañuelo.

Él musitó algo en francés. Algo que se parecía mucho a cochon.

—Si quiere, puedo darle un recado cuando vuelva —se ofreció—. A veces pasa por casa cuando se queda sin leche.

Tras unos instantes, Julia tragó saliva.

—Dígale sólo que me ha roto el corazón.

El hombre asintió, incómodo, y se marchó.

Ella salió a la calle y emprendió el camino de vuelta a casa sola.